Al levantarme del suelo vi otra vez mi
cuerpo desarmado contra las rocas. Tal y como había supuesto los
cangrejos se estaban cebando con él. Miré hacia arriba, hacia el
hueco en el acantilado. No me explicaba qué había podido fallar,
esta vez estaba segura de que mi zapatilla no había resbalado y
tampoco había tomado demasiada elevación. Quizá fue una tensión
excesiva en los músculos de las piernas.
El siguiente intento no fue mejor. Ni
tampoco el siguiente. Ni el décimo. Hice una lista de los factores a
controlar, rozamiento, tensión, elevación, impulso, fuerza del
viento y un largo etcétera de inutilidades que de ninguna forma
explicaban por qué no era capaz de saltar 70 centímetros, cuando
siempre había sido capaz de dar saltos de varios metros si cogía
carrerilla. Estas reflexiones me hicieron pensar en los saltadores de
longitud que había visto en las pruebas populares de mi ciudad, así
que intenté aplicar su técnica. Volví al camino y me paré
bastantes metros antes del agujero, corrí a grandes zancadas, voté
en varios largos pasos para coger impulso y justo a la distancia
reglamentaria di un salto perfecto que seguramente me hubiera dado el
bronce o la plata en alguna competición oficial, pero que aquí sólo
me sirvió para caer con bastante fuerza por el hueco y sentir otro
¡croc!.
Sentada junto a mi cadáver repasé el
salto una y otra vez. Había sido perfecto, pero al elevarme y
avanzar sobre el hueco había notado como una barrera y había caído.
No. Había sido succionada por el agujero. Sí, eso era. Una especie
de fuerza natural hacía que todo lo que pasara sobre el agujero
cayera hacia abajo sin remedio.
No sabía qué hacer, así que me
acerqué a comentarlo con el viejo, por si me daba alguna pista. Esta
vez prescindí de la vergüenza y me mostré en todo mi desnudo
esplendor sin tapujos, esperando así mejorar su humor y que se
mostrara más comunicativo que la última vez. El se deleitó con la
mirada durante varios minutos.
-Bueno, ya vale -dije- Ya es
suficiente, que no he venido a esto ¿sabe?
-Entonces ¿a qué has venido, bonita?
¿A mirarme a mí? Es verdad, yo también estoy desnudo. Un poco
mayor quizá, pero tampoco me conservo tan mal, el aire del mar es un
poco agresivo para la piel y eso, pero tengo buen colorcillo y estoy
bastante sano en general, salvo por...
-Oiga, que me da lo mismo. No me había
fijado. Está desnudo, vale. Me da lo mismo. Quiero saber una cosa
-dije intentando no mirar las partes delicadas de su desnudez que
hasta entonces apenas había apreciado-. He saltado por el mismo
agujero por el que caí la primera vez. He saltado varias veces.
Muchas. Y no consigo salvar el hueco. Me he dado cuenta de que hay un
efecto de succión que impide llegar al otro lado y quizá usted sepa
cómo pararlo, así podría volver a mi vida. Hay una lápida que
anuncia el paso a la vida, así que de alguna forma se tiene que
poder cruzar.
-¿Y para qué quieres cruzar si ya
estás aquí? - preguntó él con gesto de incomprensión.
-Pues para seguir haciendo mi vida.
-¿Y por qué no empiezas ahora tu
siguiente vida? Tarde o temprano volverás a estar aquí de todas
formas.
-Tarde o temprano son conceptos
distintos. Mire, tengo que arreglar algunas cosas en mi vida... real.
Cosas que me han quedado por hacer, cosas que todavía no había
terminado, cosas que quiero corregir.
-Todo eso son paparruchas, niña.
Cuando una etapa termina, empieza otra y punto. No entiendo por qué
algunos os empeñáis en intentar corregir cosas o terminarlas, lo
importante es terminar la etapa, aprobar, con eso vale, a nadie le
importa que saques matricula de honor.
-Bueno, pues entonces quiero volver
para coger algunas cosas. Algo de ropa y eso. Mi cepillo de pelo, mis
libros de historia, una rebequita.
