He vivido toda mi vida en una zona lujosa de la ciudad que ofrece todas las comodidades y servicios que puedan imaginarse, por lo que hasta hace poco no acostumbraba a visitar el centro con frecuencia. Y si hablamos del barrio antiguo apenas había pasado por allí 3 ó 4 veces en toda mi vida, ya que es una zona algo degradada y vieja, con calles oscuras y estrechas en las que huele mal, pobladas por inmigrantes y gentes de las clases más bajas, donde son frecuentes los hurtos y otros delitos, todo lo cual me producía una gran sensación de inseguridad y me resultaba complicado sentirme cómodo por allí.
Pero después de aquella visita he vuelto muchas veces. No fui por gusto ni porque me apeteciera, sino porque me convenció mi amiga Inés que reside voluntariamente allí y que es una admiradora del ambiente bohemio que encuentra en los cafés, en los pequeños restaurantes, en las calles milenarias y en las plazuelas habitadas por señoras haciendo punto, por jubilados y vendedores ambulantes ofreciendo todo tipo de objetos, en las que apenas se puede andar entre los grupos de jóvenes sentados en el suelo y los niños corriendo y empujando a todos los demás. Todo esto, que a mí me horrorizaba, le parecía a ella maravilloso y de una vitalidad contagiosa.
Así que aquel caluroso día de finales de verano quedamos a media tarde en una de aquellas plazas con la intención de tomar unas cervezas en un par de bares y cenar después en un restaurante vietnamita. No soy amante de las comidas exóticas, pero tampoco sé cómo negar algo a Inés, así que me encontré esperándola en aquella plaza bajo un sol castigador y soportando los ruidos y bocinazos de los coches, el humo de los escapes de los autobuses, mientras observaba la extraña variedad de personas que pasaban por allí. Obreros vestidos con buzos azules que volvían de trabajar, señoras que entraban en una y en otra tienda haciendo la compra, jóvenes mal encarados sin nada que hacer intimidando con sus miradas feroces a todos los que pasaban cerca.
Inés siempre llega tarde a las citas y aquel día no fue una excepción, por lo que tras veinte minutos de espera terminé aburrido y agobiado en aquel entorno que me parecía absolutamente hostil. Cuando por fin llegó, ataviada con un vestido largo de color oscuro, que me pareció impropio teniendo en cuenta el calor imperante, y unas horribles sandalias de cuero, ni siquiera intentó una disculpa. Ni por llegar tarde, ni por hacerlo con aquellas pintas. Qué calor hace, vamos a tomar algo a un sitio que hay aquí cerca y que me gusta mucho –me dijo.
Paseamos por un par de calles adoquinadas, antiguas y sucias. Yo tenía la impresión de que todas aquellas personas de pinta extraña con las que nos cruzábamos nos miraban mal, amenazantes, cómo preguntando qué hacíamos en su territorio, pero Inés estaba claramente en su salsa, así que no dije nada para que no empezara a pensar que soy un clasista paranoico. Enseguida llegamos al local, lo cual agradecí pues entre el calor, el barrio y sus habitantes no me encontraba exactamente cómodo. El café no era nada del otro mundo, un local muy sencillo con mesas de mármol y metal forjado, antiguo y sobrio. Yo no fui capaz de apreciar su supuesto lado bohemio, aunque reconozco que tengo dificultades para distinguir entre lo bohemio y lo cutre. Digo esto sin ánimo de ofender, simplemente es así, cada cual tiene sus limitaciones.
Nos sentamos en una de las mesas, yo de cara a la puerta y ella mirando hacia el interior del local. Desde mi sitio, a través de las grandes cristaleras y de la gran puerta acristalada, tenía una excelente vista de la calle y de las variopintas gentes que la transitaban, lo cual me alegró pues así podría observarles sin disimulo y sin que se pudieran percatarse.
