martes, 29 de noviembre de 2011

Discos del Capítulo V.

Sonata Arctica - Wolf & Raven

El hombre de la cara ovalada. Capítulo V.


Me despierto muy temprano aunque es sábado. He dormido muy mal, atrapada en un sueño interminable en el que no tenía cara y todo el mundo se asustaba al verme. Caminaba sola por una calle, sin ver a nadie pues la gente se escondía a mi paso, aterrorizada por mi aspecto. Estaba muy hambrienta pero las tiendas cerraban sus puertas violentamente cuando entraba a comprar comida. Nadie podía soportar ver mi rostro. Un perro negro se acercaba a mí, me olisqueaba y pegaba su cara al suelo, sumiso y acojonado. Me sentía marginada y abandonada, con la certeza de que moriría de hambre lentamente y toda aquella gente se alegraría, así no estaría más tiempo rondando por su calle.

Me siento en la cama y me acuerdo del hombre de ayer, tardo un rato largo en separar la parte que pertenece al sueño del encuentro real. Y me doy cuenta de que el sueño tiene una evidente explicación después de aquella extraña conversación con tan extraño sujeto, y además me metí en la cama inmediatamente, sin cenar, dominada por una gran desazón, sin ducharme siquiera, sin quitarme la ropa de deporte con la que he dormido. Huelo mal así que me ducho rápidamente y enseguida me visto con lo primero que saco del armario, sin preocuparme demasiado. Estoy muy hambrienta y necesito hacer desaparecer la inquietud que me ha dejado el sueño saciando mi apetito así que desayuno sin miramientos.

Pongo algo de música en el equipo del salón mientras espero a Daniel, mi hermano desde el principio y uno de los amigos más cercanos con el paso del tiempo. Hemos quedado para pasar la mañana juntos y ponernos un poco al día. Bueno, sé que realmente hemos quedado porque quiere comprobar en que estado me encuentro tras el final de mi relación con Ismael. Y aquí llega con su actitud despreocupada de siempre, sabe que haga lo que haga la vida le sonreirá, que algún hada importante en el ministerio que administra la buena estrella se enamoró de él y tiene carta blanca, licencia para vivir. No es que sea guapete, ni que esté buenorro, pero esa actitud suya lo puede todo. Así que, eso, vive la vida con intensidad.

-Esto que suena es Peacemaker de Sonata Arctica ¿no? O sea, que ahora te gusta el metal melódico. -Me dice el muy cretino para provocarme.
-¿Metal melódico? Y tú ¿qué eres? ¿un estúpido progresivo?
-Ah, sí, es verdad. Metal progresivo. Me descojono con vosotros los metaleros y vuestras clasificaciones.
- Ja. Ja. Si crees que vas a picarme lo llevas claro –respondo.

Nos sentamos en el sofá con un par de cervezas. Nos miramos un rato sin decir nada. El intentando calibrar mi estado de ánimo y yo intentando aparentar firmeza y serenidad. Pero me conoce bien y yo a él, así que durante unos minutos intercambiamos en silencio una sucesión de certezas.

-María.
-Daniel.
-María.
-Daniel.
-María... No estamos hechos tú y yo para relaciones serias. Lo convencional no está a nuestro alcance. Somos almas perdidas, debemos disfrutar de nuestra independencia y no dejarnos arrastrar hacia relaciones imposibles empujados por la debilidad que nace de nuestra soledad.

-Muy poético. Tú sí eres un caso perdido. Pero mi problema con Ismael no ha sido ese. El iba a lo suyo. O te adaptabas o no. Y yo también a mi rollo, con las mismas normas.

- Ya. Seguro que en realidad tú ibas a tu rollo y que él lo ha seguido durante un tiempo pero al final no ha podido, se ha agotado al darse cuenta de que su esfuerzo no tenía un sentido, ni un premio al final -demasiada sinceridad, que me escuece y me irrita.- Conociéndote estoy seguro de que no has investigado mucho sobre la otra parte. Pero, eso sí, cuando la historia se termina el palo gordo también te lo llevas tú. No por la pérdida en si, sino, bueno... Otro fracaso. ¿No? -me dice el muy cretino.

-¿Estás diciendo que la culpa es mía?¿Que no soy capaz de relacionarme?¿Ni siquiera con mi pareja? -respondo.

-Estoy diciendo que ni a ti ni a mí nos gustan los compromisos. En nada. Queremos ser libres ante todo, o igual es que somos esclavos de nuestra inconsistencia, no lo sé. No conservamos nada por mucho tiempo. Trabajo, amores, amigos... todo pasa y llegan otros que también terminan pasando.

- No sé. Yo diría que nos gustan las nuevas experiencias, que huimos de la rutina, que no nos gusta que nos sujeten. Las cosas y las personas pasan pero nos queda la experiencia vivida y de esa forma nos enriquecen. Crecemos como personas.

-No, María. Lo que nos queda es el peso de otro cuerpo que añadir a la bolsa llena de cadáveres que vamos arrastrando y que nos pasan una terrible factura, cuando sus caras se aparecen, cada vez que paramos a descansar agotados por el peso insoportable.

