sábado, 29 de junio de 2013

El don. Capítulo 1.

No me importa reconocer que al principio, durante bastantes años, era algo que me avergonzaba. Lo ocultaba en todo momento y nadie sabía lo que podía hacer. Para mí era una tara, un defecto, igual que puede pensar un cojo sobre la pierna que no funciona bien o un tartamudo sobre sus dificultades al hablar. Era eso mismo, una particularidad que me dejaría en inferioridad de condiciones ante cualquier comparación. Un complejo.

Con el tiempo, tras la adolescencia y sus otros complejos e inseguridades, empecé a fijarme en las particularidades de otras personas, en sus características distintivas, y a darme cuenta de que en realidad el resto de la gente las consideraba habilidades. Así que empecé a reconsiderar la cuestión, ¿era una limitación, una tara, defecto, un error de la naturaleza? ¿o era una habilidad, incluso una envidiable habilidad?

Como es inevitable en una caso así empecé a experimentar, primero con cosas sencillas, que no pudieran traerme complicaciones en caso de que salieran mal. Empecé con una chica del barrio, una que tenía bastante éxito entre mis amigos y que a mí ni me miraba. La verdad es que me importaba un zurullo, pero era una buena opción para experimentar.

-¿Qué tendría que hacer para que me besaras? –pregunté sin más a la chica.

-Uhmm…. Tendrías que ser más guapo. Y tener coche. Y ser un poco más chulo –respondió.

-Vaya. No sé… son unas cualidades un poco… ligeras ¿no? Con poco fundamento, quiero decir.

-Pues sí. Ahora que lo dices igual si buscara cualidades más profundas en los chicos puede que tuviera mejores novios. Pero, tampoco puedo es que me importe mucho, no me quejo de mi suerte ¿sabes?

Ese día y lo siguientes traté de hablar con ella para saber si se arrepentía de aquellas palabras, si trataba de matizarlas o de explicarlas, pero no. De hecho apenas recordaba haber hablado conmigo de aquello y desde luego no tenía ningún recuerdo concreto sobre lo que me había dicho.

Después probé con el señor del estanco, un viejo bastante desagradable y rudo al que además yo no caía muy bien desde que cuando yo tenía siete años me pilló meando en su persiana junto a seis amiguitos.

-¿Qué tendría que hacer para que me regalaras un paquete de Fortuna mentolado?

-Pues… Me tendrías que dar pena. Mucha pena.

Intenté poner cara de personaje desgraciado, de tipo con problemas muy graves, y le pedí que me regalara un paquete de tabaco, si es que tenía algo de compasión en su corazón.

-Vete a la mierda, gilipollas. Que no puedes ser más tonto. Y si te vuelvo a pillar meando en la persiana te voy a cortar ese pequeño proyecto de minga que tanto te avergüenza.

Aquello me sirvió para corroborar mi habilidad y para darme cuenta de dos cosas más. La primera que en el fondo mi intención era utilizarla en mi provecho de la forma más egoísta y descarada. La segunda que mi táctica para lograrlo debía ser revisada en profundidad pues era bastante lamentable.

Ya había consolidado, por tanto, el cambio de interpretación de mis circunstancias. No era un minusválido, ni tenía un defecto, lo que tenía era una habilidad que quería explotar al máximo. Busqué un nuevo objetivo y planteé la estrategia lo mejor que supe. La clave eran las preguntas, tenían que estar muy bien orientadas. Nada rebuscado, algo muy directo. Y debía tener muy claro que lo importante era obtener información la información que me interesara, sin precipitarme intentando utilizarla en ese mismo momento. Su uso debía ser muy bien planificado y estudiado.

Encontré la víctima perfecta en la universidad. Estaba cursando de forma lamentable la carrera de empresariales, a la que había llegado de rebote y con muchas influencias por parte de la familia de mi padre, y algunas asignaturas las tenía muy atravesadas y dudaba de verdad que alguna vez pudiera aprobarlas. Sobre todo matemáticas financieras, aquella asignatura inútil que te obligaba a aprender fórmulas con veinte términos, que nunca en la vida volverías a ver porque se podían obviar pulsando un botón de la calculadora. Y en lugar de enseñarte cómo se usaba la calculadora en la vida real, te obligaban a aprender todo aquel montón de mierda hedionda.

Pedí hora al infame profesor Verdhes y cuando llegó el momento de la tutoría entré en su despacho y sin mediar palabra, ni un saludo, le dije:

-¿Cuáles van a ser las preguntas del examen de mayo?

-Ah, eso querías. Las preguntas del examen. Pues mira, te las podría decir pero la verdad es que no me apetece prologarme tanto, en realidad me gustaría salir pronto, así que toma, este es el examen. Eso sí, haz el favor de no comentarlo con nadie que no quiero problemas.

Salí del despacho algo confuso. Contento porque mi habilidad había funcionado también con aquel idiota, pero algo confundido porque él mismo había ido un poco más allá dándome la respuesta por escrito. Después de pensarlo un rato me di cuenta de que en realidad era lo mismo, una cosa que otra, aunque mucho mejor así, claro. Aprobé el examen con muy buena nota y el profesor no me dirigió la palabra, igual que hasta el día de la tutoría. Pedí otra cita para corroborar que no recordaba nada de la primera y no me quedó ninguna duda, ni siquiera estaba del todo seguro de que fuera alumno de su asignatura.

Tras aquella primera experiencia positiva, y como era un joven un poco atolondrado, no calibré bien los objetivos seleccionados y durante un tiempo me dediqué a cosas estúpidas, en lugar de a labrarme un futuro o hacer algo positivo con la habilidad que poseía. Así que mi siguiente intento fue con una de las chicas del grupo de amigos que frecuentaba en la universidad. No era gente que me importara mucho, pero me admitían en el grupo y salíamos a beber y a perder el tiempo haciendo estupideces en locales nocturnos baratillos y otros sitios cutres en los que podíamos consumir algo con nuestros escasos medios.

Una noche salimos de copas y me dirigí a Deborah, una chica bastante feucha que no me interesaba en absoluto y que me odiaba porque se daba perfecta cuenta de ello.

-¿Qué tía del grupo se acostaría esta noche conmigo sin necesidad de mucho esfuerzo? –pregunté.

-Hombre. En general no lo tienes fácil, pero hoy seguro que Marina no se resiste mucho, a veces le pareces gracioso, cosa que yo no me explico porque tienes menos gracia que una almorrana infectada, pero hoy, además, lleva un par de caipirinhas de sobra, así que…

Me las arreglé para charlar con Marina y hacer algunos chistes, intenté parecer más gracioso, y la verdad es que me costó mucho apartarla del grupo, pero al final conseguí un polvo bastante deficiente y lamentable entre los setos de un parque cercano. La calidad del resultado no era la deseada, lo reconozco, pero lo que buscaba era el resultado en si mismo y era indudable que lo había logrado.

Por desgracia la discreción de Marina dejaba mucho que desear y el contenido exacto de aquella noche trascendió y dio lugar a una larga sucesión de burlas que adornaron mis siguientes semanas con el grupito de la universidad y que aumentaron de forma radical mis ya evidentes problemas para conseguir sexo en alguna noche disipada. Lo bueno fue que todo aquello me obligó a reflexionar una vez más sobre la orientación que estaba dando a mi habilidad, los objetivos a lograr debían estar mejor seleccionados en función de intereses realmente importantes.

¿Qué es lo que quiero? –pensé- ¿Qué es lo que más me importa?¿Qué es lo que me gustaría tener en la vida y nunca lograría sin una ayudita extra? Había una respuesta que en último término aglutinaba todas las demás, incluyendo el sexo del bueno: el dinero. El vil metal me podía dar todo lo demás, o casi todo, que ya me había dado cuenta de que no es bueno perseguir el ideal de la perfección, sino disfrutar de las muchas cosas buenas que conlleva un nivel aceptable de imperfección.

Unas semanas después Marina dio una fiesta en la casa de sus padres. Era una especie de chalet-mansión en un barrio acomodado de la ciudad, en el que vivía gente de buena familia, ricos de tradición, las familias bien. Escuché que Marina contaba a unas amigas que sus padres no se habían querido ir aquella noche y que se habían refugiado de la fiesta y de sus invitados en el piso superior. Decidí darme una vuelta por allí con el presentimiento de que aquello podía depararme algo bueno y encontré al padre de Marina en bata, sólo en un gran despacho. Estaba avivando el fuego de la chimenea con un atizador y me miró con expresión contrariada cuando entré.