Pedimos unas tazas de té, bebida que me repugna, pero es que mi amiga dijo que era lo mejor para combatir el calor, lo que toman los tuaregs en el desierto. Menuda memez, con un sol abrasador y cincuenta grados se van a poner a hacer un fuego y a hervir agua para refrescarse, no te digo. Sin duda hubiera preferido una cerveza muy fría pero no me pareció muy educado desatender de esa forma sus recomendaciones, por lo que tuve que ingerir aquel brebaje caliente que me hacía sudar y sentir mucho más calor. Inés comenzó a contarme las últimas novedades acontecidas en su vida, algunas anécdotas de su trabajo en la biblioteca pública y cotilleos sobre amistades comunes. Hasta aquí la conversación fue amena y agradable y yo estaba muy atento, pero después de un rato comenzó a explicar lo bien que se vive en el barrio antiguo, la bondad de sus gentes sencillas y la humanidad que transpiran aquellas calles, y yo fui incapaz de seguirla, fui perdiendo el interés en la conversación y poco a poco me sumergí en la observación de los transeúntes entre algún monosílabo que confirmara mi presencia.
Vi pasar a un par de mujeres con burka, con aquel calor, a un africano vestido solamente con pantalones cantando en voz alta, a varios mochileros ataviados con ropas holgadas y baratas y con aspecto de no haber pasado por la lavadora en varias semanas, un chico en bicicleta calzado con unas chanclas…
-¿Me estás escuchando? –dijo Inés.
- Por supuesto. Sí, sí… Decías lo de tu vecina que es un poco bruta pero muy buena persona –respondí agarrando por los pelos sus últimas palabras.
-Ah, vale. Me parecías ausente.
-No. Es el calor que me tiene aturdido, o igual son las hierbas de esta bebida, que vete tú a saber –bromeé.
-Bueno, pues lo que te decía. Tiene cinco hijos y baja a ayudar en el bar de su marido y…
La calle se apodera otra vez de mi atención, un señor que aparece por la derecha empujando una pequeña carreta repleta de quesos y envases de miel casera, ofreciendo sus productos a todos los que tiene cerca. Por la izquierda una señora oronda y sonrosada, portando una calabaza enorme que sobresale de su bolsa de la compra- ¿Qué se podrá cocinar con eso? –me pregunto. Un anciano pasea despacio con las manos a la espalda. Entonces de derecha a izquierda camina una señora bajita y delgada que lleva en los brazos un gran sofá de tres plazas. Por un momento creo que ha sido un efecto óptico o que lo lleva en una carretilla que no he podido ver, o algo así, pero no, no, claramente lleva el sofá en sus brazos, y estoy a punto de interrumpir a Inés para que ella también mire y ratifique que es una imagen imposible, pero no me atrevo a interrumpir su relato de esa forma por temor a que quede patente mi falta de atención.
Además, a los pocos segundos otra imagen sacude aún más mi capacidad de comprensión y me deja todavía más sorprendido. También por la derecha aparece un señor portando una gran cama de matrimonio que está perfectamente hecha, con su colcha y su almohada desafiando a la ley de la gravedad. Inmediatamente, por el mismo lado otro señor hace equilibrios con una gran mesa de comedor y seis sillas a juego. Estoy tan impactado por este imposible desfile de portadores de objetos que de ninguna forma puede mover una sola persona, y preguntándome a la vez si será verdad que en la turbia bebida han puesto alguna clase de droga, que he olvidado por completo a Inés, la conversación y fingir que estoy escuchando.
-Antonio, tío, claramente no me estás haciendo ni caso. Pero ¿qué miras con esa cara? –dice mientras se gira justo a tiempo para ver al señor que transporta la mesa y las sillas apiladas sobre ella.
-Es que está pasando un montón de gente llevando en brazos las cosas más inverosímiles, un sofá, una mesa y sus sillas, una cama enorme –respondo con aire de incredulidad y esperando que ella comparta mi estado de absoluta sorpresa.
-Eso es que alguien ha muerto –responde.
-¿Qué….?
-Ya te he dicho antes que en este barrio la mezcla cultural, de ritos y de creencias ha recuperado algunas tradiciones ancestrales y cuanto más se practican más viejos secretos se desvelan y más posibilidades y habilidades que teníamos olvidadas vuelven a estar disponibles –comenta con naturalidad.
