sábado, 22 de marzo de 2014

Vuelve a llegar la primavera. Capítulo III y final.

Una mano cálida y suave acaricia mi mejilla, una vez, otra vez. Abro los ojos y encuentro el rostro de Cecilia. Me doy cuenta de que es guapa de verdad, una representación armoniosa y cálida de lo que significa la belleza. Está desnuda, sentada sobre el jergón. Estiro una mano y acaricio sus pechos, creo que guardaré esto siempre en mi memoria y les diré a mis nietos, yo los acaricié. Me pregunto cómo se mantiene tan bella con más de ochocientos años.

-Ha sido maravilloso –dice.

-¿Sí?

-Me has hecho sentir cosas que nunca imaginé que podría sentir. 
Yo soy, era, una doncella. Quiero decir que nunca… Sabía en qué consistía esto, el acto amoroso, pero no pensaba que pudiera ser algo tan bonito. Eres muy sensible y me gusta que seas tan romántico.

-Ah ¿sí? Pero, ¿tú y yo? ¿Siiií? ¿Cuándo? ¿Cómo es que no me acuerdo?

-Comamos queso y hablemos. Siempre me ha gustado comer queso después de hacer el amor.

-Pero ¿no decías que eras virgen? No es que me importe pero…

-Pues claro. No sé por qué no iba a serlo. Toma un trozo de queso.

-Oye, no te entiendo muy bien, pero te adoro y eres muy guapa. ¿Por qué no volvemos al jergón?



-Es inconcebible –dice el señor García-. No ha encontrado usted mi alfiler de corbata. Claro, ha estado perdiendo el tiempo practicando sexo con esa criatura. Menudo vigilante está usted hecho. Debería haberlo imaginado, al fin y al cabo entró aquí a robar.

-Le puedo asegurar que busco todos los días el alfiler y Cecilia me ayuda a menudo, a veces durante la práctica del sexo, tal es nuestra obsesión por encontrarlo. Lo que pasa es que debe ser muy pequeño y por eso no lo vemos. Pero no se preocupe, la quiero. No he pretendido aprovecharme de ella en ningún momento. De hecho voy a proponerle matrimonio. Cogeré el dinero de la caja fuerte y nos casaremos.

-Me gustaría ser el padrino. Pero es que no me fio de usted. No hasta que encuentre el alfiler.



Cecilia me ha contado cómo fue su infancia. Ahora está dormida sobre mi jergón mientras acaricio su pelo oscuro. Cuando era pequeña vivía en un pequeño pueblo amurallado, en una torre de piedra, y dedicaba el día a aprender a bordar y a cantar. Una de sus sirvientas era también su profesora de artes y de la vida. Su padre la bajaba en volandas por las escaleras y salían a cazar. 

Un día se dio cuenta de que podía matar a un animal sin usar el arco o la ballesta. A su padre no le gustó. Así empezó todo, luego se volvió incontrolable. Y la mantuvieron apartada. No siente rencor hacia su padre, ni hacia los caballeros templarios, pero le hubiera gustado ver más mundo, viajar y ver una ciudad.

-El mundo ha cambiado mucho en estos años ¿verdad?

-Sí, bastante. Pero sobre todo a peor. No te gustaría, estoy convencido, aunque seguro que a la humanidad le vendría bien que alguien puro y no contaminado por el progreso le hiciera ver la decadencia y el absurdo en el que vivimos.

-¿Buscamos el alfiler de corbata?

-Vale –digo incorporándome-. No te creerías cómo funciona el mundo ahora, la gente se pasa el día trabajando para conseguir sobrevivir o para comprar cosas que no necesita y así empezar a anhelar otras cosas que tampoco les hacen falta.

-En mi niñez las cosas tampoco eran fáciles. Y hacía mucho frío.

-Oye, una cosa que no entiendo. Si te dejaron aquí cuando eras niña y no envejeces, ¿cómo es posible que tengas el aspecto de una mujer y no el de la niña que encerraron aquí?

-Eso es una estupidez que dicen los de arriba, lo decían los otros vigilantes. Sí envejezco, claro que envejezco, pero tengo el aspecto que me gusta tener. Me cansé de parecer una niña. Y tengo esa habilidad, no sé por qué.

-Entonces ¿puedes cambiar tu aspecto a voluntad?

-Sí, supongo que luzco como me siento –me mira con aire divertido-. ¿Qué pasa? Te gustaría tirarte a otra diferente ¿es eso?¿quieres que cambie de aspecto y follarte a una rubia voluptuosa?

Fernando está sentado a la mesa con el guardia al que maté de una patada en la cabeza. No ha tenido la clemencia de colocársela en la posición normal y está sentado de lado, para poder mirarme, dado que tiene la cabeza muy retorcida hacia atrás.

-No te odio. He venido a decirte que te perdono y que puedes acallar tus remordimientos. Pero eso sí, tienes que cortarte la pierna. Tiene vida propia, tú no eres así, pero ella sí. Muerto el perro se acabó la rabia, si te la cortas estaremos en paz.

-Ya ves qué buen tío es el guardia muerto, José Mª. Viene a traerte la paz a pesar de lo cabroncete que fuiste con él –dice Fernando con su expresión más razonable y sacando un serrucho enorme del bolsillo de la camisa- Toma. Te cortas la pierna y reestableces la armonía. Fácil y justo ¿verdad?

Apenas puedo contestar con un movimiento afirmativo de mi cabeza. Estoy sujetando mi pierna con las dos manos. Se ha desbocado cuando ha oído hablar al guardia y está intentando volver a golpearle hasta la muerte. Y a Fernando también.



-Qué feliz me ha hecho. Ha encontrado mi alfiler de corbata. Esto nos reconcilia para siempre, sabía que es usted un buen tipo a pesar de su aspecto –dice el Sr. García-. Por cierto, ¿dónde estaba?

-En el alfeizar de la ventana. Lo buscamos por todo el suelo durante días y días, revisando cada rendija y agujerito, y resulta que estaba allí, a simple vista.

-Bueno, qué bien. Ahora seré su padrino de bodas. Bien, no tiene más que llevarse el dinero de la caja fuerte y fugarse con la chica a un sitio en el que no haya muchos seres vivos, claro. Y procuré llevar mucha comida enlatada. Y preservativos, que no me fio de usted. A saber qué clase de mujeres frecuenta un individuo con esa pinta. Pobre chica. Y que feliz soy por ustedes dos. Creo que les regalaré algo por la boda. Un ascenso ¡sí! Le haré usted jefe de los informáticos.

-Pero… eso ya lo soy.

-Ah –dice contrariado y rascándose la calva- pues muy fácil. ¡Le degrado y le volveré a ascender el día de la boda!



-Quiero salir fuera, contigo –dice Cecilia entre jadeos mientras mueve sus caderas en círculos, a horcajadas sobre mí cintura- Quiero ver la decadencia que impera ahí fuera y explicarte lo diferente que era todo antes de la revolución industrial y del descubrimiento de América.

-Pero... ahora sigamos con esto, no mezclemos el placer con temas tan profundos –digo agarrando sus caderas desnudas e intentado que aumente el ritmo. Pero ella insiste- No puede ser, no puedes salir. Tu padre dijo que…

-Tú nunca conociste a mi padre. Si me lo prohíbes es evidente que no podré salir, me enfadaré, me deprimiré y no volveré a hacer esto nunca más. Tomaré el aspecto de mis ochocientos veintiocho años de edad. No creo que te guste, te lo aseguro –dice parando en seco sus movimientos pélvicos- Pero si salimos a dar una vuelta, sólo una vez, a partir de entonces cada día tomaré el aspecto de la chica que más te guste.

-¡Joder! Eso no está bien. Es un puto chantaje, Cecilia.

-¿Y funciona?

-Desde luego. Y tú me gustarías siempre, con ochocientos y con mil quinientos.

-¿Sí? –dice ruborizándose. Y satisfecha comienza a sacudir su pelvis y a jadear mucho más alto.



Al principio todo era normal, paseábamos justo al final del atardecer por una calle peatonal entre dos hileras de árboles de ramas apretadas exultantes de hojas rojizas. Todo estaba muy tranquilo y los últimos rayos de sol acariciaban nuestro agradable paseo. Ella sonreía, mirando a todas partes con expresión fascinada, las casas, las aceras, los anuncios de las tiendas. Entonces percibí el murmullo detrás de nosotros. Eran las hojas de los árboles cayendo sobre el pavimento. Todas, en una lluvia intensa de color rojo que alfombraba el suelo tras nuestro paso con una gruesa capa de hojas muertas. La imagen me impresionó tanto que ella se dio cuenta de mi consternación y también miró hacia atrás.