-¿No te ha dicho mi hija que no podéis subir? Quedaos abajo, cojones, que ya me habéis jodido la partidita de billar de los viernes –dijo.

-Ah, sí, ya he visto la mesa de billar abajo –respondí tratando de parecer simpático- Me preguntaba si esa mesa en realidad se utiliza o si sólo es parte de la decoración.

-Me importa bien poco si te gusta la decoración o no. Anda, lárgate. –espetó señalando la puerta.

Entonces me di cuenta de que en realidad no tenía ningún motivo para tener que parecer simpático, ni para esforzarme en caer bien a aquel hombre. En realidad si él hubiera sabido que me había follado, aunque mal, a su hija seguro que no era objeto prioritario de sus simpatías.

-¿Tiene caja fuerte? –pregunté casi sin pensarlo.

-Sí, claro –respondió.

-¿Tiene dinero dentro?¿Mucho?

-Sí. Siempre tengo un par de cientos de miles, por lo que pueda pasar.

-¿Dónde está la caja?¿Cómo se abre?

Ni que decir tiene que a partir de aquella noche las bromas sobre mi torpeza manejando el sexo de Marina fueron mucho mejor aceptadas por mí, incluso con una sonrisa, pues de manera inevitable traían a mi mente los cuatro fajos de billetes de quinientos que rellenaban mi colchón.

Todo aquel dinero debía ser manejado con mucha discreción y sin ostentaciones que levantaran sospechas pues, aunque no había un sospechoso claro, la policía estaba investigando el robo en la casa de los padres de Marina que fue descubierto un par de días después de la fiesta. Así que decidí que un uso discreto para aquel dinero sería mejorar mis habilidades sexuales, de forma que pudiera limpiar, si tenía la oportunidad, el deshonor que sobre mi persona Marina había extendido por todo lo ancho y largo del campus. Contraté varias docenas de prostitutas a las que siempre advertía que el objetivo de aquel encuentro era mejorar mis conocimientos en la materia para poder luego aplicarlos en mi vida “normal”.

Siendo sincero tengo que reconocer que no fue un tema que funcionara bien desde el primer momento. Las primeras tres o cuatro profesionales renunciaron al reto tras un par de pruebas, la verdad es que no me gustaban mucho físicamente y me parecían muy bastas, y esto me situaba en un punto de partida difícil de superar, digamos desde el punto de vista de la flacidez. Dejé entonces de probar con sudamericanas y busqué entre las largas piernas de las mujeres de países del este. Lo cierto es que me intimidaban un poco porque parecían mucho más peligrosas, y de hecho un par de veces me desvalijaron, pero la flacidez desaparecía en cuanto surgían aquellos pechos turgentes y la piel tan blanquita, aunque seguía habiendo un problema y es que tras un rato de manipulaciones e iniciativas por mi parte empezaban a pronunciar aquellas palabras abruptas en idiomas desconocidos, que yo, haciendo gala de mi habitual talante positivo, trataba de interpretar como palabras de ánimo, y que sin embargo me dejaban siempre un regustillo a crítica amarga.

Opté entonces por prostitutas de nacionalidad española, que algunas había, y pasé un tiempo sin entrar en acción, sólo seleccionando, descartando a las más castizas, barriobajeras o excesivamente directas, ya que yo soy un amante empedernido de la sutileza. Así encontré a Raquel, una joven de larga melena castaña, con un cuerpo excelente, una sensualidad discreta y unas maneras educadas, que hacían imposible que nadie pudiera adivinar su profesión si no fuera mediante la observación de ciertos detalles, como la combinación de sus ropas y el lugar en el que se encontraba. Bueno, y los gestos que hacía a los hombres que pasaban.

Era lo que se dice una puta de lujo, pero en potencia, porque la encontré en la calle Montera y no en algún club de los caros, o en los anuncios clasificados de los periódicos. Me di cuenta desde el primer momento y así se lo hice ver, que era la reina de las meretrices. Así que en lugar de subir al cuartucho de la pensión me la llevé a cenar al Horcher. Pero primero pasamos por una boutique para comprar un conjunto más discreto que la minifalda de plástico negro tachonado de púas metálicas que vestía por todo atuendo. Ella eligió un vestido de cuero naranja fosforito muy corto, rematado con una torerita de lana morada, un conjuntito de ropa interior negra, medias del mismo color, y unas botas de caña de color rosa con tacón de 15 centímetros. Ah, y una pamela azul, con un gran bolso rojo a juego. Estaba impresionante.

Cuando entramos al restaurante todas las miradas se fijaron en ella. Hombre y mujeres por igual no podían evitar mirarla, y admirarla. Tampoco los camareros que se quedaron paralizados en medio de su trabajo. Recuerdo que uno sirvió una botella entera de vino en un vaso que rebosó hasta empapar el mantel y el suelo, y los clientes ni se quejaron de lo embelesados que estaban. El maitre se acercó y, muy amable, nos ofreció una mesa muy discreta en el fondo del restaurante pero nosotros preferimos una que estaba allí en medio, a la vista de todos. Es momento de presumir, le dije a mi churri.

Charlamos un rato, mientras pedíamos la carta, tratando de romper el hielo, de ponernos en sintonía, pues estábamos en una primera cita, aunque avanzando hacia una noche que apuntaba a lo memorable. Al poco apareció un camarero y quise ordenar los platos pero él, muy discreto y amable, nos dijo que sólo venía a avisar a la señorita de que se le veía el ligero y algunas otras cosas y de paso insistió en trasladarnos a una mesa más discreta. Tanta amabilidad, la verdad, ya me estaba molestando, cada cosa en su justa medida, pero no dije nada y ordené los platos más caros de la carta y el mejor vino que tuvieran. Eso pareció calmar un poco al personal.

Seguimos charlando mientras comíamos. La verdad es que hablé yo casi todo el tiempo, de forma compulsiva, más que nada para evitar que las historias y anécdotas sobre su rutina diaria que ella explicaba pudieran levantar alguna sospecha en las mesas más cercanas. Lo hice así porque me percaté de que palabras técnicas de su profesión como mamada, cipote, o chingar provocaban el silencio y algunas miradas reprobadoras de aquellas personas y antes de que llegaran a conclusiones decidí tomar cartas en el asunto. El camarero nos estaba sirviendo unas ostras en salsa de caviar y angulas cuando en una de mis breves pausas para respirar ella consiguió decir algo.

-¡Cuánto hablas! Dale un poco a la manduca, colega, que luego no vas a poder follar y entonces querrás que te la coma y, que quieres que te diga, a mí después de tanto papeo de estas cosas raras como que no me apetece meterme una polla en la boca. O sea, que hoy con eso no cuentes. Aunque tampoco te preocupes que con todo este lujazo de cena no hace falta que me pagues.

El camarero quedó como petrificado y las miradas de reprobación se multiplicaron, porque además la chica hablaba demasiado alto, quizá debido a la ansiedad acumulada por intentar meter algunas palabras entre mi discurso interminable. El caso es que el maitre se acercó y nos dijo que estábamos invitados a la cena pero que nos teníamos que ir porque iba a llegar el presidente del gobierno, o alguien así, y esa era su mesa preferida y, bueno, pues nos fuimos. Eso sí, nos llevamos la botella de Petrus y nos la bebimos a tragos por la calle, camino de la pensión.

Una vez allí le expliqué que mi motivación era aprender todo sobre el sexo y a manejar el de una mujer con acierto y ella me expuso con la claridad visionaria que sólo una experta puede tener cual era la dimensión de mi problema, que con su ojo experto ya había calibrado.

-Creo que eres el clásico tío que se emociona tanto con las cosas que no puede disfrutarlas mucho y desde luego no consigues que los demás disfruten nada. Eso tiene muy fácil arreglo con un cursillo de unas pocas semanas –dijo con una gran seguridad-. Vamos a ver, al principio tú te quedas vestido y te dedicas a hacer lo que yo te mande.  Luego, ya iremos evolucionando.

Durante los primeros días del cursillo no alcancé grandes resultados en cuanto a las emociones que conseguía provocar a Raquel, aunque reconozco que para mí no dejó de ser satisfactorio desde los primeros minutos. Con el paso de las semanas y las horas y horas de instrucción disciplinada conseguí arrancar algunos gemidos esperanzadores y redoble mis esfuerzos. A los cuatro meses me dejó desnudarme y ella hizo algunas manipulaciones también. Eso provocó un fuerte retroceso en mis habilidades sexuales, pero en otros cuatro meses ya había recuperado el terreno perdido.

