viernes, 20 de julio de 2012

Miedo a la libertad. Capítulo II y final.

Al día siguiente nos levantamos ávidos de más aventuras y de algún bocado pues estábamos muy hambrientos. Cazamos un conejo cuyo aspecto era más o menos normal, salvo por las orejas de asno, pero antes de aventurarnos a comerlo dejamos caer un par de gotas de su sangre sobre una margarita que fue consumida al instante, así que era otro de aquellos bichos sulfúricos. No tuvimos más alternativa que saciar nuestro apetito con bayas y fresas antes de retomar la marcha hacia el molino. No estaba muy lejos y lo alcanzamos en apenas media hora.

Se trataba de un molino de viento construido de piedra gris y madera, cuyas aspas giraban con lentitud, dejando un leve quejido de roce de maderas. La puerta estaba abierta así que entramos y esperamos ante un pequeño mostrador sobre el que dejé nuestro preciado saco de trigo. A los pocos minutos apareció Raquel, bellísima como siempre, incomprensible como siempre ¿Por qué nos nos saludaba y nos miraba igual que si nunca nos hubiera visto?¿Ya no me quería?¿No recordaba que hacía unas horas había salvado a su padre de unos lobos asesinos?

-Hola forastero. Bien. Por un saco de trigo os corresponden 5 bolsas de harina. Aquí las tenéis -dijo con su dulce voz, mientras me partía el corazón al ignorarme de aquella forma.

-Oye, ¿no me reconoces? -acerté a decir ante las pataditas insistentes de Alvaro.

Me miró extrañada pero casi de inmediato su mirada se desvió hacia la puerta por la que acababan de entrar un par de señores ataviados con armaduras metálicas medievales, espadas, escudos y todo eso.

-Buenas. Somos de hacienda. -le dijeron a Raquel la molinera- No presentó usted su declaración de la renta el año pasado y el molino será embargado si no lo hace en el plazo de cuatro minutos. Firme usted este resguardo y le dejamos la notificación. Ella, compungida, firmó con una sencilla y perfecta equis.

Mientras aquellos sujetos salían a la calle Raquel empezó a sollozar -¡La declaración de la renta! No sé hacerla y aunque supiera en 4 minutos no me daría tiempo ni a calcular la base impositiva ¡Si no sé escribir con números romanos, leches! Me quedaré sin molino y tendré que trabajar en una granja, o peor, en la oficina de cambio ¡Nooo!

-No te preocupes querida -dije sin poder evitarlo pues ante aquella injusticia la gallardía me salía a borbotones por los agujeros de la nariz- Yo lo arreglaré.

Una vez más debía enfrentarme a aquello que había rehuido en el pasado. No quise el trabajo en la gestoría de mi padre para no tener que vérmelas con los de hacienda y ahorra debía hacerlo para salvar la honra de mi amada y demostrar la cantidad y calidad de mi amor. Salí a la calle corriendo perseguido por mi mujer ideal y en unos pocos segundos alcancé a los dos caballeros medievales. Cuidado -me dijo Pedro- una cosa son unos lobos hambrientos y otra mucho más peligrosa estos sujetos absurdos pero entrenados para recaudar.

-Devolved el resguardo -les grité- ¡Ahora!

Ambos desenvainaron sus espadas al unisono mientras saltaban con impresionante agilidad en direcciones contrarias, dejándome entre ambos, sin posibilidades de esquivar un inminente ataque simultáneo desde direcciones opuestas. Estaba perdido, era cuestión de segundos. Entonces Raquel lanzó con acierto una piedra que impactó en el casco del que estaba frente a mí con un sonido metálico bastante chusco. La armadura no era de buena calidad, típica copia de conocido fabricante gallego, seguro. Los pocos segundos de desconcierto fueron suficientes para que le arrebatara la espada de un tirón y agarrándole por el peto de la armadura le lancé contra su compañero que reaccionó de manera instintiva ante el imprevisto, clavando la espada en el cuello de su colega inspector de hacienda, que trastabillaba a punto de caer. Vaya, lo que es capaz de hacer una mujer con una sola piedra. Recogí la espada del finado y ante un sólo enemigo empecé a creer que mis posibilidades habían aumentado de forma notable así que adopté la postura de la garza para impresionar a mi adversario.

El impacto visual de esta imagen hizo mella en él y sin poder evitarlo se retiró un par de pasos, adoptando una postura defensiva cuyo nombre desconozco pero que consiste en colocarse la espada a la altura del cuello en posición horizontal y que es ideal para repeler un ataque y contraatacar con un paso adelante. Permanecimos así durante unos cuarenta y cinco minutos mientras el sol azotaba de lo lindo y mi oponente empezaba a temblar, supongo que como producto del proceso de cocción que se estaba produciendo dentro de la armadura. Supuse que tan sólo con aguantar un par de horas así podría ganar la batalla, aunque ya hacía un rato que se me había dormido la pierna de apoyo y el brazo derecho. Sin embargo no fue necesario esperar más. Raquel apareció en escena blandiendo un madero y le atizó un fenomenal golpe en la cabeza impulsándola de tal forma hacia adelante que fue seccionada por la espada. El ruido a cacharro abollado que produjo el yelmo al golpear contra el suelo me hizo reflexionar sobre la conveniencia de los recortes a los funcionarios.

