Tercera sesión.
Entro en la habitación y me siento en
la silla, una vez más. Hay dos pero siempre elijo la misma. La de la
derecha, al lado de la ventana. No sé muy bien por qué, quizá es
para que pueda salir por ahí la mugre que vaya apareciendo, para
tener cerca el escape metafórico. La habitación es cuadrada, ni
pequeña ni grande, aunque detrás de mí hay unas puertas correderas
que dan entrada a otra estancia. También hay dos mesas, una de ellas
bastante grande, así que al final no queda demasiado espacio libre.
La decoración se reduce a algunos cuadros en tinta que representan
flores curativas.
Ella se sienta enfrente. En otra silla.
En su lado sólo hay una. No hay mesa que nos separe, sólo un par de
metros de distancia enmarcados por una alfombra delgada y sin gracia.
Me mira y espera a que hable mientras da cortos sorbos a su infusión,
el mismo brebaje desconocido que se toma en cada sesión. No me
apetece hablar así que sólo nos miramos sin decir nada y estamos
así mucho tiempo. Sin decir nada.
Al final ella habla, debe ser que le
parece poco profesional pasar una hora sin cruzar palabra. A mí me
da igual, estoy bien así, cómodo, sin presiones.
-¿Qué tal llevas tu intolerancia a la
humanidad? -pregunta.
-Va mejorando. En general los humanos
sois bastante rastreros, predecibles y perversos, pero me he cruzado
con un par personas con alguna capacidad para razonar y para actuar
con cierto grado de honestidad y esto me lleva a pensar que quizá
algunos sois inmunes a la pandemia de estupidez que asola el planeta.
-Todavía hablas como si tú no
pertenecieras a la especie. Supongo que sigues sin considerarte
humano, que en ese terreno no has avanzado nada a pesar de las
evidencias físicas.
-Me ha tocado este físico por mis
errores. De lo contrario seguiría donde siempre, en mi lugar, donde
debería estar, lejos de la vulgaridad y de los instintos primarios.
Pero me equivoqué y mi castigo ha sido caminar a vuestro lado, por
decirlo de una forma poética.
-Es decir que sigues manteniendo que
eres un ángel desterrado -comenta mientras me mira con severidad
mientras yo afirmo-. Muy bien. ¿Y qué haces aquí?
-¿Aquí en este lugar en particular o
aquí en el planeta en general?
-Las dos cosas.
-Estoy en este lugar en particular
porque necesito integrarme de alguna forma y no lo conseguiré
mientras sea incapaz de tolerar al ser humano. Estoy en este mundo
porque una vez permití que mi corazón influyera en mi obligada
imparcialidad.
-Bueno, si tienes corazón ya hemos
avanzado algo -dice ella con ironía.
-Ja-ja-ja. Corazón en el sentido
emocional. Un lugar para acoger los sentimientos, pero nada más. Y
dejé que influyera en mi decisión, así que no le estoy muy
agradecido.
-¿Y te arrepientes?¿Te arrepientes de
haber dejado mandar a tu corazón por un momento?
-Sí. Ahora que os conozco mejor, me
arrepiento.
Cuarta sesión.
Hoy me irrita verla con su infusión,
con la expresión de quien está escuchando la radio mientras ojea
una revista, como si esto le importara un carajo. Además nunca me ha
ofrecido nada, ni agua, ni una de esas infusiones, ni un refresco.
Hoy me he traído una botella de agua. La he comprado en el bar de
abajo, en realidad sólo porque necesitaba entrar al baño, pero aquí
estoy con ella. Creo que no le gusta que me traiga bebidas, debe
pensar que no estoy tan a su merced si me traigo mis propios
suministros. Me mira arqueando las cejas, parece que hoy vamos a
hablar pronto.
-La semana pasada dijiste que tu
corazón influyo en tu imparcialidad. ¿Me lo podrías explicar un
poco mejor?
-Pues, bueno... Sí. Me mandaron aquí
para que hiciera un seguimiento, un informe sobre una chica y no
respeté el mandato de imparcialidad.
-Ah... Una chica. Interesante -hace una
pausa mientras me observa- ¿Podrías explicar lo que ocurrió con
algo más de detalle?
-Llegué una mañana a su casa.
