domingo, 31 de marzo de 2013

Misguided Angel. Capítulo 1.


Tercera sesión.

Entro en la habitación y me siento en la silla, una vez más. Hay dos pero siempre elijo la misma. La de la derecha, al lado de la ventana. No sé muy bien por qué, quizá es para que pueda salir por ahí la mugre que vaya apareciendo, para tener cerca el escape metafórico. La habitación es cuadrada, ni pequeña ni grande, aunque detrás de mí hay unas puertas correderas que dan entrada a otra estancia. También hay dos mesas, una de ellas bastante grande, así que al final no queda demasiado espacio libre. La decoración se reduce a algunos cuadros en tinta que representan flores curativas.

Ella se sienta enfrente. En otra silla. En su lado sólo hay una. No hay mesa que nos separe, sólo un par de metros de distancia enmarcados por una alfombra delgada y sin gracia. Me mira y espera a que hable mientras da cortos sorbos a su infusión, el mismo brebaje desconocido que se toma en cada sesión. No me apetece hablar así que sólo nos miramos sin decir nada y estamos así mucho tiempo. Sin decir nada.

Al final ella habla, debe ser que le parece poco profesional pasar una hora sin cruzar palabra. A mí me da igual, estoy bien así, cómodo, sin presiones.

-¿Qué tal llevas tu intolerancia a la humanidad? -pregunta.

-Va mejorando. En general los humanos sois bastante rastreros, predecibles y perversos, pero me he cruzado con un par personas con alguna capacidad para razonar y para actuar con cierto grado de honestidad y esto me lleva a pensar que quizá algunos sois inmunes a la pandemia de estupidez que asola el planeta.

-Todavía hablas como si tú no pertenecieras a la especie. Supongo que sigues sin considerarte humano, que en ese terreno no has avanzado nada a pesar de las evidencias físicas.

-Me ha tocado este físico por mis errores. De lo contrario seguiría donde siempre, en mi lugar, donde debería estar, lejos de la vulgaridad y de los instintos primarios. Pero me equivoqué y mi castigo ha sido caminar a vuestro lado, por decirlo de una forma poética.

-Es decir que sigues manteniendo que eres un ángel desterrado -comenta mientras me mira con severidad mientras yo afirmo-. Muy bien. ¿Y qué haces aquí?

-¿Aquí en este lugar en particular o aquí en el planeta en general?

-Las dos cosas.

-Estoy en este lugar en particular porque necesito integrarme de alguna forma y no lo conseguiré mientras sea incapaz de tolerar al ser humano. Estoy en este mundo porque una vez permití que mi corazón influyera en mi obligada imparcialidad.

-Bueno, si tienes corazón ya hemos avanzado algo -dice ella con ironía.

-Ja-ja-ja. Corazón en el sentido emocional. Un lugar para acoger los sentimientos, pero nada más. Y dejé que influyera en mi decisión, así que no le estoy muy agradecido.

-¿Y te arrepientes?¿Te arrepientes de haber dejado mandar a tu corazón por un momento?

-Sí. Ahora que os conozco mejor, me arrepiento.




Cuarta sesión.


Hoy me irrita verla con su infusión, con la expresión de quien está escuchando la radio mientras ojea una revista, como si esto le importara un carajo. Además nunca me ha ofrecido nada, ni agua, ni una de esas infusiones, ni un refresco. Hoy me he traído una botella de agua. La he comprado en el bar de abajo, en realidad sólo porque necesitaba entrar al baño, pero aquí estoy con ella. Creo que no le gusta que me traiga bebidas, debe pensar que no estoy tan a su merced si me traigo mis propios suministros. Me mira arqueando las cejas, parece que hoy vamos a hablar pronto.

-La semana pasada dijiste que tu corazón influyo en tu imparcialidad. ¿Me lo podrías explicar un poco mejor?

-Pues, bueno... Sí. Me mandaron aquí para que hiciera un seguimiento, un informe sobre una chica y no respeté el mandato de imparcialidad.

-Ah... Una chica. Interesante -hace una pausa mientras me observa- ¿Podrías explicar lo que ocurrió con algo más de detalle?

-Llegué una mañana a su casa. Esperaba encontrarla durmiendo pues era muy temprano. Sin embargo, cuando entré en su habitación la encontré sentada frente al espejo del tocador, desnuda, cepillándose el pelo. Recuerdo que me gustó la forma en que sus pechos temblaban un poco con cada movimiento de su brazo. Me gustó su pelo y su cara y la expresión de sus ojos azules. Me gustaba su olor y la forma en que murmuraba la letra de una canción. Y en ese momento, sin ser consciente, decidí que no contaría nada malo de ella, pasara lo que pasara.

-¿Y no te vio? ¿no hablásteis? Supongo que no, claro, porque le habría dado bastante miedo encontrar a un desconocido en su casa... y no podrías haberla mirado con tanta tranquilidad.

-En aquel momento yo era un ángel. Era invisible a vuestros ojos, podía atravesar puertas y paredes sin problemas, podía ver lo que quisiera. Podía saberlo todo. Y estar al lado de quién quisiera sin que se diera cuenta. Podía acariciar su pelo haciéndome pasar por una suave corriente de aire.

-Entendido -responde con cierto esfuerzo-. Así que decidiste no contar nada malo sobre ella. Nada que la pudiera perjudicar. Y eso te llevo a ocultar algo que deberías haber dicho.

-No sólo eso. También está lo que hice, por lo que me impusieron este castigo en particular y no otro. Me refiero a errar entre vosotros.

-Y lo que hiciste fue...

-Alterar el devenir de los acontecimientos -pronuncio estas palabras casi sin querer, sumiéndome en la profundidad de mis recuerdos, volviendo a aquella mañana, la primera vez que la vi, en el momento en que cayeron todos mis límites.

Estaba sentada en una silla de madera, forrada de una tela roja y blanca acolchada. Estaba desnuda y se cepillaba el pelo rubio muy despacio, casi acariciándolo, y se miraba al espejo, perdida en el reflejo de sus ojos azules. Tarareaba una canción muy bajito. Me senté en el tocador y la estuve mirando, me parecía muy guapa y cuanto más la miraba más detalles descubría en su rostro. Me fijé en su cuerpo, en como temblaban un poco sus pechos cuando bajaba el brazo, me fijé en un lunar cerca del cuello, en la forma que tomaban sus labios al susurrar aquella canción y en la ondulación de su pelo cerca de la oreja. Y cuando se levantó de la silla ya sabía que mi misión no era una prioridad.

