viernes, 26 de julio de 2013

El don. Capítulo 3.

Conseguí trabajo como encuestador y me lo tomé muy en serio, fiel a mi propósito de aprovechar las oportunidades que la vida me ofreciera, fueran cuales fueran.  Me explicaron que para evitar el desinterés clásico del operador de cuestionarios realizaría un mix de encuestas de todo tipo que se irían alternando y que en la primera página de cada una encontraría el público objetivo y las instrucciones básicas. Lo demás era preguntar y preguntar. Yo sabía que el mejor sito de Madrid para hacer encuestas siempre ha sido la Puerta del Sol, así que cogí el Metro y allí estaba, bolígrafo en ristre, dispuesto a rellenar las 100 encuestas que me encargaron.

La primera hoja de la primera encuesta decía, mujer de mediana edad, con relación sentimental estable. Me dirigí a un matrimonio de aspecto amable y tranquilo, que paseaba con parsimonia cerca de la calle Preciados.

-Hola señora. ¿Sería tan amable de contestar a una encuesta de cinco minutillos? –pregunté a la mujer.

-Claro. Por supuesto. Qué gracia, nunca me habían encuestado ¿es algo sobre el gobierno? Iñaki, Rajoy, Bárcenas, estoy muy al día.

-Pues no sé, la verdad. A ver… Yo creo que no, que esto va a ser otra cosa… ¿Tiene usted fantasías eróticas con otras mujeres mientras ve la televisión por la noche?

-¡Sí! –respondió ella sin pensarlo mucho y ante la sorpresa de su pareja- ¿Cómo lo sabes? Es algo que no puedo evitar, no sé cuál es la razón pero termino siempre imaginando el contacto de mi cuerpo desnudo con el de otra mujer, los rozamientos en zonas estratégicas y tal. Bueno, perdón, que no quiero parecer tan bruta y falta de emociones, lo que siento es el amor, las caricias y eso. Aunque enseguida pasamos al sexo oral y a los juguetes a pilas. Bueno, algunas cosas ni se las imagina.

-Nos ha jodio que si me lo imagino. No me conoce señora, si supiera usted de mi fama… pero nos estamos desviando. ¿Y ocurre esto independientemente del canal de televisión que sintonice? –seguí preguntando.


-Pues… no. No. Sobre todo me pasa cuando los programas me aburren. Es más con las cadenas que con los programas… Antena 3 y su ritmo, puf. La cabeza se me va a otras cosas, ya sabe, una piel tersa, unos labios entreabiertos, algún gemido. Bueno, y otras veces sin necesidad de aburrirme ni nada, cuando sale esa presentadora rubita tan mona, la de pelo corto.

-Joder Maripili –interrumpe su acompañante- Coño, que de esto no me habías contao nada y me estás abriendo las puertas a un nuevo mundo de erotismo. A ver si ahora nos van a gustar las mismas tías.

-Oiga, señor, disculpe pero no es usted el entrevistado -interrumpí. Vamos, que si quiere seguro que por aquí hay alguna otra encuesta para varón de mediana edad en relación estable. Sí, qué bien, ¿Cuál es su fetiche sexual más vergonzoso a la hora de la autosat…?

-No, no, no. Me niego a contestar. Bastante daño ha hecho usted ya a nuestro matrimonio, estúpido joven. Hala, pírate ya, mejor será que te vayas a preguntar a esas monjas –dijo señalando a una pareja de monjas que caminaban muy cerca.

Me giré hacia ellas con ilusión pues la verdad es que me entraron muchas ganas de hacerles preguntas, aunque fuera de las encuestas, y salí detrás de ellas pero no sabía cómo llamar su atención ¿Cómo se dirige uno a una pareja de monjas? ¿Madres? ¿Sores? ¿Superioras? Me quedé paralizado un momento y el hombre se me acercó y me susurró al oído.

-Hermanas, so gilipollas –dijo.

-Hombre, no sé, es que eso igual es como allanar mucho la confianza así de repente.

-¡Hijas de Dios! –gritó él igual que si estuviera llamando la atención de los caballeros de Gondor.

Las dos monjas se dieron la vuelta y nos miraron. Enseguida me miraron a mí sólo, en cuanto el hombre dijo que yo quería hacerles una encuesta. Se acercaron y me di cuenta de que aquello iba a ser complicado, pues no eran esas dos monjitas amables que uno se imagina caminando por la Puerta del Sol, las que van tarareando la canción de “tú, que has venido a la orilla”. No, estas eran las otras dos, las de “’¡Tú! ¿A qué has venido a la orilla?” o “niño te vas a comer todo el lenguado pero acompañao de esta oreja ensangrentada que te acabo de arrancar”.

