No me
importa reconocer que al principio, durante bastantes años, era algo que me
avergonzaba. Lo ocultaba en todo momento y nadie sabía lo que podía hacer. Para
mí era una tara, un defecto, igual que puede pensar un cojo sobre la pierna que
no funciona bien o un tartamudo sobre sus dificultades al hablar. Era eso
mismo, una particularidad que me dejaría en inferioridad de condiciones ante
cualquier comparación. Un complejo.
Con el
tiempo, tras la adolescencia y sus otros complejos e inseguridades, empecé a
fijarme en las particularidades de otras personas, en sus características
distintivas, y a darme cuenta de que en realidad el resto de la gente las
consideraba habilidades. Así que empecé a reconsiderar la cuestión, ¿era una
limitación, una tara, defecto, un error de la naturaleza? ¿o era una habilidad,
incluso una envidiable habilidad?
Como es inevitable en una caso así empecé a experimentar, primero con
cosas sencillas, que no pudieran traerme complicaciones en caso de que salieran
mal. Empecé con una chica del barrio, una que tenía bastante éxito entre mis
amigos y que a mí ni me miraba. La verdad es que me importaba un zurullo, pero
era una buena opción para experimentar.
-¿Qué tendría que hacer para que me besaras? –pregunté sin más a la
chica.
-Uhmm…. Tendrías que ser más guapo. Y tener coche. Y ser un poco más
chulo –respondió.
-Vaya. No sé… son unas cualidades un poco… ligeras ¿no? Con poco
fundamento, quiero decir.
-Pues sí. Ahora que lo dices igual si buscara cualidades más profundas en
los chicos puede que tuviera mejores novios. Pero, tampoco puedo es que me importe
mucho, no me quejo de mi suerte ¿sabes?
Ese día y lo siguientes traté de hablar con ella para saber si se
arrepentía de aquellas palabras, si trataba de matizarlas o de explicarlas,
pero no. De hecho apenas recordaba haber hablado conmigo de aquello y desde
luego no tenía ningún recuerdo concreto sobre lo que me había dicho.
Después probé con el señor del estanco, un viejo bastante desagradable
y rudo al que además yo no caía muy bien desde que cuando yo tenía siete años me
pilló meando en su persiana junto a seis amiguitos.
-¿Qué tendría que hacer para que me regalaras un paquete de Fortuna
mentolado?
-Pues… Me tendrías que dar pena. Mucha pena.
Intenté poner cara de personaje desgraciado, de tipo con problemas muy
graves, y le pedí que me regalara un paquete de tabaco, si es que tenía algo de
compasión en su corazón.
-Vete a la mierda, gilipollas. Que no puedes ser más tonto. Y si te
vuelvo a pillar meando en la persiana te voy a cortar ese pequeño proyecto de
minga que tanto te avergüenza.
Aquello me sirvió para corroborar mi habilidad y para darme cuenta de
dos cosas más. La primera que en el fondo mi intención era utilizarla en mi
provecho de la forma más egoísta y descarada. La segunda que mi táctica para lograrlo
debía ser revisada en profundidad pues era bastante lamentable.
Ya había consolidado, por tanto, el cambio de interpretación de mis
circunstancias. No era un minusválido, ni tenía un defecto, lo que tenía era
una habilidad que quería explotar al máximo. Busqué un nuevo objetivo y planteé
la estrategia lo mejor que supe. La clave eran las preguntas, tenían que estar
muy bien orientadas. Nada rebuscado, algo muy directo. Y debía tener muy claro
que lo importante era obtener información la información que me interesara, sin
precipitarme intentando utilizarla en ese mismo momento. Su uso debía ser muy
bien planificado y estudiado.
Encontré la víctima perfecta en
la universidad. Estaba cursando de forma lamentable la carrera de empresariales, a la que había llegado de rebote y con muchas influencias por parte de la familia de mi padre, y algunas
asignaturas las tenía muy atravesadas y dudaba de verdad que alguna vez pudiera
aprobarlas. Sobre todo matemáticas financieras, aquella asignatura inútil que
te obligaba a aprender fórmulas con veinte términos, que nunca en la vida
volverías a ver porque se podían obviar pulsando un botón de la calculadora.