-No sé que quieres decir –respondo- ¿Qué si alguien muere entonces sus vecinos se pueden llevar legalmente sus muebles y posesiones pues de nada le sirven ya al finado?
-No, no, en realidad eso sería muy poco enriquecedor, al menos comparándolo con la realidad. Mira, lo mejor es que nos acerquemos y que tú mismo puedas vivir la experiencia –dice mientras se levanta sin esperar a que yo me declare de acuerdo- Venga, vamos.
Salimos del bar hacia la derecha, cruzándonos con más personas que portan objetos de lo más variopinto, un espejo de baño, taburetes, una nevera, el marco de una ventana y todos ellos parecen felices y satisfechos, admirando cada pocos pasos el objeto que llevan. Yo no me lo explico pero Inés continua avanzando sin mostrar ni pizca de curiosidad, como si nada pasara. Nos acercamos al portal de un viejo edificio en el que veo entrar a varias personas y salir a un niño muy contento con una gran alfombra de colores -Bueno, es aquí –dice Inés- Ahora vamos a entrar y lo único que tienes que hacer es obedecerme en lo que te diga y dejarte llevar. No tengas miedo.
Subimos al segundo piso y nos ponemos los últimos en una fila de personas que esperan ante la puerta de una habitación. De vez en cuando la puerta se abre y sale alguien con aire de satisfacción llevando algún objeto y entonces entra otra persona y permanece allí unos minutos. Cada vez que la puerta se abre estamos más cerca y todas las veces intento escudriñar algo de la otra habitación, pero apenas he podido ver una cómoda y los pies de una cama cuando ya me encuentro el primero ante la puerta, esperando mi turno.
Vuelve a abrirse y sale una mujer que levanta una cocina de carbón y que me sonríe con cara de felicidad. He tenido suerte –me dice- pocas cosas producen mejores momentos de satisfacción. Inés me empuja hacia la habitación, mientras me pregunto cómo es posible que aquella mujer mueva con tanta facilidad una cocina tan pesada y que además esté contenta porque le haya tocado en suerte un elemento tan anticuado como aquel, al que difícilmente podrá dar uso en estos tiempos. Pero mis pensamientos se interrumpen pues me quedo paralizado cuando miro hacia la cama y al anciano evidentemente muerto, muy muerto, vestido con un viejo traje, que yace allí tendido, con la boca muy abierta.
-Bien –dice Inés- ahora recuerda lo que te he dicho. Déjate llevar. Intenta olvidar que estás ante una persona muerta. Abre tu mente y trata de abarcar la realidad completa. Comprende que este hombre vivió muchos años y acumuló muchas experiencias, muchos éxitos, fracasos, amor, odio, tristeza, felicidad, enfermedades, placer y que de todo ello aprendió y en cierta forma se hizo un poco sabio y que es seguro que para adquirir la misma sabiduría tendríamos que vivir los mismos años que él. Y si todo esto se perdiera continuaríamos el ciclo inerte sin fin en el que vive la humanidad desde hace tanto tiempo, desarrollando avances en tecnologías y procedimientos pero repitiendo una y otra vez el aprendizaje sobre la sabiduría vital y volviéndolo a perder cada vez, sin poder acumularlo, sin opción a seguir construyendo sobre lo ya construido.
Pero esto no siempre ha sido así –continúa- Antes de volcarnos en el desarrollo de las cosas que nos son de utilidad, ya llevábamos milenios acumulando capas y más capas de sabiduría, de experiencia en la vida. Y aunque luego nos olvidamos, esa habilidad la seguimos teniendo, solamente hay que despertarla y ponerla en práctica. Es un proceso necesario para volver a equilibrar lo que somos con lo que queremos ser.
La miro confundido, entre la comprensión, la certeza y el temor, intuyendo que lo siguiente que va a decir me va a dar mucho miedo, que preferiría no saberlo.
Ahora tienes que pedirle a este hombre que te deje su legado, hazlo de corazón, con la única intención de enriquecer tu conocimiento de ti mismo, de crecer y de ser mejor persona. No te costará pues estás ante la muerte, que es una verdad absoluta. Cuando percibas que tienes permiso mete la mano en su boca, muy adentro y muévela hasta que encuentres algo, entonces lo sacas y ese será el regalo de su experiencia que te corresponde como ser humano.
