Una mano cálida y suave acaricia mi mejilla, una vez, otra
vez. Abro los ojos y encuentro el rostro de Cecilia. Me doy cuenta de que es
guapa de verdad, una representación armoniosa y cálida de lo que significa la
belleza. Está desnuda, sentada sobre el jergón. Estiro una mano y acaricio sus
pechos, creo que guardaré esto siempre en mi memoria y les diré a mis nietos,
yo los acaricié. Me pregunto cómo se mantiene tan bella con más de ochocientos
años.
-Ha sido maravilloso –dice.
-¿Sí?
-Me has hecho sentir cosas que nunca imaginé que podría
sentir.
Yo soy, era, una doncella. Quiero decir que nunca… Sabía en qué
consistía esto, el acto amoroso, pero no pensaba que pudiera ser algo tan
bonito. Eres muy sensible y me gusta que seas tan romántico.
-Ah ¿sí? Pero, ¿tú y yo? ¿Siiií? ¿Cuándo? ¿Cómo es que no me
acuerdo?
-Comamos queso y hablemos. Siempre me ha gustado comer queso
después de hacer el amor.
-Pero ¿no decías que eras virgen? No es que me importe pero…
-Pues claro. No sé por qué no iba a serlo. Toma un trozo de
queso.
-Oye, no te entiendo muy bien, pero te adoro y eres muy
guapa. ¿Por qué no volvemos al jergón?
-Es inconcebible –dice el señor García-. No ha encontrado
usted mi alfiler de corbata. Claro, ha estado perdiendo el tiempo practicando
sexo con esa criatura. Menudo vigilante está usted hecho. Debería haberlo
imaginado, al fin y al cabo entró aquí a robar.
-Le puedo asegurar que busco todos los días el alfiler y
Cecilia me ayuda a menudo, a veces durante la práctica del sexo, tal es nuestra
obsesión por encontrarlo. Lo que pasa es que debe ser muy pequeño y por eso no
lo vemos. Pero no se preocupe, la quiero. No he pretendido aprovecharme de ella
en ningún momento. De hecho voy a proponerle matrimonio. Cogeré el dinero de la
caja fuerte y nos casaremos.
-Me gustaría ser el padrino. Pero es que no me fio de usted.
No hasta que encuentre el alfiler.
Cecilia me ha contado cómo fue su infancia. Ahora está
dormida sobre mi jergón mientras acaricio su pelo oscuro. Cuando era pequeña
vivía en un pequeño pueblo amurallado, en una torre de piedra, y dedicaba el
día a aprender a bordar y a cantar. Una de sus sirvientas era también su
profesora de artes y de la vida. Su padre la bajaba en volandas por las
escaleras y salían a cazar.
Un día se dio cuenta de que podía matar a un animal
sin usar el arco o la ballesta. A su padre no le gustó. Así empezó todo, luego
se volvió incontrolable. Y la mantuvieron apartada. No siente rencor hacia su
padre, ni hacia los caballeros templarios, pero le hubiera gustado ver más
mundo, viajar y ver una ciudad.
-El mundo ha cambiado mucho en estos años ¿verdad?
-Sí, bastante. Pero sobre todo a peor. No te gustaría, estoy
convencido, aunque seguro que a la humanidad le vendría bien que alguien puro y
no contaminado por el progreso le hiciera ver la decadencia y el absurdo en el
que vivimos.
-¿Buscamos el alfiler de corbata?
-Vale –digo incorporándome-. No te creerías cómo funciona el
mundo ahora, la gente se pasa el día trabajando para conseguir sobrevivir o
para comprar cosas que no necesita y así empezar a anhelar otras cosas que
tampoco les hacen falta.
-En mi niñez las cosas tampoco eran fáciles. Y hacía mucho
frío.
-Oye, una cosa que no entiendo. Si te dejaron aquí cuando
eras niña y no envejeces, ¿cómo es posible que tengas el aspecto de una mujer y
no el de la niña que encerraron aquí?
-Eso es una estupidez que dicen los de arriba, lo decían los
otros vigilantes. Sí envejezco, claro que envejezco, pero tengo el aspecto que
me gusta tener. Me cansé de parecer una niña. Y tengo esa habilidad, no sé por
qué.