Y en lugar de enseñarte cómo se usaba la calculadora en la vida real, te
obligaban a aprender todo aquel montón de mierda hedionda.
Pedí hora al infame profesor Verdhes y cuando llegó el momento de la
tutoría entré en su despacho y sin mediar palabra, ni un saludo, le dije:
-¿Cuáles van a ser las preguntas del examen de mayo?
-Ah, eso querías. Las preguntas del examen. Pues mira, te las podría
decir pero la verdad es que no me apetece prologarme tanto, en realidad me
gustaría salir pronto, así que toma, este es el examen. Eso sí, haz el favor de
no comentarlo con nadie que no quiero problemas.
Salí del despacho algo confuso. Contento porque mi habilidad había
funcionado también con aquel idiota, pero algo confundido porque él mismo había
ido un poco más allá dándome la respuesta por escrito. Después de pensarlo un
rato me di cuenta de que en realidad era lo mismo, una cosa que otra, aunque
mucho mejor así, claro. Aprobé el examen con muy buena nota y el profesor no me
dirigió la palabra, igual que hasta el día de la tutoría. Pedí otra cita para
corroborar que no recordaba nada de la primera y no me quedó ninguna duda, ni
siquiera estaba del todo seguro de que fuera alumno de su asignatura.
Tras aquella primera experiencia positiva, y como era un joven un poco
atolondrado, no calibré bien los objetivos seleccionados y durante un tiempo me
dediqué a cosas estúpidas, en lugar de a labrarme un futuro o hacer algo
positivo con la habilidad que poseía. Así que mi siguiente intento fue con una
de las chicas del grupo de amigos que frecuentaba en la universidad. No era
gente que me importara mucho, pero me admitían en el grupo y salíamos a beber y
a perder el tiempo haciendo estupideces en locales nocturnos baratillos y otros
sitios cutres en los que podíamos consumir algo con nuestros escasos medios.
Una noche salimos de copas y me dirigí a Deborah, una chica bastante
feucha que no me interesaba en absoluto y que me odiaba porque se daba perfecta
cuenta de ello.
-¿Qué tía del grupo se acostaría esta noche conmigo sin necesidad de
mucho esfuerzo? –pregunté.
-Hombre. En general no lo tienes fácil, pero hoy seguro que Marina no se
resiste mucho, a veces le pareces gracioso, cosa que yo no me explico porque
tienes menos gracia que una almorrana infectada, pero hoy, además, lleva un par
de caipirinhas de sobra, así que…
Me las arreglé para charlar con Marina y hacer algunos chistes, intenté
parecer más gracioso, y la verdad es que me costó mucho apartarla del grupo,
pero al final conseguí un polvo bastante deficiente y lamentable entre los setos
de un parque cercano. La calidad del resultado no era la deseada, lo reconozco,
pero lo que buscaba era el resultado en si mismo y era indudable que lo había
logrado.
Por desgracia la discreción de Marina dejaba mucho que desear y el
contenido exacto de aquella noche trascendió y dio lugar a una larga sucesión
de burlas que adornaron mis siguientes semanas con el grupito de la universidad
y que aumentaron de forma radical mis ya evidentes problemas para conseguir
sexo en alguna noche disipada. Lo bueno fue que todo aquello me obligó a
reflexionar una vez más sobre la orientación que estaba dando a mi habilidad,
los objetivos a lograr debían estar mejor seleccionados en función de intereses
realmente importantes.
¿Qué es lo que quiero? –pensé- ¿Qué es lo que más me importa?¿Qué es lo
que me gustaría tener en la vida y nunca lograría sin una ayudita extra? Había
una respuesta que en último término aglutinaba todas las demás, incluyendo el
sexo del bueno: el dinero. El vil metal me podía dar todo lo demás, o casi
todo, que ya me había dado cuenta de que no es bueno perseguir el ideal de la
perfección, sino disfrutar de las muchas cosas buenas que conlleva un nivel
aceptable de imperfección.