-Seguro que en el mundo sigue habiendo muchos árboles, no pasa nada José Mª. Además me merezco esto, después de tantos años de encierro. Al fin y al cabo no es culpa mía ¿verdad?

-Lo sé, pero es que me ha impres…

El sonido de varios golpes secos me interrumpió. Eran pájaros que caían muertos sobre las hojas rojas, algunos casi a nuestros pies. Enmudecí.

La noche cayó ocultando el desastre que íbamos dejando a nuestro paso, pero aun así pude apreciar el balanceo de un pequeño perro, en sus últimos segundos de vida. Ella se detuvo frente a un bar de copas.

-¿Qué es este sitio? ¿Por qué hay tanta gente?

-Es un bar de copas. La gente viene aquí a tomarse algo, a charlar y a bailar.

-Quiero bailar. Me gusta esa música. Supongo que es el rock post-industrial del que me hablaste.

-No, es muy diferente, pero lo mismo da.

-Vamos a entrar. Quiero bailar contigo.

-Se me da bastante mal. Y además no me gusta.

-Me da igual. Vamos. –dice ella tirando de mi brazo y casi arrastrándome hacia el local.
La sigo entre la gente. Mira fascinada las luces de colores que dan ambiente al bar, a la gente que charla a gritos, a las paredes de colores con fotos de juergas pasadas. Roba una bebida y luego otra y otra.

-Cecilia. No deberías beber eso. Casi todo aquí tiene alcohol del malo y tú no estás acostumbrada.

Me mira con ojos brillantes y expresión de felicidad. Me abraza y me besa una y otra vez. Tira de mí hacia la zona en la que hay gente bailando. Y comienza a moverse, al principio de manera un poco torpe, pero poco a poco va cogiendo el ritmo y enseguida sus movimientos son acompasados, sensuales, dulces y muy exagerados. Desde luego no pretende pasar desapercibida, golpea y empuja a varias personas con su enérgico baile y la gente empieza a mirarnos y a apartarse, entre quejas y malas caras, cada vez tenemos más sitio libre y cada vez sus brazos abarcan más y más espacio. Su cabeza se mueve en círculos mirando hacia el techo, los brazos son un torbellino veloz, comienza a dar vueltas, el conjunto es armónico y acompasado pero no tiene nada que ver con la música. Y da miedo.

Escucho el sonido de un vaso que se estrella contra el suelo. Y antes de mirar ya sé lo que voy a ver. Un joven de gafas con jersey amarillo se agarra el cuello mientras boquea desesperado, se retuerce, se dobla un poco hacia adelante y cae de cara contra el suelo. Otros empiezan a mostrar los mismos síntomas, parece que todo el mundo se ahoga a la vez. Algunos empiezan a gritar asustados, otros se abren paso hacia la salida, pero en unos segundos los pocos que quedan con vida están arrodillados o retorcidos, luchando por salvar su vida sin saber cómo, ni de qué. Cuando consigo reaccionar sólo se escucha música en el local, música y silencio, y resulta muy raro.

-Vámonos, Cecilia. Volvamos a la torre.

-¿Ahora? ¿Ahora que estamos tranquilos? Ahora no –responde con aire de adolescente rebelde.

-Cecilia. Soy el vigilante. Te ordeno volver a la torre. No tienes permiso para estar más tiempo fuera. Por la autoridad que me otorga la voluntad de tu padre te ordeno que vuelvas a la torre.



-No esperábamos esto de ti. Creímos que serías un vigilante responsable, al fin y al cabo respondiste a la llamada –dice Elías- y, sin embargo, la dejaste salir. Y ha muerto gente, mucha gente. Setenta y tres personas, tío. Menudo desastre.

-Yo no sabía que esto podía pasar, de lo contrario nunca la hubiera dejado salir. Me dijisteis que su poder sólo mataba plantas y animales, que no causaba daño a las personas.

-Sí, pensábamos que era así. Pero la dejaste salir. Si no lo hubieras permitido esto no habría pasado. Te enamoraste de ella, ¿verdad?. Te implicaste demasiado y te controló –dice Elías mientras mi mirada se clava en el suelo-. Ahora tienes que irte, has fracasado y tu castigo es vivir con ello en tu conciencia.

-Pero no lo entiendo. Todos murieron, menos yo. ¿Por qué a mí no me pasó nada?

-La subestimamos. No sólo puede quitar la vida a personas, sino que además lo hace a voluntad, puede controlar su poder. Ahora vete. Ahora mismo, antes de que cambiemos de opinión y decidamos añadir una muerte más a este trágico episodio.



Me limpio la sangre de Antonio de la cara y al abrir los ojos veo a los dos policías en posición defensiva, apuntándonos con sus armas. Nos apuntan a los dos, a mí y a Lucas, que está a un lado con las manos levantadas, con cara de sorpresa y de agobio. Antonio está muerto pero aún de pie, entre los dos, y su cuerpo se desliza con lentitud apoyado en la puerta de la caja fuerte. La pistola resbala de sus manos y golpea con estrépito contra el suelo. Los dos policías están tan tensos como nosotros y reaccionan como resortes, disparando de nuevo al cuerpo de Antonio.

Lucas aprovecha esos dos segundos para entrar en la caja fuerte, tirando de mí. Cierra la puerta con premura y bloquea la puerta desde dentro. Nos dejamos caer al suelo y tratamos de recuperar el resuello que la tensión y la ansiedad nos han alterado hasta dejarnos casi ahogados.

-Joder, menuda mierda –dice Lucas- Antonio también está muerto. De esta no nos libra nadie, vamos a la cárcel de cabeza. Pensábamos que sería algo limpio y han muerto los dos guardias de abajo y uno de nosotros. Y encima estamos aquí dentro, con el dinero al alcance de nuestra mano, sabiendo que muy pronto no nos quedará más remedio que salir ahí fuera para pasar el resto de nuestras vidas en prisión.

-De eso nada –respondo-. Hay otra puerta. Allí, en esa pared entre las estanterías.

Me levanto e intento buscar un dispositivo que accione la puerta por la que apareció el señor García. No lo encuentro. Entonces me quedo parado, me doy cuenta de que quizá todo eso fue un sueño. ¿Cómo que quizá? Fue un pensamiento fugaz y demencial que pasó rápido por mi cabeza mientras me quitaba la sangre de Antonio de los ojos. Nada más que un pensamiento vívido, aumentado un millón de veces por mi mente debido a la necesidad de escapar de una situación sin salida ni vuelta atrás. Pasó un segundo y yo creí vivir una ficción de varios días creada por mi cerebro.

-Tío, se te ha ido la pelota. No sé cómo coño ibas a conocer una puerta secreta en este recinto si no lo habías visto antes.

-Es verdad. No sé por qué he dicho eso. Tienes razón, se me está yendo la pinza. –comento confundido, sintiendo una gran opresión en el corazón al darme cuenta de que Cecilia ni siquiera existe.

-Oye, no nos convendría apagar la luz –dice Antonio señalando un interruptor que yo no había visto cerca de una estantería- Igual así se olvidan de nosotros, ja,ja,ja.

-Un interruptor. ¡No creo que sea de la luz! –respondo saltando hacia la estantería.
Pulso el botón y la puerta trasera comienza a moverse con lentitud y con un roce suave, dejando un hueco a través del cual se ven los muros de piedra iluminados por una suave luz amarillenta.

-¡Joder! –dice Lucas- O sea, que es verdad. Estoy empezando a pensar mal de ti, no me gustan esta clase de sorpresas ¿Cómo sabías esto?

-Vamos –replico saliendo por el hueco. No pienso explicarle nada.
Avanzamos por el pasillo, mientras mi corazón da un vuelco tras otro pensando que de alguna forma extraña todo fue real, que quizá volveré a ver a Cecilia y a recuperarla para siempre. Pasamos por la puerta que bloquea el acceso a las escaleras.

-Por aquí podemos escapar –dice Lucas mientras me sujeta del brazo-. Debemos estar en el antiguo castillo y esta escalera tiene que ser la salida. Sólo tenemos que reventar esta puerta vieja de un par de patadas y estaremos libres.

-Espera –respondo-, primero tenemos que ir a comprobar una cosa. Es aquí mismo, ahí delante, en una habitación que está muy cerca.

-Pero ¿habías estado aquí antes? Explícame todo esto pero ya –exige Lucas siguiéndome por el pasillo.
Entramos en la estancia en la que viví aquellos días tan intensos con Cecilia. Todo está igual, salvo por los dos cadáveres que reposan, retorcidos, en el suelo.