Recogí el resguardo de la notificación y se lo devolví a mi querida amada que me miraba agradecida por mi valiente intervención, aunque debo reconocer que ella también había ayudado en algo. Sin saber cómo, nos fuimos acercando poco a poco, ella se ruborizó, nuestras cabezas giraron levemente y nuestros labios preparaban un estupendo beso cuando una mano se interpuso entre nuestras caras y escuché la voz de su padre ¡Con un extranjero no!

Sentí muchas ganas de darle unas palmaditas en la tonsura y mandarle a buscar caracoles pero una vez más fui incapaz de pronunciar palabra ante una negativa paterna. Impotente recogí los sacos de harina que me entregó el anciano y me despedí de mi querida Raquel. Ella me miraba con aquellos ojos anegados de lágrimas, que saltaban en todas direcciones para caer como brillantes diamantes entre el territorio de la tristeza y el de la decepción.

Acompañado por mis amigos comencé a avanzar en dirección al horno de pan guiado por el apetitoso olor a bollos y panes recién hechos que recorría las calles del pueblecillo que teníamos tan cerca y que hasta entonces no había visto. Entramos a la pequeña población por una estrecha callejuela adoquinada, giramos a la izquierda, a la derecha y después de un rato estábamos perdidos en un laberinto indescifrable de calles de piedra y casas de piedra. Llamamos a algunas puertas pero nadie nos escuchó, o no quisieron abrirnos, así que no nos quedó otra opción que vagar durante horas por las calles de aquel pueblo infinito y traicionero. De pronto vimos a seis o siete indios americanos sentados en el suelo, apoyados en una fuente de piedra. Extraña imagen.

-Hola amigos -dije confiado- ¿Por ventura sabéis dónde se encuentra la panadería?

-Nosotros mismos la estamos buscando, hombre blanco -dijo el que portaba el penacho de plumas más grande- También queremos salir de aquí negociando con el panadero, pero no hay forma.

-Ah. Pero, si no tenéis harina para negociar-comenté extrañado y sujetando mi saco de forma instintiva.

-Sí, es verdad, nos la comimos hace unos días -sonrió el jefe indio- Pero ahora tenemos la tuya ¿no es verdad?

Se levantaron todos como un resorte, lanzándose hacia mí blandiendo sus hachas de guerra y aullando como posesos. Debo reconocer que al no estar presente mi amada mi nivel de gallardía era bastante inferior al que estáis acostumbrados y que mi única consideración fue en que dirección debía echar a correr. Lo hice hacia la izquierda y recorrí unos metros perseguido por aquellos indios ladrones, asesinos y poseedores de vaya usted a saber que más vicios. Subí por unas escaleras hasta una terraza, y seguí corriendo unos metros hasta que me di cuenta de que no había otra salida. Los indios se pararon a pocos metros y me pidieron que dejara el saco de harina en el suelo para no mancharlo de sangre. Amague el movimiento y tomando impulso salté desde la terraza abrazado a mi harina en dirección a la fuente que se me antojaba la única vía de escape. Y así fue. Caí en la fuente y tras un primer impacto con el agua algo absurdo sucedió. Aparecí rodando por el suelo de otro escenario, en una pequeña plaza, frente a la puerta de la panadería. Alvaro y Pedro me felicitaron por mi intuición, aunque la verdad es que en ningún momento había pensado que la fuente podría ser una ruta de escape definitiva. Vaya gentes complicadas las que construyeron Easyland.

Entramos decididos en la panadería y allí estaba Raquel, sentada en una silla tras el mostrador, leyendo una novela romántica. Levantó los ojos y yo sonreí esperando que esta vez me reconociera y que pudiéramos retomar nuestro romance en el mismo punto donde lo dejamos. Ella sonrió. La miré a los ojos con ternura, ella también me miraba, se levantó de la silla y se acercó al mostrador con pasos elegantes y encantadores, sin apartar sus ojos de los míos. Mi temperatura subió unos quince grados. La tomé del cuello con intención de acercar su cabecita y besarla suavemente, pero no debió interpretar bien mis nobles intenciones pues me soltó un inmenso bofetón que resonó en toda la panadería y cuya onda expansiva desmontó la nata de algunos pasteles. Cuando mis labios y mis párpados dejaron de temblar como los del niño que saca la cabeza por la ventanilla del coche a 180 km/hora la miré con gesto de incomprensión.

-A ver listilo ¿qué traes aquí? -dijo decidida- Harina ¿no? Tiene pinta de estar algo pasada, igual hasta tiene gusanos. No sé, te doy media pistola - dijo agarrando una barra de pan con intención de partirla por la mitad.