El caso es que terminé el cursillo con los conocimientos suficientes para centrarme de nuevo en mi vida normal. Aunque había gastado toda pequeña mi fortuna en el intento, había merecido la pena.

Volví a salir con el grupito de la universidad y me dio la impresión de que algunos se alegraban de verme, o al menos no evidenciaban molestia alguna por mi presencia, así que animado por ello decidí poner a prueba de nuevo mis habilidades esa misma noche.

-¿Qué tendría que hacer para que te acostaras de nuevo conmigo? –pregunté a Marina.

-Creo que llevo unas cuantas copas de más y que lo conseguirías si no metes mucho la pata y nadie nos ve salir juntos de aquí. Pero que no se repita lo de la última vez.

-No te preocupes. Soy otra persona, he aprendido mucho.

Volvimos al parque de la última vez y al mismo lugar entre los setos de nuestra primera consumación. Mi actuación fue memorable, no cabía duda pues puse en marcha todos los mecanismos que había aprendido y  localicé casi sin fallos los puntos más estratégicos. Volvimos al bar y no pudimos evitar que el resto del grupo se imaginara lo que acababa de ocurrir.

La cuestión fue que en los siguientes días empezó a extenderse el rumor de que yo era un cerdo. Pero un cerdo de los peores. Fue algo que no supe cómo interpretar, así que decidí preguntar a Raquel y me dijo que casi seguro aquello tendría una parte buena que traería consecuencias positivas. Efectivamente, aprecié que mi consideración se elevaba entre los otros chicos y de la noche a la mañana había pasado de miembro masculino sin cualificación a ser considerado aspirante a macho alfa. Sin embargo, por el lado femenino la cuestión estaba mucho más dividida. Una parte de ellas, la más numerosa, se alejaba de mí en cuanto me acercaba y trataban de no tener el más mínimo contacto físico conmigo e incluso con las cosas que yo tocaba. Y otro sector, bastante más escaso, parecía tener cierta curiosidad morbosa por mis habilidades íntimas, lo cual me llevó a disfrutar de nuevas oportunidades para conseguir ampliar el mito.

Una vez logrado uno de mis objetivos en la vida, hice balance y concluí que aunque el camino a recorrer había sido largo y dificultoso había conseguido sin duda lo que quería. El uso de mi don me puso en el camino y luego todo había sido utilizar bien el dinero, los conocimientos adquiridos y las oportunidades.

13 - Black Sabbath

viernes, 21 de junio de 2013

Cinco horas con mi tío Aurelio.

Toda mi vida fui un tipo bastante incrédulo. Me refiero a todas esas historias que se escuchan aquí y allá pero que nadie de mínima confianza ha presenciado o vivido en primera persona. El más allá, la reencarnación, los muertos vivientes, todo eso era algo que a mi modo de entender sólo podía explicarse por los miedos, los anhelos y los complejos de la gente. También, en algunos casos, eran leyendas que nacían como producto de alguna forma de locura, que en esto sí que siempre he creído a pies juntillas.

Pero a los 24 cambié de opinión sobre estas cuestiones, tuve que cambiar de opinión, y me di cuenta de que todo puede ser, aunque no se aprecie a simple vista. Era una noche de verano y estaba solo en la casa del pueblo, que siempre ha pertenecido a la familia de mi padre. Una gran casona de piedra, en mitad de un campo ralo, plano y seco. Estaba sentado en las escaleras del porche de la casa, observando la reseca pradera, iluminada de forma tenue y difusa por la luz de una luna llena enorme que ascendía en el cielo. Era, o parecía, mucho más grande de lo habitual, dicen que se trata de un efecto óptico que se produce cuando en nuestro campo de visión no tenemos objetos que sirvan de referencia para calibrar el auténtico tamaño de la luna. Es verdad que delante de casa no hay árboles, casas, o montañas, pero cuando apareció aquella figura cojeando, recortando su sombra oscura en la luz de la luna, ésta me siguió pareciendo igual de grande, a pesar de que ya había una referencia. Igual es que la referencia necesitaba otra referencia.

Al principio me pregunté quién sería aquel tipo. No esperaba visitas y me empezó a inquietar aquel caminante cojo que se acercaba con lentitud pero con evidente decisión. Traté de identificar en aquella figura a algún conocido por su altura, complexión o forma de moverse, el caso es que me sonaba muy familiar y a cada momento estaba más seguro de conocer a aquella persona, pero no fui capaz de ponerle nombre. Era una sensación extraña, parecida a esas veces en que una palabra te vibra en la punta de la lengua pero no eres capaz de pronunciarla. Al menos ya no tenía miedo, tenía la certeza de que aquella persona era conocida y que no venía a hacerme daño.

Estaba todavía a unos ciento cincuenta metros de distancia cuando decidí dejar vagar mi mente, no hacer esfuerzos por reconocer a aquella visita nocturna, intentando que su imagen viniera a mí de forma digamos natural. Y así fue. Enseguida identifique con aquellos trazos lejanos de rasgos físicos la figura de mi tío Aurelio. Era la cojera, lo que me había impedido reconocerle antes. Hacía mucho que no le veía, unos cuatro meses, y no estaba cojo cuando murió.
Me puse de pie ¿Cómo era posible? No podía tratarse de mi tío, había muerto de un ataque al corazón, pero cuanto más se acercaba el caminante más seguro estaba, se trataba del hermano de mi padre. En unos minutos estaba tan cerca que pude reconocer sus rasgos, tenía el pelo más largo, algo de barba y sus ropas estaban raídas y sucias de tierra. Me miraba con firmeza, como diciendo “no huyas ahora, que me está costando un huevo llegar”. Me apoyé en la baranda del porche, mareado por la impresión, incapaz de echar a correr a pesar de intentarlo, pues mis piernas no me respondían, parecían estar soldadas al suelo. Estaba ante algo en lo que nunca había creído aunque tampoco sabía muy bien que nombre le correspondía, zombie, muerto viviente, o resucitado, si es que son cosas distintas.

Se paró frente a mí resoplando y escupiendo. Me miró unos segundos y dijo:

-Niño, tráeme una Fanta que todavía tengo tierra en la boca y la caminata me ha dejao doblao.

-Antes no eras cojo –conseguí decir sin entender bien por qué.

-Bueno ¿y qué quieres que le haga? Es que tengo la pierna como dormida, no consigo que funcione, debe ser por el tiempo de inactividad.

Tras este breve intercambio logré moverme y rearmar un poco mi persona. Me convencí de que era víctima de algún tipo de alucinación, que mi mente estaba pasando por algún tipo de proceso, pero que allí en realidad no había nada raro, y mientras me concentraba en eso preparé como un autómata la mesita con unas Fantas y unas galletitas saladas y nos sentamos uno frente al otro, sin pronunciar palabra.

-No me apetece comer nada –dijo por fin- Creo que me han crecido líquenes en el estómago y que por eso me siento tan lleno. Es jodido esto de volver de la muerte, me encuentro hecho una mierda.

Tras otra pausa un poco incómoda conseguí volver a hablar -¿Cómo te sentiste? Cuando estabas muerto y al volver a… la vida, o lo que sea –pregunté con curiosidad.

-Pues, no sé. Muerto no me sentía ni bien ni mal. Era más bien como estar en pausa, aunque se ve que a nivel físico las cosas han ido pasando, y eso que supongo que yo he tenido suerte. No estoy tan… deteriorado como podría.

-Cuando dices que tú has tenido suerte ¿implica que hay otros que no? Quiero decir, ¿están saliendo todos los muertos de sus tumbas por alguna razón?

-No, qué va. Yo no he visto a nadie. El cementerio estaba la mar de tranquilo y he recorrido yo sólo todo el camino hasta aquí –dijo mi tío mirándome como con cariño-. Para hablar contigo.

-Ah. –hice una pausa todavía tratando de aceptar que charlaba con mi tío fallecido-. Perdona que no muestre mucho entusiasmo, ya sé que es un detallazo por tu parte acordarte tanto de mí, pero es que me siento un poco como desubicado ¿sabes? –dije, tratando de deshacer el nudo que se había formado en mi garganta al evaluar las terribles posibilidades que habían resucitado a mi tío para acudir a verme- Es que no esperaba yo esto, nunca he sido muy fanático de este tipo de ideas. De conceptos. Ya te imaginas. No había considerado este tipo de encuentro. Vamos, que no estaba yo preparado para verte aparecer cojeando en mitad de la noche.