-Ostia. Más muertos. Mecagoenlaputa –dice Lucas apretándose las sienes entre balanceos, cayendo de rodillas, y a punto de perder la razón- Ostia. Ostia. Ostia. Pero si este es el señor García, tío. ¿Y quién es este otro?

-Elías –digo sin pensar-. Un caballero templario.

-¿Queeeé? ¡No me jodas más!

Lucas se pone rojo, al principio creo que por la ira, pero empieza a tocarse la garganta, a carraspear y a ponerse muy tenso. Boquea, intenta tragar aire, se da golpes en el pecho, estira el cuello y comienza a retorcerse. Hace unos ruidos muy raros, como gritos ahogados. Cae al suelo y sus dedos crispados arañan la piedra. En unos segundos más está muerto, con los ojos casi saliendo de las órbitas.

No lo pienso demasiado, en el fondo sé que me debería dar pena, pero me domina la prisa por levantar la tapa de madera y encontrarme con ella de nuevo. Es evidente que no ha sido un sueño, y ella está abajo, esperándome, por eso no he muerto tampoco esta vez.

Consigo levantar la tapa y bajo por una escalera de mano hecha de madera y que parece muy vieja, que cruje con cada movimiento que hago y cada vez que piso un escalón. Tardo un tiempo en adaptarme a la poca luz que ilumina la estancia y que proviene de una ventana aún más pequeña que la del piso superior.

Parpadeo, atisbo entre las tinieblas y entonces la veo. Una anciana con el pelo gris larguísimo me mira sonriente, sentada sobre un jergón. Enciende un candil que proyecta un círculo de luz tenue a su alrededor. El pelo blanco es tan largo que llega al suelo y se pierde bajo la cama. Su cara es tan sólo una calavera cubierta por una fina capa de piel arrugadísima, su nariz es muy delgada, alargada. Está desnuda y todo su cuerpo carece de volumen, casi no tiene carne, y bolsas de piel grisácea se balancean por todas partes con cada uno de sus movimientos. Debajo casi se transparenta un esqueleto sujeto por músculos delgados.

-Volviste. Lo sabía, sabía que acudirías a mi llamada. Que ellos no podrían separarte de mí.

-Cecilia. Yo… Tú… ¿qué te ha pasado?

-¿Qué me ha pasado? Nada, querido, es sólo que tengo ochocientos años, peo ya está todo arreglado. Ahora somos libres tú y yo. Sé que me quieres, me lo dijiste. Ya no hay razón para no mostrarme como soy, así es como quiero que me quieras. Como soy. Ven, acércate. Soy yo.

No puedo moverme. Estoy aterrorizado por su aspecto y a la vez siento un dolor terrible por ella, aunque no sé bien por qué. 
Ella parece exultante de felicidad.


-Ven. Hagamos el amor. Y luego saldremos fuera. Quiero saber cómo es un cine. Y tomar algunas de esas copas y sentirme poderosa, otra vez.

Antonin Dvorak -Symphony No 9 - Ancerl / Czech Phil.

sábado, 15 de marzo de 2014

Vuelve a llegar la primavera. Capítulo II.

De repente me doy cuenta de que dentro de la caja fuerte hay luz. Eso no tiene sentido, ¿para qué hace falta una luz cuando la caja está cerrada?. Quizá se ha estropeado el mecanismo que la apaga o hay un interruptor que pulsar antes de cerrar. Supongo que mi cabeza busca cualquier cosa en que ocuparse, algo con lo que escapar de la terrible realidad y de las perspectivas de un futuro muy desgraciado que me espera tras la puerta. Quizá también por eso  me pregunto por qué no hay una estantería en la pared del fondo, es una pérdida absurda de espacio, sobre todo viendo lo cargadas que están las dos estanterías laterales.

Juraría que esa pared del fondo se está moviendo, que una parte se echa hacia atrás y se desliza a un lado.

-¡Portillo! Vaya. No le esperaba a usted, pensé que vendría Lucas Mansilla –dice el señor García mientras entra en la caja fuerte por esa puerta secreta.

-¿Qu.. qu… queeé? –atino a decir con dificultad.

-Que pensé que vendría el Sr Mansilla. Lucas, ya sabe –explica el hombre con tranquilidad-. Fue a él al que dejé ver el contenido de la caja y sabía que la codicia le podría. No me imaginaba que arrastraría a otros de su misma calaña.

-Yo... Nosotros… No queríamos. Sólo queríamos…

-Me ha parecido escuchar disparos. Ha habido problemas ¿no? ¿Los vigilantes?

-No. La policía. Mataron a Antonio y han capturado a Lucas –explico mientras intento calmarme.

-Vaya, todavía eran más. Menuda panda de traidores tengo contratada. Bueno, me da igual. Está usted aquí y con eso es suficiente, lo mismo da uno que otro.

-No entiendo. ¿Qué quiere decir? –pregunto confundido.

-Le he dicho que dejé a Lucas que viera el interior de la caja, porque sabía que vendría a por el dinero. Es decir, que quería que viniera, por eso lo hice. En realidad me daba igual que fuera él u otro, así que usted me vale perfectamente.

-¿Le valgo? ¿Para qué? De todas formas… ¿No se da cuenta? Estaré en la cárcel muy pronto.

-Me vale usted para sustituirme. ¡Por fin! –dice sonriente.

-¿Sustituirle? Quiere decir ¿cómo director?

- No, imbécil. Para elegir un nuevo director utilizaría otro procedimiento ¿no cree? Me va a sustituir como vigilante. Venga conmigo –me ordena mientras vuelve a desaparecer por el hueco en la pared trasera.

Me levanto con torpeza y salgo tras él tropezando. Avanzamos por un estrecho pasadizo de paredes de piedra iluminado con bombillas amarillentas. Se ve muy antiguo, debe ser de la época en que aquella parte del edificio era un castillo. El pasillo se cruza con otros pasillos, con una verja metálica que impide el acceso a unas escaleras de caracol que descienden en una espiral empinada, y pasamos a través de otro muro deslizante, que da acceso a otro largo pasillo que por fin desemboca en una sala amplia, también de piedra, decorada de forma muy parca al estilo medieval, un jergón, una mesa y una silla muy toscas son el único mobiliario, y hay una minúscula ventana, casi una abertura en una de las paredes, que deja entrever la noche. En mitad de la estancia se ve una trampilla de madera en el suelo.

-Nunca me ha visto usted fuera de mi despacho –dice el Sr. García mirándome-. Eso es porque no he salido de aquí hace ciento cincuenta y tres años. En todo ese tiempo no he pasado más allá de mi despacho.

-No le entiendo. Es imposible que tenga usted tantos años.

-No sólo es posible sino que además lo va a comprobar usted en sus propias carnes –dice mirándome muy serio-. Esa tapa de madera en el suelo. Ella vive ahí, debajo. Hay que vigilar para que no salga, si hay un vigilante siempre obedecerá.

-¿Ella? ¿Tiene a alguien encerrado ahí abajo? ¿Desde hace ciento cincuenta y tres años? Me está tomando el pelo. No, no, no, que va, está usted chiflado.

-Te lo explicaré con calma. Sí, igual que me lo explicaron a mí. Eres el vigilante, mereces eso al menos –dice el viejo haciendo una pausa que me parece dramática de verdad-. Verás, esta mujer, la que está ahí abajo, tiene poderes. Poderes destructivos. Es una fuerza dañina, superior a la naturaleza, una forma de catástrofe que no se ha conocido después. Nació con esas capacidades oscuras, al parecer. Pero también es inocente y sin malas intenciones. Claro que no hacen falta intenciones cuando se tienen ciertos poderes.

Ella nació hace… bueno, no sé cuándo con exactitud, hace cientos de años, casi seguro que más de ochocientos. Su padre era un noble con buenas relaciones, propietario de muchas tierras y adinerado. Enseguida se dio cuenta de que su hija no era normal, que desarrollaba poderes portentosos y terribles, con una capacidad de destrucción caprichosa e impredecible. Intentó ayudarla con los conocimientos médicos de la época pero fue en vano. Tras convencerse de que era imposible sanarla decidió ponerla en manos de la orden de los Templarios, entre los que contaba con algunos amigos. Ellos tampoco encontraron la forma de controlar todo aquella fuerza pero consiguieron convencerla, quizá con engaños, y la encerraron aquí con la promesa de que por siempre estaría segura y protegida por un vigilante designado por su padre.