Unas semanas después Marina dio una fiesta en la casa de sus padres.
Era una especie de chalet-mansión en un barrio acomodado de la ciudad, en el
que vivía gente de buena familia, ricos de tradición, las familias bien.
Escuché que Marina contaba a unas amigas que sus padres no se habían querido ir
aquella noche y que se habían refugiado de la fiesta y de sus invitados en el piso
superior. Decidí darme una vuelta por allí con el presentimiento de que aquello
podía depararme algo bueno y encontré al padre de Marina en bata, sólo en un
gran despacho. Estaba avivando el fuego de la chimenea con un atizador y me
miró con expresión contrariada cuando entré.
-¿No te ha dicho mi hija que no podéis subir? Quedaos abajo, cojones,
que ya me habéis jodido la partidita de billar de los viernes –dijo.
-Ah, sí, ya he visto la mesa de billar abajo –respondí tratando de
parecer simpático- Me preguntaba si esa mesa en realidad se utiliza o si sólo
es parte de la decoración.
-Me importa bien poco si te gusta la decoración o no. Anda, lárgate. –espetó
señalando la puerta.
Entonces me di cuenta de que en realidad no tenía ningún motivo para tener
que parecer simpático, ni para esforzarme en caer bien a aquel hombre. En
realidad si él hubiera sabido que me había follado, aunque mal, a su hija
seguro que no era objeto prioritario de sus simpatías.
-¿Tiene caja fuerte? –pregunté casi sin pensarlo.
-Sí, claro –respondió.
-¿Tiene dinero dentro?¿Mucho?
-Sí. Siempre tengo un par de cientos de miles, por lo que pueda pasar.
-¿Dónde está la caja?¿Cómo se abre?
Ni que decir tiene que a partir de aquella noche las bromas sobre mi
torpeza manejando el sexo de Marina fueron mucho mejor aceptadas por mí,
incluso con una sonrisa, pues de manera inevitable traían a mi mente los cuatro
fajos de billetes de quinientos que rellenaban mi colchón.
Todo aquel dinero debía ser manejado con mucha discreción y sin
ostentaciones que levantaran sospechas pues, aunque no había un sospechoso
claro, la policía estaba investigando el robo en la casa de los padres de
Marina que fue descubierto un par de días después de la fiesta. Así que decidí
que un uso discreto para aquel dinero sería mejorar mis habilidades sexuales, de
forma que pudiera limpiar, si tenía la oportunidad, el deshonor que sobre mi
persona Marina había extendido por todo lo ancho y largo del campus. Contraté
varias docenas de prostitutas a las que siempre advertía que el objetivo de
aquel encuentro era mejorar mis conocimientos en la materia para poder luego
aplicarlos en mi vida “normal”.
Siendo sincero tengo que reconocer que no fue un tema que funcionara
bien desde el primer momento. Las primeras tres o cuatro profesionales renunciaron
al reto tras un par de pruebas, la verdad es que no me gustaban mucho
físicamente y me parecían muy bastas, y esto me situaba en un punto de partida
difícil de superar, digamos desde el punto de vista de la flacidez. Dejé
entonces de probar con sudamericanas y busqué entre las largas piernas de las mujeres
de países del este. Lo cierto es que me intimidaban un poco porque parecían
mucho más peligrosas, y de hecho un par de veces me desvalijaron, pero la
flacidez desaparecía en cuanto surgían aquellos pechos turgentes y la piel tan
blanquita, aunque seguía habiendo un problema y es que tras un rato de
manipulaciones e iniciativas por mi parte empezaban a pronunciar aquellas
palabras abruptas en idiomas desconocidos, que yo, haciendo gala de mi habitual
talante positivo, trataba de interpretar como palabras de ánimo, y que sin
embargo me dejaban siempre un regustillo a crítica amarga.