Se suponía que debía estar a su lado a todas horas durante un par de días para determinar si mantenía costumbres impuras o si había algo censurable en su vida, así que por una vez me alegré de tener que realizar un encargo. Por lo general, se trataba de un anciano, o una viejecita, algún moribundo que vivía sus últimos momentos sumido en una rutina aburrida o en un estado físico lamentable, y lo habitual es que bastarán algunas horas o tan sólo minutos para sentenciar al interesado. Pero esta vez no tenía prisa, pero sí mucha curiosidad, mi objeto era una chica joven, atractiva, que se me antojaba muy interesante aunque no sabía nada de ella, a pesar de que sólo la había visto cepillarse el pelo. No cuestioné estos sentimientos tan inapropiados con ningún pensamiento o razonamiento lógico. Creo que me gustó el imprevisto, sentirme turbado de repente, sin poderlo evitar. Y me dejé llevar.

Vestida era bastante resultona y la verdad es que resultaba casi tan atractiva como antes. Se había puesto un traje de chaqueta con minifalda, de color beige sobre una camisa azul eléctrico y unos zapatos de tacón de color crema y tenía un aire contradictorio de abogada inocente. Después de una comprobación fugaz en el espejo, cogió una cartera de cuero marrón y salió de la casa hacia el garaje. Se montó en un pequeño Lexus descapotable de dos plazas y arrancó el motor, conmigo sentado en el asiento del copiloto, mirándola con atención, absorbiendo su forma de moverse, sin perder detalle de sus gestos, intentando ya ocultar a mi conciencia que en realidad lo que me apetecía era acariciar su rodilla y besarla en el cuello, para empezar.

Salimos del garaje y recorrimos algunas pequeñas calles de su tranquilo barrio, para meternos de lleno pronto en el flujo denso del tráfico que se dirigía al centro de Londres por una avenida principal. Me apetecía hablar con ella, comentarle lo bien que me sentía, charlar sobre la gente, los jardines, las casas que veíamos, y que los dos nos sintiéramos muy cómodos. No podía hacerlo, claro, la hubiera matado del susto. Sonó el teléfono del vehículo y ella atendió la llamada.

-Hola Marco.

-Amanda. Hola. Bueno, directos al grano. Repasemos. Estará en el restaurante Gipsy a las 13 horas, si hace buen día su mesa estará en la terraza, así sería más fácil. Tú tienes una reserva similar. Después, si lo consigues, debes llevarlo todo al tratante. Ojalá se mantenga el buen tiempo. Como siempre, te recuerdo que si sale mal estás sola y no debes implicar a nadie.

-Ya, claro -respondió ella con frialdad- Ojalá se mantenga el buen tiempo.

Colgó el teléfono y conectó el equipo de música. En la radio sonaba Second Hand News de Fleetwood Mac y me sorprendió que dejara esa emisora y que tarareara una canción tan antigua, no esperaba que la conociera, y también me gustó ese detalle.

Condujo entre el tortuoso tráfico hasta llegar al centro de la ciudad. Dejó el coche en un parking subterráneo y salimos al exterior, a una plaza peatonal de corte medieval. Enseguida vi que estábamos muy cerca del restaurante Gipsy. Pasamos por la puerta con lentitud mientras ella observaba la terraza que en aquellos momentos estaba siendo montada por tres o cuatro camareros. Luego nos dirigimos a paso rápido a la bocacalle más cercana y me di cuenta de que Amanda miraba con frecuencia su reloj, comprobando el tiempo que tardábamos en doblar la siguiente esquina para perdernos en un entramado de callejuelas que nos llevaron, sin que yo supiera muy bien cómo, cerca de la entrada del parking, justo en el otro extremo contrario al de la calle por la que habíamos abandonado la plaza.

Eran las doce así que quedaba una hora para lo que fuera a ocurrir en el restaurante y Amanda decidió dar un paseo por una calle comercial. Entró en una boutique y se probó una camisa de flores. No te queda bien, no me gusta, intenté decirle, era evidente que deformaba su silueta y no era adecuada para ella, pero no podía decírselo y al final ella decidió comprarla. Sabía que se iba a arrepentir después, así que cuando entregó una tarjeta de crédito a la dependienta me encargué de que el datáfono no funcionara, por lo que no pudo hacer el cargo. Entonces entregó un billete de 50 libras y active el detector para que lo identificara como falso. Salimos de la tienda bajo la mirada desconfiada de la dependienta. A Amanda no debió gustarle el episodio porque salimos a paso rápido de la calle comercial sin parar en ninguna otra tienda. Volvimos a la plaza y se tomó una coca-cola en una terraza cercana al restaurante, esperando a que llegara la una de la tarde, todavía algo azorada por el contratiempo de la boutique.

En un momento dado se puso muy tensa, en alerta y observé que llegaba al Gipsy una señora mayor envuelta en pieles, acompañada por un par de escoltas. Llevaba en los brazos un perrito diminuto y muy gracioso. El maître la acompañó hasta una de las mesas de la terraza y los escoltas se quedaron de pie, cerca, junto a la fachada del edificio, observando a todo el que se acercaba con atención. Amanda se levantó y se dirigió al restaurante, preguntó por su reserva y nos sentaron en una mesa contigua a la de la anciana, bajo la atenta mirada de su protectores que no quitaban la vista de Amanda, aunque supongo que no era por considerarla sospechosa. La gente empezaba a llegar al restaurante y los camareros comenzaron a servir bebidas y aperitivos. Observé que la anciana iba vestida con elegancia, con ropas y joyas que parecían muy caras. Debía ser una persona muy rica y acostumbrada a todo aquello para poder hacer aquel despliegue con tanta naturalidad.

Mantenía al perrito en sus brazos mientras esperaba la comida. Era un pequeño cachorro de Yorkshire, que miraba todo con curiosidad y movía el rabo deseando salir a buscar las caricias de los que estábamos cerca. Amanda sonrió a la señora, haciendo ver que le gustaba su perrito e intentado establecer contacto, me pareció, pero cambió su gesto sin poder evitarlo cuando pusieron un plato de pasta delante de la mujer y con su tenedor alternaba un fusilli para ella y otro para el perrito. El animal relamía el tenedor y luego ella cogía otro trozo de pasta y se lo comía con toda naturalidad. Me molestó mucho que la anciana hiciera aquello, estaba molestando a todo el mundo y en especial a Amanda que se encontraba muy cerca intentando disimular su desagrado. Sin duda le iba a sentar mal la comida si tenía que presenciar aquella escena mientras se tomaba su plato. Me pareció indignante. Decidí intervenir y le di un manotazo a la mujer haciendo caer su tenedor. Ella miró extrañada, buscando el objeto con el que había impactado pero sin encontrar una explicación. Mientras el camarero traía un nuevo cubierto la escena empeoró bastante, porque el perrito, hambriento y goloso, empezó a comer directamente del plato, mientras la mujer le regañaba de forma cariñosa pero le dejaba hacer. Los guardaespaldas parecían algo avergonzados y queriendo mirar a otra parte, era evidente que Amanda estaba astragada y me pareció que el resto de los clientes también preferían obviar la escena y mirar hacia otro lado.

