sábado, 30 de enero de 2016

La sabiduría del mundo.



Observo las gotitas que la lluvia ha salpicado en el cristal de mi balcón, hoy, como ocurre cada vez que llueve, me siento un poco más aislado. Es como si esa leve red de gotas, que podría hacer desaparecer con una simple bayeta, me separara del mundo, dejándome desnudo ante lo que soy, un ser solitario, huraño, apartado del resto de la humanidad. No siempre me siento así, por lo general estoy contento o satisfecho conmigo mismo, casi siempre estoy, digamos, normal. Sin duda a este, mi estado de ánimo, contribuye la música que está sonando y es que para los días de lluvia siempre elijo alguna sonata triste y melancólica que subraye las emociones que me producen pequeñas cosas, como las gotas de lluvia.

Son los pequeños trucos a los que recurrimos viejos solitarios como yo, que de estar toda la vida solos hemos desarrollado la necesidad de remarcar aquello que vivimos, como si fuera una forma de compartirlo, como si la música me dijera “mira qué día triste, yo también me siento un poco sola y apartada de los demás”. Con los años aprendí a elegir bien la banda sonora, así que no es de extrañar que la música comparta mis emociones y me dé siempre la razón.

En Madrid llueve poco, así que lo normal es que pueda cumplir con mi rutina, levantarme, preparar un café solo y acompañarlo con unas galletas mirando la Plaza de Oriente a través de la cristalera de mi balcón. Sólo con eso me siento ciudadano del mundo. Observando a los turistas, a los artistas callejeros que se esfuerzan por llamar la atención de quienes les pueden regalar unas monedas, a los mensajeros que llevan paquetes, a los ejecutivos que salen desorientados del parking subterráneo preguntándose qué dirección tomar. Viendo que la vida sigue su ritmo normal sé que podré ocupar mi parte, como cada día, y me animo a salir a dar un paseo. No tengo una ruta definida, a veces salgo del portal y me dirijo a la izquierda, a la zona más castiza y monumental y camino curioseando los escaparates de pequeños comercios cuyos dueños han estrujado su imaginación para hacerse un huequecito en los bolsillos de turistas y visitantes de la ciudad.

Otras veces tomo hacia la derecha y transito por la Plaza de España, la Gran Vía, observando un ritmo de vida frenético y monetizado. Ni se me ocurre entrar en los templos de consumo que proliferan ahora por allí, una vez lo hice y me perdí dentro, entre percheros y armarios descolocados que agrupan ropas sin orden ni concierto. Un vigilante me ayudó a salir, de lo contrario estaría todavía allí dentro, agitado y acalorado, buceando entre ofertas y artículos de producción masiva que una vez comprados quedarán condenados al olvido fulminante.

Y otras veces salgo de mi portal y camino recto, hacia el centro de la plaza, me siento junto a la fuente y observo a las personas que pasan, imaginando cómo serán sus vidas. Esos dos, esos son dos divorciados que se han conocido en el viaje organizado que les ha traído hasta aquí. Ella ya está aburrida de él, pero no quiere estar sola, prefiere tener a alguien con quien compartir sus experiencias aunque sea un tío coñazo. Será que no le gusta la música. Aquel joven de rasgos asiáticos es chino. No, japonés. Ha venido a España para hacerse torero, menuda decepción lleva, le vendieron esto como otra cosa. Y esta chica, esta viaja sola. Huye de algo, sí, de lo que es o de lo que quisiera ser y nunca alcanzará. También a ella le han vendido una historia, la de búscate a ti misma. Pobre. Construye muchacha, constrúyete y te tendrás. Estoy por decírselo. Mejor no, pensará que soy un viejo chalado o, peor, que tengo alguna mala intención.

A la hora del aperitivo me siento en la terraza, junto a la ópera, y me tomo mi vermut ojeando el primer periódico que cae en mis manos. No aguanto mucho, por lo general muy pronto estoy asqueado por la dirección que con tanta perseverancia ha decidido tomar la especie humana y enseguida paso al comedor. Este restaurante sigue aquí después de tantos años por algo, la comida es sana y casera, de las que siempre sientan bien, y el servicio es correcto en extremo. A pesar de que me conocen desde hace décadas jamás se han salido ni un ápice del papel que de ellos se espera. Don Abelardo, su agua del tiempo. Don Abelardo, pechuga de pavo con salsa de nueces, en el punto que le gusta.