A partir de ahí los hechos se sucedieron a gran velocidad. Apareció la encuesta titulada S&M. Tras la primera pregunta, un par de cachetes, unos gritos, una patada en las ingles y sus alrededores (todo muy apropiado a la temática de la encuesta). Y luego la pareja de policías municipales. Mis disculpas. La encuesta sobre las perversiones de adultos reprimidos vestidos de uniforme, los cuatro dándome patadas, sobre todo las monjas. A ver, chaval, enseña el carnet de encuestador. Pues no tengo. Más patadas, sobre todo la monja de las verrugas, que yo creo que ya me conocía de algo.

Menos mal que me llevaron a la comisaría de la calle Montera y Raquel me vio entrar desde su puesto de trabajo y utilizó sus influencias entre los agentes para que hicieran un poco la vista gorda y me dejaran libre. No sin antes golpearme un poco más por insistir en terminar la encuesta de los uniformes. En este punto me gustaría señalar, sin ánimo de ofender a las fuerzas municipales, que no he visto un colectivo peor dispuesto a colaborar con un ciudadano que realiza una labor de interés general.

Mientras me recuperaba de las heridas recibidas en todas aquellas palizas reflexioné sobre los errores evidentes que me habían llevado a aquella lamentable situación. Contando a mi favor con una habilidad impresionante, todos respondían con la verdad a mis preguntas, había sido tan necio como para dejar que el oleaje de la vida me llevará de un lado a otro a su capricho, cuando en realidad podía elegir mi destino allende los mares como muy pocos privilegiados podían hacer.

Dediqué los largos días necesarios para mi recuperación física a las fantasías eróticas más retorcidas (pero que nadie se emocione que ahora no vienen al caso) y a pensar en el rumbo que debía tomar mi vida aprovechando el don con el que estaba bendecido. Podía ser juez. Pero no, para eso primero tendría que estudiar derecho y convertirme en abogado y, hombre, a pesar de todo lo vivido aún me quedaba un poco de dignidad. Podía ser vidente, pero, claro, acertaría el pasado y el presente, pero no el futuro. Camarero, pero no, a los camareros todo el mundo les cuenta la verdad. O psicólogo. O cura. O inspector de seguros. No. No. No.

Me di cuenta de que lo mejor era seguir mi trayectoria y aprovechar los conocimientos, exiguos pero existentes, que había adquirido durante mis estudios de empresariales. Monté una empresa dedicada a la investigación de mercado, más que nada porque lo de comprar y vender me parecía complicado, ya que era necesario utilizar reglas de tres y porcentajes, que no son mi fuerte, y un error en este tipo de cosas siempre puede terminar mal.

Una vez montada mi empresa, en una oficina alquilada en mi querida calle Montera, con vistas reviradas  a la Puerta del Sol, dediqué mis primeras horas como gerente y director general y consejero delegado y presidente y principal accionista a la observación de todos estos títulos en mi tarjeta de visita. Cuando me cansé decidí meditar sobre mi mercado objetivo. Cualquier empresa podía necesitar un estudio de mercado, pero sería más fácil realizar uno de bien hecho en los terrenos que ya conocía, así que mi primer grupo de clientes objetivo serían los relacionados con el negocio del sexo en el cual ya estaba iniciado. Podía empezar con algo modesto, como un estudio de mercado para Tomasín, que era el chulo que manejaba a las prostitutas de la calle, pero eso parecía poco ambicioso, más bien conformista y lejos de mi estilo. Aparte no estaba seguro de que aquel tipo apreciara el valor de la información estadística.

La iluminación llegó ese mismo día cuando estaba en el baño del bar de Macario y recordé las palabras que un día me dijo mi padre “hay que mear alto, hijo”. La emoción del recuerdo me trajo unos temblores bastante traicioneros que me dejaron en calzoncillos delante del secador de manos, pero a pesar de ello muy contento porque ya tenía claro mi objetivo. Apuntaría alto, con toda la fuerza de mis músculos inguinales y sin salpicarme ni un poquito las perneras, que de todo se aprende. Las empresas punteras del sector serían mi mercado.