-Joder. Ya eras un gilipollas y ahora te estás convirtiendo en filósofo gilipollas. Te digo que ha salido mal y ya está. He intentado compartir y convivir pero la relación no ha funcionado. Contra eso nada se puede hacer.

-No es que sea filósofo. Es que la vida va pasando y veo que nada me queda, que cada vez estoy más indolente ante todo, que en realidad no puedo sentir apenas nada. Y tu también a juzgar por tu mala hostia. Igual lo que te falta es reconocerlo.

- Estoy muy bien, Daniel. No tengo ningún problema, salvo que acabo de romper con un tío con el que he convivido tres meses y tengo que recuperarme. Estas cosas agotan.

-Bueno, tu verás cuanto te resistes . Pero bien no estás. Mírate, sin peinarte, sin tu dosis de maquillaje, llevas ropa vieja, que no pega. Hace poco te descojonabas de mí por atentar contra los fundamentos básicos del fashionismo y ahora mírate. No parece buena señal que estés abandonando tu siempre cuidado estilismo.

Caigo en la cuenta de lo que llevo puesto y le respondo – Vaya, no me he fijado. Me he puesto lo primero que he pillado... Es que me he levantado muy confundida porque he tenido un sueño muy raro. Andaba por una calle y no tenía rasgos en la cara y la gente huía de mí. Yo creo que lo he soñado porque ayer por la tarde estuve charlando en el parque con un tío que no tenía cara.

-Oye, ¿me estás hablando en serio? - pregunta empezando a preocuparse.

-Que no tonto. Te estoy tomando el pelo, ja,ja,ja. ¿Ves que estoy bien? - Bromeo saboreando la desazón que no me abandona.

-Oye, ¿qué tal en el curro? -dice cambiando de tema- ¿Sigues en la compañía de seguros? Ya llevas por lo menos dos semanas ¿no?

-Pero que cretino eres. Llevo ya cuatro meses y es un trabajo mortalmente aburrido, lo odio. Pero me he acostumbrado y ahí sigo, labrándome un futuro.

-¿No has empezado a hacer de las tuyas? Imitar al Pato Donald por teléfono, enviar correos anónimos al jefe haciéndole creer que eres su secretaria enamorada... Esas cosillas por las que terminan despidiéndote, ya sabes.

-No, nada, nada. - Le respondo- Me estoy portando muy bien.

-¿Y el taller de teatro?¿Sigues queriendo ser actriz?

-Perdona, ya soy actriz. Pero sigo yendo al taller para ensayar y estar en forma de cara a las audiciones. He estado en algunas, pero por ahora nada. La cosa está muy mal, ya lo sabes. Apenas hay trabajo para los de siempre, imagínate para los que empezamos.

Me habla de la chica con la que está ahora. Ya no sigue con Manuela, yo ni la llegué a conocer, es que no le llenaba en el aspecto emocional. Muy pasional pero poco profunda, dice. Qué mamón. Y sigue. Lleva una temporada manteniendo relaciones exclusivas, en lugar de varias al mismo tiempo, porque ya no tiene prisa por enamorarse. Es que se ha dado cuenta de que si no busca a la persona adecuada seguramente llegará por si sola. La chica de ahora muy mona y muy inteligente, pero a veces le parece que la comunicación no fluye del todo bien, que están en diferentes planos. Joder, adoro a mi hermano. Aunque me preocupan sus pinceladas filosóficas, cada vez más frecuentes.

Pasamos el resto de la mañana entre chistes y nuestras pequeñas pullas que siempre me dejan con un regusto de pique infantil, debe ser por la facultad que tenemos los hermanos para tocar las pelotas en los puntos más irritantes.

Luego, vuelvo a estar sola y me salto la comida. Todavía me siento llena debido al desayuno que me he regalado y que a todas luces ha sido excesivo. Me quedo en el sofá pensando, sin hacer nada más. No pienso en las opiniones de mi hermano, ni en Ismael. No le echo de menos. No pienso en mi soledad. Solamente pienso en esta tarde, si voy a volver o no al parque para encontrarme de nuevo con el hombre de la cara ovalada. Ayer estaba tan nerviosa, me puso tan nerviosa, me irritaron tanto él mismo y mi incomprensión, lo surrealista de la situación, que me marché sin preguntar tantas cosas... Ni siquiera que le ha pasado para terminar así.


viernes, 25 de noviembre de 2011

Discos del Capítulo IV.

The Hellacopters - Head Off

El hombre de la cara ovalada. Capítulo IV.



-Sabía que un día pararías y hablaríamos por fin – me dice.

-Yo no sé por qué... Pero... Iba corriendo y... - farfullo, sin encontrar que decir.

