viernes, 30 de noviembre de 2012

Camino hacia la vida. Capítulo II.


Al levantarme del suelo vi otra vez mi cuerpo desarmado contra las rocas. Tal y como había supuesto los cangrejos se estaban cebando con él. Miré hacia arriba, hacia el hueco en el acantilado. No me explicaba qué había podido fallar, esta vez estaba segura de que mi zapatilla no había resbalado y tampoco había tomado demasiada elevación. Quizá fue una tensión excesiva en los músculos de las piernas.

El siguiente intento no fue mejor. Ni tampoco el siguiente. Ni el décimo. Hice una lista de los factores a controlar, rozamiento, tensión, elevación, impulso, fuerza del viento y un largo etcétera de inutilidades que de ninguna forma explicaban por qué no era capaz de saltar 70 centímetros, cuando siempre había sido capaz de dar saltos de varios metros si cogía carrerilla. Estas reflexiones me hicieron pensar en los saltadores de longitud que había visto en las pruebas populares de mi ciudad, así que intenté aplicar su técnica. Volví al camino y me paré bastantes metros antes del agujero, corrí a grandes zancadas, voté en varios largos pasos para coger impulso y justo a la distancia reglamentaria di un salto perfecto que seguramente me hubiera dado el bronce o la plata en alguna competición oficial, pero que aquí sólo me sirvió para caer con bastante fuerza por el hueco y sentir otro ¡croc!.

Sentada junto a mi cadáver repasé el salto una y otra vez. Había sido perfecto, pero al elevarme y avanzar sobre el hueco había notado como una barrera y había caído. No. Había sido succionada por el agujero. Sí, eso era. Una especie de fuerza natural hacía que todo lo que pasara sobre el agujero cayera hacia abajo sin remedio.

No sabía qué hacer, así que me acerqué a comentarlo con el viejo, por si me daba alguna pista. Esta vez prescindí de la vergüenza y me mostré en todo mi desnudo esplendor sin tapujos, esperando así mejorar su humor y que se mostrara más comunicativo que la última vez. El se deleitó con la mirada durante varios minutos.

-Bueno, ya vale -dije- Ya es suficiente, que no he venido a esto ¿sabe?

-Entonces ¿a qué has venido, bonita? ¿A mirarme a mí? Es verdad, yo también estoy desnudo. Un poco mayor quizá, pero tampoco me conservo tan mal, el aire del mar es un poco agresivo para la piel y eso, pero tengo buen colorcillo y estoy bastante sano en general, salvo por...

-Oiga, que me da lo mismo. No me había fijado. Está desnudo, vale. Me da lo mismo. Quiero saber una cosa -dije intentando no mirar las partes delicadas de su desnudez que hasta entonces apenas había apreciado-. He saltado por el mismo agujero por el que caí la primera vez. He saltado varias veces. Muchas. Y no consigo salvar el hueco. Me he dado cuenta de que hay un efecto de succión que impide llegar al otro lado y quizá usted sepa cómo pararlo, así podría volver a mi vida. Hay una lápida que anuncia el paso a la vida, así que de alguna forma se tiene que poder cruzar.

-¿Y para qué quieres cruzar si ya estás aquí? - preguntó él con gesto de incomprensión.

-Pues para seguir haciendo mi vida.

-¿Y por qué no empiezas ahora tu siguiente vida? Tarde o temprano volverás a estar aquí de todas formas.

-Tarde o temprano son conceptos distintos. Mire, tengo que arreglar algunas cosas en mi vida... real. Cosas que me han quedado por hacer, cosas que todavía no había terminado, cosas que quiero corregir.

-Todo eso son paparruchas, niña. Cuando una etapa termina, empieza otra y punto. No entiendo por qué algunos os empeñáis en intentar corregir cosas o terminarlas, lo importante es terminar la etapa, aprobar, con eso vale, a nadie le importa que saques matricula de honor.

-Bueno, pues entonces quiero volver para coger algunas cosas. Algo de ropa y eso. Mi cepillo de pelo, mis libros de historia, una rebequita.

-Pero ¿qué dices mujer? Aquí no puedes traer nada de eso. En esta etapa no hace falta nada de la vida anterior. Mira, sólo tienes que seguir la carretera que hay a mis espaldas y llegar a la playa. Allí están las hostess. Ellas te situarán en tu nueva existencia y te explicarán cómo seguir adelante.

-No. Quiero volver -repetí-.. Seguro que puede hacerse porque hay dos lápidas, una en cada dirección, no puede tener otro sentido.