Vamos a ver. No existen grandes empresas dedicadas a la prostitución que estén buscando estudios de mercado, que nadie piense que fui por ahí. Bueno, vale, lo pensé en un principio, lo reconozco, pero no encontré nada en las Páginas Amarillas, así que esa misma tarde estaba deambulando por el barrio presumiendo de mi traje gris marengo de raya diplomática verde y de mi corbata fucsia y chocolate y se me pegó a la suela de una de mis Bambas un viejo preservativo que hacía un ruidito muy molesto cada vez que pisaba y esa llamada iluminó mi camino. Durex. Oh, sí. Oh, sí. Oh, sí.

¿Qué estudio de mercado podía necesitar una empresa como Durex? ¿Qué verdad le podía hacer más falta a un fabricante de preservativos líder en el mundo entero? El tamaño, me dijo el farmacéutico del barrio.

-La gente miente sobre eso –dijo-, cuantas veces habré escuchado “una caja de XL para mí y otra regular para el pichacorta de mi compañero de piso”, “¿no tiene XXL? Bueno, pues entonces ¡qué remedio! me quedo con el normal. Ya que estoy deme cuatro cajas. O cinco, que así aprovecho mejor la bolsita de plástico, que hay que cuidar el medio ambiente”. Pero lamento decirte que por mucho que preguntes nadie te dirá la verdad sobre un tema tan delicado.

-Hombre, es que muchas veces supongo que ni lo sabrán. Cuanto les mide, quiero decir.

-Muchacho, yo sé que tú eres un caso aparte y entre tus muchas rarezas, que me alegra mucho no conocer, seguro que se cuenta está, pero te aseguro que el 95% se la ha medido alguna vez, o incluso, incapaces de renunciar a la esperanza, lo hacen de forma regular. Hay otro 4,999% que no lo ha hecho porque ya imaginan la horquilla en la que puede moverse la medición y prefieren dejarlo así. Y, bueno, luego estás tú.

Ya he dicho que no se me dan muy bien los porcentajes, pero de aquella conversación entendí que la gran mayoría de los usuarios de preservativos conoce las dimensiones básicas de su miembro viril y miente al respecto sin pudor alguno, con lo cual la pura verdad de aquellas medidas podría ser un dato muy interesante para mis futuros clientes de Durex.

Tras muchos esfuerzos contacté con las personas adecuadas en esa compañía y me explicaron que les interesaba un nuevo colaborador en mercadotecnia (aquí me pillaron en bolas) y que pondrían a prueba la eficacia de mi empresa con un estudio de mercado ya conocido, cuyos resultados en realidad ya estaban comprobados pero que serviría para refrendar mi validez antes de acometer la cuestión del tamaño, que sí que les interesaba y mucho. El objeto del estudio de prueba me dejó sorprendido “Porcentajes de uso y caducidad del  preservativo”.

Aquel era un inconveniente imprevisto ¿había que usar porcentajes? Increíble, ¿qué era aquella persecución? ¿O se trataba de una maldición? ¿Nunca me libraría de aquel símbolo rarito del porcentaje? Le pedí ayuda a Raquel pero me dijo que lo haría a cambio de un 89,5% de los ingresos y eso me dejó aún más confundido, así que tuve que recurrir a mi amigo Miguel, que me explicó el tema en repetidas ocasiones con mucha paciencia, aunque al final la perdió, me hizo una hoja de cálculo en el ordenador y me explicó con malos modos dónde escribir cada cosa. Estaba preparado para levar anclas e iniciar la particular singladura de la mercadotecnia, esperando que ese término significara algo bueno y positivo lo más lejos posible de las malditas matemáticas.

Como ya tenía cierta experiencia en encuestas y recopilación de datos no me costó nada plantarme de nuevo en la Puerta del Sol dispuesto a sacar de aquellas cabezas pululantes los datos que necesitaba. Por supuesto, mis vivencias previas me hicieron ser más prudente y alejarme de las parejas estables, de los municipales y de las monjas, aún sin llegar a determinar si estos colectivos podía ser objeto de mi estudio sobre el uso o caducidad del preservativo.

Decidí organizar el estudio por edades y sexos. Vale, lo explico que ya sé que estos términos técnicos son complejos, primero los más jóvenes y luego los mayores, separando cada grupo de edades por sexos. ¿Ok? (cualquier duda a la guiquipedia que de allí he copiado este párrafo). Bien, identifiqué a las personas más jóvenes de la plaza y me dirigí al que me pareció más simpático.

-Perdone, joven. Unas preguntitas ¿Sí? Vale. ¿Cuántos preservativos compra y de ellos cuántos llega a utilizar y cuántos caducan?