El se ríe muy alegremente, al parecer divertido por mi evidente torpeza para reaccionar de forma adecuada ante la presencia de un hombre sin cara. Y yo me siento con la obligación de actuar cómo si nada pasara, de romper el hielo con naturalidad y hablar de alguna cosa trivial, por ejemplo del posible desplazamiento del eje rotatorio del planeta. Pero no sé por dónde empezar y tampoco entiendo muy bien cómo he pasado de mi carrera a estar sentada junto a él, que se sigue riendo. Entonces empiezo a sentirme muy tonta y me mosqueo, ya soy un poco mayor para que se rían de mí, para quedarme paralizada, igual que aquella vez que me sentaron en las rodillas del rey Gaspar, y yo callada, sin atreverme a levantar la vista, con todos alrededor y mi madre diciendo, pobrecita, si le da vergüenza, pero si estabas deseando venir a traerle tu carta. Anda háblale al rey mago. Y aquel torpe en su tosca interpretación de rey mago simula una risotada, jo-jo-jo-jooo, y yo que me indigno, me enfado mucho, y le digo, oiga, ¡que el que se ríe así es Santa Claus! Y un frío gélido aplasta a todos, que se quedan perplejos, en silencio, mirándonos incómodos y sin saber qué decir. Y Los niños que hacen fila esperando su turno están petrificados, aguardando una explicación con sus bocas abiertas, impactados ante las connotaciones de aquella evidencia, ante el sonrojo patente del rey Gaspar.

Y me siento aún más tonta y entonces me indigno y me enfado mucho y digo -A ver tío. Esto es bastante raro. No tienes cara ¿sabes? - Al momento me avergüenzo por mi falta de delicadeza, pues no debe ser agradable que te digan que no tienes cara, cuando no la tienes. Y no creo que se trate de una opción personal, una elección que uno hace al levantarse una mañana y mirarse al espejo. Ya no me gusta mi cara. Pues, nada, me la quito y mientras decido cual me pongo voy unos días sin ella.

-Lo raro no es que yo no tenga cara, sino que tú puedas verlo – dice-. Eres la primera. Pero sabía que serías tú. Te veo correr desde hace muchas semanas cuando pasas por aquí. Yo siempre estoy sentado en este banco intentando absorber algo de realidad, poner los pies en tierra firme y ser consciente de ello, intentando sentir la realidad. Un día estaba sentado en este banco sumido en mis pensamientos de siempre, mirando pasar a la gente, y empecé a notar algo nuevo, una sensación parecida a una certidumbre de esperanza, la que llega en el momento en que estás más hundido. No supe por qué. Pero al día siguiente volvió a ocurrir y al siguiente también. Hasta que un día me dí cuenta de que estaba impaciente esperando que tú pasaras por aquí, corriendo, y así asocié ese sentimiento de esperanza contigo. Así supe que eres tú quién la anuncia. Y seguiste pasando hasta que el otro día me viste de reojo pero fue cómo si no vieras nada. Eso me decepcionó un poco y me dio miedo que tampoco tú me vieras pero aquí estás al final -dice mientras ríe más suavemente y su nariz se muestra durante un segundo.

-A ver, a ver, no entiendo muy bien que quieres decir – casi le grito, aún más enfadada debido a la incomprensión que me turba– claro que veo que no tienes rasgos en la cara. Es que no los tienes, y eso mismo lo puede ver cualquiera que sí tenga ojos ¿o no?

-Pues no, estás equivocada. El resto de las personas ven mi cara perfectamente. Sí, es verdad que les cuesta mucho verme, más bien les cuesta advertir mi presencia, pero me ven – comenta tranquilo. - A veces alguien tropieza conmigo, se sienta encima de mí en la parada del metro o me dice “joder, vaya susto me has dado, no te he visto llegar”. Pero todos me miran, se disculpan y siguen a lo suyo. Nadie advierte nada raro, ni se asusta. No se dan cuenta de que no tengo cara. Igual me ven un poco gris, difuminado, desgastado, y por eso no se fijan en mí, pero nada más. En realidad casi nadie se fija en alguien.

-Entonces ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué yo veo tu cara sin rasgos y los demás te ven tan normal? - le digo- ¿No es un poco raro que ese de allí vea una cosa y yo otra diferente?

- La mayoría no se dan cuenta, no se fijan. Yo creo que depende de la capacidad de percepción de cada persona, o de su sensibilidad, o de algo así, pero no puedo decirte la razón con seguridad – explica-. El caso es que puedes comprobar que nadie se extraña al verme, que los niños no me señalan, nadie me mira con compasión o repugnancia o miedo.

-Eso es verdad. Nadie te mira. No posan los ojos en ti ni por un momento. Igual es verdad que les cuesta verte – comento. Pero has dicho que yo soy la primera y que los otros no se dan cuenta, o sea, que das por hecho que la realidad objetiva es que no tienes cara. Y eso implica que yo sí veo la realidad. Que soy la única que puede verla. Ah, claro, tengo poderes especiales o una esperanza de la hostia o igual es que estoy pirada del todo y entonces veo cosas que los demás no pueden ver.

-Supongo que reúnes las condiciones para darte cuenta y apreciar cosas que otros no pueden apreciar, – me dice - que tienes algún talento para percibir aspectos de la vida que a otra gente les pasan inadvertidos.

-Resumiendo, que tú no tienes cara y yo soy la única que puede verlo gracias a que soy una especie de loca talentosa con una capacidad de percepción acojonante -le digo otra vez enfadada. Que soy igual que el enfermo mental que con un solo vistazo sabe cuantos palillos hay esparcidos por el suelo o que multiplica quince números en dos segundos. Sólo que yo he tenido peor suerte en el reparto de habilidades.