-Bueno, pues mira, esa podría ser una excelente razón para desenterrarme y venir aquí a comentar contigo sobre la amplitud de la realidad. Y que consideres las posibilidades que no puedes ver.

-De eso se trata entonces. No eres una realidad sino una fantasía que representa algún tipo de remordimiento interior, de un intento de mi superyó por hacerme salir de mis limitadas perspectivas que acepto pero en el fondo no soporto.

-No, que no, de superyó, nada. Soy tu tío recién salido de la tumba, que ha venido para pedirte ayuda.

Nos quedamos un rato mirándonos. Sopesando lo dicho, tratando de aceptarlo o rechazarlo para establecer un punto de partida común que nos permitiera avanzar en la conversación.

-¿Habrás reflexionado sobre un montón de cosas durante todo este tiempo? Si estabas ahí dentro vivo… o lo que sea –dije sin pensar- Es que no entiendo muy bien esto ¿sabes?

-Ya. Lo supongo. –bebió un trago de Fanta e hizo un gesto parecido al del cowboy que se traga de golpe un vaso de whisky y me miró a los ojos-. ¿Sabes eso que dicen? Que cuando mueres la película de tu vida pasa a cámara rápida por tu mente. Pues no es verdad. O mejor dicho, es muy inexacto. Lo que en realidad ves es todo aquello de lo que te arrepientes.

-¿Una película de tus errores a lo largo de la vida?

-No, que va, no te arrepientes de tus errores. Sólo te arrepientes de tus cobardías. De todo aquello que no llegaste a hacer porque eres un vago, un cobarde o un pedazo de mierda seca sin ningún principio. O las tres cosas.
Miró a la luna que había ascendido en el cielo y casi tenía otra vez su tamaño normal. Por sus ojos pasaron recuerdos del pasado, algo muy doloroso que deja un rastro húmedo, de lágrimas que son contenidas, o que ya no salen porque hace mucho que se pasó el momento y ya no tienen sentido.

-Mi película sólo tenía un fotograma. Pero las certidumbres que me dejó calaron tan hondo en mi corazón que no pude morir del todo. Al contrario, he estado todo este tiempo luchando contra el final definitivo, reiniciando mi cuerpo, reuniendo las fuerzas necesarias para reparar la cobardía que me persiguió hasta la tumba. La rabia me dio la fuerza de voluntad para salir a compensar mi vergüenza.

-Vaya. No sé qué decirte, yo siempre te vi muy tranquilo y no parecías tener remordimientos, ni arrepentirte de nada. Hubiera jurado que eras feliz, un poco solitario y bastante callado pero feliz –repliqué.

-Tú no habías nacido cuando… Bueno, eso es evidente. No habías nacido. Yo era joven y disfrutaba con intensidad de lo poco que me ofrecía la vida. Sobre todo de la persona a la que amaba. Se llamaba… bueno, eso da igual. Era una joven bellísima, simpática y muy trabajadora. La mejor persona que puedes imaginar. Te hubiera encantado. –Me miró comprobando que prestaba atención a la historia con el debido interés- Nos conocimos, ahí, en estos campos, trabajando como jornaleros. Entonces estas tierras todavía no eran de la familia, las conseguimos poco después, cuando el señorito de los cojones se arruinó y las recibimos en pago de los salarios atrasados. Mandaban mucho entonces los señoritos.

-Pero una cosa, cuando dices “las conseguimos” ¿a quienes te refieres? A mi padre y a ti ¿no?

-Eh… ah, sí, claro. Mi hermano, tu padre, claro. Mi hermano y yo las recibimos en pago a los salarios que nos debían el señorito. Esa fue nuestra venganza. Tu padre murió poco después, eso sí, de un infarto como ya sabes. Eras un bebé y tu madre te crió sola.

-Ni siquiera en el lecho de muerte quiso ella hablarme sobre mi padre –comenté algo abatido y apagado-. Cuando ella llegaba al final de sus días pregunté una y otra vez por mi padre, como era, como se conocieron, todo eso. Porque nunca me habló de él. Ni tú tampoco. El caso es que nadie me ha hablado con claridad sobre mi padre.

-Bueno, nos estamos desviando de la historia. Te iba a contar aquello que me avergüenza, la razón que me ha impedido morir del todo y que me ha traído hasta aquí para pedirte ayuda –dijo pegándole otro trago a la Fanta-. Una mañana estábamos en el campo, cortando el trigo a mano, con las hoces, los dos solos apartados del resto, como solíamos hacer. Los demás cuchicheaban mucho y se reían, ya sabes haciendo bromas sobre los enamorados. Pero aquella mañana funesta apareció el señorito acompañado de dos capataces, todos montados en sus caballos. Estaban inspeccionando las tareas y nos vieron apartados del grupo y se acercaron a nosotros.

Nos increparon por ir a nuestro aire y enseguida se fijaron en ella, en su belleza y empezaron a interesarse. Entonces las cosas eran muy diferentes ¿sabes? Se suponía que el señorito tenía ciertos derechos sólo por ser señorito. Y aunque no estuviera bien, nadie se podía quejar. Recuerdo que se miraron un momento y los tres bajaron de los caballos. Ella intentó zafarse pero él era mucho más fuerte y en unos segundos la había tirado al suelo y estaba intentando desnudarla. Yo hice un ademán, te lo aseguro, tenía la hoz en mi mano, pero los otros dos me vigilaban, blandiendo sus garrotes. Podían hacerme lo que quisieran, igual que a ella, el señorito tenía esos derechos. Me puse a llorar y se rieron de mí. Ella lloraba también acurrucada en el suelo, intentando taparse con las ropas hechas jirones. Antes de montar de nuevo en su caballo aquel hijoputa me dio unas palmaditas en la espalda, como diciendo, hala, arréglate con lo que te dejo.

-Joder. Entiendo. Es una historia horrible. ¿Por eso es tu arrepentimiento?¿Por no haber hecho nada?

-Sí. Sé que me hubieran vapuleado, pero si al menos lo hubiera intentado hoy mi conciencia estaría tranquila. Estaría muerto, sin más.

-¿Y qué pasó después?

-No conseguimos superar aquel trauma. Nos separamos para siempre, sin decir nada. Nunca más hablamos Ella no me echaba nada en cara, pero no podíamos compartir aquello.

-¿Quién era ella? –pregunté-. Salvo que muriera joven, la he debido conocer. O… quizá se fue.

-Eso no viene a cuento. Quién era ella no es algo relevante ahora. Y si la conociste o no, aún menos.

-Sin embargo, dices que vienes buscando mi ayuda.

-Tampoco es que seas imprescindible, chico. Sólo necesito que me acerques en coche a un sitio, para saldar cuentas –me miró esperando que captara lo que quería decir, pero yo no lo cogía-. Cojones, que quiero que me lleves a la casa del jodido del señorito para sacarles las tripas y así poder irme tranquilo a la tumba.

-Ah. O sea, que vive, ¿por aquí?¿Le conozco?

-No le conoces, no. Tuviste esa suerte. Y vive, ahí, en Romeral de los Montes Bajos, aislado del mundo, todavía avergonzado por la humillación de quedarse sin tierras y marginado por la gente debido a sus abusos cuando era poderoso.  

Nos quedamos un rato mirando el campo. La luna en el cielo. Recogí la mesa y nos preparamos para salir. Mi tío Aurelio echó un vistazo a las tierras, respiró hondo el olor del campo. Y sin decir nada se dirigió hacia mi coche que estaba aparcado cerca de la casa.

-Nunca aprendí a conducir –dijo mientras nos acercábamos al pueblo-. La verdad es que tampoco me hacía mucha falta con la vida que llevaba. En alguna romería no me hubiera venido mal, aunque mejor caminar por el campo que conducir borracho.

-¿Cómo piensas matarle? –pregunté.

-Con esto –dijo enseñándome una vieja hoz que llevaba en la mano derecha y que 
debió coger entre las herramientas del porche-. La guardé. No sé por qué, pero la guardé. Nunca volví a usarla. Cuando estaba triste miraba esta hoz y la infelicidad se transformaba en rabia, con eso podía vivir. Supongo que fue por eso que la guardé.

Llegamos al pueblo en mitad de la noche y me guió por las callejuelas hasta un camino que se aleja del centro. Avanzamos muy despacio por el sendero de tierra magullado por las ruedas de los tractores, hasta que llegamos a la puerta de una casona de piedra y me ordenó que parara allí. Los perros ladraban nuestra llegada haciendo un ruido ensordecedor, pero se callaron en cuanto él salió del coche y se marcharon con el rabo entre las piernas.