-Entonces ¿puedes cambiar tu aspecto a voluntad?
-Sí, supongo que luzco como me siento –me mira con aire
divertido-. ¿Qué pasa? Te gustaría tirarte a otra diferente ¿es eso?¿quieres
que cambie de aspecto y follarte a una rubia voluptuosa?
Fernando está sentado a la mesa con el guardia al que maté
de una patada en la cabeza. No ha tenido la clemencia de colocársela en la
posición normal y está sentado de lado, para poder mirarme, dado que tiene la
cabeza muy retorcida hacia atrás.
-No te odio. He venido a decirte que te perdono y que puedes
acallar tus remordimientos. Pero eso sí, tienes que cortarte la pierna. Tiene
vida propia, tú no eres así, pero ella sí. Muerto el perro se acabó la rabia,
si te la cortas estaremos en paz.
-Ya ves qué buen tío es el guardia muerto, José Mª. Viene a
traerte la paz a pesar de lo cabroncete que fuiste con él –dice Fernando con su
expresión más razonable y sacando un serrucho enorme del bolsillo de la camisa-
Toma. Te cortas la pierna y reestableces la armonía. Fácil y justo ¿verdad?
Apenas puedo contestar con un movimiento afirmativo de mi
cabeza. Estoy sujetando mi pierna con las dos manos. Se ha desbocado cuando ha
oído hablar al guardia y está intentando volver a golpearle hasta la muerte. Y
a Fernando también.
-Qué feliz me ha hecho. Ha encontrado mi alfiler de corbata.
Esto nos reconcilia para siempre, sabía que es usted un buen tipo a pesar de su
aspecto –dice el Sr. García-. Por cierto, ¿dónde estaba?
-En el alfeizar de la ventana. Lo buscamos por todo el suelo
durante días y días, revisando cada rendija y agujerito, y resulta que estaba
allí, a simple vista.
-Bueno, qué bien. Ahora seré su padrino de bodas. Bien, no
tiene más que llevarse el dinero de la caja fuerte y fugarse con la chica a un
sitio en el que no haya muchos seres vivos, claro. Y procuré llevar mucha
comida enlatada. Y preservativos, que no me fio de usted. A saber qué clase de
mujeres frecuenta un individuo con esa pinta. Pobre chica. Y que feliz soy por
ustedes dos. Creo que les regalaré algo por la boda. Un ascenso ¡sí! Le haré
usted jefe de los informáticos.
-Pero… eso ya lo soy.
-Ah –dice contrariado y rascándose la calva- pues muy fácil.
¡Le degrado y le volveré a ascender el día de la boda!
-Quiero salir fuera, contigo –dice Cecilia entre jadeos mientras
mueve sus caderas en círculos, a horcajadas sobre mí cintura- Quiero ver la
decadencia que impera ahí fuera y explicarte lo diferente que era todo antes de
la revolución industrial y del descubrimiento de América.
-Pero... ahora sigamos con esto, no mezclemos el placer con
temas tan profundos –digo agarrando sus caderas desnudas e intentado que
aumente el ritmo. Pero ella insiste- No puede ser, no puedes salir. Tu padre
dijo que…
-Tú nunca conociste a mi padre. Si me lo prohíbes es
evidente que no podré salir, me enfadaré, me deprimiré y no volveré a hacer
esto nunca más. Tomaré el aspecto de mis ochocientos veintiocho años de edad.
No creo que te guste, te lo aseguro –dice parando en seco sus movimientos
pélvicos- Pero si salimos a dar una vuelta, sólo una vez, a partir de entonces
cada día tomaré el aspecto de la chica que más te guste.
-¡Joder! Eso no está bien. Es un puto chantaje, Cecilia.
-¿Y funciona?
-Desde luego. Y tú me gustarías siempre, con ochocientos y
con mil quinientos.
-¿Sí? –dice ruborizándose. Y satisfecha comienza a sacudir
su pelvis y a jadear mucho más alto.