No dijo nada, pero la respuesta no tardó en llegar. Un certero paraguazo en la entrepierna lanzado por la madre de aquel mocoso y los gritos de ¡serdo!¡serdo! ¡largo, qué solo tiene ocho años! Cómo me recordaba aquella señora a mi madre, señor.  En otras circunstancias nos hubiéramos llevado bien, creo. Por lo menos no llamó a los municipales. Ni a las monjas.

Basándome en aquel dolor testicular determiné que la edad mínima para participar en el estudio se situaba al menos en los nueve años, ya iría subiendo si se hacía necesario. Trabajé todo el día y los resultados fueron demoledores:

-En la horquilla de 9 a 12 años ambos sexos evitan el uso del preservativo por varias razones. Es demasiado resistente y no explota nunca en su uso como globo de agua. Pringa un montón. Sabe bien, eso sí, pero luego decepciona mucho su textura a la hora de mascar.

-El grupo de 13 a 16 años mantiene un consumo irregular. Los varones por lo general lo utilizan para experimentos personales, o vuelven a intentar lo de los globos de agua. El 125% caducan. Sin embargo, si las mujeres lo compran es para utilizarlo en un 397% de los casos. La mayor preocupación de ambos grupos radica en cómo colocar el preservativo, dado que la Ley de Murphy comienza a funcionar a estas edades y lo normal es que se lo pongan al revés, lo cual resulta en laceraciones de diverso grado, torceduras, circuncisiones espontáneas e incluso desmembramientos.

-Entre los 17 y los 25 años el preservativo es un artículo de uso general. Los hombres siguen haciendo experimentos personales y comprobando con sorpresa cómo con el paso del tiempo la Ley de Murphy desafía cada vez más a la estadística. Cierto porcentaje, el 7867%, continua experimentando con la resistencia como globo de agua. También con otros usos, como el de guante, sombrero, gabardina, saco de dormir, o receptáculo, lo cual provoca cada año un número elevado de muertes por asfixia debido a las dificultades para encontrar la salida a tiempo. Si las mujeres lo compran es para utilizarlo en un 397% de los casos, o sea, siempre.

-Entre los 25 y 40 años su uso se reduce de forma patente debido a la proliferación de parejas teóricamente estables. Sigue habiendo un grupo de varones que, carentes de aficiones o hobbies más profundos, continúan experimentando con sus diversos usos y aquí hay que señalar que su uso como calcetín es especialmente peligroso, debido a su condición resbaladiza y a la pérdida de habilidades motoras propias de estas edades. Murphy también sigue trabajando por lo que se mantiene el porcentaje de accidentes y heridas de diversa consideración. Si las mujeres lo compran es para utilizarlo en un 397% de los casos.

-Entre los 40 y los 50 años se produce un fuerte repunte en el consumo de preservativos debido a la arraigada y entrañable tradición de los divorcios, que suponen la vuelta a las relaciones esporádicas e inseguras. Sin embargo, los varones, demostrando en todo momento una alta capacidad inventiva, también recuperan su uso como material lúdico de diverso tipo, pero ahora aparecen dudas existenciales sobre temas que se habían aparcado, pero que permanecían en el subconsciente, y que dan lugar a grupos de terapia específicos alrededor de la cuestión existencial ¿Cómo puede ser que siempre me lo ponga al revés? Si las mujeres lo compran es para utilizarlo en un 430% de los casos, o para que sus maridos jueguen, en un 156% de los casos.

-Entre los 50 y los 65 años el ser humano masculino en general comienza a pensar en su futuro y a preparar su jubilación, por lo que el consumo de preservativos cae de forma radical, como forma de ahorro. El sujeto pasa de comprador y usuario, a ser sólo usuario, mediante el procedimiento del robo del objeto a sus descendientes cuando el uso es necesario, o si están aburridos, o si quieren volver a entrar en un estado de meditación profunda sobre cuestiones cósmicas. Las mujeres compran preservativos con la única finalidad de que sus parejas se entretengan en un 397% de los casos.

-De los 65 en adelante el uso decae casi de forma general. Supongo que la gente se relaja con la edad, dejando de lado la seguridad sanitaria de una forma muy irresponsable. También influye de forma muy negativa en el consumo el hecho de que muchos varones recuperan del trastero las unidades acumuladas en el pasado que resultaron en experimentos exitosos, por lo general una espada jedi hinchable, un hula-hoop, una mano con todos sus dedos, un Renault 5 Copa Turbo o un balón de futbol pintado de blanco y negro. El reencuentro con esos viejos juguetes profilácticos incide de forma negativa en la necesidad de adquirir otros nuevos. En este rango de edad las mujeres reservan el uso del preservativo a fechas señaladas, como cumpleaños, navidades, aniversarios, etc, en las que todo hombre agradece siempre  un objeto lúdico, de entretenimiento y dispersión, que se puede estirar e inflar. Se valora por tanto, la versatilidad del preservativo y su contenido precio.