Después de comer viene uno de los momentos más esperados del día. Pido el café en la mesa de hierro y mármol que siempre está reservada para mí en la zona de cafetería, en la parte más tranquila del local. El tablero ya está preparado, con cada ficha en su escaque centrada a la perfección. Si me tocan blancas me siento frente a la puerta y si me tocan negras frente al cuadro de Alfonso XII que adorna la pared. Observo las fichas mientras espero, no toco ninguna, sólo las miro, imaginando una apertura o una defensa, antes de que se presente mi rival. Siempre llega puntual, soy yo el que me adelanto pues me gusta, me gustaba, este ritual de la espera ante el tablero.

Y es que todo esto ya no volverá a ocurrir. Alberto murió hace algunas semanas. De viejo, era mucho mayor que yo y, aunque no tenía ninguna enfermedad grave, le llegó la hora. Sin más, tampoco hay que darle muchas vueltas, ni buscar conjuras o explicaciones. No es que estuviéramos especialmente unidos. El llegaba, dejaba el sombrero junto a la ventana y con un “Buenas tardes” bastante seco se sentaba frente a mí y la partida comenzaba sin más preámbulos. No nos hacían falta conversaciones superfluas ni ponernos al día con nada, allí estábamos para jugar al ajedrez y a eso dedicábamos las siguientes dos o tres horas, según como se diera la partida, mirando el tablero y fumando nuestros puros. Por el vicio de fumar es por lo que nos colocan en un lugar apartado de quejas y de las miradas críticas amparadas por la cínica legalidad.

Nos conocimos en un anticuario, ambos curioseábamos a la busca de alguna pieza que completara nuestras colecciones o que tuviera algún interés especial. Alberto era coleccionista de pistolas antiguas y de libros viejos que de alguna forma tuvieran algo que ver con Napoleón, afición que le llevó a juntar un arsenal que representa 500 años de evolución armamentística y varios miles de libros, casi todos con más de cien años de antigüedad. Yo soy coleccionista de pipas de fumar y de sellos con temática musical. También mi colección ocupa un espacio considerable. Y como ocurre con casi todos los que coleccionamos algo, nuestra afición se extiende también a otros objetos, bien sea por su valor histórico, o porque son bonitos, o muy feos, o por que se trata de rarezas que encontramos en nuestro deambular por anticuarios, subastas, ferias y casas de empeño. Así, en mi colección de “otras cosas” se cuentan rarezas como una bayoneta utilizada en la batalla de Lepanto, una jarra metálica que asistió a Ana Bolena en sus últimos días en la Torre de Londres, un anillo de bodas de oro que representa a un lobo comiéndose a un pato y un escudo vikingo encontrado en la región de Bretaña.

La colección alternativa de Alberto no llegué a conocerla bien. Estuve en su casa en varias ocasiones y me mostró algunas cosas pero lo hacía con tal desinterés que apenas logré hacerme una idea del impulso que le había llevado a comprar aquellos objetos. Sólo un mantón de Manila despertó mis envidias de una forma relevante. Perteneció a Giuseppina Strepponi, cantante y pareja del compositor Giusseppe Verdi, cuya historia de amor, adornada por la coincidencia de sus nombres y coreada por la música, siempre me fascinó. Es por eso que hoy voy a acercarme hasta el anticuario al que la familia ha encargado la venta de las colecciones de Alberto, para comprar el mantón de Manila, quizá salve alguna otra cosa de las manos de inexpertos y oportunistas, puede que la colección de pistolas si no es demasiado cara. Los libros no, desde luego, no puedo imaginar algo más absurdo que una montaña de libros viejos que tratan sobre Napoleón.