A veces ella sale por esa trampilla, con ganas de ver el mundo de nuevo, pero en ausencia de su padre necesita el permiso del vigilante para salir al exterior y éste tiene el deber de convencerla para que permanezca en su aposento. Si no hubiera un vigilante ella volvería al mundo exterior para desplegar un grado desconocido de horror y destrucción. No es necesario obligarla, ni utilizar la fuerza, basta con decirle que aquí estará protegida y segura, lejos de la mala influencia del mundo que hay fuera. Con eso y poco más es suficiente. Pero el vigilante debe estar siempre aquí, no se puede alejar más allá del despacho, de lo contrario ella podría salir a la calle, causando daño y dolor por doquier.

Durante estos años el puesto de vigilante ha pasado de una persona a otra y cada guardia se ha extendido por diferentes periodos de tiempo. Depende de la suerte, cuando llegue hasta aquí otro voluntario ese será el momento de tu relevo. Esa era la razón por la que quería atraer hasta aquí a Lucas, porque ya estaba harto de ser el vigilante, mi guardia ha sido una de las más largas. Debe ser verdad que somos una estirpe de protectores que lo llevamos en los genes, nos vemos atraídos por el castillo y por esta habitación, por ella. Ya lo ve, Lucas no ha aparecido y sin embargo usted ha sido llamado de una forma impredecible.

-Ha sido casual que yo terminara encerrado en la caja fuerte. No he venido porque me sintiera atraído, sino para robar el dinero. Su dinero .

-Pero estás aquí ¿no? Y dime la verdad, no te sientes capaz de negarte ¿o sí?

-No es que no quiera negarme. Es que no puedo salir ahí fuera porque pasaría el resto de mis días en la cárcel.

-¿Lo ves? ¿Te das cuenta? ¿Acaso no es perfecto?

-Y se supone que debo quedarme aquí hasta que llegue otro, quizá dentro de cien años. O nunca. Y de qué viviré. Si no puedo salir moriré de hambre y de sed. Y ella igual ¿de qué se supone que vive? ¿Cómo explica eso?

-La orden sigue existiendo y todavía tiene muy presente que es necesario mantener a esta mujer bajo custodia, en esta torre milenaria oculta ahora tras las fachadas de aluminio y cristal de un edificio corporativo. Ellos proveerán todo lo que necesites, comida, alimentos, lectura, medicinas, poco más hace falta aquí.

-Entiendo, no me faltará de nada para sobrevivir, pero es que sobrevivir sin más no me parece una perspectiva muy atractiva. 

-Siempre puedes salir fuera. Y pasar el resto de tu vida en una prisión.

-Que viene a ser lo mismo que esto.

-En absoluto. Esto no es una prisión, no es un castigo sin sentido. Es una esperanza, un purgatorio. La forma para que condenados como tú o yo lleguemos al Paraíso, al Cielo.

-Que es hacía dónde se dirige usted ahora, claro.

-Exacto.

-Y con toda esta novela de princesas y caballeros me quiere convencer de que ha vivido aquí 153 años.

-No te tengo que convencer. Lo vas a comprobar salvo que tengas mucha, mucha suerte.

-Da lo mismo. Esos tíos, los polis, conseguirán entrar en la caja fuerte más temprano que tarde y llegarán hasta aquí para llevarme a la cárcel.

-Entrarán en la caja fuerte, encontrarán la puerta falsa hasta la zona del torreón medieval, pero llegarán a las escaleras de caracol que dan a la calle, la verja estará abierta, y concluirán que has huido por ahí. Con eso bastará, no te buscarán más por aquí.

-Y ¿cómo explica lo otro? Lo de que ha sobrevivido aquí tantos años.

-He pasado aquí mucho tiempo, pero yo no sólo he sobrevivido. Yo aquí he vivido. Supe manejar bien mis obligaciones, combinándolas con otras cosas, en las últimas décadas con la gestión de la corporación, y mi tiempo aquí ha sido activo, entretenido e interesante. Tú verás cómo lo quieres hacer, es cosa tuya. Yo ahora moriré. Para ir a un lugar mejor. Es todo lo que puedo decir. En tu caso será igual si cumples con tu obligación –dice el anciano levantándose con la clara intención de marcharse para siempre.

-No se vaya. Aún tengo preguntas. Sobre ella. ¿Cuáles son sus poderes? ¿Qué es eso tan terrorífico que hace?

-Yo no lo he visto pero cuando comencé mi guardia me explicaron que ella tiene un poder sobrenatural e incontrolable, una fuerza capaz de destruirlo todo, y así lo creo. La conocerás pronto. Es tímida, bella y dulce. Se mantiene joven, como todo aquí, dentro de la torre. No te impliques con ella. Convéncela de que su sitio está ahí abajo y el tuyo aquí arriba. Eso es lo que ordenó su padre, todo lo demás no importa. Volverá de vez en cuando, pero está educada al estilo de su época y siempre podrás hacerla entrar en razón con esos argumentos. Las demás dudas que puedas tener las resolverá el tiempo.

De repente el señor García empieza a parecerme más anciano, más decrépito y envejecido, aunque también parece alegre y feliz. Siempre me pareció un amargado y ahora, ahora es como uno de esos viejecitos sonrientes que a veces se ven por la calle, alegres y contentos, seguros a pesar de, o quizá por, lo que tienen detrás, o delante.

-Adiós, vigilante.

El viejo desaparece entre los muros de piedra y me quedo sólo en la habitación, admirado por el giro que han tomado los acontecimientos en tan sólo unos minutos. De la expectativa de ser millonario pasé a ser un asesino, luego pensé que sería un preso por el resto de mis días y resulta que ahora soy “el vigilante”. No entiendo del todo que ha ocurrido, por un momento siento la urgencia de saber qué ha pasado con Antonio, creo que está muerto, y con Lucas, creo que está detenido, y con Fernando, creo que no podrá librarse. ¿Y yo? Parece que estoy seguro, aunque atrapado en esta situación absurda, que no sé si de verdad puede extenderse por tiempo indefinido o si durará sólo un minuto más.

Me siento en la silla observando la estancia, las paredes de piedra maciza, ennegrecida en algunos puntos y desconchada en otros, el jergón de madera con un colchón que parece relleno de algún material abultado e incómodo, la mesa tallada de forma tosca en madera de roble. En el centro de la estancia está la trampilla que impide la salida de aquella mujer tenebrosa que lleva encerrada ahí los últimos 800 años, es un conjunto de madera y metal de aspecto pesado y sólido. Los goznes están envejecidos y el borde de la tapa está lleno de polvo y porquería, pegado al suelo, es seguro que no se ha levantado desde hace muchos, muchos años. Quizá no recibiré su visita tan pronto como pensaba el señor García.

Paso las primeras horas de mi guardia tratando de entender mi situación, empezando a creer que nadie va a venir a detenerme. Camino por la habitación, dando vueltas, miro por el pequeño ventanuco, una parodia de ventana en ese muro tan espeso y macizo, pero sólo veo el cielo estrellado y algunos árboles rodeados de oscuridad. Sigo dando vueltas, me siento en la silla, camino otro rato, me tumbo en el jergón. Estoy más tranquilo creo que no van a conseguir localizarme, me tranquilizo, empiezo a aburrirme.

De pronto escucho unos pasos que se acercan a la habitación y me levanto alerta, pensando que son los policías. Busco algún lugar en el que esconderme pero no lo hay. En el hueco de la puerta aparece un hombre joven vestido con vaqueros y camiseta negra. Me sonríe.

-Hola. Me llamo Elías. Soy caballero templario y le daré asistencia durante su estancia aquí. Cualquier cosa que necesite se la traeré siempre que no transgreda las normas. Nada de electrónica, ni alcohol, tabaco, drogas o pornografía. Por lo demás casi todo es posible.

-O sea que eres tú el que me mantendrá vivo, me traerá la comida, el agua y todo eso.

-Así es. Pero también haré muchas cosas más, lo que sea para ayudarle a cumplir su misión.

-Podríamos empezar por aclarar algunos aspectos que no han quedado del todo claros –digo.

-¿Por ejemplo?

-Mientras esté aquí ¿no envejeceré?

-¿Quién le ha dicho semejante memez?

-El señor García –respondo.

-¿El viejo? Qué cabrón. Siempre que puede se descuelga con algún detalle demencial para reírse a costa del prójimo ¿Qué le dijo?

-Me dijo que había permanecido aquí, de guardia, durante 153 años.

-Qué cachondo. Pues no. Es mentira. Estuvo aquí 25 años, que ya son bastantes –explica Elías.

-Entonces, también es mentira lo de la mujer que lleva 800 años encerrada ahí debajo ¿no?