Llegó el camarero con el nuevo tenedor y la señora volvió a lo mismo de antes, sin escrúpulos, un bocado para ella y otro para el perrito, sólo que ahora la pasta estaba regada con las babas del animal que se lo había pasado en grande hurgando entre la comida y tenía el morro cubierto de salsa de tomate. Amanda parecía sobrepasada por la repugnante escena y me pareció muy dudoso que en aquel estado pudiera realizar su trabajo, fuera cual fuera. Así que decidí intervenir de nuevo. Agarré al asqueroso perro por el cuello y se lo retorcí hasta que se oyó un chasquido y su cabeza cayó inerte. La señora oyó el ruido del hueso roto y miró a su perro confundida, empezó a gritar y trató de reanimarlo. Pidió ayuda, la gente se levantó de sus mesas y los guardaespaldas se acercaron. La mujer les pidió a gritos que llamaran a una ambulancia para el perro y ellos desconcertados discutían a quién debían llamar. El perro estaba muerto y no reaccionaba a las caricias y peticiones lacrimosas de su dueña. Ella entró en histeria y empezó a notar que se ahogaba, que le faltaba aire. Amanda aprovechó la ocasión y pidió a la gente que se apartara, diciendo que era médico y que sabía qué hacer. Pidió a uno de los guardaespaldas que trajera una toalla húmeda. La tumbó en el suelo y le hizo algunos masajes. Pidió al otro hombre una bolsa de papel, y él no sabía de donde sacarla, y al final algún cliente le dio una bolsa marrón con publicidad de una tienda en letras rojas. Amanda obligó a la mujer a respirar en la bolsa y pasado un rato consiguió que se calmara. Alguien se había llevado el cuerpo del perrito y una ambulancia hacía su entrada en la plaza para atender a la mujer y trasladarla al hospital. Mientras los enfermeros la montaban en la camilla observé que no llevaba el collar de perlas al cuello, ni el anillo de diamantes que antes había visto.

Aprovechando la confusión salimos de la terraza y tomamos la primera bocacalle a paso rápido. Doblamos varias esquinas y callejeamos unos minutos siguiendo la ruta de escape ensayada hacía un par de horas hasta llegar a la entrada del parking. Entramos en el coche y salimos del centro tomando varios túneles subterráneos hasta llegar a la ciudad financiera. Amanda alternaba las risas de triunfo con los suspiros de alivio. Aparcamos el coche en otro parking, en los bajos de un edificio de oficinas y tomamos un ascensor hasta el piso 18. La puerta se abrió y salimos a un pasillo al final del cual había una gran puerta sin ningún rótulo o placa que identificara qué había allí. Amanda tocó el timbre y se activó una videocámara, precediendo al pitido que acompañó la apertura de la puerta. Nos recibió una guapa y estilizada secretaria cuya presencia me pareció que irritaba un poco a mi amiga y que nos hizo esperar en una sala, ante la puerta de un despacho. Amanda tamborileaba inquieta sobre sus piernas cruzadas.

Tras un par de minutos la puerta se abrió y un hombre de mediana edad apareció sonriente. La hizo pasar con una gran sonrisa y expresión de alivio a un gran despacho, tan grande que casi era un loft amueblado en un gran despliegue de lujo y modernidad, y cuando se cerró la puerta preguntó,

-¿Lo has hecho? -preguntó el hombre y ante la afirmación de Amanda siguió hablando casi incapaz de contener la alegría- Pero ¿cómo lo has hecho? Eres increíble ¿Nadie se dio cuenta?

Ella se abrió la chaqueta y de los bolsillos interiores comenzó a sacar objetos que depositó sobre una mesa. Una pulsera salpicada de esmeraldas de colores, un collar de perlas, un anillo con un gran diamante y otros dos de oro con incrustaciones de unas gruesas piedras preciosas que no supe identificar.

-Ha sido un día muy raro te lo aseguro. Alguien me ha colado un billete falso, ¡a mí!. Y mi tarjeta de crédito no funciona y luego está lo del perro de esa mujer. Qué asco. Primero comiendo del mismo plato, ella y el perro, y luego el pobre bicho cayó fulminado. No sé, debió de ser el picante de la comida. Creo que le dio un infarto o algo, era muy pequeño. Sólo un cachorro.

-Amanda. Te estás aturullando, no entiendo nada. Pero el caso es que estás aquí con este pequeño tesoro.

El hombre se acercó a ella y la cogió con firmeza de la nuca, metió la otra mano bajo la chaqueta de mi protegida y acarició uno de sus pechos, muy despacio, con confianza. Eso me molestó bastante, no lo vi venir. Entonces la agarró por el pelo y la besó. Empezó a magrearla y a subirle la falda y a bajarle las medias, mientras los dos estaban cada vez más excitados. Pensé en partirle el cuello, igual que al perro, pero serían ya demasiadas muertes inexplicables en un sólo día de la vida de Amanda, así que me limité a aplicar una fuerte presión en los músculos del perineo de aquel tío, que empezó a moverse dolorido, tratando de librarse de la incomodidad pero tratando a la vez de no ser demasiado evidente sobre el lugar de su dolencia.

-Pero ¿qué te pasa? -preguntó Amanda medio desnuda, sentada sobre la mesa.

-No sé. Estoy raro. Noto algo extraño, me duele.

-Te duele ¿qué?

-No sé, aquí debajo. Joder. Igual es que no es buen momento. Igual lo dejamos. Yo creo que ahora no se me levanta, Amanda.

-No se te levanta -dijo ella algo contrariada y enseguida prosiguió enfadada-. Vale. Que te acabas de tirar a tu secretaria. Otra vez. ¿No? Claro, sí al entrar me ha mirado con una cara que lo decía todo, la muy puta. Y tú un cabrón. Tu palabra vale una mierda. No la voy a despedir, es una profesional eficiente y no puedo prescindir de ella, está muy avergonzada y yo también y... Bla. Bla. Bla. Y ahora no se te levanta, claro, porque la profesional bum-bum-bum te ha dejado doblado. Y todo ello mientras yo me la estaba jugando en un trabajo.

-No me jodas Amanda, que esto es muy raro -respondió él moviendo incómodo las piernas y doblándose un poco debido al dolor que el aumento de la presión de mis dedos sobre sus músculos le infligía- Que no le he tocado un pelo desde aquel día. Esto es muy raro. Joder, no puedo aguantarlo. Me duele mucho.