-Pero no sabes las connotaciones que tiene volver una vez que has cruzado. Tienes que entender que la medida del tiempo es diferente y...

-¡Quiero volver!¡Ahora!

-Vale, vale. Cómo tú quieras. Terminarás aquí otra vez, eso te lo aseguro. Y por tu propia voluntad. Es difícil adaptarse a aquello que has vivido antes, una vez que has estado aquí. La medida del tiempo es muy diferente. Allí todo va muy rápido y sin embargo aquí el tiempo es algo natural, lo marca el mecanismo universal -Le miré intentando expresar que me importaban muy poco todas esas mandangas- Vale, vale, no te enfades. Tienes que soplar, soplar hacia abajo mientras saltas. Eso expresará tu voluntad de cruzar a la vida de nuevo.

-Me está tomando el pelo ¿no? -dije con una sonrisa incrédula-. Tengo que creer que voy a vencer a una fuerza capaz de neutralizar un potente salto de categoría olímpica... con un soplido.

-Exacto.

-¿Y qué pasa con mi cuerpo? El que está en las rocas.

-Te lo llevarás, aquí no puedes dejar nada. Si decides que estás de paso te llevas lo que has traído -respondió con indiferencia-. Total, vas a volver igual.

Me despedí del viejo y volví a recorrer el sendero a toda velocidad hasta la lápida que indicaba el paso a la vida. Desplegué un salto normal, sin muchos cálculos ni preocupaciones y cuando estaba en el aire sople hacia el agujero con todas mis fuerzas. Pisé el suelo al otro lado y de la emoción trastabillé y rodé un par de metros enredada en mis ropas, volvía a estar vestida. Me levanté de un salto y cuando comprobé que era verdad, que había vuelto a cruzar, grite de la emoción, levanté los brazos y alcé la cabeza al cielo, salté, bailé y me reí. Eso sí, con mucho cuidado para no volver a caer por el acantilado.

Luego, empecé a sentir un raro cosquilleo por algunas partes y varios cangrejos empezaron a caer de mis ropas deportivas, de las mangas largas de mi blusa blanca con lazo azul al cuello y de los bajos de mis knickerbockers azules a la altura de la rodilla. Uno de aquellos bichejos corría por mi cuello, intenté darle un manotazo pero salió disparado hacia mi cara y me mordió la nariz con una de sus pinzas, haciéndome sangre al instante. Aullé de dolor y tiré de aquel bicho, pero no me soltaba, así que tuve que arrancarle la pinza que cortaba mi nariz y lo lancé con todas mis fuerzas hacia el interior del bosque gritando “vuelve ahora solito hasta el mar, pedazo mamón”.

Me palpé la nariz para comprobar la herida, que no era muy grande aunque sí dolorosa, y al hacerlo me di cuenta de que el resto de mi cuerpo estaba bien, no tenía nada roto, ni estaba descoyuntado, ni tenía ningún daño aparte de la mordedura del cangrejo. Es decir, que había vuelto a la vida como si no hubiera pasado por la surrealista experiencia de la caída. Me sacudí la tierra y coloqué bien mis bombachos, bajándolos, para situarlos en su sitio, bien ceñidos a la rodilla, y una vez adecentada, a paso ligero, comencé a recorrer el camino de vuelta a casa.

Llegué al bosque y lo atravesé otra vez inquieta, temiendo que alguna fuerza oculta me devolviera al fondo del acantilado. Salí a la zona despejada y llegué hasta el punto en que el camino pasaba del rojo al naranja, en una zona boscosa menos densa que la anterior. Y llegué hasta la escalera que bajaba a la cala de arena blanca y vi que había bastante gente. Entonces caí en la cuenta de que era de día y el sol estaba empezando a calentar con fuerza, parecía que eran las once de la mañana o algo así. Esto me dejó muy descolocada pues calculaba que habían transcurrido un par de horas desde que había pasado por allí y había visto a los últimos playistas disfrutando el atardecer. Recordé lo que dijo el viejo, que el tiempo era diferente aquí, más rápido y que quizá eso significaba que un par de horas allí eran como catorce o quince aquí.