-Quédate en el coche –me dijo con una advertencia en la mirada justo cuando me disponía a salir.

Se dirigió al portón de la casa y la puerta se abrió antes de que tocara la aldaba. Un señor mayor apareció en el umbral, debieron despertarle los perros, y se ambos se miraron a los ojos durante un buen rato. Hasta que, desobedeciendo las instrucciones de mi tío, me acerqué hasta ellos. El señor mayor me miró y luego a mi tío Aurelio.

-Tú. Vienes aquí. Tienes la osadía de venir en mitad de la noche a mi casa, a la casa del señor, y encima te traes a este, a este… bastardo.

Mi tío no dijo palabra, le miró con rabia, sus ojos se abrieron al máximo y tomaron una expresión de locura infinita, sus dientes apretados chirriaron y blandió la hoz por encima de su cabeza, dispuesto a consumar su venganza. Pero le arrebaté la hoz y yo, aún más cegado por la rabia que no sé de dónde surgió, le atravesé el estómago con un movimiento circular y tiré hasta que la cuchilla volvió a salir. Primero cayeron sus tripas al suelo y luego se arrodilló sobre ellas, incapaz de entender qué había pasado. Repetí el movimiento en su espalda, en su cara, en sus brazos, y en su cuello, hasta que tuve delante, en el suelo, un guiñapo ensangrentado, un buen montón de carne mal picada. Es lo último que recuerdo de aquella noche.

La sala de interrogatorios es muy diferente a como la había imaginado. No hace frío y está pintada en color verde pálido, hay una alfombra gris y cuatro sillas absurdas, de tijera como las de los viejos chiringuitos de la playa. La mesa es muy fea, de contrachapado marrón oscuro, que no pega con el resto de la habitación. Alguien pregunta. Sé que ha preguntado antes, varias veces, pero yo estaba ido, no me llegaban señales del exterior. Nunca me había pasado. Le reconozco, es el sargento del cuartelillo de la guardia civil de la zona. Se llama Vicente. Estudiamos juntos y nos llevábamos bien, luego perdimos el contacto.

-¿Qué? –pronuncio con dificultad.

-Joder, Miguel. Que ya era hora de que hablaras. Que si recuerdas algo de lo que sucedió anoche. Te encontramos en estado de shock en una casa de Romeral. Delante de un cuerpo destrozado a golpes de hoz. Por cierto, tenías una hoz en la mano. Manchada de sangre, como tu ropa –dice señalando mi pecho.
Miro extrañado las manchas rojas sobre mi camisa blanca. La sangre seca en mis manos, mezclada con la tinta que han usado al tomarme las huellas. Y recuerdo bien lo que hice anoche - ¿Y mi tío? –Pregunto.

-¿Tu tío? ¿Estaba alguien más allí?

-Sí, me refiero a mi tío, mi tío Aurelio. Tú le conoces.
Me mira muy serio durante un rato, cambiando la expresión de su cara desde la incomprensión hasta la certeza.

-Miguel, tu tío Aurelio murió hace meses. Lo sabes muy bien. –afirmo con la cabeza- Te quieres hacer el loco ¿no? Aquí no hace falta, cuando llegues al juzgado haz lo que quieras, pero aquí no te hace falta. Sé muy bien lo que pasó y, créeme, comprendo muy bien lo que pasó, lo que has hecho. Supongo que ese mismo deseo habría pasado muchas veces por mi cabeza de haber estado en tu lugar. Igual también le hubiera matado.

Ahora el extrañado soy yo. No entiendo de qué me habla, ni que es eso que dice comprender y qué cree que justifica el asesinato de aquel hombre. Aunque una certeza se abre paso en mi corazón.

-No entiendo lo que quieres decir, Vicente.

-De verdad. No hace falta que disimules, conmigo no hace falta. Todo está claro. 
Al final te enteraste de alguna forma. El pueblo entero te protegió durante todos estos años, no quisimos crear más sufrimiento a tu familia tras todo aquel asunto, pero de alguna forma te has enterado y has reaccionado así. Es humano. –Me mira intentando transmitir su comprensión- Supongo que encontraste algo en la casa, quizá buscaste entre las cosas de tu tío que quedaron en la casa tras su muerte. A lo mejor dejo algo que te ha hecho comprender. Supongo que es eso.

Las cartas. Recuerdo que meses después de su muerte curioseaba en el arcón de mi tío y encontré un mazo de cartas atadas con un lazo de seda roja y blanca. Las cartas de amor que mi madre mandó a mi tío Aurelio. Vivían en la misma casa y no se hablaban, pero ella le mandaba cartas. Es increíble. Cartas de amor en las que le contaba su incapacidad para sobreponerse a la penosa experiencia, para retomar cualquier relación directa con él. En ellas le explicaba su infelicidad, su lamento por la mala suerte, por el encuentro con aquel desalmado que les había roto y separado para siempre. O le decía cómo había conseguido satisfacer mis preguntas sobre mi padre, al que yo debía seguir considerando muerto. Le contaba que estaba muy agradecida con los vecinos, que habían sido tan discretos, nadie me había dicho lo más mínimo, ningún niño me había llamado bastardo en alguna rabieta.

Volví a perder la noción del tiempo, a caer en un estado de abstracción mental casi total. Guiaban a mi cuerpo de un sitio a otro pero yo no estaba allí, mi mente estaba muy lejos, en los recuerdos, entre las cartas que mi madre escribió a mi tío. El que salió de la tumba para matar a al criminal que era mi verdadero padre. Mi mente se hundía a la deriva en un mar de contradicciones, de recuerdos reinterpretados, de situaciones incomprendidas que de pronto tenían explicación. Pero todo estaba oscurecido bajo la sombra de los extraños mecanismos que mi mente había ideado para llevarme a consumar la venganza que ardía en mi interior. Había imaginado todo aquello de mi tío revivido sólo para poder enfrentarme a lo que necesitaba hacer. Vengar su memoria, la de mi tío que no lo era, que debía haber sido mi padre, y la de mi madre que murió enferma de tristeza tras muchos años de amargura y preocupación por mí.

-Ya estamos. Esta es –dice el sargento Vicente sacudiéndome con fuerza-. Querías venir a la tumba de tu tío antes de ir al calabozo. Pues aquí la tienes.

Miro la tumba de mi tío. Parece intacta, no hay ninguna evidencia que muestre que haya podido salir de allí dentro.

-¿Puedes llevarme hasta la de mi madre? Sólo para despedirme, quizá nunca pueda volver.

-De acuerdo. No hay problema –dice Vicente.

Caminamos los escasos quince metros que nos separan del sepulcro de mi madre. Y enseguida lo veo. El lazo de seda roja y blanca que anudaba las cartas, inconfundible, atado a uno de los brazos de la cruz.


Y me río, me río muy alto, a carcajada limpia, en un arrebato incontenible de felicidad. Me río de la vida, de las desgracias, del cabrón al que he asesinado, de las ocurrencias de mi tío Aurelio. Qué gran tipo, qué bueno tener un tío como él.



Mozart - Amadeus



viernes, 14 de junio de 2013

Francisco y las circunstancias. Su realidad.

-Siéntate aquí tío, enfrente de mí, que te vea bien. Y no me hagas cosas raras –me dice Francisco Verdejo mirándome muy fijo, con sus ojos de hielo-. No tengas tanto miedo que no he pedido que te traigan para hacerte nada. Les he obligado a traerte porque no quiero que mi historia, esa que al parecer tú quieres contar, la escriban otros. Sí, sí, sé que has estado por ahí, preguntando. Y seguro que te han contado muchas patrañas, muchas cosas chungas que me descalifican –sigue mirándome muy fijo y me cuesta mantener su mirada-. Lo que pasa es que sólo sabes la mierda que cuentan, lo que se ve desde fuera, pero no te imaginas cuales son mis razones, y quiero que también escribas mi verdad. La verdad. Que se me vea también como un ser inteligente y emprendedor.

Tampoco nos engañemos, no he llegado a esta situación actual en la que me has tenido el placer de conocerme, por mis méritos como ciudadano ejemplar. Aunque no estaría aquí si no llega a ser por el gilipollas del “Pilas”. El se empeñó en atracar una sucursal en el puto centro de la ciudad, el día antes de la operación salida, y  sin informarse un poco más. Habrá más dinero decía, la gente tiene que sacar para las vacaciones. Joder, mientras faenábamos se ha presentado una manifestación de afectados por las preferentes en la puta puerta. Y eso ha dificultado bastante nuestra retirada, ya te puedes imaginar. Se traían a media brigada de antidisturbios detrás, así que nos han jodido pero bien.