Al principio todo era normal, paseábamos justo al final del
atardecer por una calle peatonal entre dos hileras de árboles de ramas
apretadas exultantes de hojas rojizas. Todo estaba muy tranquilo y los últimos
rayos de sol acariciaban nuestro agradable paseo. Ella sonreía, mirando a todas
partes con expresión fascinada, las casas, las aceras, los anuncios de las
tiendas. Entonces percibí el murmullo detrás de nosotros. Eran las hojas de los
árboles cayendo sobre el pavimento. Todas, en una lluvia intensa de color rojo
que alfombraba el suelo tras nuestro paso con una gruesa capa de hojas muertas.
La imagen me impresionó tanto que ella se dio cuenta de mi consternación y
también miró hacia atrás.
-Seguro que en el mundo sigue habiendo muchos árboles, no
pasa nada José Mª. Además me merezco esto, después de tantos años de encierro.
Al fin y al cabo no es culpa mía ¿verdad?
-Lo sé, pero es que me ha impres…
El sonido de varios golpes secos me interrumpió. Eran
pájaros que caían muertos sobre las hojas rojas, algunos casi a nuestros pies.
Enmudecí.
La noche cayó ocultando el desastre que íbamos dejando a
nuestro paso, pero aun así pude apreciar el balanceo de un pequeño perro, en
sus últimos segundos de vida. Ella se detuvo frente a un bar de copas.
-¿Qué es este sitio? ¿Por qué hay tanta gente?
-Es un bar de copas. La gente viene aquí a tomarse algo, a
charlar y a bailar.
-Quiero bailar. Me gusta esa música. Supongo que es el rock
post-industrial del que me hablaste.
-No, es muy diferente, pero lo mismo da.
-Vamos a entrar. Quiero bailar contigo.
-Se me da bastante mal. Y además no me gusta.
-Me da igual. Vamos. –dice ella tirando de mi brazo y casi
arrastrándome hacia el local.
La sigo entre la gente. Mira fascinada las luces de colores
que dan ambiente al bar, a la gente que charla a gritos, a las paredes de
colores con fotos de juergas pasadas. Roba una bebida y luego otra y otra.
-Cecilia. No deberías beber eso. Casi todo aquí tiene
alcohol del malo y tú no estás acostumbrada.
Me mira con ojos brillantes y expresión de felicidad. Me abraza
y me besa una y otra vez. Tira de mí hacia la zona en la que hay gente
bailando. Y comienza a moverse, al principio de manera un poco torpe, pero poco
a poco va cogiendo el ritmo y enseguida sus movimientos son acompasados,
sensuales, dulces y muy exagerados. Desde luego no pretende pasar
desapercibida, golpea y empuja a varias personas con su enérgico baile y la
gente empieza a mirarnos y a apartarse, entre quejas y malas caras, cada vez
tenemos más sitio libre y cada vez sus brazos abarcan más y más espacio. Su
cabeza se mueve en círculos mirando hacia el techo, los brazos son un
torbellino veloz, comienza a dar vueltas, el conjunto es armónico y acompasado
pero no tiene nada que ver con la música. Y da miedo.
Escucho el sonido de un vaso que se estrella contra el
suelo. Y antes de mirar ya sé lo que voy a ver. Un joven de gafas con jersey
amarillo se agarra el cuello mientras boquea desesperado, se retuerce, se dobla
un poco hacia adelante y cae de cara contra el suelo. Otros empiezan a mostrar los
mismos síntomas, parece que todo el mundo se ahoga a la vez. Algunos empiezan a
gritar asustados, otros se abren paso hacia la salida, pero en unos segundos
los pocos que quedan con vida están arrodillados o retorcidos, luchando por
salvar su vida sin saber cómo, ni de qué. Cuando consigo reaccionar sólo se
escucha música en el local, música y silencio, y resulta muy raro.
-Vámonos, Cecilia.
Volvamos a la torre.
-¿Ahora? ¿Ahora que estamos tranquilos? Ahora no –responde
con aire de adolescente rebelde.
-Cecilia. Soy el vigilante. Te ordeno volver a la torre. No
tienes permiso para estar más tiempo fuera. Por la autoridad que me otorga la
voluntad de tu padre te ordeno que vuelvas a la torre.