Estaba tan indignado por la forma en que me ignoraba cada vez que nos encontrábamos, por el bofetón, y tan despechado de amor que puse en juego todas mis dotes de comerciante y me propuse que pagara caro aquel saco de harina.

-De eso nada. Tendrá que ser una pistola entera, de lo contrario te quedas sin harina -dije osado.

Cuando ella iba a realizar una nueva contraoferta se abrió la puerta de golpe y entró un tipo muy feo vestido de negro- ¡Esto es un atraco! Dijo blandiendo un gran revolver.

Raquel y yo estábamos bastante tensos debido a la negociación que aquel tipejo acababa de interrumpir, así que no recibimos aquel anuncio con toda la amabilidad que hubiéramos demostrado en un momento más oportuno. Me dí cuenta de que Raquel agarraba la pistola como si fuera un garrote, presta a utilizarla contra el asaltante, pero a todas luces era una barra de pan y si le sacudía con ella no le causaría ningún daño, así que dije,

-Tira la pistola, no te servirá de nada.

-¿Qué? -dijo el atracador mientras me apuntaba- ¿que tire la pistola? Te voy a meter...

-No, no, si se lo estoy diciendo a ella -respondí.

El atracador se volvió hacia ella supongo que pensando que también tenía una pistola de las de disparar y luego me miro a mí confundido y para cuando quiso darse cuenta Raquel le había estampado una bomba de nata en la nariz y yo le obligaba a tragar un gran tartufo de chocolate. A los pocos segundos el ladrón empezó a sufrir convulsiones y estertores y entre balbuceos y esputos cayó al suelo sin vida en unos pocos segundos.

-Dios, qué valiente eres -dijo ella- ¿Cómo sabías que era diabético?

-Humm.... -No dije más. Decidí actuar deprisa y consumar nuestro beso de amor antes de que apareciera su padre, así que la tomé por la cintura y apreté mi pecho contra sus turgentes formas. Demasiado tarde. Alguien me agarró la patilla izquierda y tirando de ella me obligó a ponerme de puntillas. Me paseó un poco dando vueltas por la estancia en esta innoble posición, supongo que por simple disfrute.

-Toma la barra de pan y larga de aquí. Salidorro. -dijo la voz del progenitor mientras una vez más mi queridísima Raquel se hundía en el abismo de la decepción y del amor no consumado. Sus lágrimas salieron disparadas, decorando los pasteles más afortunados con toppings de perlas.

Un puntapié en mi trasero marcó la dirección que debía tomar para volver a la cantina de Xino. Eso te pasa por preguntar, dijo Pedro. Hombre, podía haber señalado con el dedo como otras veces -respondí.

Andamos durante un par de horas subiendo y bajando colinas y entramos en una zona pantanosa. El barro nos llegaba por las rodillas y nos costaba bastante andar, hasta que fue imposible. Habíamos entrado en una zona de arenas movedizas y el barro nos tragaba sin remedio. Yo sujetaba la barra de pan con el brazo en alto, tratando de aferrarme de algún modo a alguna última esperanza, aunque reconozco que la imagen era bastante absurda. Pero dio lo mismo, el barro nos tragó a los tres amigos y a la pistola de pan. Pensé que moriríamos ahogados por el barro mugriento, pero no, las cosas en Easyland nunca son tan sencillas. Caímos desde en una gran altura sobre lo que parecía ser un gran montón de arena caliente. Tardé un rato en recuperarme y me incorporé con el pan todavía en mi mano y comprobé que estábamos en mitad de un gran desierto. Sólo se veía arena por todas partes, ni montañas, ni oasis, ni carreteras, nada que pudiera servirnos de guía.

Alvaro dijo que lo mejor era caminar en la misma dirección que llevábamos al caer y comenzamos a andar bajo un sol justiciero. Tras quince o veinte minutos vimos que algo relucía entre la arena y corrimos hacia allí pensando que quizá fuera algún objeto que indicara la presencia de humanos por los alrededores. Nos llevamos una gran decepción al ver que se trataba de una lámpara de oro que alguien debía haber perdido por allí. Alvaro dijo que igual si la frotábamos aparecía un genio y nos concedía tres deseos, así que empecé a frotarla mientras ellos dos discutían sobre la forma en que se repartirían los deseos. De pronto un genio salió de la lámpara y dijo,

-Gracias amo, me habéis liberado.

-¿Nos vas a conceder tres deseos? -pregunté.

-¿Estás de guasa? -respondió el genio- ¿Tú crees que si pudiera conceder deseos estaría metido dentro de una lámpara? Joder, qué lejos estoy de casa. Anda que ya me podías haber sacado cerca de una parada del autobús. Bueno, me voy.

-Pero -dije yo- tienes que ayudarnos. Estamos perdidos en el desierto y vamos a morir. Dinos al menos como podemos llegar a la taberna de Xino.

-Pues cavando, buen hombre. Cavando.

Empezamos a cavar con nuestras manos y las fuerzas que nos quedaban. Enseguida descubrimos una puerta bajo la arena y cuando la atravesamos aparecimos en la explanada, frente a la taberna de Xino. El pan estaba algo cuarteado y sucio pero seguí teniendo un aspecto bastante apetecible así que supusimos que podríamos negociar con el cantinero sin ningún problema.