-Pero ¿qué dices mujer? Aquí no
puedes traer nada de eso. En esta etapa no hace falta nada de la vida
anterior. Mira, sólo tienes que seguir la carretera que hay a mis
espaldas y llegar a la playa. Allí están las hostess. Ellas te
situarán en tu nueva existencia y te explicarán cómo seguir
adelante.
-No. Quiero volver -repetí-.. Seguro
que puede hacerse porque hay dos lápidas, una en cada dirección, no
puede tener otro sentido.
-Pero no sabes las connotaciones que
tiene volver una vez que has cruzado. Tienes que entender que la
medida del tiempo es diferente y...
-¡Quiero volver!¡Ahora!
-Vale, vale. Cómo tú quieras.
Terminarás aquí otra vez, eso te lo aseguro. Y por tu propia
voluntad. Es difícil adaptarse a aquello que has vivido antes, una
vez que has estado aquí. La medida del tiempo es muy diferente. Allí
todo va muy rápido y sin embargo aquí el tiempo es algo natural, lo
marca el mecanismo universal -Le miré intentando expresar que me
importaban muy poco todas esas mandangas- Vale, vale, no te enfades.
Tienes que soplar, soplar hacia abajo mientras saltas. Eso expresará
tu voluntad de cruzar a la vida de nuevo.
-Me está tomando el pelo ¿no? -dije
con una sonrisa incrédula-. Tengo que creer que voy a vencer a una
fuerza capaz de neutralizar un potente salto de categoría
olímpica... con un soplido.
-Exacto.
-¿Y qué pasa con mi cuerpo? El que
está en las rocas.
-Te lo llevarás, aquí no puedes dejar
nada. Si decides que estás de paso te llevas lo que has traído
-respondió con indiferencia-. Total, vas a volver igual.
Me despedí del viejo y volví a
recorrer el sendero a toda velocidad hasta la lápida que indicaba el
paso a la vida. Desplegué un salto normal, sin muchos cálculos ni
preocupaciones y cuando estaba en el aire sople hacia el agujero con
todas mis fuerzas. Pisé el suelo al otro lado y de la emoción
trastabillé y rodé un par de metros enredada en mis ropas, volvía
a estar vestida. Me levanté de un salto y cuando comprobé que era
verdad, que había vuelto a cruzar, grite de la emoción, levanté
los brazos y alcé la cabeza al cielo, salté, bailé y me reí. Eso
sí, con mucho cuidado para no volver a caer por el acantilado.
Luego, empecé a sentir un raro
cosquilleo por algunas partes y varios cangrejos empezaron a caer de
mis ropas deportivas, de las mangas largas de mi blusa blanca con
lazo azul al cuello y de los bajos de mis knickerbockers azules a la
altura de la rodilla. Uno de aquellos bichejos corría por mi cuello,
intenté darle un manotazo pero salió disparado hacia mi cara y me
mordió la nariz con una de sus pinzas, haciéndome sangre al
instante. Aullé de dolor y tiré de aquel bicho, pero no me soltaba,
así que tuve que arrancarle la pinza que cortaba mi nariz y lo lancé
con todas mis fuerzas hacia el interior del bosque gritando “vuelve
ahora solito hasta el mar, pedazo mamón”.
Me palpé la nariz para comprobar la
herida, que no era muy grande aunque sí dolorosa, y al hacerlo me di
cuenta de que el resto de mi cuerpo estaba bien, no tenía nada roto,
ni estaba descoyuntado, ni tenía ningún daño aparte de la
mordedura del cangrejo. Es decir, que había vuelto a la vida como si
no hubiera pasado por la surrealista experiencia de la caída. Me
sacudí la tierra y coloqué bien mis bombachos, bajándolos, para
situarlos en su sitio, bien ceñidos a la rodilla, y una vez
adecentada, a paso ligero, comencé a recorrer el camino de vuelta a
casa.