Viendo que los frutos eran inmejorables proseguí con mi estrategia y en poco tiempo el tipo estaba retorciéndose, tumbado de espaldas sobre la mesa, desnudo de cintura para abajo, salvo por los calcetines, con las piernas separadas, apartando los genitales con una mano y rogando a Amanda que mirara qué ocurría por allí abajo, que intentara ver cual era la causa del dolor. Ella estaba recomponiendo sus ropas, muy enfadada y asqueada por la lamentable pose de aquel hombre que con todo aquel dolor y desconcierto sudaba con profusión y tenía la camisa empapada por todas partes, para terminar de arreglar su aspecto.

-No pienso mirar nada, tío. Eres un asco. Joder, qué día. -dijo ella terminando de recoger sus cosas- Llama a la puta de tu secretaria y que te lo mire ella. Y no pienso volver a trabajar contigo. Aquí dejo las joyas, transfiere la pasta y nos olvidamos.

-¡Luisa! -gritaba él llorando de dolor mientras nos cruzábamos con la secretaria al salir de las oficinas- ¡Ven! ¡Rápido! Mira qué tengo aquí.

Volvimos al coche y me pareció que Amanda estaba triste mientras conducía de vuelta a la casa. Encendí la radio en una emisora que ponía una canción que hablaba sobre una chica enamorada del ángel equivocado. La que sería nuestra canción ya para siempre.



Fleetwood Mac - Rumous

viernes, 22 de marzo de 2013

Flores violetas del corazón miserable. Carta 1.


Querido amigo:

Sé que te va a parecer raro pero te aseguro que es real, un niño pequeño me sigue a todas partes. Hasta ahora no he conseguido verlo pero está ahí. Siempre. Muchas veces intuyo su presencia y miro hacia el lugar desde el que sé que me está mirando, pero no llego a tiempo, porque desaparece muy rápido, dejando sólo una estela, un fugaz y casi imperceptible movimiento que, sin embargo, no consigue borrar del todo su presencia. Logra escabullirse pero quedan ahí sus preguntas, sus dudas, su curiosidad, flotando en el aire, sin llegar a materializarse en algo concreto, pero dejando una patente sensación de sorpresa e incomprensión. Un ¿cómo ha podido suceder?

He pensado en hablarle, cuando estemos solos, claro, porque he comprobado que nadie más percibe su presencia y sólo me faltaba que los demás piensen que hablo solo. El caso es que no me decido a hacerlo, si le hablo quizá se asuste y no vuelva, o quizá me conteste, lo cual sería aún peor, supongo. Tampoco sé muy bien qué decirle. La verdad es que me gusta que esté ahí, me gusta su curiosidad y que le sorprenda verme hacer mis cosas, y podría empezar por decirle eso, que me gusta su presencia. No sé, quizá empiece él, quizá un día de estos me pregunte algo. Si es así espero saber qué decirle. Espero, al menos, ser capaz de hablar.

A veces me acuerdo de aquellos momentos un poco antes de amanecer, cuando eramos capaces de hablar, ya casi resacosos, de los miedos y los rencores, cuando teníamos el poder de reducirlos al absurdo tan sólo con la comunión de aquellos momentos. Hubo muchas cosas buenas. Sí que las hubo. Lo pasamos bien probando tanto y a la vez haciendo siempre lo mismo, profanando nuestros propios límites sólo por el gusto de profanar, transgrediendo los márgenes de las hojas del cuaderno, y, sin embargo, ¿no crees que los mejores momentos fueron aquellos?, justo al final, cuando la noche se terminaba, cuando de repente todo se decía. Cuando eramos capaces de hablar.

Hace unos días estuve escuchando el disco que me regalaste, ese con el que querías convencerme para que me apuntara al jazz ¿te acuerdas? Yo no pude coger la estela contigo porque seguía entusiasmado con los ritmos y los fraseos, así que exploraste tú solo ese terreno y después la verdad es que es difícil engancharse. Sin embargo, algunas cosas son universales o igual es que tienen un trasfondo que con un poco de atención se puede palpar. La cuestión es que coloqué la aguja sobre el vinilo y eso me llevo a tomar un bolígrafo y un papel, y escuché y escribí lo que me trajo a la cabeza la canción con el nombre más absurdo. Te lo dejo aquí como parte del legado de Charlie Byrd.

OOO





En una isla desierta estoy con esa otra alma, esa alma amiga de tantas vidas anteriores. Me mira como preguntándome algo, pero no dice nada. No sé cuál es la pregunta así que sólo cojo su mano. Nos sentamos en la arena y perdemos la mirada en el mar, mientras el airecillo salado acaricia nuestras caras. Vuelve a mirarme con los ojos que no ocultan nada. Y sonríe desde la eternidad de nuestras vidas pasadas. Y entonces sé.

Del equipaje rescatado del naufragio sacamos con gran dificultad el libro de las hojas muertas y cuando conseguimos abrirlo las tiramos al mar una a una, poco a poco, mirando cómo se hunden, cómo caen ondulantes hasta el fondo y unos minúsculos peces mordisquean levemente sus esquinas marchitas.
Y, mientras, pequeñas olas acarician nuestros pies dibujando y borrando un leve rastro de sal.
Toma mi mano y nos sentamos. Y seguimos allí sentados mientras el sol baja y se va hacia otro horizonte.
Estaremos aquí, mañana.

;)

The Charlie Byrd Trio - Byrd at the Gate


sábado, 16 de marzo de 2013

El brillo de la luna en los ojos sin memoria.


He conducido muchos kilómetros y no sé cuando pararé. Tampoco sé muy bien hacia donde me dirijo. Da lo mismo, nadie me espera en una cama caliente, no me esperan abrazos, ni besos, ni recibimientos cálidos. Ni siquiera una sonrisa amable. No tengo ningún motivo que me impida conducir sin más.

El retrovisor muestra la nube de polvo que levanta el deportivo a su paso. Me gusta. Es arena de la playa, de la que queda a mi derecha, y un poco más allá el mar, muy cerca, tan cerca que resulta absurdo. La inmensidad azul que termina en breves remolinos blancos. Al mismo nivel que la carretera. No entiendo por qué no llega hasta aquí. Creo que me daría igual si lo hiciera ahora mismo, si viniera hasta aquí y se tragara todo. Pero no se atreve, será que le doy miedo. O a lo mejor es sólo que no le intereso.

La carretera gira varias veces después de las largas rectas. Allí delante, a unos centenares de metros aparece una construcción de madera, oscura y vieja, casi una ruina, con un cartel luminoso que anuncia un bar. Voy a parar, de repente me apetece estirar las piernas, tomar cuatro o cinco cervezas y patatas fritas, y luego seguir conduciendo hacia la nada. Con el mar a la derecha. Hasta que muera de viejo.