Entramos en la cantina llamando a gritos a Xino, pero fue Raquel la que apareció tras el mostrador.

-Silencio forastero. Despertaréis a mi padre y se le pone muy mal humor cuando se interrumpe su siesta. -dijo mientras se llevaba a la boca el dedo índice en un gesto monísimo- Bueno, ¿qué os apetece tomar? Los huevos con chorizo son nuestra especialidad.

-No te hagas la tonta, Raquel. Ya sabes a qué vengo -dije con decisión.

-Vienes a cambiar este pan por vino, para negociar después con el dentista -respondió ella.

-No. Vengo a besarte. Me dan igual los lobos, los inspectores de hacienda, los delincuentes, los desiertos y también tu padre.

La agarré por la cintura y acaricié su cuello mientras su mullidos labios se acomodaban en los míos con dulzura. El roce de su pelo en la mejilla me hizo abrir los ojos justo a tiempo para ver que llegaba su padre blandiendo una barra de acero. La aparté con un suave empujón y agarre un taburete para detener el primer golpe asestado por el exaltado de mi suegro. Retrocedí hacia la chimenea defendiéndome como pude pero el taburete se partió en pedazos tras el cuarto o quinto golpe. Mi posición era muy mala pues estaba entre las llamas de la chimenea y la barra de hierro, sin otra escapatoria. El anciano se disponía a sacudirme con la barra de acero cuando Alvaro me gritó ¡el quinqué! Alargué la mano hacia la mesa de la izquierda mientras esquivaba el siguiente golpe de la barra. Estrellé el quinqué contra el suelo, junto a los pies de mi suegro, y el aceite se desparramó por todas partes, haciéndole resbalar y caer al suelo en un golpe estrepitoso y muy doloroso.

Se quedó allí tendido mientras yo pateaba la barra muy lejos por si acaso. Craso error pues en ese mismo instante el viejo empezó a transformarse, se estiró y le salieron escamas verdes, se retorció y se convirtió en una enorme boa constrictor que me miró con avidez y comenzó a avanzar hacia mi abriendo sus espantosas fauces y ondulando su cuerpo brillante de aceite. Retrocedí aterrorizado, pues por algún trauma de la infancia hay pocas cosas que me den tanto miedo como una boa gigante con una boca enorme decidida a engullirme, y tras un paso más noté el calor de la chimenea. Encima me iba a achicharrar.

Pues no. En un rápido giro agarre uno de los tablones llameantes que sobresalían de la chimenea y se lo lancé a la boa. El fuego prendió en el aceite y la serpiente comenzó a arder en toda su longitud. Se retorció en todas direcciones mientras emitía un silbido desgarrador y el olor a pollo recién asado se extendía por la taberna. En unos pocos minutos apenas quedaba una negra mancha ondulante en el suelo.

Raquel me miraba, sonriendo y aplaudiendo, mientras daba unos saltitos encantadores. Me dirigí hacia ella algo confundido pues esperaba que estuviera algo afectada por lo que acababa de ocurrir. Su padre tenía algunos defectos que le habían llevado hacia aquel destino terrible, sí, pero era su padre.

-Por fin te decidiste a derribar la última barrera que nos separaba -dijo acariciándome la mejilla.

-Ah, sí. Bueno, ahora podremos estar juntos para siempre. Quiero quedarme contigo. Sí, me quedaré aquí en Easyland y viviremos felices -dije ilusionado.

-No seas tonto, este no es lugar para vivir, se viene de paso. Además a partir de ahora siempre me llevarás dentro de ti. Siempre. Igual que a tus dos amigos.

-Se viene de paso... Te llevaré dentro para siempre... Pero entonces todo esto ¿qué ha sido? Una especie de prueba, algún rito de superación, la taberna, los lobos, la harina -dije mientras ella asentía con la cabeza- los inspectores de hacienda, los indios...

-¿Los indios?¿Qué indios? -respondió sorprendida.


Encontrar otras tierras no fue muy complicado pues me dieron un mapa y una vieja barca y algunas viandas no sulfúricas y durante el viaje lo pasé muy bien charlando con Pedro, con Alvaro y con Raquel. Y en unos pocos días había llegado a otro país muy diferente, en el que me enfrenté a otras pruebas emocionantes aunque de muy distinta índole. Pero esa es otra historia.

Hay una cosa segura, acerté con mi elección, navegar es una gran aventura.


Judas Priest - Painkiller

viernes, 13 de julio de 2012

Miedo a la libertad. Capítulo I.


