Al día siguiente nos levantamos ávidos de más aventuras y de algún bocado pues estábamos muy hambrientos. Cazamos un conejo cuyo aspecto era más o menos normal, salvo por las orejas de asno, pero antes de aventurarnos a comerlo dejamos caer un par de gotas de su sangre sobre una margarita que fue consumida al instante, así que era otro de aquellos bichos sulfúricos. No tuvimos más alternativa que saciar nuestro apetito con bayas y fresas antes de retomar la marcha hacia el molino. No estaba muy lejos y lo alcanzamos en apenas media hora.
Se trataba de un molino de viento construido de piedra gris y madera, cuyas aspas giraban con lentitud, dejando un leve quejido de roce de maderas. La puerta estaba abierta así que entramos y esperamos ante un pequeño mostrador sobre el que dejé nuestro preciado saco de trigo. A los pocos minutos apareció Raquel, bellísima como siempre, incomprensible como siempre ¿Por qué nos nos saludaba y nos miraba igual que si nunca nos hubiera visto?¿Ya no me quería?¿No recordaba que hacía unas horas había salvado a su padre de unos lobos asesinos?
-Hola forastero. Bien. Por un saco de trigo os corresponden 5 bolsas de harina. Aquí las tenéis -dijo con su dulce voz, mientras me partía el corazón al ignorarme de aquella forma.
-Oye, ¿no me reconoces? -acerté a decir ante las pataditas insistentes de Alvaro.
Me miró extrañada pero casi de inmediato su mirada se desvió hacia la puerta por la que acababan de entrar un par de señores ataviados con armaduras metálicas medievales, espadas, escudos y todo eso.
-Buenas. Somos de hacienda. -le dijeron a Raquel la molinera- No presentó usted su declaración de la renta el año pasado y el molino será embargado si no lo hace en el plazo de cuatro minutos. Firme usted este resguardo y le dejamos la notificación. Ella, compungida, firmó con una sencilla y perfecta equis.
Mientras aquellos sujetos salían a la calle Raquel empezó a sollozar -¡La declaración de la renta! No sé hacerla y aunque supiera en 4 minutos no me daría tiempo ni a calcular la base impositiva ¡Si no sé escribir con números romanos, leches! Me quedaré sin molino y tendré que trabajar en una granja, o peor, en la oficina de cambio ¡Nooo!
-No te preocupes querida -dije sin poder evitarlo pues ante aquella injusticia la gallardía me salía a borbotones por los agujeros de la nariz- Yo lo arreglaré.
Una vez más debía enfrentarme a aquello que había rehuido en el pasado. No quise el trabajo en la gestoría de mi padre para no tener que vérmelas con los de hacienda y ahorra debía hacerlo para salvar la honra de mi amada y demostrar la cantidad y calidad de mi amor. Salí a la calle corriendo perseguido por mi mujer ideal y en unos pocos segundos alcancé a los dos caballeros medievales. Cuidado -me dijo Pedro- una cosa son unos lobos hambrientos y otra mucho más peligrosa estos sujetos absurdos pero entrenados para recaudar.
-Devolved el resguardo -les grité- ¡Ahora!
Ambos desenvainaron sus espadas al unisono mientras saltaban con impresionante agilidad en direcciones contrarias, dejándome entre ambos, sin posibilidades de esquivar un inminente ataque simultáneo desde direcciones opuestas. Estaba perdido, era cuestión de segundos. Entonces Raquel lanzó con acierto una piedra que impactó en el casco del que estaba frente a mí con un sonido metálico bastante chusco. La armadura no era de buena calidad, típica copia de conocido fabricante gallego, seguro. Los pocos segundos de desconcierto fueron suficientes para que le arrebatara la espada de un tirón y agarrándole por el peto de la armadura le lancé contra su compañero que reaccionó de manera instintiva ante el imprevisto, clavando la espada en el cuello de su colega inspector de hacienda, que trastabillaba a punto de caer. Vaya, lo que es capaz de hacer una mujer con una sola piedra. Recogí la espada del finado y ante un sólo enemigo empecé a creer que mis posibilidades habían aumentado de forma notable así que adopté la postura de la garza para impresionar a mi adversario.