Esperaba encontrarla durmiendo pues era muy temprano. Sin embargo,
cuando entré en su habitación la encontré sentada frente al espejo
del tocador, desnuda, cepillándose el pelo. Recuerdo que me gustó
la forma en que sus pechos temblaban un poco con cada movimiento de
su brazo. Me gustó su pelo y su cara y la expresión de sus ojos
azules. Me gustaba su olor y la forma en que murmuraba la letra de
una canción. Y en ese momento, sin ser consciente, decidí que no
contaría nada malo de ella, pasara lo que pasara.
-¿Y no te vio? ¿no hablásteis?
Supongo que no, claro, porque le habría dado bastante miedo
encontrar a un desconocido en su casa... y no podrías haberla mirado
con tanta tranquilidad.
-En aquel momento yo era un ángel. Era
invisible a vuestros ojos, podía atravesar puertas y paredes sin
problemas, podía ver lo que quisiera. Podía saberlo todo. Y estar
al lado de quién quisiera sin que se diera cuenta. Podía acariciar
su pelo haciéndome pasar por una suave corriente de aire.
-Entendido -responde con cierto
esfuerzo-. Así que decidiste no contar nada malo sobre ella. Nada
que la pudiera perjudicar. Y eso te llevo a ocultar algo que deberías
haber dicho.
-No sólo eso. También está lo que
hice, por lo que me impusieron este castigo en particular y no otro.
Me refiero a errar entre vosotros.
-Y lo que hiciste fue...
-Alterar el devenir de los
acontecimientos -pronuncio estas palabras casi sin querer, sumiéndome
en la profundidad de mis recuerdos, volviendo a aquella mañana, la
primera vez que la vi, en el momento en que cayeron todos mis
límites.
Estaba sentada en una silla de madera,
forrada de una tela roja y blanca acolchada. Estaba desnuda y se
cepillaba el pelo rubio muy despacio, casi acariciándolo, y se
miraba al espejo, perdida en el reflejo de sus ojos azules. Tarareaba
una canción muy bajito. Me senté en el tocador y la estuve mirando,
me parecía muy guapa y cuanto más la miraba más detalles descubría
en su rostro. Me fijé en su cuerpo, en como temblaban un poco sus
pechos cuando bajaba el brazo, me fijé en un lunar cerca del cuello,
en la forma que tomaban sus labios al susurrar aquella canción y en
la ondulación de su pelo cerca de la oreja. Y cuando se levantó de
la silla ya sabía que mi misión no era una prioridad.
Se suponía que debía estar a su lado
a todas horas durante un par de días para determinar si mantenía
costumbres impuras o si había algo censurable en su vida, así que
por una vez me alegré de tener que realizar un encargo. Por lo
general, se trataba de un anciano, o una viejecita, algún moribundo
que vivía sus últimos momentos sumido en una rutina aburrida o en
un estado físico lamentable, y lo habitual es que bastarán algunas
horas o tan sólo minutos para sentenciar al interesado. Pero esta
vez no tenía prisa, pero sí mucha curiosidad, mi objeto era una
chica joven, atractiva, que se me antojaba muy interesante aunque no
sabía nada de ella, a pesar de que sólo la había visto cepillarse
el pelo. No cuestioné estos sentimientos tan inapropiados con ningún
pensamiento o razonamiento lógico. Creo que me gustó el imprevisto,
sentirme turbado de repente, sin poderlo evitar. Y me dejé llevar.
Vestida era bastante resultona y la
verdad es que resultaba casi tan atractiva como antes. Se había
puesto un traje de chaqueta con minifalda, de color beige sobre una
camisa azul eléctrico y unos zapatos de tacón de color crema y
tenía un aire contradictorio de abogada inocente. Después de una
comprobación fugaz en el espejo, cogió una cartera de cuero marrón
y salió de la casa hacia el garaje. Se montó en un pequeño Lexus
descapotable de dos plazas y arrancó el motor, conmigo sentado en el
asiento del copiloto, mirándola con atención, absorbiendo su forma
de moverse, sin perder detalle de sus gestos, intentando ya ocultar a
mi conciencia que en realidad lo que me apetecía era acariciar su
rodilla y besarla en el cuello, para empezar.
Salimos del garaje y recorrimos algunas
pequeñas calles de su tranquilo barrio, para meternos de lleno
pronto en el flujo denso del tráfico que se dirigía al centro de
Londres por una avenida principal. Me apetecía hablar con ella,
comentarle lo bien que me sentía, charlar sobre la gente, los
jardines, las casas que veíamos, y que los dos nos sintiéramos muy
cómodos. No podía hacerlo, claro, la hubiera matado del susto. Sonó
el teléfono del vehículo y ella atendió la llamada.