Mi padre me dio a elegir, no porque fuera el más inteligente o el más fuerte sino porque yo era el primogénito y dicen que la tradición existe por algo. Eso dicen. El caso es que yo pude elegir y lo hice por descarte. Me gustan los bosques, los árboles, y a lo mejor por eso fui incapaz de ocuparme de la serrería. La agricultura o la ganadería no me seducían demasiado, mucho trabajo ingrato y demasiados olores, así que nada de granjas De la gestoría contable mejor no hablamos. Sin embargo el barco comercial ejercía cierto atractivo sobre la visión ilusa del niño que en parte siempre fuí, gobernar la nave, dominar los mares y llegar a buen puerto para negociar con los avispados comerciantes de tierras lejanas no sonaba nada mal. Volver cargado de exóticas mercancías, de deliciosas viandas, de ambrosías afrodisiacas de sabores desconocidos y volver a negociar. Hacerme rico. Y como daño colateral inevitable dejar un amante en cada puerto. Estas perspectivas me parecieron mucho más atractivas que arar la tierra, talar árboles, alimentar a los cochinos o presentar documentos en la oficina de Hacienda. Reconozcámoslo, suena mucho mejor. Es cierto que las cosas rara vez salen como uno prevé, aunque si nos dejamos llevar con docilidad y diligencia solemos obtener aquello que, sin saberlo si quiera, deseamos.

Mi primer viaje fue el decisivo y me cambió para siempre, fue una gran aventura y el comienzo de una nueva vida. Pero empecemos por el principio. El barco. Sí, el barco ya llevaba tiempo navegando y tenía todo lo necesario incluida la tripulación, así que pocos preparativos fueron necesarios, salvo cargarlo con artículos que intercambiar por riquezas exóticas y decidir hacia que tierras navegaría. Sin embargo, hubo algo que quise hacer, reclutar a mis mejores amigos para que me aconsejaran y acompañaran en las encrucijadas que encontraría en tierras desconocidas, así que convencí a los dos mejores. A Pedro por ser una persona juiciosa y comedida que no se deja llevar por arrebatos y a Alvaro por todo lo contrario, su naturalidad e impulsividad me vendrían bien en determinados momentos. Y compartir con ambos las experiencias intensas que me esperaban las haría aún más disfrutables.

Nos moríamos por empezar a disfrutar de nuestra particular odisea. Desde la popa del barco despedimos a nuestras familias y novias con más emoción que tristeza. Bueno, debo puntualizar, yo nunca tuve novia pues jamás encontré una mujer que colmará mis expectativas. Unas eran demasiado feas o guapas, otras demasiado habladoras o calladas, demasiado intelectuales o profundas, o simples. Pedro me decía que debía rebajar mis expectativas y Alvaro que me las beneficiara a todas. Pero yo buscaba a mi pareja ideal y no hice ni una cosa ni otra, sólo seguí buscando, probando, mirándolas a los ojos con intensidad para saber si aquella que buscaba se escondía allí dentro. Sin encontrarla.

Navegamos unas millas y el contramaestre me preguntó ¿Hacía donde mí capitán? ¿Nicosia?¿Beirut?¿Alejandría?¿Trípoli?

-Nada de eso -respondí yo- Naveguemos de verdad. Encaremos el atlántico en busca de nuevas tierras.

La tripulación respondió con un rugido que a fuer de ser sincero no supe interpretar, pero me hice a la idea de que fue una expresión de alegría por mi gallardía al enfrentar un futuro incierto en lugar de la seguridad del Mediterráneo y sus conocidos puertos comerciales. Navegamos durante días bajo un calor insoportable y el azote del sol más intenso que pueda imaginarse y sin posibilidad de refrescarnos, ya que las naos de madera no son como los yates de recreo que recorrieron los mares en la antigüedad, antes de la guerra económica, no hay escalerilla,ni toboganes, ni morenas tomando el sol en top-less en la cubierta delantera. Lo de bañarse en el mar es impensable pues no hay forma de volver a subir a bordo, salvo atado a una cuerda y esto, hacedme caso, es poco recomendable salvo que te gusten unos buenos golpes contra los maderos y profundas laceraciones producidas por las cuerdas. Por otra parte, siendo el capitán es probable que me hubieran dejado en el agua sólo para poder contarlo en las cantinas del siguiente puerto. Ah, con objeto de desengañar a los ilusos he de señalar que en los barcos comerciales las morenas abundan tan poco como las rubias.

Cuando por fin acabó el calor comenzó una tormenta épica que duró un par de semanas durante las que navegamos a la deriva, incapaces de gobernar la nave. Debido a los vientos huracanados perdimos las velas, el palo mayor, el menor, y también los otros. Y la mitad de la tripulación fue engullida por las olas enfurecidas que movían el barco de un lado a otro igual que si fuera de papel. Por fin una mañana amaneció despejado, el mar estaba en calma, no soplaba ni una leve brisa, aunque nos hubiera dado lo mismo pues un barco de vela sin palos no se mueve a voluntad ni con brisa, ni sin ella. Hicimos un rápido recuento de los daños y las pérdidas humanas y enseguida nos dimos cuenta de que sin velas, sin agua y sin comida nuestras posibilidades de supervivencia era nulas y que moriríamos allí, en mitad de un mar desconocido. Mis dos amigos y yo estábamos intentando buscar una salida a aquella situación cuando nos dimos cuenta de que los hombres de la tripulación nos habían rodeado y nos miraban mal, muy mal. Cualquiera diría que me culparan del desastre por mi decisión de aventurarnos en lo desconocido. Se lanzaron sobre nosotros y tras sacudirnos de lo lindo nos dejaron atados a la base del seccionado palo mayor. Y ellos se marcharon remando en los tres botes que habían sobrevivido a la tormenta.