Detengo el deportivo. Queda muy cantoso al lado de los otros coches del parking, vulgares y tristes, de esos que dibujó alguien en mitad de la modorra de una mañana de lunes. Debo reconocer que mi coche tiene un diseño afilado y agresivo que no es muy discreto, y los colores azul y blanco que lo decoran como si fuera un coche de carreras, y el número 1 en las puertas, tampoco es que ayuden mucho a hacerlo pasar desapercibido. Tendría que haber sido de color negro. Negro mate, sin ningún brillo, creo que así daría miedo. De todas formas los otros son patéticos, aciertos plenos y anodinos de lo que se entiende por pasar desapercibido.

Entro en el bar. No le gusto a nadie, lo sé desde el primer momento, cuando la puerta ha sonado al cerrarse todos me han mirado y me han mirado mal. Nada de recibimientos amistosos. Debe ser que ya han visto el coche. Bueno, pues jodeos, pienso. Y mi actitud lo demuestra.

-Cuatro cervezas -le digo a la rubia de la barra sin saludos previos.

-No me jodas, tío. No la líes.

-Bueno, pues cinco. Y patatas fritas.

Mientras me sirve echo un vistazo a los parroquianos. No pueden ser más prototípicos, cuatro pueblerinos se juegan las cervezas en la mesa de billar. Otros tres observan el juego sentados en taburetes altos. Bueno, ahora ya no, ahora todos me miran a mí, con miradas como truenos que anuncian la tormenta. Paso de ellos. Miro a la rubia, no me había fijado. Potente. Y parece lista. Debería haber sido más educado con ella, aunque en un sitio apartado como este nunca se sabe, igual no le gusta la educación.

Me tomo la primera cerveza de un trago. Después la segunda. Como una patata. La rubia me dice con la mirada que voy por muy mal camino. Como otra patata. Uno de los tíos se acerca. Tenía que ser el del chaleco vaquero sucio y el pañuelo rojo alrededor de la cabeza, con alguien así ni intentaré razonar. Como otra patata.

-¿Qué pasa? ¿Que te vas a beber todo esto tú solo? -dice apoderándose de mi cerveza, la que iba a ser la cuarta.

Como estaba previsto decido que es innecesario cualquier intento de entendimiento. Agarro por el cuello la número uno, vacía, y la rompo encima del pañuelo. La número dos le parte un par de dientes. No, no, no, oigo decir a la camarera. Al siguiente que se acerca le sacudo con el taburete y queda inconsciente en el suelo. Pero los otros cinco llegan a la vez y no puedo soltar más de dos patadas en los huevos así que descargan sobre mí una lluvia de golpes gritando como posesos. Me lanzan contra una ventana. En las películas cuando esto sucede el cuerpo volador atraviesa la ventana entre una lluvia de añicos de cristal y madera, pero en la realidad no es así. Lo que ocurre es que el cuerpo volador golpea con una ventana muy dura y cae al suelo aturdido. Pero es mi oportunidad, así que me espabilo rápido. Interpongo una mesa que les entretiene un poco, corro hasta el billar y con uno de los palos le atizo muy fuerte en la garganta al primero que llega. Otra mentira de las películas, el palo no se rompe, sólo vibra entre mis manos. Hago un giro rápido para detener al siguiente agresor y sin querer le meto el palo en la boca. Se traga un buen tramo y luego se queda de rodillas, tosiendo y agarrándose el cuello.

Nos quedamos todos mirando, los tres tíos que quedan, la rubia y yo. La verdad es que ha sido una escena bastante surrealista. Blandiendo el palo de billar amenazo a los tres contrincantes que me quedan, pero el equilibrio se hace difícil cuando uno de ellos saca una navaja bastante grande y peligrosa, aparte de muy sucia. El palo me empieza a parecer un juguete inútil y a ellos también. En tensión, en la misma postura que un lancero romano defendiendo su posición del ataque de la caballería, intento mantener a distancia a los tres tíos, sabiendo que aquello no va a durar mucho. Miro a uno, al otro, al tío de la navaja, y veo sorprendido como sus ojos se salen de la órbitas, su lengua sale despedida de la boca, incluso juraría que le saltan los mocos. Cae al suelo hecho un guiñapo y allí detrás aparece la chica rubia, armada con un bate de béisbol.

-¡Vale ya! Largaos de aquí. ¡No quiero peleas! - grita dirigiéndose a los dos tipejos que quedan.

-Zorra. No te pongas de su parte o te juro que cualquier noche de estas quemamos el puto bar contigo dentro.

-¡Fuera! Largaos. Ahora.

Uno de ellos hace el amago de arrebatar su bate. Ella reacciona rápido, casi en un reflejo, le golpea el brazo y suena mal, a hueso roto. Aprovecho la confusión y fustigo al único superviviente con una andanada de vibrantes golpes del palo de billar. El tío sale corriendo como puede, mientras le sacudo en la espalda. Desaparece entre los matojos, detrás del parking.

-Joder, Marijose, eres una gilipollas -musita la chica que se acerca mientras algunos de mis agresores salen como pueden del local.

-¿Marijose?

-Sí, ¿cómo pensabas que me llamaba? -responde con evidente desprecio-. ¿O no me habías puesto nombre? A ver, ¿cómo me llamabas mentalmente? ¿Polvazo?¿Buenorra?¿Rubia? Claro, rubia ¿no? Si es que te pega todo, aquí el gilipollas, que viene a un puto bar de pueblo con el Ferrari y se pide cuatro cervezas. No, mejor cinco. Y patatas.

-A ver Marijose. No me jodas. Míralo mejor. Lamborghini. El coche no es un Ferrari, es un Lamborghini. -respondo intentando parecer ofendido-. Y ¿cómo quieres que te llame mentalmente? ¿Morena? Eres rubia, joder. Y otra cosa, no te metas en mi cabeza ¿vale? Es privado. Cada uno tiene derecho a pensar lo que quiera.

-Pues piensa un poco más y dime qué hago yo ahora -responde con aire abrumado, cruzando los brazos, casi abrazándose a si misma-. Estos tíos me van a joder, te lo digo yo. Son de la puta banda del Puerco.

-Joooooder, no me digas eso que me entra la risa. Vaya nombre. ¿Se lo has puesto tú? Mentalmente quiero decir.

-Uy, qué gracioso -responde mirándome como si fuera tonto-. No. Se hacen llamar así. No sé, algún rollo de pueblerinos.

-Lo dices como marcando diferencias con tu noble procedencia, ¿tú no eres de aquí?

-No -responde- Soy de ninguna parte. Te puede parecer un tópico pero en mi caso es así. Estoy aquí de paso, eso sí. ¿Y tú?¿Qué haces en este sitio?