-Hola Marco.
-Amanda. Hola. Bueno, directos al
grano. Repasemos. Estará en el restaurante Gipsy a las 13 horas, si
hace buen día su mesa estará en la terraza, así sería más fácil.
Tú tienes una reserva similar. Después, si lo consigues, debes
llevarlo todo al tratante. Ojalá se mantenga el buen tiempo. Como
siempre, te recuerdo que si sale mal estás sola y no debes implicar
a nadie.
-Ya, claro -respondió ella con
frialdad- Ojalá se mantenga el buen tiempo.
Colgó el teléfono y conectó el
equipo de música. En la radio sonaba Second Hand News de Fleetwood
Mac y me sorprendió que dejara esa emisora y que tarareara una
canción tan antigua, no esperaba que la conociera, y también me
gustó ese detalle.
Condujo entre el tortuoso tráfico
hasta llegar al centro de la ciudad. Dejó el coche en un parking
subterráneo y salimos al exterior, a una plaza peatonal de corte
medieval. Enseguida vi que estábamos muy cerca del restaurante
Gipsy. Pasamos por la puerta con lentitud mientras ella observaba la
terraza que en aquellos momentos estaba siendo montada por tres o
cuatro camareros. Luego nos dirigimos a paso rápido a la bocacalle
más cercana y me di cuenta de que Amanda miraba con frecuencia su
reloj, comprobando el tiempo que tardábamos en doblar la siguiente
esquina para perdernos en un entramado de callejuelas que nos
llevaron, sin que yo supiera muy bien cómo, cerca de la entrada del
parking, justo en el otro extremo contrario al de la calle por la que
habíamos abandonado la plaza.
Eran las doce así que quedaba una hora
para lo que fuera a ocurrir en el restaurante y Amanda decidió dar
un paseo por una calle comercial. Entró en una boutique y se probó
una camisa de flores. No te queda bien, no me gusta, intenté
decirle, era evidente que deformaba su silueta y no era adecuada para
ella, pero no podía decírselo y al final ella decidió comprarla.
Sabía que se iba a arrepentir después, así que cuando entregó una
tarjeta de crédito a la dependienta me encargué de que el datáfono
no funcionara, por lo que no pudo hacer el cargo. Entonces entregó
un billete de 50 libras y active el detector para que lo identificara
como falso. Salimos de la tienda bajo la mirada desconfiada de la
dependienta. A Amanda no debió gustarle el episodio porque salimos a
paso rápido de la calle comercial sin parar en ninguna otra tienda.
Volvimos a la plaza y se tomó una coca-cola en una terraza cercana
al restaurante, esperando a que llegara la una de la tarde, todavía
algo azorada por el contratiempo de la boutique.
En un momento dado se puso muy tensa,
en alerta y observé que llegaba al Gipsy una señora mayor envuelta
en pieles, acompañada por un par de escoltas. Llevaba en los brazos
un perrito diminuto y muy gracioso. El maître la acompañó hasta
una de las mesas de la terraza y los escoltas se quedaron de pie,
cerca, junto a la fachada del edificio, observando a todo el que se
acercaba con atención. Amanda se levantó y se dirigió al
restaurante, preguntó por su reserva y nos sentaron en una mesa
contigua a la de la anciana, bajo la atenta mirada de su protectores
que no quitaban la vista de Amanda, aunque supongo que no era por
considerarla sospechosa. La gente empezaba a llegar al restaurante y
los camareros comenzaron a servir bebidas y aperitivos. Observé que
la anciana iba vestida con elegancia, con ropas y joyas que parecían
muy caras. Debía ser una persona muy rica y acostumbrada a todo
aquello para poder hacer aquel despliegue con tanta naturalidad.
Mantenía al perrito en sus brazos
mientras esperaba la comida. Era un pequeño cachorro de Yorkshire,
que miraba todo con curiosidad y movía el rabo deseando salir a
buscar las caricias de los que estábamos cerca. Amanda sonrió a la
señora, haciendo ver que le gustaba su perrito e intentado
establecer contacto, me pareció, pero cambió su gesto sin poder
evitarlo cuando pusieron un plato de pasta delante de la mujer y con
su tenedor alternaba un fusilli para ella y otro para el perrito. El
animal relamía el tenedor y luego ella cogía otro trozo de pasta y
se lo comía con toda naturalidad. Me molestó mucho que la anciana
hiciera aquello, estaba molestando a todo el mundo y en especial a
Amanda que se encontraba muy cerca intentando disimular su desagrado.