Aliviada por esta reflexión me paré un momento a descansar mientras observaba a las personas que ocupaban la pequeña cala. Y me quedé helada. Casi todo el mundo estaba desnudo, hombres, mujeres, niños. Algunas mujeres llevaban una especie de taparrabos impúdico y también unos cuantos hombres tapaban sus partes delicadas con taparrabos de colores ridículos. Pensé decepcionada que a fin de cuentas no había conseguido volver a mi vida, sino que estaba atrapada en la siguiente etapa, como la llamaba el viejo, entre personas desnudas que también habían debido caer por el acantilado o algo parecido. Me había hablado de una playa en la que estaban las hostess, o algo así, pero señaló tras su espalda, justo en dirección contraria, así que no podía tratarse de la misma cala. Bajé las escaleras con ánimo de entablar conversación con aquellas gentes para aclarar aquel entuerto.

Me adentré en la playa y me acerqué a un grupo de jovenes desnudos que retozaban tan tranquilos degustando unos bocadillos y bebiendo de unos cilindros de colores, mientras charlaban muy animados. Observé que estaban rodeadas por todo tipo de objetos extraños, maderas pintadas con grandes letras y extraños dibujos de muchos colores, gafas enormes de un extraño material y un dispositivo que emitía estridentes sonidos que conformaban un estilo de música que nunca había escuchado. Uno muy rítmico y potente, que a pesar de su incongruencia me gustaba, y enseguida mis caderas empezaron a balancearse de lado a lado bajo la tiranía de aquel ritmo apasionante, pero tuve que dejarlo para hablar con aquellas gentes que empezaban a fijarse en mi persona.

-Buenos días, tengan ustedes -dije intentando no mirar sus zonas vergonzantes al descubierto-. Todos se callaron y me miraron. Miraron mi cara, mis ropas, mis grandes zapatos de carrera y me hicieron sentirme tan incómoda como hizo el viejo del puerto y eso que ahora estaba vestida. Pensé que si alguien tenía algo de que avergonzarse serían ellos y no yo, a fin de cuentas yo estaba vestida y ellos desnudos como si de individuos primitivos se tratase.

-¿De qué vas vestida, piba? -dijo un hombre joven de largas melenas y velludo cuerpo, por suerte oculto de forma parcial por un fino y minúsculo taparrabos. Aunque, a decir verdad, realzaba más de lo que cubría.

-Ah, sí, lo siento -dije avergonzada- Son mis ropas deportivas, estaba practicando actividades deportivas. Lamento semejante desaliño pero me he acercado a ustedes por una cuestión de emergencia -dije sin poder evitar puntualizar acto seguido- Aunque, bueno, en cualquier caso el ambiente aquí es “relajado” ¿no?

-Pues ya me contarás, llevamos aquí desde las 10 de la mañana dándole a las latitas de cerveza, ya te digo que estamos relajados. Por cierto, ¿quieres una birra? ¿Y un poco de Betadine? Que te veo que sangras por esa herida tan fea de la nariz. Alguna piedra traicionera en el camino ¿no? Joder, pues te ha quedao la cara echa un cristo. Tienes la garrocha que parece un globo electrostático.

-¿Un globo ...ostiástico?.. Pues no sé, la verdad. Bueno, sí, sí, tuve un incidente. Nada grave, pues como puede ver estoy aquí de vuelta. -dije sonriendo aliviada por mi propia afirmación aunque sintiéndome todavía algo desplazada entre aquella gente- Bueno, gracias por su ofrecimiento, la verdad es que estoy muy sedienta pero no estoy acostumbrada a la cerveza, mejor un poco de ese Betadine. Si no tiene alcohol y está fresquito me vendrá fenomenal.

Siempre fui una persona educada así que no hice ningún comentario alusorio a la calidad de aquel brebaje, que aparte de poco sabroso resultaba bastante caliente y muy salado, que me provocó más sed de la que ya tenía. Además el frasquito era tan pequeño y raro que apenas puede dar un par de tragos incómodos mientras aquel grupito me miraba con ojos y bocas muy abiertos, sin pronunciar palabra. Qué poca educación la de estos jóvenes.

-Joder, tía. Tú sí que eres dura. Mecagoenlaputa, de la parte rebelde del centro de Bilbao ¿no? -dijo el joven de antes con aire divertido.

-No, que va. Si yo soy de Munich. Estoy aquí de vacaciones, pasando el verano en una casita que he alquilado aquí cerca. Muy agradable este sitio, aunque pilla un poco lejos, quince días a caballo nada menos.

-¿Has venido en caballo desde Munich? -preguntó una chica rubia mientras con impúdicos manotazos se quitaba la arena de sus, a decir verdad, magníficos pechos desnudos- Coño, y yo que pensaba que todos los alemanes viajabais en un pedazo de BMW acompañados de un alguna compatriota rubita y de piel rosita.