-Huyo de otro sitio muy diferente a este -comento y me quedo callado un rato, pensando en cómo empezó todo esto.

-Bueno, tío. Mejor será que te pires. Yo voy a coger mis cosas y me largo también, antes de que vuelvan. Total, tampoco es que se me haya perdido nada por la zona. Y hace cuatro meses que no pago el alquiler de este chamizo, así que ningún momento mejor que este para cambiar de aires.

-¿Por qué no te vienes conmigo? -pronuncio sin pensar.

-Irme contigo -dice mirándome como estudiando algo en mí-. Mira, si crees que sólo porque me lleves yo voy a...

-Qué no -la interrumpo-. No me creo nada, Marijose. Pero si vamos a huir los dos partiendo del mismo punto. No sé, tiene su lógica. ¿Por qué no?

-Vale. -dice tras reflexionar unos segundos- Me acercas hasta algún sitio. No sé. No te pregunto hacia donde vas, porque me da igual. Voy a coger mis cosas. Tampoco tengo mucho. Seguro que caben en una bolsa de deporte. -masculla subiendo por unas escaleras junto a la barra del bar.




-¿Sabes de qué color hubiera quedado chulo este coche comotellames? -comenta Marijose con los pies apoyados en el salpicadero- Negro. De ese negro mate, que no brilla nada. Sería como el coche del malo de La Guerra de las Galaxias. Comosellame, que no me acuerdo.

-Federico. Yo, quiero decir. El de la película es Darth Vader -puntualizo-. Sí, la verdad es que comparto tu opinión del todo. Negro daría miedo.

-Lo que no entiendo es para qué tienes un deportivo descapotable. Digo yo que un coche de estos es para correr y si corres no puedes quitar la capota. Bueno, ahora sí está bajada, porque no corres. O igual es que nunca corres. Y entonces ¿para que quieres un deportivo?

-Eeeeh.. Bueno, en realidad me pareció bonito y tampoco lo pensé mucho. Me visualicé más paseando con él por Puerto Banús o algo así.

-Pues nos pilla de paso. No sé, a cuarenta o cincuenta kilómetros -explica.

-Primera parada, Puerto Banús. Paseo por el puerto, coca-cola y seguimos hacia ninguna parte.

Guardamos silencio durante un rato, mirando el paisaje y disfrutando de la brisa que alivia el calor del sol primaveral. La radio está apagada y sólo nos acompaña el zumbido del aire y el rugido monótono del motor.

-Oye, hay una cosa que me está inquietando -pregunta Marijose- ¿Por qué no compraste el coche negro si es el color que te gusta? No lo pregunto sólo por saberlo, ni por curiosidad, es que hay algo aquí que no me cuadra del todo, algo entre tú y el coche.

-Vale -respondo-. Pero no voy a mentirte. No quiero empezar mal contigo, por la amistad que estamos haciendo quiero decir. Me siento bien contigo, eres alguien a quien no he engañado, ni mentido, ni jodido de alguna manera, y viceversa, así que no voy a empezar mal -Espero su reacción pero sólo me mira con las cejas arqueadas-. No es mío. No lo he comprado. Lo he robado. Ayer por la noche. No sé por qué, fue un impulso -Sigue mirándome con aire contemplativo, sin reaccionar-. No es que me haga falta un coche, o dinero, ni tengo que huir de la ley, ni siquiera soy un ladrón. No sé. Fue así, era un anuncio, una vía de escape. Una oportunidad para decir adiós por sorpresa -sigue mirándome sin pronunciar palabra-. Si ahora quieres irte, paro y te bajas.

-Vaya. Joder. Vale. No, no hace falta. Joder. Y ¿no se te ocurrió robar otro más discreto? No sé, tipo Opel Corsa o Seat Ibiza, uno de esos que se fabrican en serie ¿sabes?. Porque como este ¿cuantos habrá en el país? No me lo digas, uno. Y en todo el continente, no me lo digas, menos de diez. ¿No? ¿Cinco? Sí, por ahí. Vale, la verdad es que es una elección muy inteligente. -dice sin poder parar de hablar- No creo que lo esté buscando nadie. Total el dueño de El Corte Inglés ni se habrá dado cuenta de que le falta. Y, por cierto, ¿cómo lo robaste? Tienes las llaves.

-Trabajo de aparcacoches en un restaurante de lujo -respondo-. Lo que te he dicho, apareció ante mí y lo supe. Me dieron las llaves y ya fue inevitable.

-¿Inevitable? -replica ella- Inevitable es la silicosis si llevas cuarenta años de minero, colega. Cuando eres aparcacoches y te llevas el carro de un cliente es algo diferente a inevitable.

Nos quedamos callados otra vez, disfrutando de la temperatura ideal, de la leve brisa y de la carretera solitaria. No parece nerviosa, creo que no se lo ha tomado muy mal. No creo que quiera salir corriendo a denunciarme y eso que tiene razón, seguro que a estas alturas cualquier policía que nos vea ya sabe que este coche ha sido robado.

-¿Por qué me ayudaste? En el bar, sacudiendo al tío de la navaja. Si me hubieras pegado a mí ahora no tendrías tantos problemas.

-Pues, no sé... -reflexiona un momento-. Mira, tampoco yo te voy a mentir. Te iba a pegar a ti, esa era mi primera intención. Pero luego ese tío sacó la navaja y, ya sabes, no me gustan ese tipo de cosas. Ni la gente que hace trampa en una pelea. Golpes, sillazos, palos de billar, vale. Pero navajas, no.

-Respetando y haciendo respetar las normas. Eso está muy bien.

-¿Puedo preguntarte otra cosa? -dice ella volviendo a mirarme con atención, mientras yo afirmo con la cabeza-. ¿De qué huyes? ¿Qué es lo que te ha pasado para terminar robando el coche más cantoso del mundo para huir a la desesperada?

Espero un rato, intentando averiguar yo mismo qué es exactamente lo que ha pasado. Se me nublan los ojos al sumergirme en el pasado, al recordar las circunstancias que me hicieron perder el contacto con la realidad, aquello que me ha dejado desubicado puede que para siempre.

-Cuando una relación termina suele ser así -empiezo diciendo con torpeza-. Una mierda, un asco. Supongo que es imposible dejarlo todo arreglado, decir todo lo que ha quedado sin decir. La verdad es que hubo muchas cosas que no dije, es que para eso no tengo facilidad de palabra. -la brisa se lleva las dos primeras lágrimas y consigo que no salga ninguna más-. No le dije que la quiero, aunque seguro que eso no es lo más importante que se quedó sin decir. Tampoco dije que la echaría de menos y la verdad es que lo sabía, intuía la inmensidad del vacío. Sí, sabía que sería así, como un lago helado que separa dos países, como la nada a quinientos bajo cero entre la luna y la tierra.