Estuvimos un par de días en esta penosa situación mientras el barco era arrastrado muy lentamente por alguna corriente marina hasta que llegamos a un extraño punto en mitad de aquel océano, en el que el cielo y el mar parecían combarse en sentidos contrarios, formando una especie de tubo en espiral. El ambiente era muy raro, parecía que el aire pesaba y había una especie de carga eléctrica en el ambiente, seguro que en la antigüedad aquí se paraban los relojes, se colgaba windows y el Iphone no tenía cobertura. El Triángulo de las Bermudas, qué mala suerte. La corriente se aceleró y a gran velocidad el barco fue absorbido por el tubo y comenzó a dar vueltas y más vueltas siguiendo su espiral. Hasta que fue lanzando al aire, casi podría decirse que escupido, y volvimos a caer al mar dando tumbos y sumergiéndonos en el agua por momentos. Entre unas cosas y otras los tres quedamos libres de las ataduras. Las olas me tragaron y tras revolcarme de todas las formas posibles, me lanzaron sobre una playa desconocida, sobre la que caí con dureza tragando un buen puñado de arena al intentar respirar. Aturdido por aquel accidentado viaje tardé un rato en incorporarme y ver que Pedro estaba a mi lado, le desperté y entre los dos sacamos del agua a Alvaro que luchaba desesperado por llegar nadando hasta la playa sin darse cuenta de que le cubría por los tobillos.

Descansamos un rato y cuando habíamos recuperado fuerzas suficientes evaluamos la situación. Aquello parecía una isla, estábamos en una playa estrecha y tras ella se erguía un acantilado de unos 200 metros de altura, cortado a cuchillo. Y en la playa había varias barcas y canoas de diversas formas y tamaños, es decir, que la isla parecía estar habitada. Me di cuenta de que conservaba el saquito con el dinero atado a mi cintura, lo que significaba que teníamos algunas monedas para comerciar. No todo estaba perdido, podíamos pedir un mapa a aquellas gentes y marcharnos en una de aquellas embarcaciones. Pero parece ser que habitaban en lo alto del acantilado, por lo que el primer problema era cómo subir hasta allí arriba dado que las paredes eran rectas y no se adivinaba camino alguno que ascendiera allá arriba.

Pedro se dio cuenta de que en un extremo de la playa junto a la alta pared de roca había una escalera de unos quince metros de alto y cerca de ella una plataforma con un muelle en su base. Alvaro enseguida lo entendió, había que subir las escaleras y saltar sobre la plataforma para que el efecto muelle nos lanzara por los aires hasta lo alto del acantilado. Salté el primero y fui lanzado hacia el cielo y superé ampliamente la cumbre y al final caí sobre un cocotero del que quedé enganchado por mis pantalones en una postura absurda y ridícula, incapaz de soltarme. Tras saciar su sed con los cocos que cayeron a la playa mis amigos realizaron unos saltos impecables, gracias a lo aprendido observando mi salto experimental, claro, hasta cayeron de pie, y estuvieron un rato riéndose de mí antes de bajarme del árbol.

Recompuse mis ropas y observamos el paisaje tropical que nos rodeaba. Aquel lugar era muy exuberante y verde, había mucha vegetación que parecía querer cubrirlo todo, se notaba la humedad sobre la piel y se oía el alborozo de cientos de animales que soltaban gritos eufóricos de todas clases. Seguimos un sendero que parecía adentrarse en el interior de la isla, rodeado de árboles, plantas y pequeñas lagunas. Teníamos hambre y pensamos en cazar alguno de aquellos extraños animales que empezamos a ver por todas partes. Aunque eran desconocidos para nosotros a mí me pareció que los loros con patas de conejo y los monos alados con cara de cerdo debían ser comestibles al menos en parte, pero Pedro dijo que hasta una leve indigestión podría ser nuestro final en las condiciones tan precarias que arrastrábamos. Así que decidimos seguir hambrientos y esperar a encontrar a los habitantes de aquel lugar para rogarles hospitalidad. Continuamos avanzando por el camino y un poco más allá encontramos varios esqueletos humanos apoyados en los árboles o tumbados sobre la hierba y Pedro nos señaló que las posiciones fetales y las manos apoyadas sobre la zona del vientre indicaban que habían muerto entre dolores de tripa y retortijones, seguro que tras haber ingerido algún bicho venenoso. Alvaro y yo le miramos con admiración y agradecimiento.