Nos hemos cargado a ocho o diez pero, ya ves, ahí yace mi amigo “Compinche” y en aquella esquina el tontodelculo del “Pilas”. Míralo todavía tiene cara de gilipollas, hasta con la mitad del careto reventao –señala con la pistola al cadáver de un hombre, que tiene la cara destrozada por un disparo-. Sólo quedo yo. Y ahí fuera hay como siete mil policías, así que me he hecho fuerte aquí, con esos tres rehenes que están ahí, esos, los acojonaos que tiemblan junto a la caja. Antes eran cinco, pero he tenido que negociar para que te trajeran, y dos no han superado las primeras fases de las conversaciones –calla un momento, esperando a que le ría la gracia, pero sólo me sale un gesto tenso-. Sé que no voy a salir de aquí, por eso he exigido que te traigan. Ahora que me voy para siempre quiero que las cosas queden claras.

Me dijeron que llevas un tiempo preguntando por ahí. Sobre mi vida y eso. Por mis hazañas –sonríe mientras me golpea en el pecho con su dedo índice-. Eres periodista o algo de eso ¿no?

-Historiador –respondo con timidez-. Escribo novelas históricas, pero me hablaron sobre tu banda en una ocasión y tuve curiosidad. Me pareció una buena historia para novelar, aunque este no sea exactamente el género que acostumbro. Antes ya había leído cosas en los sucesos, en prensa, ya tenía algunas referencias sobre tus… vida. Y empecé a preguntar, a entrevistar a diversas personas.

-Bueno, pues ahora estás en el sitio apropiado –dice zarandeando la pistola mientras habla-. No voy a pedirte que quites de tu libro lo que ya te han contado los otros. Lo que quiero es que escribas también mi versión. Así los que lo lean podrán elegir, darse cuenta de cuál de las historias es real –me observa un momento antes de seguir-. Joder tío, saca tu libreta o algo ¿no? 
Tendrás que tomar apuntes.

Cojo un bolígrafo y un mazo de folios de una de las mesas y me siento junto a él, en el suelo. Esperando a que empiece a relatar su versión de su propia vida. Con los antebrazos apoyados sobre las rodillas dobladas y balanceando la pistola de forma inconsciente y bastante peligrosa, parece que intenta concentrarse, recordar, o buscar un principio, el punto por el que empezar.


-¿Qué es la violencia? Me preguntas clavando en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es la violencia? ¿Y tú me lo preguntas?  Violencia, eres tú.

Esta es la primera conversación  que recuerdo haber mantenido con mi madre, así que supongo que estaba predestinado y lo más lógico es que hoy me encuentre aquí parapetado, cubierto de sangre. Al menos no es mi sangre, eso es mejor. Hablando de sangre, mi madre y yo compartíamos sangre, de eso no hay duda, ya sé que parece evidente pero es que en nuestro caso es una realidad que abarca más allá de la mera evidencia. Compartíamos la sangre y su espíritu.

Esa poesía surgió de forma espontánea en una conversación cuando yo tenía tres años y ella me estaba peinando en su celda, antes de la cena. En aquellos años los niños pequeños podíamos compartir el encierro con nuestras madres para desarrollar así el conveniente amor filial y recibir una orientación adecuada, todo lo cual en mi caso funcionó a las mil maravillas. Mi amor por mi madre era, y será siempre, infinito, y no hay duda de que aprendí muy bien su orientación natural. A los cuatro años ya había presenciado unos cuantos de sus despliegues de violencia necesarios para mantener su posición en la prisión. Narices rotas, mandíbulas partidas de una patada, brazos dislocados. El sonido de las fracturas ya era familiar para mis infantiles oídos y recuerdo que me emocionaba ver como ella ganaba todas aquellas peleas, reforzando así el debido respeto. Aprendí de este modo cual es la forma más rápida y efectiva de hacer cumplir las leyes. Sus leyes. Mis leyes.

Pero pasados tres o cuatro años, en uno de esos días aburridos de la prisión, las cosas se pusieron mal. Cinco reclusas insurgentes nos cogieron por sorpresa en el baño y acorralaron a mamá en las duchas y comenzaron a golpearla con saña desmedida. Yo lloraba, mirando aterrorizado en una esquina, nunca había visto a mi madre recibir. Hasta que una bestial patada en la cara me salpicó de su sangre. La sangre caliente de mi madre. Recuerdo que mi visión se nubló y que me dolían los brazos por la tensión creciente en todos mis músculos. Muy rápido, como siempre la había visto moverse, saqué el punzón que ella escondía en uno de mis zapatos y sin pensarlo ni un segundo salté hacia adelante y se lo clavé muy profundo en un ojo a la que parecía la líder de aquel grupito.  No dijo nada, me miró con sólo un ojo, sin entender, y cayó al suelo de bruces mientras el resto de las atacantes estaban atónitas, segundos perdidos que les costaron muy caro pues poco después una de ellas se sujetaba los intestinos para que no cayeran por la enorme raja que separaba en dos su abdomen y otra se ahogaba entre los estertores de su garganta desgarrada. Mi madre se ocupó de las otras dos, en una prolongada sesión de músculos desgarrados y huesos fracturados cuyo culmen fue partirles la columna a patadas, el máximo castigo era la paraplejia.  Una lección que el resto de las reclusas aprendió muy bien así que nunca más se produjo una rebelión al yugo de mi madre, aunque sus arrebatos violentos eran constantes y necesarios para mantener la tensión.

Durante aquellos años de prisión mi madre me enseñó muchas más cosas. Me decía que aquello que yo llevaba dentro tenía que ser combinado con mucho conocimiento y estudio, porque además mi inteligencia era evidente, y esa combinación se formularía para hacerme formidable e indestructible. Se ocupó de que otras presas me enseñaran matemáticas, filosofía, a jugar al ajedrez y a apreciar la música, desde Mozart a Deep Purple.
Cuando cumplí los doce años recibí como regalo de cumpleaños nuestra liberación. Concedieron a mamá algunos beneficios carcelarios y salimos de prisión, preparados para reinsertarnos en la sociedad. En mi caso para insertarme en la sociedad pues apenas había salido de la prisión unas cuantas veces para ver a familiares o cuando conseguíamos algún permiso puntual de unos días.

No teníamos casa, ni dinero, ni forma de conseguirlo, así que mi madre buscó algo de apoyo en sus antiguas amistades y enseguida se juntó con una banda de atracadores que residía en la zona menos pacífica del peor de los barrios. Una tarde salieron a atracar una joyería en la zona lujosa y no la volví a ver. El asalto se saldó con nueve muertos, entre ellos mi madre. Una tragedia que me dejó solo en la vida y a merced de las dudosas amistades adolescentes que ya había cultivado en el vecindario.

Estuve muy tranquilo algunos años, sin llamar la atención de la policía, a diferencia de mis amigos, y procurando pasar desapercibido incluso entre ellos. Pero cuando cumplí los dieciséis sentí  que ya estaba preparado y sin razón aparente le pegué una terrible paliza al jefecillo de nuestro grupito, haciéndome así con el mando.  Seleccioné a los tres chicos con cualidades más prometedoras y ensayamos algunos atracos por los barrios cercanos. Robábamos un coche y asaltábamos cualquier tienda, frutería o lo que fuera, nuestra intención era sólo ensayar, aprender y depurar procedimientos para hacerlo bien cuando llegará el momento de la verdadera acción. Sólo una vez nos cazó la policía, muy al principio, cuando éramos unos novatos, en el asalto a una pastelería y porque no habíamos tomado las precauciones necesarias. No volvió a ocurrir.

Nos dimos cuenta de que cuanto más violentas eran nuestras actuaciones, más exitosos y rápidos eran los asaltos. Una vez depurado a la perfección, el método consistía en entrar en el comercio cuando el dueño estaba solo y propinarle una paliza antes de levantarle el dinero. Yo solía ocuparme de la parte física mientras mis compadres reventaban la caja y se hacían con los objetos de valor que hubiera por allí. En uno meses aprendimos lo suficiente como para pensar en elegir los objetivos que de verdad interesaban.