-Mira, llámalo cómo quieras - responde. Las cosas se pueden ver de muchas formas distintas. A mí me parece que el talento, la genialidad, a veces nacen de enfermedades mentales, o sea, que hay enfermos mentales que viven en un torbellino de genialidad, poseen extraordinarias habilidades en determinado terrenos acompañadas de una creatividad incontenible, que si encuentra el camino adecuado les puede llevar a convertirse en un Beethoven, Agatha Christie, Poe, Marie Curie o Goya, mientras intentan plasmar a través de alguna forma de expresión lo que están viviendo y su propio yo. Bajo este punto de vista, sí, es posible que seas una loca talentosa -se rasca en algún punto de lo que debería ser la frente y sus ojos aparecen levemente, amables.

Me voy tranquilizando y me pierdo un rato pensando en este razonamiento, pues me parece una forma bonita de verlo, una visión diferente y esperanzadora. Y entonces recuerdo y le pregunto - ¿Y eso de la certidumbre de esperanza que decías? No me dirás que eso no es también raro, no tanto como lo de tu cara, de acuerdo, pero reconoce que le dices a una desconocida eso de “hola, ¿qué tal? te veía pasar y sentía esperanza” y la sensación que dejas es un poquito inquietante.

-Te he dicho la verdad, nada más – explica, mientras sus ojos vuelven a aparecer, esta vez con una mirada que transmite sinceridad.- Hay algo en ti que me atrae pues me indica que tienes eso que me ayudará a recordar algunos principios básicos. Igual debería haber esperado a conocerte un poco antes de decirlo, para no darte miedo, para no asustarte antes de que empieces a darte cuenta de que yo también te puedo ayudar, pero estaba tan contento al sentir esta certeza que no he podido evitar compartirla.

-¿Ayudarme? ¿a qué? - Le pregunto otra vez alerta.

-Bueno, estarás de acuerdo en que tu estado anímico es de enfado vital, que estás mosqueada contigo, con el mundo, con la vida. Que tampoco tú estás exactamente integrada en la realidad ¿no es así? -responde.

-Mira, creo que me voy. Tú no me conoces. No entiendo que está pasando aquí, no entiendo nada. Igual es verdad que no estoy viviendo en la realidad y esto está ocurriendo sólo dentro de mi cabeza. –me levanto y aliso mis pantalones varias veces aunque no les hace falta.

-Pues para no haber entendido nada has aceptado bastante bien mi cara sin rostro, que los demás no la vean y algunos conceptos igual de extraños. Creo que para ti también ha sido una conversación muy interesante. Estaré aquí mañana si te apetece seguir charlando – me dice mientras sus ojos, nariz y boca registran un gesto amable durante un momento.

-Adiós.

Empiezo a correr otra vez, a toda velocidad, alejándome muy rápido, huyendo de allí, sintiéndome más aliviada cuanto más lejos estoy. Me coloco los auriculares, suena otro disco, The Hellacopters “Head off”, muy adecuado. Pero no puedo concentrarme. Mi mente repasa por su cuenta la conversación, señalando puntos incomprensibles, contradicciones, imposibles, y mezclando todo ello con las breves apariciones de sus ojos o de su boca, con las ondas de arena de su cara. Y cuando estoy muy lejos y vuelvo a sentirme segura, ya sólo me quedan las dudas, la curiosidad. Y una sensación extraña, parecida a un atisbo de esperanza.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Discos del Capítulo III.

Haggard - Thales of Ithiria

El hombre de la cara ovalada. Capítulo III.

Me pongo la ropa de deporte. El pantalón negro de nailon ajustado, la camiseta blanca de algodón, la chaqueta de chandal roja, los calcetines rojos, las zapatillas para correr que encargue a media en aquella tienda especializada en biomecánica. Hechas a la medida de mis pies y diseñadas para mi forma de pisar. Me coloco los auriculares, los conecto al pequeño amplificador y éste al reproductor. Busco entre la música grabada intentando encontrar algo que me apetezca hoy y para decidir me visualizo corriendo por el parque, por los caminos, concentrada únicamente en correr y viendo sin ver lo que va apareciendo en mi camino. Y entonces me acuerdo del hombre de la cara ovalada, del hombre sin rostro, y me digo otra vez que fue una alucinación, una confusión de mi cerebro aturdido por el esfuerzo al que está sometido el cuerpo. Dentro de un rato pasaré otra vez cerca de los bancos verdes y me va a dar mucha vergüenza haber considerado siquiera que semejante demencia sea una posibilidad real.

No sé por qué, ni que tiene que ver con lo anterior, pero de repente me apetece escuchar algo épico, que me levante la moral, que me recuerde las gestas de los grandes héroes de las novelas fantásticas con ambiente medieval, tíos chungos que no se arrugan ante una horda de orcos mosqueados por los recortes salariales. Visceras de orco esparcidas por doquier. Así que elijo Thales of Ithiria de Haggard, metal medieval sinfónico lo llaman, tócate los huevos. Metal y punto, que si seguimos así vamos a llegar a la subdivisión “metal de los colegas de la calle San Bernardo, 27 bajo derecha”.