El impacto visual de esta imagen hizo mella en él y sin poder evitarlo se retiró un par de pasos, adoptando una postura defensiva cuyo nombre desconozco pero que consiste en colocarse la espada a la altura del cuello en posición horizontal y que es ideal para repeler un ataque y contraatacar con un paso adelante. Permanecimos así durante unos cuarenta y cinco minutos mientras el sol azotaba de lo lindo y mi oponente empezaba a temblar, supongo que como producto del proceso de cocción que se estaba produciendo dentro de la armadura. Supuse que tan sólo con aguantar un par de horas así podría ganar la batalla, aunque ya hacía un rato que se me había dormido la pierna de apoyo y el brazo derecho. Sin embargo no fue necesario esperar más. Raquel apareció en escena blandiendo un madero y le atizó un fenomenal golpe en la cabeza impulsándola de tal forma hacia adelante que fue seccionada por la espada. El ruido a cacharro abollado que produjo el yelmo al golpear contra el suelo me hizo reflexionar sobre la conveniencia de los recortes a los funcionarios.
Recogí el resguardo de la notificación y se lo devolví a mi querida amada que me miraba agradecida por mi valiente intervención, aunque debo reconocer que ella también había ayudado en algo. Sin saber cómo, nos fuimos acercando poco a poco, ella se ruborizó, nuestras cabezas giraron levemente y nuestros labios preparaban un estupendo beso cuando una mano se interpuso entre nuestras caras y escuché la voz de su padre ¡Con un extranjero no!
Sentí muchas ganas de darle unas palmaditas en la tonsura y mandarle a buscar caracoles pero una vez más fui incapaz de pronunciar palabra ante una negativa paterna. Impotente recogí los sacos de harina que me entregó el anciano y me despedí de mi querida Raquel. Ella me miraba con aquellos ojos anegados de lágrimas, que saltaban en todas direcciones para caer como brillantes diamantes entre el territorio de la tristeza y el de la decepción.
Acompañado por mis amigos comencé a avanzar en dirección al horno de pan guiado por el apetitoso olor a bollos y panes recién hechos que recorría las calles del pueblecillo que teníamos tan cerca y que hasta entonces no había visto. Entramos a la pequeña población por una estrecha callejuela adoquinada, giramos a la izquierda, a la derecha y después de un rato estábamos perdidos en un laberinto indescifrable de calles de piedra y casas de piedra. Llamamos a algunas puertas pero nadie nos escuchó, o no quisieron abrirnos, así que no nos quedó otra opción que vagar durante horas por las calles de aquel pueblo infinito y traicionero. De pronto vimos a seis o siete indios americanos sentados en el suelo, apoyados en una fuente de piedra. Extraña imagen.
-Hola amigos -dije confiado- ¿Por ventura sabéis dónde se encuentra la panadería?
-Nosotros mismos la estamos buscando, hombre blanco -dijo el que portaba el penacho de plumas más grande- También queremos salir de aquí negociando con el panadero, pero no hay forma.
-Ah. Pero, si no tenéis harina para negociar-comenté extrañado y sujetando mi saco de forma instintiva.
-Sí, es verdad, nos la comimos hace unos días -sonrió el jefe indio- Pero ahora tenemos la tuya ¿no es verdad?