-¿Te dejó por otro? -pregunta ella.

-No, Marijose -respondo con tranquilidad- Se murió. Así de sencillo y simple. Un día, sin más, sin previo aviso, sin estar enferma. Así de simple. Se murió.

-Joder, tío. No tenía que haber preguntado. Lo siento, si lo hubiera sabido no habría sacado el tema -dice muy azorada intentando arreglarlo de alguna manera. Hace una pausa, se abraza a sus rodillas- Bueno, no sé, igual puedes verlo de alguna forma positiva. No sé la vida te clava puñales pero la herida siempre terminan por cerrar.

-¿La herida? -digo dejando salir a borbotones la sensación de ruina y agobio- Quizá el tiempo ha perdido la daga, pero queda la marca dibujada en la piel, incluso con los ojos cerrados un dedo puede recorrer el perfil de la cicatriz.

-Eso que acabas de decir es la letra de una canción.

-Pero en mi caso es cierta. -respondo casi pisando sus palabras- Aunque en realidad creo que en mi caso la herida nunca se cerrara.

-Eso crees ahora, porque todavía es muy pronto. Pero ya verás como rehaces tu vida. Eres joven. El tiempo pasará, conocerás a alguien.

-No, Marijose. No. Ella no permite que olvide. No quiere que lo nuestro termine. No se quiere apartar de mí. Y así es imposible que rehaga mi vida, que me olvide de ella, da igual el tiempo que pase.

-No te entiendo, Federico. -dice ella mirándome con tristeza- Acabas de decir que está muerta. No puede querer nada, ni te puede permitir nada ¿No te das cuenta? Entiendo tu pena pero tienes que sobreponerte y pensar con claridad. Hay cosas que no son como las vemos desde nuestra perspectiva.

-Que si me doy cuenta dices. Joder, que si me doy cuenta. ¿Te imaginas lo que es despertar en mitad de la noche y ver en la cama, junto a mí, a mi novia muerta mirándome? A ella, o a su espíritu, o su espectro, o lo que sea. Mirándome con cariño y dulzura, vale, eso me ayuda a sobreponerme al susto inicial, pero la cuestión es que tenerla ahí, tan cerca, mirándome como antes no es lo mejor para superar su ausencia.

Ella me mira un rato, quizá intentando determinar si estoy hablando en serio, o si estoy en mis cabales. Al final se da cuenta de que no estoy bromeando- ¿Quieres decir que el espíritu de tu chica se aparece en tu cama en mitad de la noche?

-En mi cama o cuando estoy leyendo un libro en la soledad del salón al atardecer, o cuando escucho música perdiéndome en la oscuridad de la noche. Aparece, me mira, sonríe con dulzura y no dice nada. No reacciona a lo que yo digo. No responde. Es como un holograma, una fotografía en 3D con movimiento pero sin voluntad que sólo viene a observarme.

-Y ¿has probado a intentar decirle lo que comentabas que se quedó sin decir? Que la quieres y la echas de menos y todo eso.

-Ya lo creo. Sí. He dicho, llorado y suplicado, esas cosas y todo lo que se me ha ocurrido, pero creo que ella no puede escucharme. Es como hablar con el personaje de una película en la tele, se limita a mirarme y a sonreír. Sonríe con esa expresión de plenitud inimitable que siempre tuvo.

Volvemos a quedarnos callados, cada uno dando vueltas a las emociones que nos ha removido la conversación sobre mis desdichas. Paramos en una gasolinera para llenar el depósito y entramos a la tienda para comprar unos refrescos y patatas fritas. Un coche de la Guardia Civil para en uno de los surtidores cercanos. Los agentes se bajan y se acercan a mi coche, lo miran con atención y entran en la tienda. Saludan pero no preguntan nada. Se sientan en la barra de la minicafetería que hay en un extremo y piden unos cafés y donuts. Marijose y yo nos miramos, aliviados.

-¿Cual es tu historia? -pregunto unos kilómetros después de la gasolinera.

-¿Mi historia? -responde Marijose apartando algunos cabellos rubios de su cara- Pues no tengo historia. O no me la sé. Sí, suena a que quiero hacerme la interesante, pero no. No es eso. No te puedo decir de dónde vengo, ni qué me pasó antes de llegar a ese pueblo. Lo que si puedo decirte con seguridad es que no me sigue ningún espíritu, ni he dejado atrás un amor como el que tú has tenido que vivir para que tu chica siga queriendo estar a tu lado, aunque sea de esa forma tan... leve.

-Pero ¿qué significa eso de que no sabes de dónde vienes? -pregunto intrigado.

-Lo único que recuerdo es que aparecí una mañana en una playa cercana al lugar en el que me has conocido. Me desperté en la arena, con la ropa mojada, una mañana de verano. No sabía donde estaba, ni recordaba mi nombre, nada de mi pasado. Empezaban a llegar familias a la playa y les pregunté donde estaba. Hablaban otro idioma, español, pero no pude enterarme de nada más. Estuve unas horas vagando por allí, intentando recordar y decidir qué podía hacer. Lo único que saqué en claro fueron algunas sensaciones que dejé que se convirtieran en certezas y las seguí, pues no tenía nada más. No me convenía ir a la policía para que me ayudaran, no me convenía intentar volver a mi pasado, no me convenía ni siquiera recordarlo. Había tenido suerte porque delante de mí tenía la oportunidad de empezar una nueva vida, con todas las ventajas y sin ningún inconveniente, ni siquiera remordimientos. Así que lo dejé estar y empecé de cero. -Hace una pausa mientras decide por donde seguir contando- Los demás detalles no son relevantes. Así fue como empecé y, bueno, ya sabes por donde voy.

-Es decir, que no sabes quién eres. Sólo que por alguna razón perdiste la memoria y apareciste en un lugar que sabes que no es el tuyo. La verdad es que tienes un leve acento extranjero, nórdico. Entonces, tú también tienes una historia diferente, lo tuyo tampoco es lo que se entiende por una vida normal.

-Sí. Es cierto. Sin embargo, no me siento perdida. Creo que venga de donde venga y haya vivido lo que sea estoy aquí por alguna razón. Siento que no es una casualidad que llegara a aquella playa en concreto, o que terminara alquilando aquel bar. Todo obedece a alguna razón que me sobrepasa, yo no puedo decidir el rumbo. Ni siquiera influir, da igual lo que haga. Estoy donde el destino quiere que esté.

-El destino. Antes pensaba que entendía eso. El concepto de destino. Pero ahora no lo entiendo, es algo que está borroso, descentrado -reflexiono en voz alta.