Salgo a la calle y empiezo a caminar a paso muy rápido, calentando los músculos. Escuchando la voz ronca y gutural de un hombre cantando, en contraste con la de otro mucho más melódica, con la de una mujer entonando madrigales. Todo adornado con esa música que da ganas de sacar la espada y lanzarse a toda velocidad contra la multitud de enemigos, gritar, degollar y matar. Hasta la muerte. Este impulso me lleva a empezar a correr, sin decidir antes, sin pensarlo, con una furia salvaje. Me dirijo hacia el parque, atravieso la puerta de entrada sorteando a un grupo de personas que no terminan de entrar, y enfilo la primera avenida de cemento.

Concentración, música, aislamiento, desconexión. Irrealidad. Sin pensamientos conscientes que supongan el mínimo desperdicio de energía. En trance. Metros recorridos y más metros. El paisaje saltando con mis movimientos, árboles, gente, perros, parejas, polvo, tierra, barro y cemento. Más árboles, más gente, más perros, bancos verdes, un hombre sentado en un banco verde, con cara pero sin rostro, sólo un óvalo de piel. Doblo la esquina que forman los altos setos. Asciendo por la cuesta, demasiado larga, demasiadas piedras sueltas, y cuando estoy por la mitad, haciendo el máximo esfuerzo para mantener el ritmo, me doy cuenta. El hombre sin rostro, lo acabo de ver otra vez antes de la cuesta, pero ni me he dado cuenta pues yo estaba muy lejos, en el viaje astral del que acabo de aterrizar hasta mi ser, arrastrada por la certeza. Me detengo, me quito los auriculares. Vuelve la banda sonora del parque. Me doy la vuelta jadeando intensamente, con el cuerpo confundido por la interrupción del esfuerzo, y desciendo la cuesta despacio y espero encontrarme, al doblar la esquina, tras el alto seto, cara a cara con la evidencia de mi alucinación, con la evidencia de algún trastorno mental que me hace ver cosas raras y además creérmelas. Incluso intentar comprobarlas.

Me detengo un segundo justo antes de doblar la esquina para respirar muy profundo. Para prepararme. No sé que me asusta más, volver a ver lo que creo haber visto o comprobar que hay algo entre mis ojos y mi cerebro que se lo ha inventado. Sin querer cierro los ojos un momento y me muevo, giro junto al seto y me detengo de nuevo. Reúno la valentía suficiente para abrir los ojos otra vez, miro hacia el banco verde y las piernas me fallan, mi estómago se encoge y asciende en el mismo impulso, siento un nudo enorme en la garganta. Todo a la vez. Mi boca se abre y sale sin quererlo un breve lamento imprescindible para aflojar algo la tensión. Sí, ahí está, sentado en el banco verde, el hombre de la cara ovalada, sin rostro, sin facciones, sin nariz, ni boca, ni frente, ni ojos, y, sin embargo, me mira fijamente, es indudable que me mira fijamente. Y me sonríe con timidez, invitándome a ir hasta él, para hablarme, para que le hable, no sé. Siento algo de miedo, pero no sé si es de él o de mí.

Dudo unos instantes pero antes de decidir avanzar me doy cuenta de que me voy acercando, arrastrada por mis piernas, cómo si mi voluntad hubiera tomado la decisión sin informarme. Llego hasta el banco verde, ya estoy junto a él, mirando su rostro sin facciones, y con la mano me hace un gesto de invitación hacia el banco y yo, obediente, me siento a su lado. Sigo jadeando pero ya no es por la carrera sino por el impacto que me produce comprobar que aquello que solamente podía ser alucinación es una realidad absoluta, que está junto a mí, a la que podría tocar si me atreviera.

Su cara no tiene facciones definidas y, sin embargo, no hay duda de que es una cara, no puedo distinguir de forma nítida su nariz pero está ahí. No hay nada pero de pronto se mueven unos ojos cuando cambian de posición para mirarme o mirar hacia el camino, aparecen y desaparecen levemente, con un movimiento que recuerda las ondas de la arena en el desierto, olas de arena desplazadas por el viento, dibujando y borrando formas extrañas, mostrando y ocultando dos ágatas marrones. Lo mismo ocurre cuando sonríe, una onda recorre su cara y su boca se dibuja, aparecen rocas nacaradas bajo la arena, se distorsiona un poco, bastante, mucho, y desaparece de nuevo.

Si pudiera obviar estas peculiaridades diría que es un tío normal. Unos 44 ó 45 años, ni gordo, ni flaco, ni alto, ni bajo, con el pelo castaño y algunas canas. Vestido de sport, vaqueros, jersey marrón. Zapatillas de deporte blancas. Una persona absolutamente normal, en la que probablemente no me hubiera fijado nunca sin un motivo. Se le ve cómodo, un poco espatarrado en el banco, no muy consciente, al parecer, de su problemilla facial, pero a la vez mantiene una actitud expectante, cómo ante una situación deseada largamente. Examinando. Deseando comprobar si se cumplen las expectativas.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Discos del Capítulo II.

Dark Empire - Humanity Dethroned

El hombre de la cara ovalada. Capítulo II.