Opté entonces por prostitutas de nacionalidad española, que algunas
había, y pasé un tiempo sin entrar en acción, sólo seleccionando, descartando a
las más castizas, barriobajeras o excesivamente directas, ya que yo soy un
amante empedernido de la sutileza. Así encontré a Raquel, una joven de larga
melena castaña, con un cuerpo excelente, una sensualidad discreta y unas
maneras educadas, que hacían imposible que nadie pudiera adivinar su profesión
si no fuera mediante la observación de ciertos detalles, como la combinación de
sus ropas y el lugar en el que se encontraba. Bueno, y los gestos que hacía a
los hombres que pasaban.
Era lo que se dice una puta de lujo, pero en potencia, porque la
encontré en la calle Montera y no en algún club de los caros, o en los anuncios
clasificados de los periódicos. Me di cuenta desde el primer momento y así se
lo hice ver, que era la reina de las meretrices. Así que en lugar de subir al
cuartucho de la pensión me la llevé a cenar al Horcher. Pero primero pasamos
por una boutique para comprar un conjunto más discreto que la minifalda de
plástico negro tachonado de púas metálicas que vestía por todo atuendo. Ella
eligió un vestido de cuero naranja fosforito muy corto, rematado con una torerita
de lana morada, un conjuntito de ropa interior negra, medias del mismo color, y
unas botas de caña de color rosa con tacón de 15 centímetros. Ah, y una pamela
azul, con un gran bolso rojo a juego. Estaba impresionante.
Cuando entramos al restaurante todas las miradas se fijaron en ella.
Hombre y mujeres por igual no podían evitar mirarla, y admirarla. Tampoco los
camareros que se quedaron paralizados en medio de su trabajo. Recuerdo que uno
sirvió una botella entera de vino en un vaso que rebosó hasta empapar el mantel
y el suelo, y los clientes ni se quejaron de lo embelesados que estaban. El
maitre se acercó y, muy amable, nos ofreció una mesa muy discreta en el fondo
del restaurante pero nosotros preferimos una que estaba allí en medio, a la
vista de todos. Es momento de presumir, le dije a mi churri.
Charlamos un rato, mientras pedíamos la carta, tratando de romper el
hielo, de ponernos en sintonía, pues estábamos en una primera cita, aunque avanzando
hacia una noche que apuntaba a lo memorable. Al poco apareció un camarero y
quise ordenar los platos pero él, muy discreto y amable, nos dijo que sólo
venía a avisar a la señorita de que se le veía el ligero y algunas otras cosas
y de paso insistió en trasladarnos a una mesa más discreta. Tanta amabilidad,
la verdad, ya me estaba molestando, cada cosa en su justa medida, pero no dije
nada y ordené los platos más caros de la carta y el mejor vino que tuvieran.
Eso pareció calmar un poco al personal.
Seguimos charlando mientras comíamos. La verdad es que hablé yo casi
todo el tiempo, de forma compulsiva, más que nada para evitar que las historias
y anécdotas sobre su rutina diaria que ella explicaba pudieran levantar alguna
sospecha en las mesas más cercanas. Lo hice así porque me percaté de que
palabras técnicas de su profesión como mamada, cipote, o chingar provocaban el
silencio y algunas miradas reprobadoras de aquellas personas y antes de que
llegaran a conclusiones decidí tomar cartas en el asunto. El camarero nos
estaba sirviendo unas ostras en salsa de caviar y angulas cuando en una de mis breves
pausas para respirar ella consiguió decir algo.
-¡Cuánto hablas! Dale un poco a la manduca, colega, que luego no vas a
poder follar y entonces querrás que te la coma y, que quieres que te diga, a mí
después de tanto papeo de estas cosas raras como que no me apetece meterme una
polla en la boca. O sea, que hoy con eso no cuentes. Aunque tampoco te
preocupes que con todo este lujazo de cena no hace falta que me pagues.
El camarero quedó como petrificado y las miradas de reprobación se
multiplicaron, porque además la chica hablaba demasiado alto, quizá debido a la
ansiedad acumulada por intentar meter algunas palabras entre mi discurso
interminable. El caso es que el maitre se acercó y nos dijo que estábamos
invitados a la cena pero que nos teníamos que ir porque iba a llegar el
presidente del gobierno, o alguien así, y esa era su mesa preferida y, bueno,
pues nos fuimos. Eso sí, nos llevamos la botella de Petrus y nos la bebimos a
tragos por la calle, camino de la pensión.