Hoy las gotas de lluvia no me dejan ver la plaza y es eso, o el llanto de un violín desesperado, lo que hace que me sienta alejado del mundo, solitario y huraño. O quizá echo de menos a Alberto, o me turba la idea de que no volveremos a jugar al ajedrez. O lo que de verdad me turba es que tendré que cambiar mi rutina de las tardes. Por supuesto descarto desde el principio encontrar a otro jugador, será muy difícil jugar contra otro que no eché a perder la partida con formalismos y conversaciones estúpidas. La cuestión es que con lluvia o sin ella tengo que salir, hoy ponen a la venta las colecciones de mi, durante tantos años, igualado contrincante y el mantón de Manila no estará siempre allí esperándome.
El anticuario es un viejo conocido, uno de aquellos que visito de vez en cuando sólo por curiosear. Se llama Fernando y nos conocemos desde hace treinta o cuarenta años, así que en cuanto le encargaron la venta de la colección de Alberto me llamó para que lo supiera en primicia, por si me interesa alguna pieza, bien por su valor o como recuerdo. Estoy en su puerta, esperando a que abra la tienda, como tantas veces, el muy perezoso siempre llega tarde a su trabajo con alguna disculpa.

-Perdone Don Abelardo. Ha sido el tráfico que hoy está fatal. Un accidente, allí por la Puerta de Alcalá, un autobús y una furgoneta. Imagínese la discusión. Menos mal que siempre hay guardias por allí, si no se arma la de la Marimorena.

-Pero ¿de dónde saca usted esas expresiones Don Fernando? Esa no se usaba desde tiempos de mi bisabuela -replico un poco asqueado por la espera.

-Nunca mejor utilizada que ahora Don Abelardo. Sepa usted que la tal María “la Morena” era una tabernera de armas tomar que aquí mismo, en el Madrid de los Austrias, acabó en juicios por saciar de golpes a una tropa de soldados que de su local querían salir sin pagar. Como sería la moza que hace de eso cinco siglos y aún pervive su leyenda.

-Pero ¿de dónde saca usted esas historias Don Fernando? -replico otra vez sólo por fastidiar.

-De los libros, Don Abelardo. Tantos años de lectura, enriqueciendo mi bagaje y aprendiendo de todo lo que cae en mis manos y aún así otra vida me pasaría haciendo lo mismo -recita cuando por fin termina de abrir la puerta.

Espero junto a la caja registradora mientras enciende las luces y observo como van apareciendo leones de bronce, una diosa romana, muebles rancios, lamparas de araña que han perdido el brillo, bodegones y retratos de desconocidos, pequeños objetos plateados o de color bronce oscurecidos por la sucia patina del tiempo. Fernando me pide que pase a la habitación del fondo en la que está expuesta la colección de Alberto.

-Supuse que le gustaría ser el primero en elegir, dado que eran amigos. Cuantas veces les vi jugar  al ajedrez tras la ventana del café, cerca de mi casa, cuando salía hacia la tienda después de comer. Yo vivo por allí también, somos vecinos por lo que sé.

-¿Hay algún objeto que destaque sobre el resto? -pregunto fingiendo desinterés. Conociendo a los anticuarios la mejor estrategia es no preguntar por aquello que se desea adquirir.

-Oh. Pensé que conocía usted la colección -responde con franqueza.

-La colección de pistolas y los libros. Poco más -digamos que no coincidíamos en gustos.

-Entendido. Pues miré aquí tiene las pistolas. Sesenta piezas que abarcan los quinientos años de historia anteriores a la aparición de las armas automáticas. Impresionante. Todas bien cuidadas y conservadas. La mayoría aún mantiene la funcionalidad para la que fueron creadas. Vamos, que disparan.

-Muy bien. No encuentro el menor interés en que funcionen o no. En caso de necesidad es mejor defenderse con una piedra que con un trabuco del siglo XVIII. 

-Por si esta colección llegara a ser de su interés le informo sobre su precio, pues creo que se ha fijado muy por debajo del que tendría en el mercado. Las prisas de la familia por vaciar el piso y venderlo, ya sabe. Nueve mil ochocientos euros -dice cesando en sus comentarios ante mi expresión de disgusto.

-Y aquí, a este lado, tiene los libros -continúa- Dos mil trescientos cincuenta y siete volúmenes versados sobre la vida y obra del brillante estratega y emperador Napoleón Bonaparte.

-Golpista y tirano Napoleón Bonaparte -respondo como hablando para mí- No se me ocurre una inversión peor en espacio y en dinero.

-El resto de objetos están allí, al otro lado de la sala. Puede usted estudiarlos con detenimiento y si necesita alguna aclaración aquí me tiene.