Así llegó el día del primer atraco de verdad. Con diecisiete yo era un chico soñador, ambicioso y un poco rencoroso, frío y algo violento. Sí, así que tenía muy claro que el primer objetivo de verdad tendría un componente de venganza, aquello debía empezar por la selecta joyería en la que murió mi madre. Nos compramos por lo legal unos trajes y muy encorbatados entramos en el chalet de un tipo al que teníamos controlado, para dejarle inconsciente atado a un radiador y llevarnos su Mercedes 500 clase S, preparado por AMG. Resumiendo, un coche azul. Las apariencias engañan casi siempre así que aparcamos en la puerta y pudimos entrar sin problema en la joyería después de una breve inspección a través del cristal por parte del guardia de seguridad, que nos consideró honrados clientes. Craso error pues lo primero que hice cuando la puerta se cerró fue darle las gracias y descerrajarle un tiro en la frente. Nos liamos a disparos a discreción durante unos veinte segundos y dejamos con vida sólo a una chica rubia muy mona, aunque llorosa y entumecida por el terror, tras ver caer a una docena larga de compañeros y guardias. A mis ojos eso hacía que perdiera algo de encanto.  Aun así el idiota del Verrugas se encaprichó de ella y trató de convencerla, entre manoseos y lametones, para que se uniera a nosotros por unos días. Ella, compungida  pero sin rechistar, nos abrió las vitrinas y nos ayudó a seleccionar las joyas más valiosas.

En menos de cinco minutos volvíamos al coche, cargados con el botín y acompañados por la rubia, porque el Verrugas decía que estaba enamorado y que además nos serviría de seguro si las cosas se complicaban en la huida. Una improvisación que no me gustó. Nos sentamos los tres en la parte de atrás, la rubia entre los dos, y mi compinche empezó a ponerse un poco baboso y sobón, así que ella intentaba alejarse, y terminaron invadiendo mi espacio vital, algo que me molesta sobremanera, supongo que como consecuencia de haber pasado mi infancia hacinado en una prisión. Ya eran demasiadas molestias seguidas así que le pegué un tiro en la nuca al Verrugas. Total, ya tenía claro que me había equivocado en su proceso de selección y de paso seríamos uno menos para repartir. No quise llamar la atención con un disparo más así que preferí estrangular a la chica. Lo bueno de aquellas muertes, siempre hay algo bueno en toda circunstancia si se sabe mirar, fue que sirvieron para subir los puntos de respeto del Antonio y el Killo, los que iban en la parte delantera, que guardaban silencio acobardados.

Nos escondimos en el barrio durante unos días. Sabíamos que las cámaras de seguridad habían grabado el asalto y nuestras caras ya eran conocidas entre las fuerzas del orden, así que sabrían a quienes buscar. Decidimos esperar a que la cuestión se tranquilizara, escondidos en un edificio en construcción abandonado. A los quince días, hartos de aquel encierro, salimos de nuevo para vender las joyas en el mercado negro y con el dinero obtenido nos marchamos a Salou y estuvimos un  mes pegándonos la gran vida, sin llamar la atención, como un grupito más de macarras rusos millonarios.

Dado que el asalto a la joyería había sido algo ostentoso en cuanto a violencia y la prensa aún criticaba con dureza a la policía por no haber logrado detener a los culpables, me pareció que era muy arriesgado volver a trabajar en Madrid así que decidí organizar algo por la zona. Algo espectacular e inolvidable, que también diera mucho que hablar en los periódicos y que sirviera de base para el mito. Un atraco a un supermercado o a una sucursal bancaria pasaría desapercibido, así que empecé a buscar en otra parte. Entonces me di cuenta de que un asalto a un parque temático tendría una repercusión enorme, quizá el botín no fuera tan bueno como el de la joyería pero el mundo entero hablaría de nuestra hazaña.

Mis dos compinches y yo pasamos una semana entera en Port Aventura, en apariencia disfrutando de las atracciones pero en realidad observando la circulación de la recaudación de la taquilla y de las tiendas. Enseguida vimos que todo el dinero terminaba en las oficinas centrales situadas en una zona discreta del complejo a la espera de ser retirado a última hora por un furgón de seguridad. Nuestro objetivo serían las oficinas, al final de la jornada del sábado, el día de mayor recaudación, cuando todo el público estaría viendo los fuegos artificiales en el lago y el dinero ya se habría reunido a la espera del furgón.

Durante aquellos días de visita en el parque, habíamos escondido en varios puntos apartados las piezas de tres rifles automáticos y varias pistolas, y mucha munición. Las recogimos en bolsas de deporte y cuando ya oscurecía las montamos en los baños cercanos a las oficinas. Cuando empezaron los fuegos artificiales salimos a paso rápido cruzándonos con mucha más gente de la que habíamos previsto, pues muchas familias apuraban el uso de las atracciones en lugar de acudir a ver el espectáculo. Nos dio igual. Llegamos al edificio de oficinas suponiendo que aquello iba a ser coser y cantar, unos cuantos muertos y cosa hecha. Pero cuando volamos las cerraduras y entramos nos dimos cuenta de que habíamos calibrado mal la resistencia. Había unas quince personas repartidas por la estancia, todas ellas sacando armas ocultas alertadas por el disparo en la puerta, y cuando empezamos a disparar sólo pudimos cargarnos a tres o cuatro. Los otros nos devolvían los disparos desde todas partes y aunque no eran buenos tiradores nos superaban en número y enseguida se cargaron al Killo. Antonio y yo asumimos muy rápido que aquel era nuestro primer fracaso y salimos corriendo del edificio intentando poner distancia de por medio, pero perseguidos por algunos de aquellos empleados tan ejemplares.

Vimos que la huida sería aún más complicada cuando salió a nuestro paso un tipo disfrazado de pájaro loco que sacó una Luger y nos disparó a bocajarro. Falló y le costó un tiro en el corazón.  No me gustó matar a Woody, de pequeño en la cárcel era mi muñeco preferido. Lo malo es que había muchos más de aquellos pájaros locos saliendo de cada esquina armados con escopetas, ballestas, pistolas y hasta con bates de beisbol. Tuvimos suerte con los primeros, pero luego Antonio cayó apuñalado por uno de aquellos personajes y yo tuve que tirarme al canal del Silver River Flume para poder escapar de los disparos de los oficinistas adictos al trabajo que aún nos seguían, acompañados por otro Woody armado con una maza medieval.

Cuando salí del río me subí en la noria pensando que allí pasaría desapercibido durante un tiempo prudencial. Pero no. Cuando mi cabina estaba subiendo de la anterior emergió otro Woody que comenzó a lanzarme dagas. Me agaché para evitarlas y por suerte logré hacerme con una que había caído al suelo. Me levanté rápido y le lancé la daga a mi oponente dejándosela clavada en mitad de la frente, justo debajo del flequillo rojo. Recuerdo que pensé, “si sigo matando Woodies me voy terminar cargando al verdadero. Joder, eso sería horrible”. Qué absurdo parece ahora.

Bajé de la noria y decidí esconderme donde fuera hasta que dejaran de buscarme, pues la huida se presentaba muy peligrosa con tanto pájaro fanático. Me escondí en unos frondosos  matorrales junto al Dragon Khan y pasé allí un par de días sin moverme, aterrorizado por los pájaros locos que rondaban por todas partes. Cuando reuní el valor suficiente para salir era de día y me dirigí hacia la salida, intentando aparentar calma y poniendo a prueba mis nervios cada vez que me cruzaba con alguno de aquellos Woody psicópatas. Por suerte, quizá gracias a la barba de varios días y a mi ropa arrugada y sucia, pude pasar por un turista más. Paré un momento en una de las tiendas para comprar un Woody de peluche, sería el recordatorio de la lección aprendida en aquel desastre.

La experiencia me dejó traumatizado durante un tiempo e interrumpió mi carrera como atracador, aunque por otra parte la frustración derivada de todo aquello subió varios niveles mi potencial violento acumulado. Tenía que canalizar aquellos sentimientos vengativos y malignos de la forma apropiada así que me fui a Barcelona y me uní a un grupo antisistema. Durante un par de semanas me dediqué a destrozar mobiliario urbano y a ocupar edificios vacíos cada vez que la policía nos desalojaba de uno de aquellos, nuestros hogares.

Entre aquel grupo de inadaptados descubrí un par de talentos bien dotados para acompañarme en mi regreso a la vida laboral y tras un breve periodo de aprendizaje sobre las normas que debían respetar en su relación conmigo, los tres nos trasladamos a Marbella con la intención de seleccionar un objetivo adecuado. Por supuesto mi deseo por destacar y dejar mi huella para la posteridad no había desaparecido, así que elegí el chalet de un famoso actor extranjero y que día mejor para reventarlo que el sábado por la noche, cuando ofrecía una fiesta de disfraces a la jet set del veraneo. Sabía que ese tío tenía un Picasso, un Rembrandt y alguna otra joyita por el estilo colgados en aquella casa. Esos eran los objetivos. Todo el grupo memorizó los detalles sobre los cuadros, no era cuestión de cagarla llevándonos cualquier cosa colgada de un muro.