-No esperábamos esto de ti. Creímos que serías un vigilante
responsable, al fin y al cabo respondiste a la llamada –dice Elías- y, sin
embargo, la dejaste salir. Y ha muerto gente, mucha gente. Setenta y tres
personas, tío. Menudo desastre.
-Yo no sabía que esto podía pasar, de lo contrario nunca la
hubiera dejado salir. Me dijisteis que su poder sólo mataba plantas y animales,
que no causaba daño a las personas.
-Sí, pensábamos que era así. Pero la dejaste salir. Si no lo
hubieras permitido esto no habría pasado. Te enamoraste de ella, ¿verdad?. Te
implicaste demasiado y te controló –dice Elías mientras mi mirada se clava en
el suelo-. Ahora tienes que irte, has fracasado y tu castigo es vivir con ello
en tu conciencia.
-Pero no lo entiendo. Todos murieron, menos yo. ¿Por qué a
mí no me pasó nada?
-La subestimamos. No sólo puede quitar la vida a personas,
sino que además lo hace a voluntad, puede controlar su poder. Ahora vete. Ahora
mismo, antes de que cambiemos de opinión y decidamos añadir una muerte más a
este trágico episodio.
Me limpio la sangre de Antonio de la cara y al abrir los
ojos veo a los dos policías en posición defensiva, apuntándonos con sus armas.
Nos apuntan a los dos, a mí y a Lucas, que está a un lado con las manos
levantadas, con cara de sorpresa y de agobio. Antonio está muerto pero aún de
pie, entre los dos, y su cuerpo se desliza con lentitud apoyado en la puerta de
la caja fuerte. La pistola resbala de sus manos y golpea con estrépito contra
el suelo. Los dos policías están tan tensos como nosotros y reaccionan como resortes,
disparando de nuevo al cuerpo de Antonio.
Lucas aprovecha esos dos segundos para entrar en la caja
fuerte, tirando de mí. Cierra la puerta con premura y bloquea la puerta desde
dentro. Nos dejamos caer al suelo y tratamos de recuperar el resuello que la
tensión y la ansiedad nos han alterado hasta dejarnos casi ahogados.
-Joder, menuda mierda –dice Lucas- Antonio también está
muerto. De esta no nos libra nadie, vamos a la cárcel de cabeza. Pensábamos que
sería algo limpio y han muerto los dos guardias de abajo y uno de nosotros. Y
encima estamos aquí dentro, con el dinero al alcance de nuestra mano, sabiendo
que muy pronto no nos quedará más remedio que salir ahí fuera para pasar el
resto de nuestras vidas en prisión.
-De eso nada –respondo-. Hay otra puerta. Allí, en esa pared
entre las estanterías.
Me levanto e intento buscar un dispositivo que accione la
puerta por la que apareció el señor García. No lo encuentro. Entonces me quedo
parado, me doy cuenta de que quizá todo eso fue un sueño. ¿Cómo que quizá? Fue
un pensamiento fugaz y demencial que pasó rápido por mi cabeza mientras me
quitaba la sangre de Antonio de los ojos. Nada más que un pensamiento vívido,
aumentado un millón de veces por mi mente debido a la necesidad de escapar de
una situación sin salida ni vuelta atrás. Pasó un segundo y yo creí vivir una
ficción de varios días creada por mi cerebro.
-Tío, se te ha ido la pelota. No sé cómo coño ibas a conocer
una puerta secreta en este recinto si no lo habías visto antes.
-Es verdad. No sé por qué he dicho eso. Tienes razón, se me
está yendo la pinza. –comento confundido, sintiendo una gran opresión en el
corazón al darme cuenta de que Cecilia ni siquiera existe.
-Oye, no nos convendría apagar la luz –dice Antonio
señalando un interruptor que yo no había visto cerca de una estantería- Igual
así se olvidan de nosotros, ja,ja,ja.
-Un interruptor. ¡No creo que sea de la luz! –respondo
saltando hacia la estantería.
Pulso el botón y la puerta trasera comienza a moverse con
lentitud y con un roce suave, dejando un hueco a través del cual se ven los
muros de piedra iluminados por una suave luz amarillenta.
-¡Joder! –dice Lucas- O sea, que es verdad. Estoy empezando
a pensar mal de ti, no me gustan esta clase de sorpresas ¿Cómo sabías esto?