Voy a trabajar otra vez. Odio mi trabajo, igual que tanta gente, solamente que yo lo reconozco abiertamente, no necesito engañarme para volver al día siguiente. Odio mi trabajo y a todos los seres que me rodean allí dentro. No soy muy amiga de nadie aunque me relaciono lo justo con muchos y soy amable con todos, incluso con el director del departamento de siniestros que sueña cada mañana con tumbarme sobre la mesa y destrozarme a empujones hasta que los expedientes de aguas queden perfectamente mezclados con los de incendios. No es por fastidiar al hombre pero es que no es mi ilusión, o algo más romanticón o algo más morboso, así que por ahora no. Pero da igual, soy amable con él, aunque me importará muy poco si le cae el techo encima el día que consiga hacer realidad su sueño con alguna marrana de las que me rodean en esta concentración de frikis a la que llaman empresa.

Cambio comentarios intrascendentes con estos seres, a veces no sé ni con quién hablo, me da igual, y tecleo datos de una serie inacabable de expedientes en el ordenador. Datos inútiles, que nadie leerá nunca, que nadie comprobará y con los que se sacarán estadísticas sin utilidad y conclusiones que desafiarán los fundamentos del sentido común más elemental y con las que se tomarán decisiones, que obligarán a tomar más decisiones. A veces cuando me aburro me invento algunos, aunque siempre hago que supongan costes pequeños, que no llamen la atención por la cantidad de dinero. El señor Manolito Mingacorta de la calle del Cipote, ha sufrido una rotura de cañerías debido al carácter corrosivo de su micción. Lo grabo y estoy unos días expectante por si alguien lo detecta y viene a preguntarme que estupidez es esa. Pero nunca se han dado cuenta así que me imagino que por ahí habrá un fontanero con un cabreo total, jurando y cagándose en todo, buscando la calle del Cipote en el GPS. Tampoco llamará para quejarse, simplemente tirará el expediente y se pondrá con el siguiente en la calle de las Camelias, muy evocadora pero mucho más aburrida.

Me como un sandwich en mi sitio mientras escucho algo de música, Humanity Dethroned de Dark Empire, que es lo que me inspira esta peña. Les observo conversar, ligotear, criticarse entre ellos, hurgarse en la nariz, rascarse el paquete o tirar de la goma del tanga, cada uno a lo suyo, ya dicen que la confianza da asco. Voy al baño, me paro en el tablón de anuncios y echo un vistazo a las mamonadas que publican los sindicatos esperando ver algo más imaginativo que el calendario laboral, cosa que hasta hoy no ha sido publicada, pero no hay que perder la esperanza. Otra parada, ahora en la asquerosa máquina del café que, sin embargo, hace un café estupendo y me pongo uno solo doble. Aparece Julio, otro administrativo igual que yo, un tío que siempre lleva algo pegado en el bigote, a veces comida, otras veces cosas más guarras, como hoy. Intenta conversar conmigo pero no puedo aguantarlo viendo aquello en su bigote, que parece que se cae, pero no, sigue allí bien pegado a un par de pelos, saludando a la multitud. Farfullo algo sobre trabajo pendiente y vuelvo a mi sitio, tecleo expedientes y a las 5 de la tarde me levanto y me despido del director con una leve sacudida de cabeza. Lo habitual es que él se despida con una sonrisa triste que parece decir “vaya, hoy tampoco ha sido nuestro día”, pero hoy apenas me responde, hoy está muy concentrado leyendo algo en la pantalla y yo me imagino que pensando “pero este gilipollas, a quién se le ocurre tirar una micción por el retrete”. Me parto de risa y me vuelvo a casa, a empezar el día.

Desde que vuelvo a vivir sola mi casa es una gozada. Un remanso de paz en el que hago todo lo que me sale en gana, sin dar explicaciones a nadie. Parece algo tonto y evidente pero hace poco no era así y todavía estoy disfrutando el cambio. Convivir con alguien siempre tiene sus exigencias, pero si además es con personas que viven en un plano diferente al tuyo los problemas se suceden. Este fue mi caso con Ismael. Nos enamoramos o nos obsesionamos con el otro debido quizá al largo tiempo con el anhelo de tener a alguien y terminamos viviendo con un desconocido, con un difícilmente compatible, con un extraño que te molesta al principio con sus aficiones, con sus costumbres o con sus citas pendientes con la higiene, pero luego te molesta también cómo habla, cómo se mueve, cómo come, cómo se acerca peligrosamente, cómo te toca los ovarios todo el puñetero día. Y luego viene el infierno, la discusión, la tregua, otra discusión peor, todo se hace insoportable y el final inevitable se acerca poco a poco, hasta que un día está ahí, sentado entre los dos, sonriendo, y cada uno se cae por su lado del sofá. Rencor, resentimiento, odio y alivio. Una vida nueva, marcada con la mella de un fracaso, otro fracaso. Otro fracaso en el terreno en el que más me duele fracasar. Pero, joder, ¿nunca aprenderé? ¿por qué ese anhelo de tener a alguien? Si cuando mejor estoy es así, cómo ahora, sin nadie que me dé la murga, sin nadie a quién molestar con mis manías y mis delirios, que yo también soy más rara que un marciano albino. Más de uno me ha insinuado amablemente que me lo haga mirar, que igual me encuentran que soy un poco esquizofrénica, inestable, frenopática y/o suicida potencial. Bueno, cómo suele decir mi hermano Daniel, ahora mismo me la suda, más tarde ya te cuento.