Llegué al bosque y lo atravesé otra
vez inquieta, temiendo que alguna fuerza oculta me devolviera al
fondo del acantilado. Salí a la zona despejada y llegué hasta el
punto en que el camino pasaba del rojo al naranja, en una zona
boscosa menos densa que la anterior. Y llegué hasta la escalera que
bajaba a la cala de arena blanca y vi que había bastante gente.
Entonces caí en la cuenta de que era de día y el sol estaba
empezando a calentar con fuerza, parecía que eran las once de la
mañana o algo así. Esto me dejó muy descolocada pues calculaba que
habían transcurrido un par de horas desde que había pasado por allí
y había visto a los últimos playistas disfrutando el atardecer.
Recordé lo que dijo el viejo, que el tiempo era diferente aquí, más
rápido y que quizá eso significaba que un par de horas allí eran
como catorce o quince aquí.
Aliviada por esta reflexión me paré
un momento a descansar mientras observaba a las personas que ocupaban
la pequeña cala. Y me quedé helada. Casi todo el mundo estaba
desnudo, hombres, mujeres, niños. Algunas mujeres llevaban una
especie de taparrabos impúdico y también unos cuantos hombres
tapaban sus partes delicadas con taparrabos de colores ridículos.
Pensé decepcionada que a fin de cuentas no había conseguido volver
a mi vida, sino que estaba atrapada en la siguiente etapa, como la
llamaba el viejo, entre personas desnudas que también habían debido
caer por el acantilado o algo parecido. Me había hablado de una
playa en la que estaban las hostess, o algo así, pero señaló tras
su espalda, justo en dirección contraria, así que no podía
tratarse de la misma cala. Bajé las escaleras con ánimo de entablar
conversación con aquellas gentes para aclarar aquel entuerto.
Me adentré en la playa y me acerqué a
un grupo de jovenes desnudos que retozaban tan tranquilos degustando
unos bocadillos y bebiendo de unos cilindros de colores, mientras
charlaban muy animados. Observé que estaban rodeadas por todo tipo
de objetos extraños, maderas pintadas con grandes letras y extraños
dibujos de muchos colores, gafas enormes de un extraño material y un
dispositivo que emitía estridentes sonidos que conformaban un estilo
de música que nunca había escuchado. Uno muy rítmico y potente,
que a pesar de su incongruencia me gustaba, y enseguida mis caderas
empezaron a balancearse de lado a lado bajo la tiranía de aquel
ritmo apasionante, pero tuve que dejarlo para hablar con aquellas
gentes que empezaban a fijarse en mi persona.
-Buenos días, tengan ustedes -dije
intentando no mirar sus zonas vergonzantes al descubierto-. Todos se
callaron y me miraron. Miraron mi cara, mis ropas, mis grandes
zapatos de carrera y me hicieron sentirme tan incómoda como hizo el
viejo del puerto y eso que ahora estaba vestida. Pensé que si
alguien tenía algo de que avergonzarse serían ellos y no yo, a fin
de cuentas yo estaba vestida y ellos desnudos como si de individuos
primitivos se tratase.
-¿De qué vas vestida, piba? -dijo un
hombre joven de largas melenas y velludo cuerpo, por suerte oculto de
forma parcial por un fino y minúsculo taparrabos. Aunque, a decir
verdad, realzaba más de lo que cubría.
-Ah, sí, lo siento -dije avergonzada-
Son mis ropas deportivas, estaba practicando actividades deportivas.
Lamento semejante desaliño pero me he acercado a ustedes por una
cuestión de emergencia -dije sin poder evitar puntualizar acto
seguido- Aunque, bueno, en cualquier caso el ambiente aquí es
“relajado” ¿no?
-Pues ya me contarás, llevamos aquí
desde las 10 de la mañana dándole a las latitas de cerveza, ya te
digo que estamos relajados. Por cierto, ¿quieres una birra? ¿Y un
poco de Betadine? Que te veo que sangras por esa herida tan fea de la
nariz. Alguna piedra traicionera en el camino ¿no? Joder, pues te ha
quedao la cara echa un cristo. Tienes la garrocha que parece un globo
electrostático.