Se levantaron todos como un resorte, lanzándose hacia mí blandiendo sus hachas de guerra y aullando como posesos. Debo reconocer que al no estar presente mi amada mi nivel de gallardía era bastante inferior al que estáis acostumbrados y que mi única consideración fue en que dirección debía echar a correr. Lo hice hacia la izquierda y recorrí unos metros perseguido por aquellos indios ladrones, asesinos y poseedores de vaya usted a saber que más vicios. Subí por unas escaleras hasta una terraza, y seguí corriendo unos metros hasta que me di cuenta de que no había otra salida. Los indios se pararon a pocos metros y me pidieron que dejara el saco de harina en el suelo para no mancharlo de sangre. Amague el movimiento y tomando impulso salté desde la terraza abrazado a mi harina en dirección a la fuente que se me antojaba la única vía de escape. Y así fue. Caí en la fuente y tras un primer impacto con el agua algo absurdo sucedió. Aparecí rodando por el suelo de otro escenario, en una pequeña plaza, frente a la puerta de la panadería. Alvaro y Pedro me felicitaron por mi intuición, aunque la verdad es que en ningún momento había pensado que la fuente podría ser una ruta de escape definitiva. Vaya gentes complicadas las que construyeron Easyland.
Entramos decididos en la panadería y allí estaba Raquel, sentada en una silla tras el mostrador, leyendo una novela romántica. Levantó los ojos y yo sonreí esperando que esta vez me reconociera y que pudiéramos retomar nuestro romance en el mismo punto donde lo dejamos. Ella sonrió. La miré a los ojos con ternura, ella también me miraba, se levantó de la silla y se acercó al mostrador con pasos elegantes y encantadores, sin apartar sus ojos de los míos. Mi temperatura subió unos quince grados. La tomé del cuello con intención de acercar su cabecita y besarla suavemente, pero no debió interpretar bien mis nobles intenciones pues me soltó un inmenso bofetón que resonó en toda la panadería y cuya onda expansiva desmontó la nata de algunos pasteles. Cuando mis labios y mis párpados dejaron de temblar como los del niño que saca la cabeza por la ventanilla del coche a 180 km/hora la miré con gesto de incomprensión.
-A ver listilo ¿qué traes aquí? -dijo decidida- Harina ¿no? Tiene pinta de estar algo pasada, igual hasta tiene gusanos. No sé, te doy media pistola - dijo agarrando una barra de pan con intención de partirla por la mitad.
Estaba tan indignado por la forma en que me ignoraba cada vez que nos encontrábamos, por el bofetón, y tan despechado de amor que puse en juego todas mis dotes de comerciante y me propuse que pagara caro aquel saco de harina.
-De eso nada. Tendrá que ser una pistola entera, de lo contrario te quedas sin harina -dije osado.
Cuando ella iba a realizar una nueva contraoferta se abrió la puerta de golpe y entró un tipo muy feo vestido de negro- ¡Esto es un atraco! Dijo blandiendo un gran revolver.
Raquel y yo estábamos bastante tensos debido a la negociación que aquel tipejo acababa de interrumpir, así que no recibimos aquel anuncio con toda la amabilidad que hubiéramos demostrado en un momento más oportuno. Me dí cuenta de que Raquel agarraba la pistola como si fuera un garrote, presta a utilizarla contra el asaltante, pero a todas luces era una barra de pan y si le sacudía con ella no le causaría ningún daño, así que dije,
-Tira la pistola, no te servirá de nada.
-¿Qué? -dijo el atracador mientras me apuntaba- ¿que tire la pistola? Te voy a meter...
-No, no, si se lo estoy diciendo a ella -respondí.
El atracador se volvió hacia ella supongo que pensando que también tenía una pistola de las de disparar y luego me miro a mí confundido y para cuando quiso darse cuenta Raquel le había estampado una bomba de nata en la nariz y yo le obligaba a tragar un gran tartufo de chocolate. A los pocos segundos el ladrón empezó a sufrir convulsiones y estertores y entre balbuceos y esputos cayó al suelo sin vida en unos pocos segundos.
-Dios, qué valiente eres -dijo ella- ¿Cómo sabías que era diabético?