Me preparo una merienda ligera, un yogur, una pera, y me siento en el sofá del salón a comer. La foto de mi última reincidencia aparece en la pantalla cuando enciendo la tele. Me tiene hasta las bolas, menudo plasta, apareciéndose a todas horas en el televisor y siempre con la misma mirada, ya sé que esto resulta evidente, ya lo sé, pero también molesta mucho. Agarro el mando a distancia del disco duro y le doy al botón “erase” una vez, y otra, y otra vez hasta que me cargo todas sus fotos, videos y diversos recuerdos digitalizados. Es curioso lo de este botón, que eficacia y que crueldad, lo aprietas y se acabó para siempre, no hay vuelta atrás por mucho que te arrepientas. No hay piedad en el botón erase. Si lo piensas bien te das cuenta de que hay que tenerlos bien puestos para apretarlo, que convendría meditar un poco sobre una decisión tan drástica y definitiva, pero yo soy así de esquizofrénica, inestable, frenopática y/o suicida, así que lo presiono cuando me viene en gana, hasta las últimas consecuencias.

Repito mentalmente una y otra vez la palabra, erase, erase, erase, erase. Erase en inglés y érase en castellano, las mismas letras, en igual orden. Y me doy cuenta de que completan el círculo perfectamente. En castellano anuncia el principio de los cuentos, una historia bonita, un cuento de hadas y princesas, el comienzo de un amor que terminará felizmente tras superar las pruebas más desafiantes, la realización de la ilusión perfecta. Y en inglés, ya ves, representa el final decadente del mismo cuento, el botón que lo borra todo, el cabezal del disco que destruye implacable el vestido de raso de Blancanieves y los perfectos dientes ultrablancos del Príncipe. El que elimina eficazmente todos los restos de la tragedia, el zapato de cristal hecho pedazos, la corona de diamantes pisoteada, la sangre que salpica a los invitados, la misma sangre que brota de las heridas de los novios que están pegándose sablazos delante del altar. Érase al principio y erase al final.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El hombre de la cara ovalada. Capítulo I

Correr, correr, correr, es lo que hago. Mis piernas se mueven. Una de ellas se adelanta doblándose ligeramente, pisa fuerte el suelo y luego la otra repite el movimiento. Mis brazos se mueven al compás. Mientras, el aire entra por mi nariz, baja por la garganta y recorre mis pulmones para volver a subir y ser expulsado después por la boca. Una y otra vez sucede lo mismo. 

No oigo nada, salvo la música que los auriculares impulsan a volumen brutal contra mis tímpanos. No puedo escuchar mis pisadas, ni mi respiración, ni el ruido lejano de los coches tras los límites del parque. No oigo a los perros que ladran, ni a la gente que ríe, habla o grita a mi alrededor. Se mueven, seguro que hacen ruidos y sonidos, pero no los oigo. No oigo nada excepto el fluir de mi cuerpo. La música a todo volumen, Cradle of Filth, cuna de inmundicia. Muy propio para describir este mundo que me rodea, que me da un poquito de asco. Mejor correr antes que pararse y respirar el aire impuro y pestilente que me provoca arcadas. Mejor correr que pararse a vomitar más inmundicia.

Mis ojos enfocados hacia el frente, mirando fijamente el paisaje que parece estar saltando como loco con cada movimiento de mis piernas. Un paisaje que cambia lentamente, a la velocidad de crucero a la que habitualmente corro, árboles que se acercan y quedan atrás, pequeñas subidas y descensos, grupos de gente sentados sobre la hierba del parque, perros que se cruzan, parejas que se besan, charlan y discuten, tierra, polvo, barro y otra vez cemento. Mis ojos miran sin fijarse, viendo lo justo para llevarme por el camino correcto, para no estrellarme contra un árbol o uno de los bancos. La música que lo tiñe todo, la horrible voz del cantante aullando frases ininteligibles y probablemente incomprensibles. El mundo manchado de Gothic Metal se mueve a mi alrededor, los árboles siguen pasando, y los perros, y los bancos. Un hombre sentado en un banco verde, con la cara ovalada, sin rasgos. Sin rostro. Solamente un óvalo de piel.

Sigo corriendo, ascendiendo por una empinada cuesta, demasiado larga, demasiadas piedras sueltas. Llego arriba sin resuello y necesito bastantes metros para recuperarme, pero sigo corriendo y llego al estanque que tiene el chorro de agua en el centro, lanzando siempre miles de litros hacia el cielo, sin alcanzarlo nunca, faltaría más. El camino rodea el estanque y vuelve a ascender. Recorro el puente y llego hasta uno de las extrañas esculturas de cemento y acero corten que salpican el parque. Unos chicos practican skate y se interponen en mi camino, pero mis ojos lo captan y mi cerebro procesa una orden perezosa para evitarlos.

Llego al segundo estanque y recorro el sendero que transcurre a su lado, hasta las casetas de piraguas de alquiler. Atravieso el camino y entro en la zona de los pequeños senderos, la que más me gusta, y recorro algunos de ellos, estrechos y rodeados de hierba, y empiezo a descender por la calle de cemento que lleva a la salida y que está enmarcada por arbustos de romero. Extiendo la mano mientras corro y atrapo levemente unas ramitas para que su olor impregne mis dedos. Luego acerco mi mano a la nariz y huelo, mientras sigo corriendo, un poco de buen aroma entre la inmundicia, una brizna de realidad entre la sucesión de secuencias indolentes. Una nota de folck en el imperio del metal. Bob Dylan con su guitarra, alzando la voz por un segundo sobre los gritos de las huestes metaleras y sus instrumentos distorsionados sedientos de sangre.