-Ah, sí, claro -dije resignada a no entender el argot local-. Bueno, que yo quería preguntar algo pero me parece que vosotros estáis aquí por que queréis, ¿no? Quiero decir, que no habéis llegado de ninguna forma rara, un accidente, un precipicio o algo de eso ¿verdad? Estáis aquí para pasar el día en taparrabos, bebiendo Betadine y escuchando la extraña música que sale por esa cosa negra.

-A ver, sí, básicamente estamos aquí por que queremos -respondió la chica mirándome con preocupación-. Oye, no sé si por efecto del golpe o del Betadine pero igual estás un poco mareada y por eso haces estas preguntas tan raras. ¿Quieres llamar por teléfono para que te vengan a buscar? Toma te dejo mi aifon -dijo mientras extendía hacia mí una preciosa piedra de cristal negro muy pulido y brillante. Intenté mirarme en él pero era demasiado oscuro. No sabía que hacer con esa cosa y ante mi expresión dubitativa ella se llevó la mano un lado de la cara, como diciendo que eso era lo que debía hacer, así que cogí la piedra y me la pasé por el rostro y el cuello, me froté con ella, incluso la lamí, pero sin conseguir nada especial. Sólo sus miradas incrédulas y sus bocas abiertas. Otra vez -Joder, tía pero tú ¿de qué siglo has salido?

-¿Siglo? Pues del XIX, claro -dije con una incómoda certidumbre en el pecho-. De mil ochoc... Perdón. Joven, ¿puede decirme qué día es hoy?

-Veinticuatro de julio. De dos mil doce - respondió la chica anticipando mi siguiente pregunta.

Devolví a la joven su bonita y suave piedra y me marché llorando, sin despedirme. Intentando asimilar lo que acababa de saber. Las dos horas que pasé tras la caída desde el acantilado equivalían a dos siglos en esta vida. Las connotaciones eran terribles, y no pude ahogar el llanto, mi familia muerta, sin amigos, ni siquiera tendría lugares conocidos, ni medio de vida. Era una persona perdida en el que debería ser mi propio mundo y ni siquiera podía desahogarme con alguien pues seguro que si contaba mi historia me encerrarían en alguna institución para trastornados.


Dwight Yoakam - A long way home



viernes, 23 de noviembre de 2012

Camino hacia la vida. Capítulo I.


Si algo me ha gustado a lo largo de mi vida ha sido perderme en la naturaleza. Subir a un monte, pasear por el campo, correr o montar en bicicleta por caminos rurales, todas esas cosas me han llenado de satisfacción. Rodeándome de árboles, de plantas, de lagartijas y pájaros sentía una plenitud inigualable y en esos momentos no necesitaba mucho más en la vida. Aunque luego sí, he necesitado muchas más cosas, pero muy pocas me han hecho disfrutar tanto. A pesar de ello, nada es perfecto y hasta en mis salidas al aire libre tenía alguna pequeña inquietud, como cruzarme con una serpiente, o perderme en la niebla, o romperme una pierna y morir de inanición en lo alto de una montaña, lejos de la civilización.

Sufrir un percance, tener un imprevisto. Tomar una mala decisión. No sé cual es la mejor forma de expresar lo que me pasó el día en que ocurrieron los hechos que voy a relatar. La cuestión es que era verano y había alquilado una casa en la costa, situada sobre un elevado y largo acantilado a unos pocos cientos de metros del mar, que estaba rodeada de caminos de tierra naranja bordeados de matorrales y hierbajos. El más alejado de la casa transcurría al borde del océano y las vistas eran impresionantes. El mar azul claro a la izquierda, el perfil de la costa al frente, con su formas irregulares, entrando y saliendo del agua, ribeteado por el camino naranja, y a la derecha los matorrales marrones y verdes, muy bajos, y los otros caminos y, más lejos, algunas casas. Me gustaba mucho correr por aquel sendero de tierra aunque siempre me acompañaba cierta sensación de peligro e inquietud pues en ciertos tramos se veían algunos derrumbamientos que casi llegaban al camino. Aquí y allí se veían los huecos dejados por pedazos de acantilado que se habían desmoronado sobre el mar en una lengua de rocas naranjas, y que habían acercado el peligroso borde a la senda por la que me gustaba correr. A veces me daba por tener pensamientos autoflagelantes como que la fuerza de mis pasos podría causar un derrumbamiento que me haría caer al mar rodeado de rocas o que un temblor de tierra me haría caer al mar desde lo alto. Ideas absurdas, sin duda, pero bastante aterradoras si me dejaba llevar.