Envié el estudio a Durex y me preparé para esperar unos cuantos días hasta que llegara su respuesta. Sin embargo, la directora de marketing me llamó al día siguiente.

-Su estudio es absolutamente brillante. Coincide punto por punto con los datos que hemos recopilado durante años y usted lo ha terminado en un par de días. Es impresionante. Sus conclusiones son demoledoras y las ha expresado de una forma muy clara y directa –dijo casi sin respirar-. Le mandamos un cheque para cubrir los datos de desarrollo del estudio sobre los tamaños. Esperamos con impaciencia los resultados.

-Gracias. No sabe usted cuanto agradezco este reconocimiento. Es para mí un honor y todo eso…

-Sólo una cosa –me interrumpió- En estos días de invierno las calculadoras solares suelen ser un inconveniente, errores, fallos, etc.. Pero no se preocupe, con el cheque le mando también una calculadora a pilas para que pueda hacer los cálculos sin problemas a partir de ahora.

Qué emocionado estaba. Había alcanzado mi primer gran éxito profesional y sin apenas esfuerzo. Salí a celebrarlo y no sé cómo acabé en una barra americana, abrazado a dos señoritas y en un grave estado de embriaguez. Subí con ellas a la habitación y en menos de un cuarto de hora ya me habían echado del local por practicar actos que atentaban contra las normas de decencia y moral en que se basaba el ideario del prostíbulo. Me arrastré un rato por las calles y conseguí llegar hasta la oficina, con la intención de dormir unas horas sobre la mesa de la sala de reuniones.


Al día siguiente borré los últimos vestigios del alcohol y alejé la resaca con un par de cervezas mezcladas con ginebra. Mano de santo. Pensé que lo mejor sería retomar desde el principio la estrategia de mi anterior estudio y me dirigí a la Puerta del Sol. 

Dire Straits - Love Over Gold

sábado, 20 de julio de 2013

El don. Capítulo 2.


Así que ya sabía cómo se hacía. Lo único que tenía que pensar era qué deseo era el siguiente a satisfacer. Bueno, en realidad lo primero era cubrir las necesidades básicas, así que medité sobre la forma más rápida de conseguir otra vez dinero. Se me ocurrió enseguida que el mejor camino suele ser el más evidente, así que acudí a casa de Marina y le pregunté a su padre y había dinero en la caja fuerte, pero el muy cretino ya no se fiaba y tenía todo en el banco.

Pensé y pensé y no se me ocurrió ninguna estrategia para conseguir pasta que a mí mismo me pareciera razonable o posible, así que me pasé por la calle Montera para ver si Raquel me inspiraba y me invitó a un café en reconocimiento de nuestro pasado reciente. Imagino que nuestra historia de amor/negocio le había dejado huella, igual que a mí.

-¿Qué harías para conseguir dinero si tuvieras la habilidad de hacer que todo el mundo te dijera la verdad? –pregunté.

-Hombre, tío, es evidente. Jugar al póker.

Cojonudo. ¿Cómo no se me ocurrió a mí? Me pareció muy buena idea, aunque yo no sabía jugar al póker. Sin embargo, Raquel dominaba el tema y me dijo que por dos mil euros me convertiría en un maestro del juego y por otros dos mil me pondría en una partida interesante, aunque me advirtió que si me creía en posesión de algún don especial estaba muy equivocado, ella me conocía bien y no había apreciado en mi persona habilidad alguna, ni física ni mental.

El problema era conseguir los cuatro mil. Pedir otro consejo a Raquel ya me pareció demasiado por lo que me forcé a buscar una solución propia. Pensé en hacerme consejero matrimonial o de parejas, podría hacer un gran papel, enseguida descubriría quién engañaba y con quién, lo malo es que aquello sería una soba, y para no dejar mis habilidades en evidencia tendría que adornarlo, alargarlo, etc… y me daba pereza.

La oportunidad surgió por si sola. Mi amigo Miguel quería comprar un piso que le gustaba y la agencia inmobiliaria le había propuesto un precio que le parecía bien y se disponía a pagar. Con mucho esfuerzo le convencí para que me dejara negociar el precio con la agencia y si lograba mejorarlo repartiríamos a medias la diferencia. La cuestión fue fácil.

-¿Cuál es el precio mínimo por el que vendería el piso a mi amigo?