-Pues resulta que esa parte es cierta. Lleva ahí 800 años, en su caso es verdad, ella no envejece. Está cautiva por una buena razón, para evitar que sus poderes causen destrucción allí donde vaya. De vez en cuando sube e intenta convencer al vigilante para que la permita salir. Su misión es impedirlo. Basta con que le explique que es el vigilante designado por su padre y que está aquí para protegerla.

-Vaya –digo rascándome la barbilla con resignación- O sea que todo eso es verdad. Y ¿cuáles son esos poderes tan terribles?

-Destruye la vida, los seres vivos, sólo con pasar cerca –dice Elías con ánimo oscuro-. A los humanos no nos afecta, pero todo lo demás muere a su paso, animales, plantas, todo.

-Entendido. Suena bastante mal. Y ¿en qué consiste su poder?¿cómo es que no afecta a los humanos?

-Nadie lo sabe. Le basta con saber que no debe salir de aquí –dice Elías-. Bien, pasemos a la lista de cosas que necesita.

El joven templario se marcha poco después y vuelvo a quedarme sólo en la habitación. Empiezo a encontrarme agotado, mareado y con una gran sensación de irrealidad, seguramente a causa de la tensión de los últimos días. Me tumbo en el jergón y cierro los ojos.



Me despierto algunas horas después. Hay una jarra de agua, queso y pan sobre la mesa. Como un poco mientras mi mirada vaga por el suelo, la trampilla, los goznes de acero, y empiezo a pensar en esa chica que lleva tanto tiempo allí abajo. Sin envejecer, tantos años sin poder salir ¿Qué hará? ¿Le quedará algo en que pensar?

Me parece captar un movimiento, un temblor en la tapa, miro los goznes que empiezan a girar. Intento espabilarme, debo haberme quedado dormido. Pero la tapa se levanta con una lentitud casi dolorosa, una mano blanca y delgada se apoya en el borde y poco a poco sale una joven de melena morena, de piel clara y aspecto delgado pero saludable. Sus ojos verdes destilan timidez y se debate entre la curiosidad y el miedo.

-Soy José Mª –digo sin pensar mientras me incorporo- El nuevo vigilante. No hace falta que salgas de aquí. Estás bien en el castillo. Es un lugar seguro. Y es lo que quiere tu padre.

-José Mª es un nombre que suena raro, sobre todo para un vigilante. Yo me llamo Cecilia. Tengo hambre ¿puedo coger un poco de eso? –dice sentándose en la silla.

-Claro. Pero luego tienes que volver a tu habitación ¿Ok?

-¿Vas a hablar conmigo a veces? Me gusta hablar. Me apetece, algunas veces.

-Bueno, por mi bien –digo sintiendo yo ahora la timidez por alguna razón que no comprendo.



Me despierto atravesado sobre el jergón. Es de día. Salto de la cama al recordar a la chica, salió anoche por la trampilla ¿cómo he podido dormirme? ¿Y si ha escapado?¿Y si ya está fuera destruyendo los geranios del vecindario? Seguro que entonces me largan de aquí rápido o me entregan a la policía. Tengo que comprobarlo, corro hacia la trampilla y me arrodillo para levantarla, pero justo entonces escucho un murmullo atenuado por la tapa, es la voz de la chica, Cecilia dijo que es su nombre, cantando una canción antigua. Suspiro aliviado, parece que no se ha escapado, debe ser verdad que no puede salir sin mi permiso.
Vuelve Elías y me trae unas revistas de coches, de música y un par de libros. También algo de comida, fruta y cosas así.

-Aquí tienes lo que me pediste.

-¿Yo? ¿Seguro? No me gustan los coches, ni me interesan las revistas de  música, y nunca leería ensayos como estos, deben ser un coñazo ¿No tienes algún comic?

-Pero si ayer me dijiste…



Cecilia sale por la trampilla y me sonríe. Se sienta en la silla con los pies sobre el borde del asiento ¿cómo hacen eso algunas mujeres? Enreda y desenreda uno de sus mechones negros sobre su dedo índice y de vez en cuando me mira con timidez.

-Ahora me apetece hablar –comenta- ¿A ti?

-¿A mí? A mí también. Sí, sí, hablamos si quieres. De algo.

-Mejor será que no me preguntes que hice ayer –dice sonriendo- Esto es bastante monótono.

-No, no, claro. Podemos… no sé, conocernos un poco. Yo te puedo hablar de mí si quieres. Bueno, si te interesa, vamos.

-Claro. ¿Eres de por aquí?

-Sí –hago una pausa para tragar saliva y me doy cuenta de que de alguna forma esta chica me intimida, me cohíbe- Soy, soy de una zona cercana de la ciudad. De un barrio de por aquí.

-Ah, eso está bien pero ¿cómo es una ciudad?



El señor García se sienta en la silla y me pide que le escuche atentamente. Después carraspea un rato y me mira con seriedad.

-El otro día me olvidé de decirle algo. Algo importante –comienza.

-Ya. ¿No será alguna tomadura de pelo como lo de los 153 años que pasó aquí?

-No, no, no. Nada de eso. Sólo quiero que sepas que estoy muy decepcionado. Me he dado cuenta de que no viniste aquí para ayudar, sólo querías mi dinero. Tengo casi decidido que llamaré a la policía.

-No puede hacer eso. Soy el vigilante. Si me encierran no podré cuidarla –digo señalando la tapa de madera en el suelo.

-Pues que la cuide Elías.

-Pero no puede hacerme esto. Además sé demasiado, no se puede arriesgar a que lo cuente fuera de aquí.

-Es verdad. Te perdono. Bueno, te perdono sólo si encuentras mi alfiler de corbata. Se me cayó un día por aquí. Si lo encuentras estamos en paz, tan amigos.



Doy vueltas por la habitación mirando al suelo atentamente, intentando localizar el alfiler del señor García. Cecilia hace lo mismo caminando en dirección contraria.

-¿Sabes? Me gustaba mucho tocar la mandolina. Mi padre se pasaba horas escuchando mis canciones.

-Pero ¿había mandolinas cuando tú eras joven?

-Pues no sé, no me acuerdo. Canto muy bien, tengo una voz dulce pero con tensión.

-Sí. Te escuché un día a través de la trampilla –comento.

-¿Tienes problemas de oído?

-No, que yo sepa.

-Entonces te gustarán mis canciones. Si quieres un día subo la mandolina y toco algo ¿Qué tipo de música te gusta?

-Sobre todo la música rock post-industrial.

-Ah, ¡qué bien! Cuando era niña sabía algunos temas, te van a encantar.



Fernando se sienta en la mesa y me mira con expresión de miedo y cansancio. No se ha afeitado en varios días y su ropa está arrugada y algo sucia.

-Tío, no sé cómo la pudimos cagar de esa forma. Manda cojones, con lo bueno que era el proyecto –dice con amargura- Lo que más me jode es que se cargaran al Antonio. Yo le metí en la movida, él era sólo una pieza, un peón, no le dijimos que se estaba jugando la vida.

-Sí. Ha sido una desgracia, todo ha salido fatal. Pero no te culpes, ni siquiera estabas allí cuando le dispararon.

- No, no, si yo no me culpo. La culpa es tuya, eso está claro. Tú le diste la patada al guardia. Los demás no queríamos matar a nadie pero a la primera de cambio tú sacaste tus ansias asesinas en plan karateca y una vez que empieza a morir gente puede caer cualquiera. Así que le tocó a Antonio.

-Hombre, no niego lo del guardia pero si Antonio no se hubiera puesto a disparar las cosas hubieran sido diferentes.

-Me gustaría creerte, pero es que luego te escondiste aquí y dejaste tirado a Lucas –hace una pausa y me mira-. Le están torturando ¿sabes? Para que diga dónde estás. Le tienen atado a uno de esos tornos medievales y el padre de la chica esa de abajo le da latigazos con un cable incandescente. Es horrible.

-Podría salir, soltarle del potro y ponerme yo en su lugar. Nadie notaría la diferencia –digo con tristeza.


Beethoven - Symphony No 7 - Reiner - Chicaco Symphony Orchestra



sábado, 1 de marzo de 2014

Vuelve a llegar la primavera. Capítulo I.

-Pero qué chorras haces, joder, si te lo están diciendo y en toavia.