Sin duda le iba a sentar mal la comida si tenía que presenciar
aquella escena mientras se tomaba su plato. Me pareció indignante.
Decidí intervenir y le di un manotazo a la mujer haciendo caer su
tenedor. Ella miró extrañada, buscando el objeto con el que había
impactado pero sin encontrar una explicación. Mientras el camarero
traía un nuevo cubierto la escena empeoró bastante, porque el
perrito, hambriento y goloso, empezó a comer directamente del plato,
mientras la mujer le regañaba de forma cariñosa pero le dejaba
hacer. Los guardaespaldas parecían algo avergonzados y queriendo
mirar a otra parte, era evidente que Amanda estaba astragada y me
pareció que el resto de los clientes también preferían obviar la
escena y mirar hacia otro lado.
Llegó el camarero con el nuevo tenedor
y la señora volvió a lo mismo de antes, sin escrúpulos, un bocado
para ella y otro para el perrito, sólo que ahora la pasta estaba
regada con las babas del animal que se lo había pasado en grande
hurgando entre la comida y tenía el morro cubierto de salsa de
tomate. Amanda parecía sobrepasada por la repugnante escena y me
pareció muy dudoso que en aquel estado pudiera realizar su trabajo,
fuera cual fuera. Así que decidí intervenir de nuevo. Agarré al
asqueroso perro por el cuello y se lo retorcí hasta que se oyó un
chasquido y su cabeza cayó inerte. La señora oyó el ruido del
hueso roto y miró a su perro confundida, empezó a gritar y trató
de reanimarlo. Pidió ayuda, la gente se levantó de sus mesas y los
guardaespaldas se acercaron. La mujer les pidió a gritos que
llamaran a una ambulancia para el perro y ellos desconcertados
discutían a quién debían llamar. El perro estaba muerto y no
reaccionaba a las caricias y peticiones lacrimosas de su dueña. Ella
entró en histeria y empezó a notar que se ahogaba, que le faltaba
aire. Amanda aprovechó la ocasión y pidió a la gente que se
apartara, diciendo que era médico y que sabía qué hacer. Pidió a
uno de los guardaespaldas que trajera una toalla húmeda. La tumbó
en el suelo y le hizo algunos masajes. Pidió al otro hombre una
bolsa de papel, y él no sabía de donde sacarla, y al final algún
cliente le dio una bolsa marrón con publicidad de una tienda en
letras rojas. Amanda obligó a la mujer a respirar en la bolsa y
pasado un rato consiguió que se calmara. Alguien se había llevado
el cuerpo del perrito y una ambulancia hacía su entrada en la plaza
para atender a la mujer y trasladarla al hospital. Mientras los
enfermeros la montaban en la camilla observé que no llevaba el
collar de perlas al cuello, ni el anillo de diamantes que antes había
visto.
Aprovechando la confusión salimos de
la terraza y tomamos la primera bocacalle a paso rápido. Doblamos
varias esquinas y callejeamos unos minutos siguiendo la ruta de
escape ensayada hacía un par de horas hasta llegar a la entrada del
parking. Entramos en el coche y salimos del centro tomando varios
túneles subterráneos hasta llegar a la ciudad financiera. Amanda
alternaba las risas de triunfo con los suspiros de alivio. Aparcamos
el coche en otro parking, en los bajos de un edificio de oficinas y
tomamos un ascensor hasta el piso 18. La puerta se abrió y salimos a
un pasillo al final del cual había una gran puerta sin ningún
rótulo o placa que identificara qué había allí. Amanda tocó el
timbre y se activó una videocámara, precediendo al pitido que
acompañó la apertura de la puerta. Nos recibió una guapa y
estilizada secretaria cuya presencia me pareció que irritaba un poco
a mi amiga y que nos hizo esperar en una sala, ante la puerta de un
despacho. Amanda tamborileaba inquieta sobre sus piernas cruzadas.
Tras un par de minutos la puerta se
abrió y un hombre de mediana edad apareció sonriente. La hizo pasar
con una gran sonrisa y expresión de alivio a un gran despacho, tan
grande que casi era un loft amueblado en un gran despliegue de lujo y
modernidad, y cuando se cerró la puerta preguntó,
-¿Lo has hecho? -preguntó el hombre y
ante la afirmación de Amanda siguió hablando casi incapaz de
contener la alegría- Pero ¿cómo lo has hecho? Eres increíble
¿Nadie se dio cuenta?