Colarse en una fiesta de esa clase no es tarea fácil, aunque sea una fiesta de disfraces. Hay que tener invitación, o estar acreditado como parte del servicio.  O de la vigilancia. Así que recurrimos a los bajos fondos de la zona, muy bien dotados, la influencia del este, ya sabes,  para hacernos con unos carnets de socios de la policía nacional y elegimos para los tres el mismo disfraz. Eso es amigo, lo que estás suponiendo, el disfraz de pájaro loco, por supuesto. En la puerta presentamos nuestras falsas credenciales policiales al personal de seguridad que controlaba el acceso y les explicamos que todos los Woody que vieran en la fiesta serían policías, por si necesitaban algo. Nos dijeron que lo mismo les habían dicho los tres soldados imperiales de la Guerra de las Galaxias, información que no esperábamos y nos vino muy bien para tener identificados a los auténticos agentes del orden, cuando ni siquiera habíamos previsto que de verdad estarían allí.

La fiesta era una maravilla. Desentonábamos un poco porque no habíamos reparado en que tenía una temática específica, las grandes superproducciones de Hollywood. En realidad dábamos bastante el cante. Tres Woody entre todos aquellos Indiana Jones, Lara Croft, Conan, Terminator, Nemo, Simba... Lo bueno fue que todos nos creyeron policías de verdad, tan torpes como para ir disfrazados de cualquier cosa sin pensar en la etiqueta exigida. Lo sé, es incomprensible, no existe superproducción del pájaro loco.

Nos movimos por allí para ver el panorama. Mucha gente charlaba, bailaba y comía en un gran salón, mientras otros iban y venían por un largo pasillo que daba al jardín, al fondo, en el que otros hacían lo mismo. El pasillo estaba franqueado por ocho o nueve puertas que tenían pinta de ser habitaciones, baños, cocinas, etc… Decidimos que el mejor plan era buscar las habitaciones de los cuadros repartiéndonos los trabajos, yo a la derecha, el Compinche a la izquierda y el Pilas se quedaría en el pasillo vigilando por si se declaraba algún tipo de actividad sospechosa.

Entré en la primera habitación y menuda sorpresa. Había escuchado algo sobre esa clase de perversiones. Eso de disfrazarse de un personaje de peluche y darle al tema con algún otro peluche que te guste, aunque no sepas quién está dentro del disfraz. Vamos, que me encontré a la princesa Fiona a cuatro patas sobre la cama, ofreciendo su hermoso culo desnudo al bueno de  Scooby Doo, que se balanceaba de pie intentando mantener el ritmo que su amante le exigía con pasión. Menuda escenita. Y parecía tonto el Scooby. Ambos parecían un poco bebidos o drogados. Decidí arreglar un poco la patética puesta en escena. Le retorcí el cuello a Scooby y ocupé su puesto, intentando dar una mayor intensidad a la acción. Fiona ni se dio cuenta, algo que no puedo entender pues mi ritmo era mucho más apropiado. Mientras sustituía al inútil de Scooby observé la habitación pero no vi los cuadros por ninguna parte, así que tendría que continuar buscando una vez acabadas mis obligaciones. Cuando terminé la faena, la novia de Shrek se dio cuenta del cambio de personaje y empezó a asustarse y a gritar, sobre todo cuando vio a Scooby tirado en el suelo. Tuve que amordazarla y atarla con sus propios pantalones. Supongo que después, cuando Scooby se recuperó, tuvo que darle algunas explicaciones.

Volví a salir al pasillo y vi que tampoco el Compinche había localizado nada interesante en las dos habitaciones que llevaba. Entre en la siguiente que me tocaba, era una habitación grande y muy bien amueblada, todo lujo. Sobre la cama estaba el anfitrión de la fiesta que se había quitado el casco de su disfraz de Darth Vader para esnifar unas rayitas de coca que se extendían sobre la colcha. Me invitó a una rayita partiéndose de risa, “con esa nariz no tendrás muchos problemas, Woody”. Qué gracioso. Encima de drogota, graciosillo. Son una peña que no soporto, los drogadictos y los graciosos. Así que no pude evitar meterle un par de patadas en la cara y para cuando se puso a gritar ya tenía la colcha enrollada sobre la cabeza, así que nadie pudo escuchar su petición de auxilio. Agarré la lámpara de la mesilla y empecé a sacudirle en el bulto de la cabeza envuelta en la colcha. Sin embargo, ésta amortiguaba bastante los golpes, por lo que tuve que darle muchos antes de que dejara de moverse y la tela se empapara de sangre. No soy un asesino despiadado, entiéndeme. Pero si me tocan los huevos puedo reaccionar así. En caso de necesidad no le veo problema.

El caso es que me quedé muy tranquilo en aquella habitación y comprobé con alegría que allí estaban todos los cuadros, el Picasso, los Rembrant y otros con muy buena pinta. No soy experto en arte, pero sé reconocer un chollo cuando lo veo, y aquello estaba claro. Descolgué los cuadros y saqué los lienzos de los marcos, los enrollé uno sobre otro y salí de la habitación como si nada.

Me junté con los otros dos en el pasillo. Y el Compinche, que era un tío muy avispado y con buen olfato, me dijo, “Tú has matao a alguien, tío. Hueles a eso, a que has matao. Y también has follao, pedazo cabrón”. Nos hizo gracia la cosa y nos reímos un rato para relajar la tensión. Luego nos dirigimos a la salida y vimos los problemas. Habíamos pensado que podríamos salir por la puerta con los lienzos como si nada, porque con el desmadre general que era de esperar seguro que pasaríamos desapercibidos. Sin embargo, todo el mundo estaba en el jardín aplaudiendo algún espectáculo de magia y en la puerta de salida quedaban de charla los vigilantes de seguridad de antes y los tres soldados policías de la Guerra de las Galaxias. Los lienzos no pasarían desapercibidos.

En un principio pensamos en utilizar un nivel máximo de violencia para intentar salir por encima de aquellos cinco tipos, pero no llevábamos armas y ellos sí. Me di cuenta de que había otro camino menos arriesgado, usar las circunstancias a nuestro favor. 

Dejé los lienzos al Pilas y me acerqué al personal de seguridad y les dije que en una habitación había un bulto ensangrentado envuelto en una colcha. Los tres policías fueron corriendo a comprobarlo y nosotros no tuvimos muchos problemas para cargarnos a los seguratas de la entrada y pirarnos tranquilamente en nuestro coche antes de que se montara la de San Quintín.

Después de su versión de la historia Francisco Verdejo se queda callado un rato, mirando al suelo, jugueteando otra vez con el arma que mantiene en sus manos. Quizá está aceptando que este es su último delito, que no tiene otro remedio que rendirse y prepararse para pasar muchos años entre rejas. De pronto me mira y continúa hablando,

-Y luego vino este trabajito, qué parecía fácil, pero ya ves, aquí estamos, bien jodidos por las preferentes, como cualquier otro ciudadano de a pie –me mira con expresión de resignación-.  
No somos nadie, colega. Estamos a merced de los que mueven los hilos, queramos o no. Ya lo ves, hasta a mí me han terminado jodiendo los banqueros y eso que no tengo ni cuenta en el banco. Solo nos queda la puta revolución.

Bueno, aquí te quedas, chaval. Espero que cumplas y escribas la puta verdad que te he contado. Si no es así volveré desde la tumba y el más allá para cortarte los huevos y algo peor que ya se me ocurrirá.

Echa un vistazo a la sala. A sus compañeros muertos, a los rehenes asesinados, a los que quedan vivos. Y sin decir nada más, corre hacia la calle y sale al exterior disparando a las fuerzas del orden y gritando. “¡Me cago en las preferentes, en los hideputas de los banqueros, en los bastardos políticos y en su puta madre! ¡Y en las circunstancias también!”.


Una salva interminable de disparos rubrica el final de la vida de Francisco Verdejo, asesino despiadado y cruel, pero víctima también, condenado a ser una miseria humana desde el principio, por las circunstancias que le tocaron al nacer, y al final condenado sin remisión, por las circunstancias de una sociedad tan mísera como lo fue él.  Supongo que eso quiso decir.

Iron Maide - Wasted Years