Una vez allí le expliqué que mi motivación era aprender todo sobre el
sexo y a manejar el de una mujer con acierto y ella me expuso con la claridad
visionaria que sólo una experta puede tener cual era la dimensión de mi
problema, que con su ojo experto ya había calibrado.
-Creo que eres el clásico tío que se emociona tanto con las cosas que no
puede disfrutarlas mucho y desde luego no consigues que los demás disfruten
nada. Eso tiene muy fácil arreglo con un cursillo de unas pocas semanas –dijo con
una gran seguridad-. Vamos a ver, al principio tú te quedas vestido y te dedicas
a hacer lo que yo te mande. Luego, ya
iremos evolucionando.
Durante los primeros días del cursillo no alcancé grandes resultados en
cuanto a las emociones que conseguía provocar a Raquel, aunque reconozco que
para mí no dejó de ser satisfactorio desde los primeros minutos. Con el paso de las semanas y las horas y
horas de instrucción disciplinada conseguí arrancar algunos gemidos
esperanzadores y redoble mis esfuerzos. A los cuatro meses me dejó desnudarme y
ella hizo algunas manipulaciones también. Eso provocó un fuerte retroceso en
mis habilidades sexuales, pero en otros cuatro meses ya había recuperado el
terreno perdido.
El caso es que terminé el cursillo con los conocimientos suficientes
para centrarme de nuevo en mi vida normal. Aunque había gastado toda pequeña mi
fortuna en el intento, había merecido la pena.
Volví a salir con el grupito de la universidad y me dio la impresión de
que algunos se alegraban de verme, o al menos no evidenciaban molestia alguna
por mi presencia, así que animado por ello decidí poner a prueba de nuevo mis
habilidades esa misma noche.
-¿Qué tendría que hacer para que te acostaras de nuevo conmigo? –pregunté
a Marina.
-Creo que llevo unas cuantas copas de más y que lo conseguirías si no
metes mucho la pata y nadie nos ve salir juntos de aquí. Pero que no se repita
lo de la última vez.
-No te preocupes. Soy otra persona, he aprendido mucho.
Volvimos al parque de la última vez y al mismo lugar entre los setos de
nuestra primera consumación. Mi actuación fue memorable, no cabía duda pues
puse en marcha todos los mecanismos que había aprendido y localicé casi sin fallos los puntos más
estratégicos. Volvimos al bar y no pudimos evitar que el resto del grupo se
imaginara lo que acababa de ocurrir.
La cuestión fue que en los siguientes días empezó a extenderse el rumor
de que yo era un cerdo. Pero un cerdo de los peores. Fue algo que no supe cómo
interpretar, así que decidí preguntar a Raquel y me dijo que casi seguro
aquello tendría una parte buena que traería consecuencias positivas.
Efectivamente, aprecié que mi consideración se elevaba entre los otros chicos y
de la noche a la mañana había pasado de miembro masculino sin cualificación a ser
considerado aspirante a macho alfa. Sin embargo, por el lado femenino la
cuestión estaba mucho más dividida. Una parte de ellas, la más numerosa, se
alejaba de mí en cuanto me acercaba y trataban de no tener el más mínimo
contacto físico conmigo e incluso con las cosas que yo tocaba. Y otro sector, bastante
más escaso, parecía tener cierta curiosidad morbosa por mis habilidades íntimas,
lo cual me llevó a disfrutar de nuevas oportunidades para conseguir ampliar el
mito.
Una vez logrado uno de mis objetivos en la vida, hice balance y concluí
que aunque el camino a recorrer había sido largo y dificultoso había conseguido
sin duda lo que quería. El uso de mi don me puso en el camino y luego todo
había sido utilizar bien el dinero, los conocimientos adquiridos y las
oportunidades.
13 - Black Sabbath |