Siempre corría por la tarde, cuando el sol ya casi no calentaba y bajaba para esconderse detrás del mar. Aquel día también estaba corriendo por la tarde. Seguí el camino dibujando las curvas de la costa y pasé cerca de la pequeña cala de arena blanca a la que se accedía por unas largas escaleras de madera, todavía quedaban algunos rezagados observando el ocaso tumbados sobre la arena. Allí es donde solía dar la vuelta, pero aquel día no lo hice. Me sentía muy bien, hasta arriba de fuerzas y compartiendo el flujo de la naturaleza que me rodeaba, así que decidí alargar la carrera un par de kilómetros. El camino se internó en un bosque escaso de árboles y la tierra pasó del naranja al rojo pálido, seguí corriendo y volví a salir a otra zona de matorrales bajos, al parecer menos transitada pues en muchas partes las hierbas y los matojos habían invadido la ruta. Continué con mi carrera hasta que llegué a una nueva zona boscosa, pero ésta muy abigarrada de matorrales y árboles, y allí me paré ya que no sabía por donde seguía el sendero. La falta de uso había permitido a la vegetación bloquearlo por completo y aunque era obvio que se internaba en el bosque no se veía por dónde. Me resigné a volver mientras trataba de comprobar por última vez si aquel era el final forzoso de mi carrera y entre unas ramas vi que el sendero seguía, serpenteando entre los árboles, casi cubierto por la hierba y la espinas de pino.

Aparte unas cuantas ramas, aplasté algunas zarzas y conseguí traspasar la barrera de vegetación y pisar de nuevo la tierra roja. El bosque era bastante denso y parecía que allí dentro la temperatura era más alta, había más humedad, la luz era algo más tenue y el sonido de mis pisadas era lo único que se podía escuchar pues todos los demás quedaban amortiguados por la espesura de árboles y matorrales. Todo ello me hizo sentir algo de angustia, así que después de unos pocos minutos de inquietante carrera, me alegré de ver al fondo la luminosidad que anunciaba la linde del bosque. Cuando salí comprobé que había llegado casi al final del acantilado. A unos cientos de metros descendía hasta un diminuto puerto en el que se veían algunas pequeñas embarcaciones de pesca, un almacén, un par de casas y una zona de depósito a rebosar de anclas oxidadas. El camino continuaba abriéndose paso entre el bosque y el precipicio, en una zona bastante estrecha que me obligo a concentrar toda mi atención en no mirar a la izquierda, al mar, allí abajo, para evitar el vértigo. Ya había decidido llegar hasta el final, así que obvié el riesgo innecesario de correr tan cerca del borde.

Tras un recodo se abría un pequeño claro pues el bosque se retiraba a la derecha y dejaba algo más de espacio, allí el camino transcurría más alejado del borde. Pude relajarme un poco y pensé que lo mejor sería volver por otro lado, quizá podría hacerlo por la carretera asfaltada que llegaba hasta el puerto. Entonces a la derecha vi una piedra gris azulada que al principio me pareció uno de esos mojones que indican la altitud, o la distancia hasta alguna población, pero al acercarme vi las flores y me di cuenta de que era una lápida. No tenía ninguna inscripción, ni símbolos, era un bloque liso en todas sus caras, pero sin duda era una lápida y constituía un descubrimiento bastante inquietante, tan cerca del acantilado y del extraño bosque. Un escalofrío recorrió mi espalda y como reacción retome la carrera aunque ahora más despacio, pensando que si había una lápida sin duda había muerto alguien por allí, seguro que de forma trágica, quizá por no ser prudente. El espacio volvió a estrecharse y el camino circulaba otra vez muy cerca del borde. Entonces a dos o tres pasos vi que estaba cortado, interrumpido, por un estrecho derrumbamiento. Me paré muy cerca y estiré el cuello sobre el hueco que había quedado y vi la falda casi vertical del acantilado y al fondo las rocas caídas y la espuma blanca del mar.

Asocié el derrumbamiento con la lápida y pensé que igual la persona a quién homenajeaba había caído por ese hueco, o que se había creado cuando la tierra se derrumbó bajo sus pies. O quizá había intentado salvar el hueco de un salto, tratando de seguir el camino ondulante que descendía hacia el puerto y había fallado de forma trágica. Era un salto pequeño, asequible para cualquiera, apenas setenta u ochenta centímetros. Un poco de impulso, unas décimas de segundo en el aire, contacto con la tierra roja y a seguir corriendo hasta el final. Si no fuera por el inquietante precipicio sería un salto que podía darse un millón de veces sin fallar ni una. Me sorprendí al descubrirme sopesando si saltar o no. La sensatez contra la audacia matizada por un riesgo mínimo. Minúsculo. Pero la lápida era otro factor inquietante. Un salto fácil, un riesgo minúsculo.