Llegamos a Puerto Banus y paseamos el coche por la zona del puerto bajo las atentas miradas de toda la gente que camina por allí, de los que están sentados en las terrazas. Nos divierte ser el centro de atención, la envidia de todos aquellos que en realidad no tienen nada que envidiarnos. Pero es que la envidia es así, subjetiva. Aparcamos el vehículo en un hueco que encontramos y pedimos unos batidos en la terraza de una cafetería. Miramos el puerto, los barcos blancos, que se mecen con suavidad, el leve movimiento del mar, un poco más allá. No decimos nada. Estamos allí no sé cuanto tiempo, una hora, dos. Marijose me coge de la mano y seguimos sin hablar. Pasamos allí la tarde tomando batidos. Mirando el mar.

Después seguimos la carretera, todavía en silencio, disfrutando durante muchos kilómetros la sensación de compartir el sosiego. Se hace de noche. Llega el momento de buscar algún sitio donde dormir. Estamos en la provincia de Almería en algún lugar entre dos pueblos costeros, frente a un cartel que anuncia la entrada a un parque natural.

-¿Subimos hasta el faro? -pregunta Marijose señalando al sur.

-Es de noche y la carretera parece muy estrecha y peligrosa -respondo. Pero la miro y olvido de inmediato mi temor- Vale.

El faro está en lo alto de un monte, justo delante del mar, la carretera es mucho más estrecha de lo que había imaginado. En las curvas no se ven los pequeños bloques de piedra que marcan el límite del barranco, están tan cerca que no se ven. Marijose y su lado del coche parecen estar flotando encima del mar. Un poco más arriba aún es peor, desde allí parecemos rodeados por sólo las tenues luces de los pequeños barquitos que faenan muy cerca de la costa.

Una vez arriba paramos el coche frente al mar y nos quedamos en silencio, mirando la inmensidad del cielo despejado, la luna, el mar. Enciendo la radio y suena la canción que me persigue desde que ella no está. Creo que la elige para mí. Cada vez que la escucho.





Siento un bienestar absoluto. Es una noche cálida a pesar de la leve brisa que mueve algunos los cabellos de Marijose, haciendo que terminen sobre mi hombro. Los miramos moverse sobre mi camisa a la luz de la luna llena, enorme, que domina el horizonte, y ella se recuesta sobre mi brazo. Me abraza. Miramos el mar, oscuro y poderoso, salpicado de luces amarillas que se mecen al ritmo de las suaves olas. No puedo evitar que la sensación de bienestar me adormezca, que el relax inesperado me deje abatido. Llevaba noches y noches sin apenas dormir.

-¿Federico?¿Dónde estás? -escucho la voz de mi compañera de viaje preguntar desde el coche.

-Aquí fuera. Sentado en la hierba.

Ella sale del coche desperezándose tras el breve descanso. Mira hacía mí y nos ve. No tiene miedo. Se acerca muy despacio, sonriendo. Caminando con cuidado, intentando no romper el hechizo.

-¿Es ella?¿Tú novia?

-Sí. Se llamaba Raquel.

-Da igual. Yo la voy a llamar Alma. Se llama Alma. -dice sentándose al otro lado del espectro que se mantiene junto a mí, mirándome con adoración- Alma. -dice llamándola.

-No te puede oír, Marijose.

Sin embargo, Raquel vuelve la cabeza y sonríe a Marijose, y mi corazón se vuelca, roto, del revés. Coge su mano y eso me llena de tristeza porque yo lo he intentando muchas veces y no he podido lograrlo. Su levedad se escurre entre mis dedos, como un vapor, como una nube de deseos inalcanzable.

-Alma. -repite, afirma, con suavidad Marijose, acariciando el rostro de mi amada. Bajo la luz de la luna se miran. Sus ojos brillan, anunciando unas lágrimas, y se cierran poco a poco mientras sus rostros acortan distancia muy despacio. Sus labios se rozan, se unen en un beso iluminado por un rayo de luna, oportuno y envidioso. El beso parece eterno y poco a poco la imagen espectral de Raquel se va haciendo más difusa. Va desapareciendo como diluida por la brisa. Hasta que no queda nada. Sólo el rostro de Marijose, con las mejillas arreboladas. Besando a la nada.

Entonces abre los ojos y me mira. Me mira y me sonríe con la expresión de plenitud inimitable que siempre tuvo. Ahora puedo coger su mano y su contacto me trastorna de tal forma que casi no puedo hablar.

-Te quiero -pronuncio sin pensar, acariciando su mejilla cálida cruzada por su pelo dorado- Nunca te lo dije pero quiero que lo sepas. Te quise desde el primer momento. Y luego. Y ahora también. Y siempre te querré. No podré olvidarte nunca. No te lo dije pero has sido todo para mí. Y te echo de menos. No puedes imaginar de qué forma, ni cuanto, te extraño tanto que es como un bloque de hielo entre mis pulmones -acaricio sus labios para asegurarme de que están allí de verdad-. Sólo quiero decir una cosa, que si hay alguna forma, alguna manera, te quiero de vuelta a mi lado.

Me quedo callado observando el brillo de la luna sobre las lágrimas que ruedan por sus mejillas. Me acaricia el rostro y se acerca mirando mis labios con sus ojos llenos de dulzura. Y nos besamos sin urgencias, acariciando el destino, con todo el tiempo por delante, hasta que mucho después el sol apunta en el horizonte marcando el comienzo de un nuevo día.

El deportivo se quedó allí, en lo alto de aquel monte, al pie del faro. Me gusta imaginar que sigue allí aparcado, mirando el mar, recordando la despedida de la que fue testigo. Me imagino que seguirá allí siempre para dar fe de lo que ocurrió.

Marijose no recuerda nada de aquella noche. En realidad recuerda muy pocas cosas, dada su firme decisión de no recordar. Creo que es eso por lo que es una pareja tan increíble. Sólo piensa en el ahora, no le preocupa el pasado y seguro que esa es la razón por la que no tiene miedo al futuro.

Caminamos por la playa de la mano. Solemos hacerlo muchas noches porque a ella le gusta, dice que le hace sentirse bien. Le gusta caminar sobre la arena mojada por el mar, hasta que tiene frío. Y entonces le gusta que yo la abrigue y que la abrace. Y que le cuente historias. Todo eso le trae buenas sensaciones aunque no sabe por qué.

Y a mí me gusta por el reflejo de la luna en sus ojos.

-Federico.

-¿Qué? - pregunto mientras la abrazo y froto su espalda para hacerla entrar en calor.

-Cuéntame otra vez esa historia. La de aquella vez que besé a tu novia muerta. Cuando me dijiste te quiero por primera vez.


Cowboy Junkies - The Trinity Session