sábado, 6 de diciembre de 2014

Flores violetas del corazón miserable. Carta 3.

Galletas con mantequilla y café con leche. Unté una galleta con una capa generosa de mantequilla, con cuidado para no partir la galleta porque la mantequilla todavía estaba algo dura, y luego puse otra galleta encima. Hice cuatro o cinco sandwiches de estos y junto con un café con leche calentito se los ofrecí al niño. De esa forma conseguí atraerle.

No dudó mucho, enseguida se acercó y se sentó en la banqueta, pegándola mucho a la mesa, supongo que para no mancharse porque mojaba cada bloque de galletas y mantequilla en el café caliente y luego se lo llevaba a la boca, goteando sobre el plato. Masticaba despacio, saboreando el bocado, y apenas me miró alguna vez, pues estaba del todo absorto en el desayuno. Así conseguí que se acercara y observarle con detalle, pero no vi nada especial, ningún rasgo diferente, ningún comportamiento particular. Sin embargo, al mirarle con atención me inspiró mucha ternura, tuve ganas de protegerle, de cuidarle, de quejarme a alguien porque aquel chico no debía estar tan desvalido. No sé por qué digo esto, parecía bien cuidado, bien vestido, limpio y diría que bien educado, pero de alguna forma parecía desvalido, sólo en el mundo, como una cáscara de nuez aparentando normalidad en medio de un torrente.

Mientras comía, sentado frente a él, tomé nota mental de algunos detalles. Tendrá unos ocho años, pantalones cortos, las rodillas marcadas de heridas en distintas fases de curación, zapatos mal atados, un jersey granate liso, de cuello en pico. El pelo rubio, un poco largo, le tapaba la frente y le protegía de mi mirada. De pronto me miró con sus ojos marrones, casi caobas, a la vez transparentes y profundos.

-¿Tienes nocilla? -preguntó sin previo aviso, sobresaltándome un poco.

-¿Nocilla? Sí. Pero ¿tienes hambre después de todas las galletas que te has comido?

Se encogió de hombros y eso me hizo sonreír. El también me sonrió. Me levanté y abrí la puerta del armario, saqué el bote de nocilla y repetí la operación de untado, elaborando otro lote de sandwiches con una gruesa capa de crema de chocolate.

-¿Quieres más café con leche? -pregunté acercando la jarra a su vaso.

-Sí -dijo mientras estudiaba con total atención como caía el liquido. Me pregunto que es capaz de ver un niño pequeño en esas cosas tan simples, cómo conseguirán captar su atención de esa manera tan intensa. La verdad es que me da envidia, que se pueda vivir con tanta intensidad algo tan simple.

-¿Tienes padres?

-Todo el mundo tiene padres ¿no?

-Claro -digo algo confundido- Quería decir que si saben dónde estás. 

-No. Pero casi nunca lo saben. A veces me voy hasta el túnel del tren para coger salamandras y tritones en los charcos. Los tritones son muy raros.

-¿Y qué haces con ellos?

-Los vuelvo a dejar allí, para poder cogerlos otro día.

Me di la vuelta un momento mientras recogía las cosas de la mesa y se fue. Desapareció como había llegado, sin hacer ningún ruido. Espero que vuelva pronto, a por más galletas con nocilla. Tengo que preguntarle algunas cosas.

Este episodio me ha recordado aquella vez, una noche que estábamos sentados en un escalón delante de la puerta de un bar, por allí, donde solíamos andar. Llovía pero estábamos protegidos por los balcones que colgaban en la fachada. Hablábamos, interrumpidos de vez en cuando por el ruido que hacían las ruedas de los coches al levantar el agua del asfalto, ajenos a todo lo demás, sólo nosotros y el agua saltando hacia atrás, dejando dos estelas blanquecinas y paralelas, salpicadas de burbujas.

Me hablabas de la colección de discos de tu padre. Entonces era muy raro que un padre escuchara música, que tuviera una colección de discos, sobre todo si se trataba de discos de country. Varios miles de elepés que llenaban una habitación entera, sólo discos de country y un tocadiscos. Y tu padre, sentado en un sofá escuchando y leyendo novelas policiacas. Supongo que intentando hacerse ajeno al mundo que le rodeaba, buscando la felicidad en un grupo de acordes, en los límites definidos de un estilo particular. Intentando olvidar al hijo drogadicto que escuchaba a los Rolling un poco más allá, intentando olvidarte a ti, al hermano asustado que escuchaba a Chris Spedding tratando de olvidar a los otros, y olvidando a la mujer alcohólica que tantas veces no se acordaba de ninguno.

Querías admirar a tu padre, por escuchar música en contraposición con el estándar aburrido del resto de padres, y querías odiarle por no haber sido capaz de construir una familia normal, arrepintiéndote al mismo tiempo pues sabías que no siempre las cosas salen como a uno le gustaría. Y entre la admiración, el odio y el arrepentimiento vivías tan confundido como yo, sólo que tú casi nunca te atrevías a soñar, la realidad resultaba demasiado pesada. Y sin sueños ¿cómo se puede cambiar la realidad? 

Supongo que a veces piensas que las cosas no han cambiado mucho, que sigues llevando aquella pesada carga que te vino impuesta sólo por nacer allí, donde naciste. Pero sé que otras veces, cuando de pronto se escucha country a lo lejos, puedes extender los brazos y rozar todo eso que tienes cerca, lo que conseguiste, y sentir la felicidad. En contraposición.


Y me imagino lo orgullosos que al verte así deben sentirse Johnny Cash, Buck Owens y toda la familia Carter.


Buck Owens - All Time Greatest Hits