Al tomar impulso me di cuenta de que algo había fallado. Quizá mi calzado había resbalado en la tierra, o había tomado poco impulso para evitar el riesgo de trastabillar después, pero mientras estaba en el aire supe que no llegaría al otro lado. Mis pies se colaron por el hueco sin encontrar obstáculos, traté de aferrarme con los brazos al borde arenoso pero me golpeé en la barbilla y no pude asirme con suficiente fuerza. Así que al siguiente segundo estaba cayendo al vacío.

Siempre había pensado que cuando alguien muere en circunstancias como estas el golpe debe ser muy doloroso, pero tengo que decir que apenas sufrí. Sólo sentí un ¡croc!, algo que en otras circunstancias hubiera oído pero en aquellas no lo escuché sino que lo sentí. ¡Croc! Y quedé sobre las rocas como un guiñapo, como una muñeca rota decorada con algunos detalles macabros, sangre, sustancias, huesos y ese tipo de cosas.

Tras un par de minutos de aturdimiento me levanté con una sensación extraña. Más raro fue ver mi cuerpo desmadejado sobre las rocas irregulares. Palpé mi torso, mi cara, mis brazos. Todo parecía normal y, sin embargo, hay estaba mi cuerpo destrozado en el suelo, mientras yo lo observaba de pie. Miré hacía todos lados para comprobar si el resto de la realidad era normal. El mar era el de siempre, las rocas marrones y duras, con algas por todas partes y algunos cangrejos paseándose, quizá preparándose para la merienda que les había caído del cielo. A la izquierda más rocas y las paredes del acantilado y a la derecha el puerto. Decidí dejar mi cadáver descansando en paz y me dirigí hacia las casas. Al acercarme pude ver a un anciano sentado en el suelo, con unas redes en el regazo que estaba repasando y cosiendo los rotos, parecía un viejo pescador retirado que se ganaba la vida arreglando las redes de los pescadores que seguían en activo.

-Buenos días, señor -dije con voz un poco insegura.

-Buenos días, buena mujer.

-Miré, no sé si me podrá ayudar. Esto le va a parecer un poco raro. Bueno, es que me he caído desde allí arriba, desde lo alto del acantilado, y, bueno, resulta que estoy viva, estoy perfectamente, pero sin embargo hay otro cuerpo igual que el mío tirado en las rocas y no me lo explico. Yo me siento muy bien, no entiendo cómo nos hemos dividido en dos partes. Ya sé, estoy contando una historia bastante rara, pero créame. Sí, ya sé, que es increíble, incomprensible, in...

-No sí yo lo entiendo muy bien. Eres tú la que no comprende o no quiere creerlo -respondió el viejo mirándome con calma y dejándome todavía más perdida- Pasaste la lápida sin hacer caso e intentaste el salto imposible que te trajo hasta aquí. No sé que te extraña tanto, visto con frialdad ¿no te parece lógico que estés aquí?

-¿Lógico? Pues no -respondí algo molesta por la actitud resabiada del viejo- En la lápida no pone nada, no tiene ninguna advertencia a la que hacer caso. Y el salto no tiene nada de imposible, es facilísimo, aunque, no sé cómo, fallé. Además, no tengo por qué justificarme y menos con un desconocido. Lo único que quiero es volver. Oiga, si usted sabe algo dígamelo que a mi otro cuerpo se lo están comiendo los cangrejos y yo quiero volver a mi casa para cenar.

-Bien. La situación es más o menos la que ya imaginas pero no quieres aceptar -respondió con frialdad-. Rebasaste por voluntad propia los dominios de tu vida, que están delimitados de forma clara por la lápida, que no dice nada porque precisamente lo que anuncia es el final. La nada, desde el punto de vista de allí. La siguiente etapa si se mira desde aquí. El mensaje es claro. Una vez aceptado esto es evidente que estás muerta -hizo una pausa ante mi gesto de escepticismo-. Te sientes normal, igual que siempre, pero tu cuerpo real, el de carne y hueso, se ha estrellado contra las rocas y el que tienes ahora es sólo el producto de la autocontemplación de tu alma. De hecho yo te miro y sólo veo el fantasma de una mujer desnuda. No, no, no hace falta que te cubras, estoy acostumbrado, muere mucha gente en los límites de la vida. Además eres muy mona, no creas que siempre dan ganas de mirar a todas. Llega cada una que mejor no te cuento. Bueno, oye, no te preocupes, que todo esto es normal.