Me saqué cinco mil y subí varios puntos el nivel de amistad de Miguel, además mi consideración social mejoró y pasé de ser un cerdo sin más, a ser un cerdo negociante. Algo muy diferente, pues me colocó al nivel de la mayoría de los banqueros y políticos de renombre, salvo de los que además son abogados, que ese ya es un nivel superior. A pesar de ello la mayoría de las tías puritanas del grupo seguían sin querer rozar los objetos que yo tocaba.

Pasé doce horas al día durante una semana encerrado en el cuarto cutre, de la pensión de mala muerte, jugando al póker con Raquel, pero he de reconocer que, al igual que ocurrió con el anterior cursillo intensivo, fueron días felices. Llegábamos allí, yo me quedaba en calzoncillos ¡qué gracia le hacían a ella mis calzoncillos de vaquero! para estar cómodo y Raquel directamente en pelotas para no sudar la ropa interior con la tensión de la partida, así se ahorraba lavarla antes de volver al curro. Me costó bastante aprender las reglas básicas, toda esa historia de las parejas, los tríos y tal, hasta que a Raquel se le ocurrió usar símiles fáciles de entender.

-Mira, si tú y yo nos vamos a la cama y echamos un polvete somos una pareja –me explicó.

Dado que sólo con la teoría no entendí bien la forma en que cuadraban las picas, los corazones, etc. (debo decir en mi defensa que al menos intuí una relación) nos pusimos a darle al tema hasta que me quedó claro. Luego vinieron los tríos y llamamos a Manoli, que era muy maja y siempre estaba dispuesta a ayudar. Eso sí, cuando acabamos y yo estaba feliz por haber comprendido a manejar una jugada más, Manoli me dijo muy seria que para ser tan modosito era un auténtico cerdo. Subrayé que también era buen negociante, pero yo creo que para ella este matiz no significó nada.

Las dobles parejas fueron más complicadas. Siempre me equivocaba, me confundían las copas y las picas. Los otros decían que no tenía importancia, pero a mí me parecía que sí. Por algo existían las picas y las copas.  A pesar de mis reparos y mi pasividad ante ciertos intercambios de cartas, he de reconocer que la mera observación mejoró mis conocimientos sexuales y comprendí muy bien el uso de las dobles parejas.

El full al principio me pareció un auténtico embrollo y además bastante peligroso en caso de descuido, aunque enseguida me di cuenta de que si dejaba tomar la iniciativa al resto la peligrosidad se reducía mucho y por el contrario era yo el que dominaba las posibilidades finales. Una lección muy importante en el póker, amigos.

Tratamos entonces las jugadas restantes más comprensibles, el póker y el repóquer. Raquel me explicó que eran todas cartas iguales. Le dije que lo entendía sin necesidad de recurrir a los símiles, dado que resultaba evidente que aquellos tomarían un carácter que podría acarrearme más disgustos que satisfacciones. 

La escalera y la escalera de color fueron ininteligibles para mí ya que tomaba gran importancia el tema de las picas, copas, corazones y monedas. De estas últimas ni siquiera me quedó claro cuál era la alternativa sexual  que representaban.

Unas tres semanas después tenía una idea aproximada del funcionamiento de aquel juego infernal, un invento absurdo y carente de sentido cuando existen juegos de cartas tan amenos como el de las familias o el de jódete y roba dos. Por no hablar del Continental. Entonces empecé a practicar mi estrategia definitiva, la combinación de mi capacidad persuasora para obtener la verdad con mi faceta de tahúr del Mississippi. Impresionante, Raquel hubiera perdido hasta las prendas más íntimas de haber llevado alguna puesta.

Con el dinero que me quedaba conseguí apuntarme a una partida clandestina de la que me informó mi amiga meretriz, que se disputaría en el almacenillo del bar “Macario Churros Porras y Otras Maravillas”. Era mi primera partida y no podía dejar que mis contricantes supieran que se enfrentaban a un novato, era muy importante dar la sensación de ser un experto jugador y Raquel me explicó que para ello lo más importante era elegir con cuidado la ropa para la ocasión. Dijo que me devolvería el regalo que le hice el día de nuestra cena en el Horcher y nos acercamos hasta los Almacenes Textiles Rafa, que era la boutique habitual en la que ella adquiría su ropa de trabajo, y eligió con cuidado y mucho mimo mi atuendo. Pantalones negros de pana de la gorda, bien apretados por las inglés, detalle muy estético aunque algo doloroso sobre todo al saltar juntando los talones en el aire, camisa de raso negro brillante con detalles aleatorios de estrellas  plateadas y botones grises grabados con caballitos rampantes. Botas imitación cuero, de esas con mucha punta rematada en metal. Cinturón con hebilla de herradura mate, de las gordas, y para dar el toque definitivo una de esas corbartillas estilo country que son tan sólo un elegante cordoncillo de cuero con unas borlitas de metal.