-¿Quieres decir que así voy a adquirir toda la sabiduría que este hombre acumuló con sus experiencias a lo largo de la vida? –pregunto asustado pero incapaz de salir de allí, de huir.
-No. Eso sería muy peligroso pues entonces todos terminaríamos haciéndonos demasiado sabios y poderosos. Lo que recibirás será una parte de su aprendizaje, las lecciones vitales que más te cuesta aprender. De esa forma tu vida será más plena y estarás más preparado para acumular más conocimientos de otras personas que se van y a su debido tiempo tendrás un valioso legado que transmitir.
No me resisto dado que tengo la total convicción de que me encuentro ante un destino inexorable, le pido mentalmente a este hombre que me perdone por lo que voy a hacer y meto la mano en su boca con decisión, rozando su lengua húmeda, haciendo algo más de fuerza para bajar por la garganta estrecha y pegajosa. Entonces percibo un gran hueco y empiezo a mover la mano en todas direcciones, intentando olvidar que tengo el brazo metido hasta el codo en la boca de un cadáver. A los pocos segundos palpo algo sólido, lo hago con bastante precaución pues se me acaba de ocurrir que igual agarro uno de sus órganos internos y termino sacando su hígado o algo así. Pero no, se trata de un objeto muy duro, que claramente no es parte de un cuerpo humano, sino algún objeto estrecho de madera. Tiro con fuerza y tras mi brazo pringoso aparece mi mano portando un alargado objeto.
-Un perchero –digo confundido- Pues no entiendo cómo este objeto puede aportarme un mínimo de sabiduría.
-Ya. La primera vez ninguno entendemos –responde Inés- Bueno, en realidad nunca entendemos por qué ese objeto concreto, aunque sí que intuimos que por su función o características algunos han acumulado más momentos felices que otros. Pero después de la primera vez ya sabemos que no es necesario preguntarse nada, simplemente llévatelo a tu casa y poco a poco recibirás tu regalo. Lo asimilarás.
Y eso fue lo que hice. Me fui a mi casa con el perchero y lo puse en un rincón de mi despacho, estancia poco frecuentada por mi mujer y mis hijos, para que no me hicieran preguntas al verlo. Podría haberme inventado mil historias que justificaran su presencia allí pero no quería perder el tiempo con eso, solamente me interesaba comprobar que ocurría con el perchero una vez estuviera acomodado en el lugar apropiado.
No puedo explicar claramente que es lo que aprendí, pero empecé a ver el barrio antiguo y a sus gentes de otra forma. Con cierto interés. Me pasaba por allí con frecuencia y fui conociendo gente y haciendo amigos que en principio no tenían vínculos ni cosas en común conmigo, se podría llamar amistad por amistad. Podría parecer más apropiado pensar que me hice más tolerante, pero supone simplificar en exceso lo que fue un aprendizaje amplio y profundo. Y mientras iba avanzando en este terreno y sintiéndome más cómodo con aquella gente sencilla a la que antes jamás me hubiera acercado, el perchero se iba haciendo más y más viejo, se rajó, se astilló, a cada minuto estaba más potroso, hasta que un día me encontré con un pequeño montón de cenizas en su lugar. Y entonces recordé las palabras de Inés, lo había asimilado.
Después tuve muchas oportunidades de seguir aprendiendo y siempre las aproveché, un baúl, un sonajero, una silla de hierro… A veces las lecciones fueron fáciles y agradables de aprender, como aquella primera, pero otras fueron muy, muy difíciles, pues tuve que enfrentarme con mis defectos y limitaciones, con mis facetas más oscuras. Con sufrimiento o sin él, al final siempre me encontré con un pequeño montón de cenizas. Y sabiendo que el conocimiento que he adquirido, la capacidad de comprender y el bienestar que me producen, no se van a perder sino que serán mi legado, me siento muy importante, como un granito fundamental de los pilares que sujetan a la humanidad.
Helloween - The Keeper of the Seven Keys Part II |