-¿Normal? ¿Es normal estar de pronto aquí desnuda? -porque de repente me di cuenta de que estaba desnuda, en mitad de un idílico puertecillo, charlando con un viejo con pinta de salido- El me miró con paciencia, esperando mi siguiente pregunta inevitable- ¿Cómo puedo volver? Es decir ¿se puede volver? ¿Puedo al menos intentarlo?

-Puedes intentarlo todas las veces que quieras -dice mirándome otra vez de arriba a abajo. Sigue ese sendero hasta el final e inténtalo todas las veces que te apetezca.

Sin dudarlo ni un segundo y casi sin despedirme del anciano corrí hacia el sendero que ascendía hacia el acantilado. Entre mis ansias por llegar y la inclinación del camino cuando llegué arriba tuve que pararme a descansar para recuperar el resuello. Eché un vistazo y vi que a mi izquierda había una lápida parecida a la de antes, pero esta tenía una inscripción que decía “La vida. Por favor, a partir de este punto condúzcase con precaución”. Avancé unos metros y me encontré frente al pequeño desprendimiento de antes, sólo que ahora yo estaba al otro lado. Estaba en la misma situación que había vivido un poco antes, debía superar un pequeño salto. Y estaría en el camino de vuelta a casa.

Supersuckers - The sacrilicious sounds of the Supersuckers


viernes, 16 de noviembre de 2012

La química del Mundo y el misionero del destino. Capítulo XI y final.


Entramos en un gran hall y echamos un rápido vistazo. Estamos en la planta baja, frente a nosotros unas escaleras de piedra que ascienden al piso superior están protegidas por dos soldados, a los lados se abren salones y habitaciones, utilizados como oficinas y centros de comunicación. Nos parece que los jefes tienen que estar arriba. Así que tenemos que encontrar la forma de subir. Nos acercamos hasta los dos guardias que controlan el acceso a las escaleras, sabiendo que no les podemos atacar par subir pues no tendríamos ninguna posibilidad luchando contra las docenas de militares que se ven por allí.

-Hola -saluda Polar- Tenemos un mensaje para el capitán Martín.

-La oficina del capitán Martín está al fondo del pasillo de la izquierda -responde el guardia señalando en esa dirección.

Entramos en la zona de oficinas y parece claro que desde allí se organizan y controlan todas las tropas, así que este punto será vital en la batalla que se avecina. En cualquier caso las órdenes que aquí se ejecutan las darán los jefazos de arriba, así que sin duda siguen siendo nuestro objetivo fundamental. Encontramos la oficina del capitán Martín que es un joven rubio con aspecto agradable que escribe en un ordenador portátil.

-Buenas noches señor -dice Polar tocando con los nudillos en el marco de la puerta abierta.

El capitán levanta la vista y con gesto afable nos hace pasar sin levantarse. No parece darle importancia al hecho de que he cerrado la puerta tras de mí.

-Traemos un mensaje del sargento de la guardia, el de la plaza -dice Polar con cierta inseguridad- Han atacado a una patrulla y quiere saber qué debe hacer.

Mientras habla busca en el interior de su casaca y con rapidez extrae el gran cuchillo y le planta el filo al capitán en mitad de la garganta, a punto de cortar pero sin llegar a hacerlo. 

-Tranquilo, guapito. Coge un sobre y escribe el nombre de uno de los generales que están arriba -dice Polar con violencia-. Y ponle tu sello o lo que sea que te identifica.

El hombre, sorprendido y asustado, no se resiste y escribe algo en el frontal de un sobre y, con mucha lentitud, saca un tampón del cajón superior de su mesa y lo estampa en la parte de atrás. Nos mira con el temor reflejado en la cara, pero en su mirada hay también algo frío, un cálculo de posibilidades, Polar percibir el detalle y no duda en desconfiar.

-¿Qué más nos hace falta? -pregunta haciendo un tajo en el cuello del capitán.

-El resguardo... -dice él casi sin voz- Para que os firmen el recibí.

Alcanza un talonario que tiene encima de la mesa y rellena uno de los resguardos, para entregárselo a Polar. Ella le sonríe, le da las gracias y desliza el cuchillo de izquierda a derecha, con un movimiento suave, rápido y preciso. Tras sujetarle durante unos segundos, se aparta del cadáver e introduce un par de hojas en blanco en el sobre para después cerrarlo.