Ella se abrió la chaqueta y de los
bolsillos interiores comenzó a sacar objetos que depositó sobre una
mesa. Una pulsera salpicada de esmeraldas de colores, un collar de
perlas, un anillo con un gran diamante y otros dos de oro con
incrustaciones de unas gruesas piedras preciosas que no supe
identificar.
-Ha sido un día muy raro te lo
aseguro. Alguien me ha colado un billete falso, ¡a mí!. Y mi
tarjeta de crédito no funciona y luego está lo del perro de esa
mujer. Qué asco. Primero comiendo del mismo plato, ella y el perro,
y luego el pobre bicho cayó fulminado. No sé, debió de ser el
picante de la comida. Creo que le dio un infarto o algo, era muy
pequeño. Sólo un cachorro.
-Amanda. Te estás aturullando, no
entiendo nada. Pero el caso es que estás aquí con este pequeño
tesoro.
El hombre se acercó a ella y la cogió
con firmeza de la nuca, metió la otra mano bajo la chaqueta de mi
protegida y acarició uno de sus pechos, muy despacio, con confianza.
Eso me molestó bastante, no lo vi venir. Entonces la agarró por el
pelo y la besó. Empezó a magrearla y a subirle la falda y a bajarle
las medias, mientras los dos estaban cada vez más excitados. Pensé
en partirle el cuello, igual que al perro, pero serían ya demasiadas
muertes inexplicables en un sólo día de la vida de Amanda, así que
me limité a aplicar una fuerte presión en los músculos del perineo
de aquel tío, que empezó a moverse dolorido, tratando de librarse
de la incomodidad pero tratando a la vez de no ser demasiado evidente
sobre el lugar de su dolencia.
-Pero ¿qué te pasa? -preguntó Amanda
medio desnuda, sentada sobre la mesa.
-No sé. Estoy raro. Noto algo extraño,
me duele.
-Te duele ¿qué?
-No sé, aquí debajo. Joder. Igual es
que no es buen momento. Igual lo dejamos. Yo creo que ahora no se me
levanta, Amanda.
-No se te levanta -dijo ella algo
contrariada y enseguida prosiguió enfadada-. Vale. Que te acabas de
tirar a tu secretaria. Otra vez. ¿No? Claro, sí al entrar me ha
mirado con una cara que lo decía todo, la muy puta. Y tú un cabrón.
Tu palabra vale una mierda. No la voy a despedir, es una profesional
eficiente y no puedo prescindir de ella, está muy avergonzada y yo
también y... Bla. Bla. Bla. Y ahora no se te levanta, claro, porque
la profesional bum-bum-bum te ha dejado doblado. Y todo ello mientras
yo me la estaba jugando en un trabajo.
-No me jodas Amanda, que esto es muy
raro -respondió él moviendo incómodo las piernas y doblándose un
poco debido al dolor que el aumento de la presión de mis dedos sobre
sus músculos le infligía- Que no le he tocado un pelo desde aquel
día. Esto es muy raro. Joder, no puedo aguantarlo. Me duele mucho.
Viendo que los frutos eran inmejorables
proseguí con mi estrategia y en poco tiempo el tipo estaba
retorciéndose, tumbado de espaldas sobre la mesa, desnudo de cintura
para abajo, salvo por los calcetines, con las piernas separadas,
apartando los genitales con una mano y rogando a Amanda que mirara
qué ocurría por allí abajo, que intentara ver cual era la causa
del dolor. Ella estaba recomponiendo sus ropas, muy enfadada y
asqueada por la lamentable pose de aquel hombre que con todo aquel
dolor y desconcierto sudaba con profusión y tenía la camisa
empapada por todas partes, para terminar de arreglar su aspecto.
-No pienso mirar nada, tío. Eres un
asco. Joder, qué día. -dijo ella terminando de recoger sus cosas-
Llama a la puta de tu secretaria y que te lo mire ella. Y no pienso
volver a trabajar contigo. Aquí dejo las joyas, transfiere la pasta
y nos olvidamos.
-¡Luisa! -gritaba él llorando de
dolor mientras nos cruzábamos con la secretaria al salir de las
oficinas- ¡Ven! ¡Rápido! Mira qué tengo aquí.
Volvimos al coche y me pareció que
Amanda estaba triste mientras conducía de vuelta a la casa. Encendí
la radio en una emisora que ponía una canción que hablaba sobre una
chica enamorada del ángel equivocado. La que sería nuestra canción
ya para siempre.
Fleetwood Mac - Rumous |