Localizo enseguida el mantón de Manila, cuidadosamente doblado y destacando con su colorido entre los oscuros objetos que soporta una gran mesa. Busco algo sin demasiado interés para tratar de desviar la atención.

-Esa plancha tan extraña -digo señalando una pieza metálica labrada al estilo rococó.

-Ah, sí. Se trata de una plancha del siglo XVIII que perteneció a Maria Antonieta. No la usaría ella, claro, su servicio, supongo -explica Fernando- Una pieza única por el intrincado trabajo de grabado que cubre toda su superficie excepto la placa inferior que obviamente es lisa. 

-Muy interesante. ¿Qué precio le han puesto?

-Trescientos euros.

-Y esto ¿qué es?

-Un mantón de Manila. Bordado a mano con motivos florales. ¡Perteneció a Giussepina Streponni! 

-Ah -digo fingiendo que trato de ocultar que no reconozco el nombre.

-Era una cantante de ópera. Pareja de Giussepe Verdi. Giuseppe y Giussepina, ¿se imagina usted las bromas Don Abelardo?

-¿Y eso? -digo señalando una caracola de mar realmente extrañado por su presencia en la colección de objetos raros de Alberto.

-¿Eso? Pues es una caracola de mar. No es que tenga algo de especial pero forma parte de la colección. Si se lleva usted la plancha se la regalo.

-La verdad es que no veo nada interesante Don Fernando -digo fingiendo estar cansado de curiosear.

-No me diga eso Don Abelardo. Algo se tiene que llevar. Como recuerdo o porque le sea útil. Si no lo hace se arrepentirá después. ¡Por algo le he llamado el primero!

-Está bien. Quizá tenga razón -reflexiono dubitativo- Algún recuerdo, algo que tenga alguna utilidad… La colección de pistolas me la llevaría si me la deja a la mitad.

-Mucha rebaja me pide usted. Mire rebajo el precio un 30% y le regalo la plancha.

-Casi prefiero ese mantón de la tal Josefina, lo usaré para tapar el televisor que es un trasto feo e innecesario que apenas utilizo.

-Hecho entonces. Y para que vea que soy generoso le regalo también la caracola.

Salgo de la tienda con una bolsa que contiene el mantón y la caracola. La colección de pistolas me la enviarán a casa. Ha dejado de llover y las nubes se apartan dejando paso al sol que con renacida energía primaveral deslumbra en el cielo. La mañana se ha transformado en una ocasión estupenda para pasear. Recorro algunas calles por la zona y termino en la puerta del Museo del Prado, dudando si entrar o seguir andando. Entonces me doy cuenta de que es un día perfecto para recorrer el Jardín Botánico que en esta época del año estará exultante de vida y colores.

El jardín está prácticamente vacío, no me encuentro con nadie mientras recorro los paseos embarrados rodeados de alhelíes, hortensias, rosas, jazmínes y árboles exóticos. La luz es intensa y revela una miríada de partículas de polen y polvo que flota por doquier, el perfume de las flores satura tanto el ambiente que me siento embriagado y decido sentarme en un banco de piedra a la sombra, algo alejado de los macizos de flores. En la mano tengo la bolsa del anticuario y tengo la ocurrencia de comparar el bordado floral con las flores de verdad que me rodean. Lo extraigo y admiro el trabajo minucioso, la belleza del conjunto. Imagino a Giussepina paseando por Venecia colgada del brazo de un orgulloso Verdi. No tiene mucho que envidiar a las flores del jardín, en realidad la simetría de su diseño lo hace mucho más bello. Lo introduzco de nuevo en la bolsa dispuesto a reanudar el paseo y mi mano tropieza con la caracola.

La extraigo preguntándome otra vez qué llevaría a Alberto a añadir esa pieza a su colección de rarezas. Es una caracola bastante grande, de color dorado y blanco, por lo demás bastante normal, llena de aristas y salientes puntiagudos. No puedo evitar acercarla hasta mi oreja y escuchar atentamente el sonido que sus oquedades producen y que siempre identificamos con el rumor de las olas. La verdad es que el soplido grave y profundo que percibe mi oído poco tiene que ver con el del mar. La miro otra vez y vuelvo a preguntarme que interés puede tener un objeto así. Hay una zona desgastada, junto a la hendidura, como si se hubiera acariciado muchas veces.