La frase la suelta ese tipo gordo y sucio que ha reclutado Fernando. Me pone de los nervios, como toda la gente de clase baja, no lo voy a disimular. No porque lo sean, que también, sino porque lo demuestran en sus rasgos primitivos cada vez que hablan, cada vez que se sacan el calzoncillo del culo, cada vez que se rascan el sobaco o la entrepierna, cada vez que se ríen como bufones semi-deformes, cada vez que abren la puta boca llena de comida a medio masticar. Joder, no le aguanto. Pero Fernando tiene razón es único abriendo cerraduras. Da lo mismo cómo sean, con una ganzúa, unos alambres o  un trozo de hierro es capaz de abrir cualquier cosa. Coloca la oreja peluda en la puerta, mueve un poquito sus dedos obesos y la puerta se abre.

Con las cajas fuertes tiene la misma habilidad. El dice que las siente, que no es que tenga ninguna técnica especial, ni se trata de algo que le hayan enseñado o haya aprendido él solito con la práctica. Es sólo que coloca su oreja en la puerta, mueve la rueda y la caja fuerte le susurra algo cuando llega a la posición adecuada. Dice que los cierres confían en él, que el secreto está en inspirar confianza. Y es verdad que en cierta forma la inspira, porque es uno de esos tipos que jamás van a contar algo que no deben, da igual que les guste o no lo que vean o lo que signifique. Si no hay que contarlo pues no se cuenta, de ninguna forma, bajo ningún concepto. Son del todo confiables pero esa confiabilidad no nace de la virtud, sino de la ignorancia, de la pura burrería. Alguien le dijo de pequeño que ciertas cosas no se cuentan. Y no se cuentan.

Me ha apartado de la puerta con un presión firme de su manaza sobre mi hombro. Pega la cara grasosa contra la puerta y mete en la cerradura algo que parece uno de esos clips metálicos de oficina, pero estirado y con forma de anzuelo en un extremo. Cierra los ojos, mueve la mano un poquito, sonríe con satisfacción, mueve un poco más la mano y la puerta se abre. Joder, ni diez segundos y yo llevaba por lo menos 3 minutos intentándolo.

-José Mari no te empeñes. Está claro que esta parte la debe hacer Antonio –dice Fernando señalando al gordo- Tiene una habilidad especial para las cerraduras. Colega, como seas igual con las tías te debes poner morado.

-No, eso no se me da igual de bien –dice Antonio el gordo con expresión sincera y simplona.

-Bueno. Entonces ya no hay más discusión. Cada uno tiene asignada su parte. Es lo mejor para que el plan resulte bien, todos tendremos nuestra responsabilidad, cada uno hará la parte que se le da bien y se ocupa sólo de lo suyo. Dejamos a los demás que hagan lo que les toca sin entrometernos ¿Entendido? –dice Lucas mirándome y esperando mi respuesta.

-Entendido. Sólo quería probar. Está claro que el tal Antonio tiene un don para esto. Es su parte, yo me ocuparé de lo que me toque y le dejaré hacer lo suyo.

-Bien –prosigue Lucas-. Entonces vamos a repasar cada paso del plan y definimos de forma clara y precisa las responsabilidades de cada uno.

Se nota cada vez que habla que está acostumbrado a mandar y a organizar. A pesar de que es un tío bien educado y respetuoso no puede evitar dirigirse a todos con cierto grado de autoridad, casi dando órdenes. Siempre es así, aunque se trate de elegir el desayuno en una cafetería.  Ha sido director comercial de la empresa durante diez años y lo tiene tan interiorizado que incluso organiza en equipos de trabajo a su familia para optimizar el esfuerzo de hacer la cena, recoger y limpiar la cocina con eficiencia. Es un tío simpático cuando se pone, sobre todo con los clientes y la gente de fuera, pero luego, en el día a día, es muy reservado. Eso marca una distancia con el resto y en el fondo es algo que también impone cierto respeto. A veces me da un poco de apuro hablarle, cuando está tan concentrado en su interior, parece que si le interrumpo voy a romper algo, a inmiscuirme en su intimidad, a ser indiscreto.

Fernando es diferente. No es tan inteligente pero es más simpático, tiene un aire aristocrático, de buena familia, de esos que parecen pertenecer a una estirpe bien alimentada durante siglos, pero a la vez da la sensación de ser un tío sencillo y accesible, de gustos mundanos. Cuenta con más habilidad para hacer amistades y para caer bien desde el primer minuto, pero carece del carisma que rezuma Lucas. Quizá es por eso que se quedó en jefe de ventas y que no demuestra ninguna aspiración por ascender, aunque teniendo a Lucas por encima se trataría de una utopía. Fernando y yo somos amigos más allá de la empresa, nos unen ciertas cosas, afinidades, opiniones, aficiones, cosas que hacen sólida una relación de amistad. Bromeamos mucho, nos reímos de todos, de nosotros, y eso aparte de ser sano une bastante a la gente.

El tal Antonio es un montador de los que mandamos a las obras, no le conocía hasta que Fernando nos lo presentó como el tío de total confianza al que debíamos incorporar al equipo para resolver el problema de “la accesibilidad”. A mí no me gustó la idea y a Lucas tampoco pero había que resolver de una forma fiable la cuestión de abrir puertas, la caja, y aunque yo cuento con ciertas habilidades son insuficientes para afrontar con garantías suficientes esa tarea. No vaya a ser que en lugar de una venganza justiciera este “proyecto”, como lo denomina Lucas, se convierta en una puta masacre para los vengadores.

El proyecto en cuestión empezó de una forma más bien tonta, sobre todo si pensamos que habíamos pasado muchos años trabajando juntos sin haber tocado el tema, sin hablar claro sobre aquello que nos disgustaba, que distorsionaba el ambiente de trabajo. Un día, en el despacho de Lucas, Fernando y yo estábamos explicándole un problema que había surgido con el servidor de datos, que es mi responsabilidad dado que soy informático. Después de un rato  la conversación fue derivando y acabamos desahogándonos, expresando el malestar que los tres sentíamos por las decisiones que en los últimos tiempos se habían tomado, los recortes, los despidos, el cierre de departamentos, todo sin ninguna explicación por parte del director y propietario de la compañía. No era una sorpresa, pues siempre había existido una sombra de desprecio por los empleados y por su trabajo en muchas de las decisiones que el director de la compañía tomaba, tanto en las consideradas buenas como en las que eran malas. En todas subyacía algo que producía compasión por algunos y miedo por todos, faltaba humanidad y respeto en la forma en la que se decidían muchas cuestiones.

Ninguno hemos mantenido mucho trato con el director de la compañía, ya que es una persona distante y poco dada al roce diario. Jamás le he visto fuera de su despacho. Si por alguna razón tenemos que hablar con él siempre estamos pendientes de su estado de ánimo, de sus cambios de humor para no tener un problema. Todos le llamamos Sr. García y así nos referíamos a él cuando hablábamos entre nosotros.

El caso es que aquel día en el despacho de Lucas terminamos soltando toda la frustración acumulada durante aquellos años de incomprensión, de sorpresa por la frialdad con la que se decidían algunas cosas, por la falta de consideración que demostraban algunas decisiones. Y así empezó todo. Las primeras críticas nos llevaron a establecer la costumbre de juntarnos para desahogar nuestra frustración, para comentar las injusticias, las decisiones que considerábamos errores o actos casi inhumanos. 

Hasta que un día Lucas nos contó que había estado en el despacho del Sr. García y había visto la caja fuerte. Había sido producto de un despiste de la secretaria del director, que dio paso a Lucas antes de que su jefe estuviera preparado, así que pudo ver que pulsando un botón bajo la mesa del Sr. García se accionaba un panel que hacía las veces de pared y detrás aparecía la puerta de una gigantesca caja fuerte, que más bien parecía la entrada a una habitación. El director abrió la caja mientras Lucas todavía pasaba desapercibido en el dintel de la puerta y ante éste apareció un recinto repleto de billetes.

Empezamos a fantasear con aquella fortuna. Sabíamos que era el dinero de las ventas que se cobraban al contado, sin factura, que terminaba llegando al director y que se acumulaba allí. Siempre supusimos que el dinero desaparecía, que se lo gastaba en su vida o en la de su familia, pero no, estaba almacenado en el gran despacho de la última planta. No teníamos una idea exacta de la cantidad de dinero que podía haber pero por las explicaciones de Lucas debía de ser una enorme cantidad, quizá 15 ó 20 millones de euros. Al principio todo surgió así, como una fantasía, jugábamos con la idea de lo bien que nos sentiríamos si pudiéramos robar el dinero como venganza, aunque luego lo tiráramos al río o lo repartiéramos entre todos los empleados maltratados, o con la posibilidad de crear con esa fortuna una nueva empresa que hundiría a esta y que dejaría al desalmado Sr. García cenando en el comedor de pobres.