Salgo del parque, bajando el ritmo, caminando rápido para que el cuerpo se acostumbre al cambio. Me coloco el sujetador que se ha desplazado hacia la izquierda durante la larga carrera y me pregunto, como siempre, ¿por qué hacia la izquierda? Podría moverse a la derecha alguna vez, pero no. Igual es por lo que dicen, que tenemos el pecho izquierdo más grande que el otro. Igual con el peso se va hacia ese lado. Joder, para algo que pienso menuda estupidez. 
Un par de adolescentes babosetes observan divertidos mi mano dentro del escote de la camiseta, tirando del sujetador. Y me miran con aspecto anhelante, imaginando un magreo en lugar de mi recolocar la ropa interior. Atención, formas de vida desconocidas detectadas a la izquierda. Tu-tu-tu, tu-tu-tu. Analizando composición. Tu-tu-tu, tu-tu-tu. Especímenes identificados. Clasificación: Pajilleros de mierda.


Llego a mi casa y estiro las piernas, apoyando una y luego la otra sobre una silla del salón. Agarrando la punta de mis pies con mis manos y tirando de forma constante y con fuerza hacia mí. Me desnudo, me siento en el sofá, y mecánicamente enciendo el televisor y el sistema multimedia y aparece en la pantalla la foto de Ismael, sentado en un banco del parque. El último recuerdo de mi última pareja. No es por criticar pero una cosa sí puedo decir de él. Este sí que es un pajillero de mierda. Y tonto del culo. Bueno, sí, son dos cosas, pero en este caso van unidas inseparablemente y pueden considerarse una sola cosa. Me quedo un rato mirando su cara bonita, la mirada que tanto me atraía, como una especie de imán superpoderoso, aunque ahora me parece más que tiene la expresión de estar en trance, con la mente viajando por la galaxia, como un gilipollas.


Me levanto y me voy a la ducha. Enjabono mi cuerpo con gel y me quedo mucho tiempo bajo el potente chorro de agua tibia que me rodea y me obliga a abrir la boca para poder respirar. Me quedo bajo la caída incesante de gotas, deseando que me deshagan poco a poco, igual que a un gran pedazo de hielo, que me desgasten despacito, que me arrastre por el desagüe, mezclada con ellas, las otras gotas.
Me seco con la toalla verde, una de las tantas toallas verdes que tengo. Todas iguales, sin identidad. Iguales que mi albornoz verde, con el que me cubro para volver al salón y encontrarme en el televisor la foto de este pedazo de idiota que ha decorado mi vida durante dos años. No tan idiota como yo, claro. Pero con más cara de lelo, eso sí, ahí sentado en el banco verde con los brazos extendidos a los lados apoyados sobre la última lama y las piernas juntas, cruzadas, muy apretadas. ¿Cómo no me dí cuenta? Los chicos normales no cruzan las piernas así, solamente un rarillo fuera de la norma acostumbra a hacerlo. Tenía que haberme dado cuenta de que solamente un tonto del culo intenta abarcar el mundo con las manos mientras se protege las pelotas entre las piernas, sentado en un banco verde.


El banco verde en el parque. El hombre de la cara ovalada, sentado en el banco verde. Su cara solamente piel, sin rasgos, con todo en la cara pero sin rostro definido, ninguna expresión, ningún parecido con un perro, un loro o una foca, o alguna clase de árbol, nada que recuerde a nada. Nada. Me pregunto si la visión del hombre de la cara ovalada fue una ilusión óptica, o producto de mi imaginación. Quizá el cansancio de la carrera me hizo percibir algo que no había, o igual fue esa casi anulación total de los sentidos, que dejo al ralentí, en unos servicios mínimos muy escasos, en la que caigo cuando corro. O una alucinación producida por la música a todo trapo y la sucesión de imágenes que desfilan por los lados, siempre al mismo ritmo. O definitivamente he perdido el buen juicio que me quedaba y vivo ya en un mundo de seres imaginarios que me saludan al pasar.

El caso es que fue una visión muy real. El banco era real, la vegetación que le rodeaba era real. El camino era real. Y aquel ser humano era muy real. Lo que pasa es que en el momento no me di cuenta y no me paré a comprobar. Mi cerebro procesó la imagen como algo normal. No sé por qué, dado que un señor sin cara no viene a encajar en lo que yo entiendo dentro de los parámetros de la normalidad, pero el caso es que mi mente lo obvió quizá porque no era un peligro potencial, algo contra lo que podía chocar, o que pudiera interrumpir mi carrera. Ese trance en el quedo sumida cuando corro es tan placentero y adictivo que es perfectamente creíble que vea a un sujeto sin cara y no me llame la atención ni una milésima de segundo. Solamente estamos el camino y yo, la música y el fluir interior y el cansancio que va creciendo y los esfuerzos para superarlo y mantener el ritmo un ratito más. Pero, joder, era un tío sin cara.