El camino nos llevó hasta una explanada despejada de maleza sobre la que se alzaban unas veinte construcciones de madera, algunas del tamaño de simples chozas y otras más grandes, con aspecto de talleres artesanales. A la entrada del poblado un gran cartel metálico rezaba, Parla Salida Sur. Me temí lo peor. Entonces un anciano se acercó a nosotros,

-Vaya, forastero. Has llegado al pueblo fronterizo sin ahogarte, ni romperte la crisma en el salto y sin probar los animales sulfúricos. Muy bien, muy bien.

-Oiga -respondí- ¿Estamos en Parla Sur?. La verdad es que las referencias no son buenas y después de tanto sufrimiento, no se ofenda pero esperaba otra cosa.

-No, hijo, no -río el anciano- El cartel llegó aquí de algún modo tras la guerra económica y lo pusimos ahí como curiosidad. Estás en Easyland. Bueno, imagino que tendrás hambre así que vamos a comernos unos huevos con chorizo en la taberna de Xino. Entramos en una de las chozas grandes y devoramos unas cuatro docenas de huevos y seis sartas de chorizos junto con dos barriles de cerveza antes de sentirnos un poco mejor. Mientras, le explicamos los avatares que nos llevaron hasta allí en aquellas condiciones tan lamentables. Nos dijo que casi nadie conseguía llegar hasta aquel punto pues casi todos morían antes de alcanzarlo tras cometer un error u otro. Le preguntamos por la isla pero no quiso explicarnos nada, sólo respondió que debíamos descubrirla por nosotros mismos. Intentamos pagar pero el anciano dijo que él invitaba dejando tres canicas de madera sobre la mesa. ¡Quédate con el cambio, Xino!

Al salir de nuevo a la explanada le pedimos que nos indicara donde podíamos comprar un mapa y nos señalo el taller de maderas, celulosas y derivados. En la parte delantera encontramos un mostrador vitrina lleno de libros, revistas y mapas. El dueño, un hombre alto y grueso de unos cincuenta años, salió de la parte del taller para atendernos.

-Vaya, hacía mucho tiempo que no se veía un extranjero por aquí. -dijo sonriente- Me imagino que no le interesan los libros sobre cocina al ácido, ni las revistas de deportes autóctonos, así que busca un mapa para volver a su tierra. No hay problema, dos dientes de león y este mapa es suyo.

-Buf, gracias. No sabe el peso que nos quita de encima, temíamos no volver a ver a nuestras familias -dije estrechándole la mano. No tenemos dientes de león pero tenemos euros, así que sin nos dice un precio justo...

-¿Euros? -respondió liberando su mano de la mía- Qué gracioso. Yo no quiero monedas, no quiero euros. Son una representación absurda de riqueza, un resguardo inconvertible que ni el banco central europeo en sus mejores tiempos le hubiera canjeado por su equivalencia en el oro que representan, fíjese lo que le digo. Esos tiempos se superaron, amigo. Yo quiero dos dientes de león para que el dentista me haga unos implantes. Y si no tiene vaya a la oficina de cambio justo, la choza de la izquierda, a ver si allí le pueden ayudar -dijo mientas nos espantaba con la mano.

La oficina de cambio ocupaba una choza más pequeña, ocupada por una mesa y cuatro sillas, rodeadas por paredes cubiertas de repisas, repletas de los más variopintos objetos. Estaba atendida por una bellísima mujer rubia, de ojos verdes y dulce mirada y un cuerpo que daba vertigo. Le di un codazo a Alvaro que no apartaba sus ojos de los pechos de aquella preciosidad, y Pedro me dio otro codazo para que empezara a hablar pues me había quedado extasiado admirando las curvas de su labios.

-Venimos en son de paz -dije mientras ella enarcaba una ceja- Perdón, quiero decir que venimos a cambiar unos euros para comprar un mapa. Su vecino de aquí al lado nos pide dientes de león y de eso no tenemos -expliqué intentando parecer un viajero experimentado.

-Ya veo -respondió ella con una sonrisa devastadora- No llegan muchos extranjeros pero todos mantienen las ideas simples de pasado. Vamos a ver -dijo mientras consultaba un grueso libro- dientes de león. Bien. La ruta es la siguiente, debe conseguir un trabajo en el que le paguen con grano de trigo y luego acudir al molino y cambiarlo por harina, llevar ésta al maestro hornero y negociar por pan. En la taberna de Xino podrá canjear el pan por vino y con este hacer un trato con el dentista por los dientes de león. Hoy es fácil, ha tenido suerte.

-Peeero, si tenemos euros. ¿No podríamos cambiarlos por alguno de estos objetos que tienen aquí y empezar a negociar ya con el panadero o el dentista? Esto es una oficina de cambio ¿no?

-Así es -contestó ella paciente- Y lo que hacemos es orientar a las personas sobre las rutas de cambio justo de cada día. Los objetos que ve usted aquí son aquellos que nadie ha querido cambiar. Puede usted dejar los euros y llevarse el objeto que le apetezca y probar suerte, pero ya le he dicho que están aquí porque nadie los ha querido antes. Lo mejor es que se ponga a buscar un empleo a cambio de grano. Pruebe en las granjas del valle norte.