Pero de tanto hablarlo aquello fue calando y tomando forma y de pronto teníamos un plan, una idea que podría funcionar para robar el dinero. El proyecto. Y una vez que estábamos convencidos de que era posible, se convirtió en realidad. Asaltaríamos el castillo, nunca mejor dicho porque la empresa está ubicada en un edifico que se erigió aprovechando las ruinas de un antiguo castillo que se suponía había sido un centro de poder del orden templario. No se ve mucho del antiguo edificio pero la fusión de la fachada de vidrio ultramoderna con la piedra milenaria deja una imagen impresionante.

-A las diez de la noche todos menos Fernando nos reuniremos en la calle trasera, justo en la esquina que lleva al parque –dice Lucas que está comenzando a repasar el plan-. Esa calle siempre está llena de camiones aparcados así que podremos avanzar hasta la verja de atrás sin ser vistos. José Mª se encargará de anular la única cámara que vigila la valla y entonces la cortaremos con un cortafríos que llevará Antonio. Pasaremos dentro y entre las sombras nos dirigiremos a la puerta trasera del edificio lejos del alcance de la cámara de video.  

Entonces avisaremos a Fernando con un SMS y estrellará el coche robado por  Antonio contra la furgoneta de los dos guardias de seguridad que siempre está aparcada frente a la entrada principal y se dará a la fuga. Si el coche se estropea se marchará a pie, corriendo. Los guardias saldrán y entonces podremos forzar la puerta de atrás. Esto también lo hace Antonio. Sonará la alarma pero los vigilantes estarán fuera, en la entrada principal, comprobando lo que ha pasado con su coche y no podrán ver cómo entra José Mª y desactiva la alarma y la cámara de video. Para cuando los guardias vuelvan a su puesto la alarma ya no sonará y no podrán ver nada con las cámaras. Aunque vayan a revisar la zona ya estaremos subiendo por las escaleras de servicio fuera de peligro.

En esas escaleras no hay cámaras hasta el cuarto piso pero todas las puertas que dan al interior de las oficinas estarán bloqueadas con un cierre electrónico. No hay problema, abriré la del tercer piso con la tarjeta de seguridad de la secretaria del Sr. García que sustraeré esa misma tarde. Será fácil pues siempre se la deja colgada de la solapa del abrigo que cuelga en el armario del vestíbulo, no me verá cogerla.

En el interior de las oficinas no hay cámaras pero Antonio tendrá que abrir una puerta de cerradura tradicional por cada piso pues estarán cerradas todas las que dan acceso a las escaleras interiores. No podemos utilizar ascensores en ningún caso pues estarán parados y con las puertas abiertas abajo, frente a los guardias de seguridad. Bien, así nos abriremos paso hasta el piso séptimo. Allí sí hay cámaras. José Mª se encargará, tendrá que conectar el portátil que dejaremos preparado y oculto tras las macetas que hay en la entrada a la planta, interceptará la señal de las cámaras y la sustituirá por la grabación que tiene preparada.

No hay alarma en el piso. Accionaremos el mecanismo de la puerta, Antonio abrirá la caja y llenaremos las mochilas sólo de billetes de 500. Hay más que suficiente así que del resto pasamos. Después salimos por dónde hemos venido. Nos recoge Fernando con la furgoneta de alquiler. ¿Hay alguna duda?

-No –dice Antonio con seguridad mientras yo niego con la cabeza.

-Bien –prosigue Lucas- Sólo quedan algunas recomendaciones de las de obligado cumplimiento. Llevaremos guantes en todo momento, no queremos dejar huellas. También llevaremos pasamontañas, no sólo por la cámara de la puerta trasera que nos puede grabar al forzar la puerta sino también porque nos pueden coger por causa de algún reflejo traicionero en un cristal, un espejo, etc… no nos la vamos a jugar. También conviene llevar un plumífero o abrigo grueso, oscuro, que impida que alguien nos identifique por la forma de andar o algo por el estilo.

Por último, el dinero se quedará escondido en el garaje de mi casa. Al día siguiente iremos a trabajar con toda normalidad y al siguiente también. Así durante un año, entonces repartiremos la pasta y cada cual que haga lo que le parezca. Ninguno comentará nada con nadie, ni antes, ni después, ni nunca. Jamás.

El día del proyecto comienza con normalidad, igual que cualquier otra jornada de trabajo, pero se hace eterno, larguísimo, y con cada movimiento en las mesas cercanas me sobresalto pues la absurda idea de que los de seguridad vienen a detenerme porque han descubierto el plan leyendo mi mente o algo así rebota dentro de mi cráneo sin parar. Voy a comer con Fernando pero apenas hablamos, a él le pasa igual que a mí. Está asustado y nervioso, le ha dado por creer que algo se nos ha escapado y que todo puede salir mal, está acojonado. ¿Y si nos descubren? Si la cagamos este sea nuestro último día de trabajo.

Por la tarde vemos pasar a Lucas entre las mesas, nos dedica media sonrisa, supongo que significa que ya tiene la tarjeta de seguridad de la secretaria. Subo al último piso y reviso algunas conexiones de la red y aprovecho para dejar bien escondido el portátil entre las plantas del vestíbulo.

Al llegar a mi casa me visto con ropa de deporte y salgo a correr. No quiero estar demasiado cansado por lo que no quiero forzar mucho, pero necesito soltar presión así que termino corriendo más tiempo del previsto. Cuando llego a casa tengo los minutos justos para comer algo improvisado, vestirme y salir.

La noche es ya oscura y cerrada mientras llego a la zona del parque y aparco mi coche. Veo una camioneta de alquiler, supongo que es la que ha conseguido Lucas para trasladar el dinero hasta su coche, aparcado en las afueras. Camino hasta la esquina en la que hemos quedado a las diez y cuando me acerco percibo una sombra que espera junto a un árbol y unos pasos que avanzan tras de mí. Lucas ya está esperando, apoyado con aspecto tranquilo en el tronco de un gran castaño y Antonio saluda por lo bajo unos metros más atrás. Nos miramos y no decimos nada. Avanzamos ocultos por los grandes camiones aparcados por toda la calle y llegamos a la valla.

Me encaramo con facilidad a un árbol y saco del bolsillo un spray de pintura negra con el que anulo la lente de la cámara que en lo alto de un poste vigila la malla metálica. Cuando vuelvo a la posición de mis compañeros Antonio ya ha cortado un buen trozo de la verja así que pasamos con mucha facilidad. Nos movemos con sigilo y precaución entre los contenedores y las sombras que salpican el patio trasero y nos paramos bajo la cámara que apunta a la puerta trasera.

Lucas manda el SMS a Fernando y enseguida escuchamos un fuerte estruendo. Antonio fuerza la puerta con manos nerviosas, está sudando como un gorrino y las manos le tiemblan, la ganzúa se resbala entre los gordos dedos húmedos, y no termina de atinar. Lucas traga saliva, yo ni siquiera puedo. Antonio pega la oreja a la puerta y al fin consigue abrirla. Se escucha un pitido intermitente a lo lejos, viene de la zona de la entrada. Paso el primero, abro el cajetín eléctrico y desconecto la cámara exterior y la alarma. El sonido cesa. Los tres respiramos aliviados. Nos disponemos a subir las escaleras pero entonces escuchamos unas voces que parecen entrar por la puerta principal, la voz de Fernando. Algo va mal.

Nos quedamos paralizados, nadie había previsto algo así. Lucas nos hace una señal para que esperemos allí quietos, mientras él va a investigar el origen de aquellos gritos y el motivo por el que Fernando está allí hablando con los guardias y no corriendo hacia la furgoneta.  Vuelve en pocos segundos con cara de preocupación.

-Le han cogido. Está cojeando. Parece que se hizo daño en el choque. Ahora le están interrogando, parece que todavía no saben que trabaja aquí. Y ahora ¿qué hacemos? –dice Lucas desesperado.

-¡Eh! troncos, que nadie se me amilane ahora, que hay que ayudar al colega –dice Antonio- Aquí como en apocalipse nau, no se abandona a nadie.

-No. Todavía estamos a tiempo de salir por dónde hemos venido y aquí no ha pasado nada –propongo- No tienen nada contra él, salvo el accidente. Le dejarán marchar.

-No, nada de eso, si nos vamos nos cogerán –dice Lucas- Se darán cuenta. Demasiadas casualidades, la cámara pintada, la valla rajada, la alarma y la cámara desconectadas. Mañana sabrán que Fernando trabaja aquí y no les costará mucho hilar las cosas. Si lo dejamos así estamos acabados.