-Vamos –replico saliendo por el hueco. No pienso explicarle
nada.
Avanzamos por el pasillo, mientras mi corazón da un vuelco
tras otro pensando que de alguna forma extraña todo fue real, que quizá volveré
a ver a Cecilia y a recuperarla para siempre. Pasamos por la puerta que bloquea
el acceso a las escaleras.
-Por aquí podemos escapar –dice Lucas mientras me sujeta del
brazo-. Debemos estar en el antiguo castillo y esta escalera tiene que ser la
salida. Sólo tenemos que reventar esta puerta vieja de un par de patadas y
estaremos libres.
-Espera –respondo-, primero tenemos que ir a comprobar una
cosa. Es aquí mismo, ahí delante, en una habitación que está muy cerca.
-Pero ¿habías estado aquí antes? Explícame todo esto pero ya
–exige Lucas siguiéndome por el pasillo.
Entramos en la estancia en la que viví aquellos días tan
intensos con Cecilia. Todo está igual, salvo por los dos cadáveres que reposan,
retorcidos, en el suelo.
-Ostia. Más muertos. Mecagoenlaputa –dice Lucas apretándose
las sienes entre balanceos, cayendo de rodillas, y a punto de perder la razón-
Ostia. Ostia. Ostia. Pero si este es el señor García, tío. ¿Y quién es este
otro?
-Elías –digo sin pensar-. Un caballero templario.
-¿Queeeé? ¡No me jodas más!
Lucas se pone rojo, al principio creo que por la ira, pero empieza
a tocarse la garganta, a carraspear y a ponerse muy tenso. Boquea, intenta
tragar aire, se da golpes en el pecho, estira el cuello y comienza a
retorcerse. Hace unos ruidos muy raros, como gritos ahogados. Cae al suelo y
sus dedos crispados arañan la piedra. En unos segundos más está muerto, con los
ojos casi saliendo de las órbitas.
No lo pienso demasiado, en el fondo sé que me debería dar
pena, pero me domina la prisa por levantar la tapa de madera y encontrarme con
ella de nuevo. Es evidente que no ha sido un sueño, y ella está abajo,
esperándome, por eso no he muerto tampoco esta vez.
Consigo levantar la tapa y bajo por una escalera de mano
hecha de madera y que parece muy vieja, que cruje con cada movimiento que hago
y cada vez que piso un escalón. Tardo un tiempo en adaptarme a la poca luz que
ilumina la estancia y que proviene de una ventana aún más pequeña que la del
piso superior.
Parpadeo, atisbo entre las tinieblas y entonces la veo. Una
anciana con el pelo gris larguísimo me mira sonriente, sentada sobre un jergón.
Enciende un candil que proyecta un círculo de luz tenue a su alrededor. El pelo
blanco es tan largo que llega al suelo y se pierde bajo la cama. Su cara es tan
sólo una calavera cubierta por una fina capa de piel arrugadísima, su nariz es
muy delgada, alargada. Está desnuda y todo su cuerpo carece de volumen, casi no
tiene carne, y bolsas de piel grisácea se balancean por todas partes con cada
uno de sus movimientos. Debajo casi se transparenta
un esqueleto sujeto por músculos delgados.
-Volviste. Lo sabía, sabía que acudirías a mi llamada. Que
ellos no podrían separarte de mí.
-Cecilia. Yo… Tú… ¿qué te ha pasado?
-¿Qué me ha pasado? Nada, querido, es sólo que tengo
ochocientos años, peo ya está todo arreglado. Ahora somos libres tú y yo. Sé
que me quieres, me lo dijiste. Ya no hay razón para no mostrarme como soy, así
es como quiero que me quieras. Como soy. Ven, acércate. Soy yo.
No puedo moverme. Estoy aterrorizado por su aspecto y a la
vez siento un dolor terrible por ella, aunque no sé bien por qué.
Ella parece
exultante de felicidad.
-Ven. Hagamos el amor. Y luego saldremos fuera. Quiero saber
cómo es un cine. Y tomar algunas de esas copas y sentirme poderosa, otra vez.
Antonin Dvorak -Symphony No 9 - Ancerl / Czech Phil. |