Quizá es que a Alberto le reconfortaba acariciarla, puede que su tacto le trajera recuerdos. Extiendo los dedos y los paso suavemente por la zona suave y regular, la sensación es agradable pero no creo que… Me parece notar algo, como una vibración, retiro la mano de forma instintiva, pero enseguida vuelvo a pasar los dedos con suavidad por el mismo sitio. La vibración se repite y trato de encontrar el motivo que la produce. Es un sonido, vibra porque algo está sonando dentro. Con algo de aprensión la acerco otra vez a mi oreja, sólo se escucha el mismo murmullo de antes, un mar amorfo y tullido. Vuelvo a acariciarla y el sonido cambia, se convierte en irregular, oscilante y de pronto un murmullo.

-¿Sabes qué se escucha en una caracola? -pregunta una voz femenina.

-No -respondo instintivamente todavía sin creer lo que estoy oyendo.

-Toda la sabiduría del mundo.

Asustado retiro la caracola de mi cara y extiendo el brazo tratando de alejarla de mí. Tengo el impulso de lanzarla lejos y echar a correr, pero por otra parte estoy fascinado y quiero reunir el valor para seguir con el experimento. Ahora entiendo por qué mi amigo conservaba este objeto tan particular.

Salgo del Jardín Botánico con paso rápido hacia mi casa. La cabeza me da vueltas sometida a una intensa turbulencia de ideas y emociones, empiezo a dudar, quizá ha sido una alucinación debida al abotargamiento por la saturación de perfumes florales, o por el cansancio, la luz, o la edad, o por la pena de haber perdido a mi compañero de ajedrez. Mientras camino varias veces introduzco la mano en la bolsa y busco la zona lisa y suave y la encuentro con el resultado de un nudo en mi garganta.

En un tiempo récord he llegado a mi portal, jadeante, sin ser consciente del camino que he recorrido, subo por las escaleras, sin esperar al ascensor, y tardo una eternidad en encontrar las llaves y acertar con la cerradura. Me quito la chaqueta y deposito la caracola sobre la mesa del salón, que a esta hora está pleno de luz. Me doy cuenta de que las gotas han desaparecido de los cristales. Es igual, ahora ya no me importan, tampoco el mantón de Manila que yace en el suelo, dentro de la bolsa.

La caracola, iluminada por la luz exterior, parece un objeto mágico. Aún no he decidido si es algo maravilloso o un instrumento endiablado. Me da miedo tocarla, ni siquiera quiero acercar la mano.   Doy algunas vueltas por el salón, mirándola, tratando de convencerme de que es tan solo una concha de molusco, y por mi cabeza pasa la estúpida idea de poner algo de música que vaya con la ocasión. La quinta sinfonía de Beethoven dotaría al momento del dramatismo adecuado, eso en su primer movimiento, claro, porque si pusiera el cuarto me inspiraría valentía y fuerza de ánimo suficiente para cualquier cosa. Me sorprendo con el LP en la mano, mirando el ceñudo y decidido rostro de Karajan, calculando el lugar exacto en el que tiene que caer la aguja, y me avergüenzo al comprobar las manías ridículas que tenemos los viejos chochos y solitarios, pero ya no me detengo.

Como había previsto los briosos acordes me infunden un ánimo distinto. Me siento en una silla. Estoy más tranquilo. Miro la concha de molusco, ese simple pedazo de carbonato de calcio. Estoy decidido. Extiendo la mano y me la llevo a la oreja con rapidez. La música hace imposible que oiga nada. Me levanto y apago el equipo, al volver a la mesa siento temor y otra vez dudo, me siento de nuevo inseguro y a la vez ridículo. Con un arrebato de rabia me la llevo a la oreja renegando de las inseguridades producidas por la edad. Escucho el murmullo del mar, miro la caracola con desdén, vuelvo a escuchar y sólo se oye un rumor lejano.

Me acuerdo entonces de que en el Jardín Botánico la acaricié en esa zona pulida y suave y fue entonces cuando escuché la voz. Venciendo la aprensión paso los dedos por la superficie lisa con cuidado y con fingido escepticismo acerco la concha vacía a mi oreja.

-¿Sabes qué se escucha en una caracola? -la misma voz de mujer.

Con voz segura y serena respondo,

-Toda la sabiduría del mundo.



Don Williams - As Long As I Have You