Me miré en el espejo y me emocioné. Las lágrimas que anegaban mis ojos formaron una neblina que dibujó en el espejo mi futuro inmediato. Yo, un joven jugador multimillonario que cabalga en solitario por las calles de la ciudad a lomos de un caballo blanco precioso, como el de Gandalf, aunque en una versión más viril que ese recuerda un poco al unicornio de plástico con el que juega mi sobrina. Un joven apuesto con el pelo engominado (nota: comprar gomina), que apenas mira de pasada y con aire de suficiencia (nota: practicar mirada de suficiencia) a los transeúntes que le admiran desde las aceras y a los que obsequia con billetes de mil dólares, y más, dado su carácter generoso (nota: esta parte es meramente decorativa, no es necesaria llevarla a la práctica). El apuesto jinete monta con elegancia su caballo, dirigiéndose a la mujer cuya silueta se dibuja entre la bruma. Se detiene y desmonta, y se dirige con caminar elegante hasta la mujer, y cuando está a unos pocos pasos extiende los brazos hacia ella. Y recibe un puñetazo contundente en la nariz. ¡Mi madre! Mi madre, gritando, so guarro, seeerdo, ¿qué haces con esos pantalones tan apretaos? ¿no te das cuenta que te se marcan hasta las intenciones más profundas? Sacudí la cabeza confundido por el desarrollo de mis imaginaciones ante el espejo, esperando que no fueran un mal presagio sino tan sólo el producto de la clásica confusión propia del complejo de Edipo.

Me dirigí hacia el lugar de la partida recogiendo la atención, y también algún escupitajo, de todos aquellos seres con los que me cruzaba. Cuando llegué al bar de Macario las miradas de los parroquianos se concentraron en mi persona. Con la máxima discreción posible en aquellas circunstancias me dirigí al camarero,

-Buenas gentleman. Me tomaría un whisky triple sin hielo, pero es que vengo a lo del póker.

-Hola atontao. ¿Tú? ¿Al póker? Ah. Claro. Es tu primera partida ¿no? Pues que mala suerte porque los que están ahí dentro están más que versaos.  Hala, pasa majo, que te van a dar pal pelo.

Crucé el local con el ánimo un poco tocado y una leve inseguridad creada por la increíble habilidad del camarero para detectar mi grado de experiencia en el juego. Entré en el almacén y me encontré frente a una mesa de esas plegables que se usan en la playa, ante la que se sentaban los tres tipos a los que me iba a enfrentar. Recordé las recomendaciones de Raquel “No digas nada, sólo observa. Observa su atuendo, te dirá mucho, su forma de moverse, su gestos, y adivina sus puntos flacos”. Bueno, el tipo de la izquierda llevaba botas de agua y una camisa de cuadros rojos llena de escamas. El del centro era Macario, el dueño del bar y llevaba la camisa blanca llena de lamparones de todos los días. El de la derecha era un tipo gordo que vestía una camiseta gris, amarilla por los sobacos, que no llegaba a taparle la barriga que reposaba sobre el pantalón y caía entre sus piernas. Bien, estaba claro, que eran jugadores expertos y habían hecho lo posible por disimular sus puntos fuertes.

Me senté en la silla libre y los cuatro nos observamos sin decir palabra. Ellos se miraron con complicidad. Luego, Macario empezó a repartir las cartas. Repartió sólo cuatro y eso me extrañó. Levanté los naipes y la confusión se apoderó de mi persona ¿Qué eran aquellas figuras medievales?

-Envido –dijo el de mi izquierda.

-¿Tú que dices compañero? ¿Quieres o pasamos? –me preguntó Macario.

No dije nada. No pude evitar que la más evidente expresión de terror aflorara a mi rostro y los otros tres rompieron en estridentes carcajadas. Yo casi lloraba sin comprender.

-Que es una broma, chaval. Que te hemos visto entrar con esas pintas de novatillo pringadete y no lo hemos podido evitar. Hala, Macario, saca las cartas del Póker que vamos a repartirnos la pasta de este inocente.