-Humm.... -No dije más. Decidí actuar deprisa y consumar nuestro beso de amor antes de que apareciera su padre, así que la tomé por la cintura y apreté mi pecho contra sus turgentes formas. Demasiado tarde. Alguien me agarró la patilla izquierda y tirando de ella me obligó a ponerme de puntillas. Me paseó un poco dando vueltas por la estancia en esta innoble posición, supongo que por simple disfrute.
-Toma la barra de pan y larga de aquí. Salidorro. -dijo la voz del progenitor mientras una vez más mi queridísima Raquel se hundía en el abismo de la decepción y del amor no consumado. Sus lágrimas salieron disparadas, decorando los pasteles más afortunados con toppings de perlas.
Un puntapié en mi trasero marcó la dirección que debía tomar para volver a la cantina de Xino. Eso te pasa por preguntar, dijo Pedro. Hombre, podía haber señalado con el dedo como otras veces -respondí.
Andamos durante un par de horas subiendo y bajando colinas y entramos en una zona pantanosa. El barro nos llegaba por las rodillas y nos costaba bastante andar, hasta que fue imposible. Habíamos entrado en una zona de arenas movedizas y el barro nos tragaba sin remedio. Yo sujetaba la barra de pan con el brazo en alto, tratando de aferrarme de algún modo a alguna última esperanza, aunque reconozco que la imagen era bastante absurda. Pero dio lo mismo, el barro nos tragó a los tres amigos y a la pistola de pan. Pensé que moriríamos ahogados por el barro mugriento, pero no, las cosas en Easyland nunca son tan sencillas. Caímos desde en una gran altura sobre lo que parecía ser un gran montón de arena caliente. Tardé un rato en recuperarme y me incorporé con el pan todavía en mi mano y comprobé que estábamos en mitad de un gran desierto. Sólo se veía arena por todas partes, ni montañas, ni oasis, ni carreteras, nada que pudiera servirnos de guía.
Alvaro dijo que lo mejor era caminar en la misma dirección que llevábamos al caer y comenzamos a andar bajo un sol justiciero. Tras quince o veinte minutos vimos que algo relucía entre la arena y corrimos hacia allí pensando que quizá fuera algún objeto que indicara la presencia de humanos por los alrededores. Nos llevamos una gran decepción al ver que se trataba de una lámpara de oro que alguien debía haber perdido por allí. Alvaro dijo que igual si la frotábamos aparecía un genio y nos concedía tres deseos, así que empecé a frotarla mientras ellos dos discutían sobre la forma en que se repartirían los deseos. De pronto un genio salió de la lámpara y dijo,
-Gracias amo, me habéis liberado.
-¿Nos vas a conceder tres deseos? -pregunté.
-¿Estás de guasa? -respondió el genio- ¿Tú crees que si pudiera conceder deseos estaría metido dentro de una lámpara? Joder, qué lejos estoy de casa. Anda que ya me podías haber sacado cerca de una parada del autobús. Bueno, me voy.
-Pero -dije yo- tienes que ayudarnos. Estamos perdidos en el desierto y vamos a morir. Dinos al menos como podemos llegar a la taberna de Xino.
-Pues cavando, buen hombre. Cavando.
Empezamos a cavar con nuestras manos y las fuerzas que nos quedaban. Enseguida descubrimos una puerta bajo la arena y cuando la atravesamos aparecimos en la explanada, frente a la taberna de Xino. El pan estaba algo cuarteado y sucio pero seguí teniendo un aspecto bastante apetecible así que supusimos que podríamos negociar con el cantinero sin ningún problema.
Entramos en la cantina llamando a gritos a Xino, pero fue Raquel la que apareció tras el mostrador.
-Silencio forastero. Despertaréis a mi padre y se le pone muy mal humor cuando se interrumpe su siesta. -dijo mientras se llevaba a la boca el dedo índice en un gesto monísimo- Bueno, ¿qué os apetece tomar? Los huevos con chorizo son nuestra especialidad.
-No te hagas la tonta, Raquel. Ya sabes a qué vengo -dije con decisión.