-¿Un globo ...ostiástico?.. Pues no
sé, la verdad. Bueno, sí, sí, tuve un incidente. Nada grave, pues
como puede ver estoy aquí de vuelta. -dije sonriendo aliviada por mi
propia afirmación aunque sintiéndome todavía algo desplazada entre
aquella gente- Bueno, gracias por su ofrecimiento, la verdad es que
estoy muy sedienta pero no estoy acostumbrada a la cerveza, mejor un
poco de ese Betadine. Si no tiene alcohol y está fresquito me vendrá
fenomenal.
Siempre fui una persona educada así
que no hice ningún comentario alusorio a la calidad de aquel
brebaje, que aparte de poco sabroso resultaba bastante caliente y muy
salado, que me provocó más sed de la que ya tenía. Además el
frasquito era tan pequeño y raro que apenas puede dar un par de
tragos incómodos mientras aquel grupito me miraba con ojos y bocas
muy abiertos, sin pronunciar palabra. Qué poca educación la de
estos jóvenes.
-Joder, tía. Tú sí que eres dura.
Mecagoenlaputa, de la parte rebelde del centro de Bilbao ¿no? -dijo
el joven de antes con aire divertido.
-No, que va. Si yo soy de Munich. Estoy
aquí de vacaciones, pasando el verano en una casita que he alquilado
aquí cerca. Muy agradable este sitio, aunque pilla un poco lejos,
quince días a caballo nada menos.
-¿Has venido en caballo desde Munich?
-preguntó una chica rubia mientras con impúdicos manotazos se
quitaba la arena de sus, a decir verdad, magníficos pechos desnudos-
Coño, y yo que pensaba que todos los alemanes viajabais en un pedazo
de BMW acompañados de un alguna compatriota rubita y de piel rosita.
-Ah, sí, claro -dije resignada a no
entender el argot local-. Bueno, que yo quería preguntar algo pero
me parece que vosotros estáis aquí por que queréis, ¿no? Quiero
decir, que no habéis llegado de ninguna forma rara, un accidente, un
precipicio o algo de eso ¿verdad? Estáis aquí para pasar el día
en taparrabos, bebiendo Betadine y escuchando la extraña música que
sale por esa cosa negra.
-A ver, sí, básicamente estamos aquí
por que queremos -respondió la chica mirándome con preocupación-.
Oye, no sé si por efecto del golpe o del Betadine pero igual estás
un poco mareada y por eso haces estas preguntas tan raras. ¿Quieres
llamar por teléfono para que te vengan a buscar? Toma te dejo mi
aifon -dijo mientras extendía hacia mí una preciosa piedra de
cristal negro muy pulido y brillante. Intenté mirarme en él pero
era demasiado oscuro. No sabía que hacer con esa cosa y ante mi
expresión dubitativa ella se llevó la mano un lado de la cara, como
diciendo que eso era lo que debía hacer, así que cogí la piedra y
me la pasé por el rostro y el cuello, me froté con ella, incluso la
lamí, pero sin conseguir nada especial. Sólo sus miradas incrédulas
y sus bocas abiertas. Otra vez -Joder, tía pero tú ¿de qué siglo
has salido?
-¿Siglo? Pues del XIX, claro -dije con
una incómoda certidumbre en el pecho-. De mil ochoc... Perdón.
Joven, ¿puede decirme qué día es hoy?
-Veinticuatro de julio. De dos mil doce
- respondió la chica anticipando mi siguiente pregunta.
Devolví a la joven su bonita y suave
piedra y me marché llorando, sin despedirme. Intentando asimilar lo
que acababa de saber. Las dos horas que pasé tras la caída desde el
acantilado equivalían a dos siglos en esta vida. Las connotaciones
eran terribles, y no pude ahogar el llanto, mi familia muerta, sin
amigos, ni siquiera tendría lugares conocidos, ni medio de vida. Era
una persona perdida en el que debería ser mi propio mundo y ni
siquiera podía desahogarme con alguien pues seguro que si contaba mi
historia me encerrarían en alguna institución para trastornados.