-Entonces ¿qué hacemos? –pregunto con nerviosismo.

-Liberarle, por mis cojones –dice Antonio dirigiéndose ya hacia la entrada principal.

Avanzamos por el pasillo que lleva al vestíbulo y nos apostamos tras una de las grandes columnas, escuchando las voces que ahora son más nítidas. Preguntan a Fernando si está borracho, quieren entender cómo ha podido colisionar contra su furgoneta en aquella zona amplia y despejada. El dice que ha sido un despiste, un accidente estúpido y sin importancia.

Yo estoy muy acojonado y se me nota. Antonio y Lucas se miran y se reparten por señas a los guardias. Salen los dos corriendo del escondite tratando de coger por sorpresa a los vigilantes pero éstos intuyen el peligro y se dan la vuelta justo a tiempo para oponer resistencia. Antonio golpea a uno de los guardias con un puño que cae a toda velocidad una y otra vez, como un mazo terrible. Fernando y Lucas se enfrentan al otro guardia, intentando reducirle entre los dos. Sin decidirlo comienzo a correr hacia allí poseído por el pánico y la desesperación, por el camino decido ayudar a Antonio a reducir al hombre contra el que pelea, aunque en realidad no necesita mucha ayuda pues le tiene de rodillas casi sin sentido, a merced de sus mazazos. Pero estoy tan fuera de control que la tensión me sale a borbotones por la boca, al alcanzarles lanzo una patada terrible contra la cabeza del guardia y se escucha con nitidez un espeluznante crac que sale de sus cervicales.

Todos nos quedamos quietos, observando la cabeza del hombre revirada hacia atrás en un ángulo deforme e imposible. Está muerto, no hace falta preguntar. Entonces el otro guardia se revuelve y consigue zafarse de los brazos de mis compañeros, extrae la pistola de la cartuchera con gran rapidez y nos apunta mientras se dirige a la salida, medio ciego por la sangre que cae de las heridas que cubren su cara. Entonces se escucha un disparo, sólo uno, contundente y helador, y el guardia cae hacia atrás como golpeado por un gigantesco bate de béisbol, con el cráneo reventado por la bala. Antonio sujeta con firmeza el arma del otro vigilante.

-Joder, ¡qué mierdaaaa! –dice Fernando- Nos hemos cargado a los dos. Cooooño, ¿para qué tenías que darle esa patada? Tío, tío, tío. Menudo marrón. Y ahora ¿qué? Nos largamos ¿no? Vámonos pero ya.

-Estamos hasta el cuello –responde Lucas- Ya nos la hemos jugado, lo peor está hecho, que nos llevemos o no la pasta no va a agravar el tema. La cogemos y nos piramos. No hay ninguna diferencia, los guardias están muertos de todas formas y no vamos a dejar más evidencias de las que ya hayan podido quedar.

Antonio empieza a arrastrar los cuerpos de los guardias tras el mostrador de seguridad para que no se vean desde la calle. Limpia la sangre con las chaquetas de los cadáveres pero sólo consigue extender las manchas. Los demás le observamos atontados y en silencio hasta que Fernando interviene.

-Tienes razón. De perdidos al río. Está movida no es por nuestra culpa, no somos asesinos, estos dos gilipollas se han puesto en medio en el peor momento. Venga vamos a por la pasta.

-Tú tienes que ir a por la furgoneta, pero estás cojo.

-Sí, me he hecho daño en el choque con la furgoneta, por eso me han cogido esos dos gilipollas, pero estoy bien, puedo coger la furgoneta y recogeros en el punto de encuentro sin problemas. 
Puedo conducir. Os espero allí. Venid con la pasta ¿vale? –dice mientras sale arrastrando la pierna por la puerta principal.

Antonio, Lucas y yo proseguimos con el plan. Todavía tengo la sangre helada por el sonido de las vértebras quebradas del guardia pero consigo sobreponerme gracias a la tensión necesaria para retomar el plan original. Subimos corriendo por las escaleras de servicio hasta el tercer piso y Lucas acciona la cerradura con la tarjeta de la secretaria de dirección. Durante un largo segundo no sucede nada pero después la puerta hace un clic y se despega un centímetro del marco. Entramos en las oficinas. Huele familiar, igual que los días que me quedo a trabajar hasta tarde, casi me dan ganas de sentarme en mi mesa y empezar a trabajar. La rutina y la mediocridad me parecen tan seguras ahora que estoy a punto de decirles a los otros que sigan ellos solos, que yo me voy a poner a revisar un router que parece que no funciona del todo bien.

-Vamos, José Mª, no te quedes atontado –dice Lucas dándome un empujón.

Antonio va abriendo las puertas de todos los pisos sin demasiados problemas, aunque sigue pareciendo mucho más nervioso de lo que demostraba en los ensayos. Llegamos a la séptima planta, es mi turno, conectar el portátil para interponer sus imágenes en la red de video. Pero empiezo a pensar que es absurdo ahora que no hay vigilantes.

-No hace falta poner el video falso ¿no? Total no hay guardias, nadie lo puede ver. Nos basta con inutilizar las cámaras. Nadie se va a dar cuenta ahora y así no nos grabarán –digo todavía sobrecogido por el encuentro con los guardias.

-Claro –dice Lucas mirándome con preocupación.

Saco el spray de pintura y rocío las lentes de las tres cámaras de seguridad que vigilan el despacho. Lucas tantea bajo la mesa y acciona el botón que despeja la puerta de la enorme caja fuerte. 

Los tres nos quedamos mirando impresionados aquella mole de acero gris que parece inexpugnable, adornada con dos ruedecitas llenas de números y una enorme palanca de apertura.

Antonio se pone manos a la obra. Pega la oreja en la puerta metálica y comienza a dar vueltas a las ruedecillas, suda copiosamente y unos hilillos húmedos resbalan por la plancha de acero. Respira ruidosamente, carraspea, tose, no se puede concentrar. Me ha parecido escuchar algo, un sonido que viene del piso de abajo. Lucas también mira a la puerta del despacho. Nos miramos. Parece que no ha sido nada.

-Vamos, deprisa. No tenemos toda la noche –dice Lucas, pero 

Antonio no consigue concentrarse. Le aparto de un empujón y comienzo a manipular las ruedas, pruebo una, dos, tres combinaciones pero no consigo nada. Sin embargo, a la cuarta los cerrojos interiores se abren con un chasquido. Acciono la palanca de apertura y la puerta emite un leve crujido y se abre con un movimiento lento y controlado.

Entonces sucede algo inesperado. Dos policías de uniforme entran en el despacho gritando, dando el alto y exigiendo ver nuestras manos arriba. Lucas se queda tan paralizado como yo, no entendemos cómo han llegado esos agentes, quizá han escuchado el disparo, puede ser que pasaran por allí y hayan visto el coche estampado contra la furgoneta. Pero Antonio no está nada paralizado, el instinto primitivo de supervivencia está mucho más vivo en él dado que es un ser más primario. Todavía tiene la pistola. Dispara dos disparos a cada lado pero los agentes están bien entrenados y ruedan por el suelo en una buena demostración de agilidad, uno de ellos dispara una tanda de atronadores disparos mientras se incorpora de nuevo y alcanza al gordo en el pecho y la cabeza, dejando un salpicado de sangre por todas partes.

Lucas sigue en estado de parálisis y sólo alcanza a levantar las manos entre torpeza y temblores, pero yo consigo reaccionar, quizá gracias a las gotas de sangre que me han caído en la cara, y sin pensar entro rápido en la caja fuerte, cierro la puerta y giro la palanca interior, dejando la puerta bloqueada. Luego me doy cuenta de que es absurdo, no tengo escapatoria, tarde o temprano tendré que abrir, saldré y me atraparán. Iré a la cárcel, cómplice de asesinato. Qué digo cómplice, acusado de asesinato. Yo me cargué al primer guardia. Me siento abatido. 

Qué mal ha salido todo, con lo bueno que era el plan. Me resbalan lágrimas por la cara, estoy deprimido por la presión y la angustia, dándome cuenta de lo que he hecho, del nefasto error que cometimos con la idea del proyecto, de las oportunidades desaprovechadas para abandonar cuando todavía no habíamos hecho daño a nadie.


Me siento en el suelo entre las estanterías que cubren las dos paredes y que están repletas de billetes morados. Qué absurdo me parece ahora el dinero. Qué tonto fui al dejarme llevar por la idea de conseguir una vida fácil con sólo unos minutos de esfuerzo, decorándola con el altruismo de la justicia. 


Extremoduro - Para todos los públicos