No fui capaz de llevar la contraria a aquella diosa pues ya estaba empezando a sentir un enamoramiento bastante intenso y cualquier recomendación o sugerencia de su parte sería aceptada de bastante buen grado, hasta con aplausos. Alvaro me daba codazos y me decía por lo bajo que la invitara a pasar una noche loca con un aventurero y Pedro también me daba codazos para que al menos preguntara su nombre, pero soy demasiado tímido y lo único que pude hacer fue dar las gracias por su amabilidad.

Salimos de la choza y nos dirigimos hacia el norte, mis amigos lamentando lo tonto que había sido por no aprovechar mi oportunidad con la chica y yo hundiéndome más y más en la melancolía a cada paso que me alejaba de la mujer que me había hechizado. Anduvimos durante dos horas subiendo y bajando varios cerros hasta que llegamos a un valle salpicado de granjas y campos de cereales. Supuse que no nos costaría encontrar un trabajo mientras reflexionaba sobre las curiosidades del destino, yo que no quise trabajar en la granja para mi padre debía hacerlo ahora para desconocidos si quería recuperar mi vida.

Elegimos una granja situada a la izquierda, una casita de color rojo y blanco muy bien cuidada, más que nada por su cercanía ya que estábamos cansados de tanto andar. Llamamos a la puerta y esta se abrió dejándonos ante una mujer que nos preguntaba que deseábamos. No fui capaz de decir nada, era ella, la preciosa chica rubia de la oficina, ¿cómo era posible que hubiese llegado antes que nosotros?¿por qué no daba muestras de reconocernos?¿Por qué preguntaba si ya sabía que nos hacía falta un trabajo que además ella misma nos podía haber ofrecido en la oficina de cambio?

-Bueno -dijo mirándome fijamente- parece que es usted extranjero y supongo que necesita un trabajo para completar alguna ruta de cambio ¿Es así?

Asentí con la cabeza sin ser capaz de articular palabra, como consecuencia de la sorpresa y del salto súbito de la tristeza a la alegría que me había producido encontrarla de nuevo, aunque ella no dio muestra alguna de reconocerme. Comenzó a explicarme las condiciones de trabajo cuando escuchamos un grito de auxilio que provenía de la parte trasera de la casa. Acudimos prestos y encontramos al que parecía ser el anciano padre de aquella mujer acosado por dos lobos hambrientos que le tenían casi acorralado y estaban a punto de devorarle. Agradecido por la oportunidad de mostrar mi gallardía y ganarme la gratitud de aquella hermosura, me lancé hacia los lobos llevando la mano a mi cadera para blandir la espada, pero me di cuenta demasiado tarde de que no la llevaba, me la habían quitado durante el motín. Los lobos me vieron llegar y enseguida cambiaron el objeto de su deseo. Sin duda alguna yo presentaba un aspecto mucho más suculento que aquel anciano rancio y delgaducho.

La situación era desesperada pues aquellos animales salvajes se disponían a saltar sobre mí. Alvaro me señaló la gran pila de maderos que se amontonaban a la izquierda. Me lancé al suelo en aquella dirección con un par de revolcones que esquivaron el primer embiste de los lobos y tuve el tiempo justo para dar un par de patadas a las dos estacas que los sujetaban, con tal fortuna que la pila se deshizo sobre los dos animales que iniciaban su segundo ataque y quedaron enterrados en un mar de gruesos troncos que caían y caían cada vez con más fuerza.

-Me llamo Raquel -me dijo mi amada cuando conseguí bajar mi nivel de adrenalina ofreciéndome un vaso de Tang de naranja como premio- Te agradezco mucho que hayas salvado a mi padre con gran desprecio por tu propia vida. Eres muy valiente y algo guapo según el ángulo, no muy alto eso sí, y hasta pareces listo. -No podía creerlo, ella también me quería.

-De eso nada. No te dejaré enredarte con un extranjero -dijo su padre interponiéndose entre nuestros cuerpos ya casi prestos al abrazo- Y tú. Toma. Un saco de grano como premio por salvarme. Ahora ya te puedes marchar.

-Pero, padre... -pronunció ella.

Yo sólo fui capaz de seguir la dirección que señalaba el dedo índice del anciano- Hacia el este encontrarás el molino -me dijo a modo de despedida. Miré por última vez a mi amada cuyos ojos estaban anegados en lágrimas a punto de saltar con tanta fuerza que podrían atravesar un huevo colocado de pie sin romperlo ni volcarlo. Me alejé entre las palmadas de ánimo que Pedro y Alvaro me ofrecían a modo de consuelo. Al menos estaba vivo.

Siguiendo la dirección indicada por el anciano y sumidos en un triste silencio nos adentramos en un bosque de abetos mientras caía la noche. Era un buen lugar para descansar, así que limpiamos de ramas un pequeño espacio y nos tumbamos agotados, dejándonos llevar por un pesado sueño que nos arrastró al instante debido al cansancio acumulado por las experiencias y emociones vividas durante aquel sorprendente primer día en Easyland.


ZZ Top - Tejas.