Macario sacó la baraja correcta y después de unos malabares que me parecieron algo innecesarios comenzó a repartir. Las cartas no me eran propicias y no tenía posibilidad alguna de entrar en las jugadas más suculentas, salvo con un farol muy gordo y lo mío era más la búsqueda de la verdad. Mis recursos monetarios se iban erosionando poco a poco y me di cuenta de que tendría que cambiar de estrategia, no podía esperar a la suerte para siempre. Con dos parejas de jotas me aventuré en una apuesta contra el tipo gordo de la derecha. Me sentía muy integrado con aquellos caballeros y decidí apostar cien euros pero siendo honrado, es decir, tratando de ganar sólo con mis habilidades en el juego. Recordé las palabras de Raquel, “dos jotas, eso es una pareja, que sí, que da igual, arriba, abajo, o a cuatro patas, ya sé que tienes tus preferencias pero da igual, como jugada es una mierda”. El gordo tenía full de cuatros y reinas. Perdí mi pasta.

Me quedaban 100 euros y en la siguiente mano era yo quién tenía un full de reinas y sietes. Me sentí muy fuerte y arremetí con todo contra Macario. Perdí el dinero y me quedé sin blanca.

Aquellos tipos me dejaron seguir sólo por el placer de verme apostar toda mi ropa y tenerme allí, jugando desnudo, a punto de ser expulsado del local sin el más mínimo harapo para tapar mis vergüenzas, que a simple vista podían parecer pocas pero eran importantes. Era mi última oportunidad, y mi situación era bastante desesperada, allí desnudo antes una mesa plegable de playa, con los testículos recogiendo el frío contacto del metal de la silla también de playa, así que decidí olvidar la sensación de compañerismo y toda mi integridad moral y saqué a relucir mis habilidades con tan sólo una pareja de cincos.

¿Qué cartas tienes? –le pregunté al gordo.

-Dobles parejas de sietes/cuatros –¿Pá qué se lo dices?, replicaron los otros dos.

-Pues si tienes huevos acepta mi apuesta. Aquí está mi camisa, mi pantalón, la corbatilla, el cinturón, las botas y los calzoncillos.

-Podías quitar eso de la mesa –dijo él-. Los calzoncillos me refiero, es que le quitan bastante glamour a la partida y aquí cuidamos las formas, ya te habrás dao cuenta.

Intuyendo que aquel factor generaba cierto desconcierto en mi rival, me negué en redondo aduciendo que eran parte de la apuesta e incluso los sacudí un poco para aumentar su turbación-. Si fueran un billete de dos mil euros no dirías nada, eso seguro. ¿Bueno, ves la apuesta o no? –dije.

El gordo no se atrevió, así que recuperé mi ropa y los quince euros que él había apostado estimando el valor aproximado de mis prendas.

Con algunos altibajos seguí aplicando mi gran habilidad en el juego con la inevitable verdad que salía de sus bocas cada vez que yo preguntaba y en un par de horas eran sus calzoncillos, bastante más deshonrosos que los míos, los que adornaban la mesa. Les gané todo. Me levanté con sonrisa triunfal y guardé los ocho mil que había acumulado y cargué con sus ropas hasta la barra del bar, para darle un poco en los morros al camarero.

-Marchando ese whisky triple y una Pepsi light –dije ante su sorpresa. Intenté pagarle con las ropas de los tipos de la partida pero, por increíble que parezca, no las aceptó a pesar de que yo insistí en que había quedado probado que aquello era moneda de curso legal en ese local. Fingí tomarme el whisky, aunque en realidad se lo regalé a un niño pequeño que jugueteaba por allí, y me bebí la Pepsi en dos largos tragos. Siempre me gustaron más las burbujas que la malta.

Cuando llegué a la calle Montera no tenía caballo pero todo el mundo se percató de que era un triunfador. Bueno, muchos quedaron algo confundidos viendo la ropa sucia y muy sudada que portaba como un trofeo, pero Raquel lo entendió nada más verme y comenzó a gritar con cierta intención, “Manoli, Manoli, vente que vamos a practicar los tríos con el tío más duro de este lado del Mi-chichi-pi”. Qué simpática, por favor.

Repetí la experiencia del póker en diversas ocasiones pero enseguida me aburrí, sobre todo porque los carniceros, fruteros y carboneros del barrio ya no querían vérselas conmigo y sólo podía jugar con pensionistas solitarios que buscaban una conversación más que la emoción del juego. Así que pensé en buscarme otro oficio y decidí no darle vueltas y apuntarme a lo primero que me saliera al paso, a aprovechar las oportunidades que aparecieran en mi camino sin forzar nada.


Patti Smith - Peace and Noise