-Vienes a cambiar este pan por vino, para negociar después con el dentista -respondió ella.
-No. Vengo a besarte. Me dan igual los lobos, los inspectores de hacienda, los delincuentes, los desiertos y también tu padre.
La agarré por la cintura y acaricié su cuello mientras su mullidos labios se acomodaban en los míos con dulzura. El roce de su pelo en la mejilla me hizo abrir los ojos justo a tiempo para ver que llegaba su padre blandiendo una barra de acero. La aparté con un suave empujón y agarre un taburete para detener el primer golpe asestado por el exaltado de mi suegro. Retrocedí hacia la chimenea defendiéndome como pude pero el taburete se partió en pedazos tras el cuarto o quinto golpe. Mi posición era muy mala pues estaba entre las llamas de la chimenea y la barra de hierro, sin otra escapatoria. El anciano se disponía a sacudirme con la barra de acero cuando Alvaro me gritó ¡el quinqué! Alargué la mano hacia la mesa de la izquierda mientras esquivaba el siguiente golpe de la barra. Estrellé el quinqué contra el suelo, junto a los pies de mi suegro, y el aceite se desparramó por todas partes, haciéndole resbalar y caer al suelo en un golpe estrepitoso y muy doloroso.
Se quedó allí tendido mientras yo pateaba la barra muy lejos por si acaso. Craso error pues en ese mismo instante el viejo empezó a transformarse, se estiró y le salieron escamas verdes, se retorció y se convirtió en una enorme boa constrictor que me miró con avidez y comenzó a avanzar hacia mi abriendo sus espantosas fauces y ondulando su cuerpo brillante de aceite. Retrocedí aterrorizado, pues por algún trauma de la infancia hay pocas cosas que me den tanto miedo como una boa gigante con una boca enorme decidida a engullirme, y tras un paso más noté el calor de la chimenea. Encima me iba a achicharrar.
Pues no. En un rápido giro agarre uno de los tablones llameantes que sobresalían de la chimenea y se lo lancé a la boa. El fuego prendió en el aceite y la serpiente comenzó a arder en toda su longitud. Se retorció en todas direcciones mientras emitía un silbido desgarrador y el olor a pollo recién asado se extendía por la taberna. En unos pocos minutos apenas quedaba una negra mancha ondulante en el suelo.
Raquel me miraba, sonriendo y aplaudiendo, mientras daba unos saltitos encantadores. Me dirigí hacia ella algo confundido pues esperaba que estuviera algo afectada por lo que acababa de ocurrir. Su padre tenía algunos defectos que le habían llevado hacia aquel destino terrible, sí, pero era su padre.
-Por fin te decidiste a derribar la última barrera que nos separaba -dijo acariciándome la mejilla.
-Ah, sí. Bueno, ahora podremos estar juntos para siempre. Quiero quedarme contigo. Sí, me quedaré aquí en Easyland y viviremos felices -dije ilusionado.
-No seas tonto, este no es lugar para vivir, se viene de paso. Además a partir de ahora siempre me llevarás dentro de ti. Siempre. Igual que a tus dos amigos.
-Se viene de paso... Te llevaré dentro para siempre... Pero entonces todo esto ¿qué ha sido? Una especie de prueba, algún rito de superación, la taberna, los lobos, la harina -dije mientras ella asentía con la cabeza- los inspectores de hacienda, los indios...
-¿Los indios?¿Qué indios? -respondió sorprendida.
Encontrar otras tierras no fue muy complicado pues me dieron un mapa y una vieja barca y algunas viandas no sulfúricas y durante el viaje lo pasé muy bien charlando con Pedro, con Alvaro y con Raquel. Y en unos pocos días había llegado a otro país muy diferente, en el que me enfrenté a otras pruebas emocionantes aunque de muy distinta índole. Pero esa es otra historia.
Hay una cosa segura, acerté con mi elección, navegar es una gran aventura.
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