-Hay que encontrar las llaves de esta oficina. Para cerrar y que nadie descubra el cuerpo antes de tiempo -me indica.

Las encontramos en la chaqueta del capitán, colgada en un perchero. Salimos y cerramos la puerta con llave, dejando al amable Martín descansar en paz. Volvemos al hall principal entre soldados que van y vienen llevando papeles o tazas de café. Entonces empezamos a escuchar disparos lejanos, cañonazos, el fragor de una batalla y todo el mundo empieza a agitarse nervioso allí dentro. A moverse deprisa hacia sus puestos. Y eso significa que a nosotros no nos queda mucho tiempo.

Nos acercamos a los vigilantes de la escalera que permanecen en su posición aunque ahora parecen más tensos. Polar les explica que el capitán Martín nos ha entregado un documento confidencial para el general Marcos y que debemos entregarlo en mano y devolver el recibí firmado. El soldado observa con detenimiento el sobre, el sello en la parte de atrás y el resguardo.

-¿Por qué no utiliza la valija? -pregunta el guardia

-Huuumm... No sé -responde Polar-. Quizá le está pidiendo la casa de la playa, el cortacésped o algo de eso. Igual tienen negocios juntos. O son amantes y se mandan cartas perfumadas. Yo qué sé. -Los guardias ríen mientras nos indican con un gesto que pasemos.

En el piso de arriba las cosas son bastante fáciles. Las escaleras dan a una especie de pasillo que domina el salón de abajo, protegido por una larga barandilla. Hay una gran puerta a la izquierda de las escaleras y otra a la derecha. La primera parece cerrada. Sobre la segunda un gran letrero reza “Estado Mayor”. Entramos y pasamos a un hall en el que dos soldados hacen guardia ante otra puerta. Polar le entrega el sobre al de la izquierda y yo clavo mi cuchillo en la ingle del otro, tiro hacia arriba, y saco el arma a la altura del esternón. Para cuando el primero se da cuenta ya tiene dibujado un profundo corte rojo en la garganta.

Entramos en la sala del estado mayor sin que nadie nos preste la más mínima atención pues todos están absortos en las imágenes que refleja una pantalla gigante al otro lado de la habitación. Diez militares en mangas de camisa están sentados a los lados de una mesa y observan con atención diferentes vistas del campo de batalla. Es la zona por la que nosotros nos hemos colado hace un rato saltando por las azoteas y que ahora se ha convertido en una confusión de millares de disparos y fogonazos intermitentes, alterando la oscuridad de la noche.

Apoyamos en la pared los fusiles que llevamos al hombro e indico a mi compañera que yo me encargo de los cinco de la derecha. Entonces ella hace algo absurdo. Corre y se lanza sobre la mesa resbalando por el pulido tablero, sobre su espalda, mientras con el brazo extiende un tajo horizontal a lo largo de todo su recorrido. A seccionado el cuello a un par de enemigos, pero a los otros sólo les ha herido en la cabeza o en el pecho. Mientras, yo corro al otro lado de la mesa y doy cuatro o cinco zancadas cortando los cuellos de mis asignados, por la parte de atrás, por debajo de la nuca. El resultado es un gran desconcierto, en el lado de Polar hay dos muertos y otros tres militares están heridos en diferentes grados, y en mi zona cinco tipos se sujetan sus cuellos tambaleantes con las manos empapadas en la sangre que mana de sus arterias, todo ello entre gritos y caras de terror.

Los tres supervivientes del otro lado se enfrentan a mi compañera mientras me dedico a rematar a mis cinco moribundos para evitar sorpresas de última hora. Les voy acuchillando en el corazón uno tras otro, mientras observo cómo Polar lucha contra tres militares que la acechan a la vez. Ella tiene un cuchillo y ellos, desarmados, se defienden y atacan con lo que pueden, carpetas, sillas, pero lo más probable es que la reduzcan entre todos, se hagan con el cuchillo y la maten. Así que abandono mis muertes de gracia cuando voy por la tercera, salto sobre la mesa, y por la espalda, a traición plena y absoluta, atravieso el corazón del más fornido adversario de Polar, que exhala un largo grito de dolor mientras cae al suelo anulado para siempre. Ella aprovecha el desconcierto de los otros dos para clavar su cuchillo en el ojo de uno de ellos, el tipo se desmorona pero ella le sujeta la cabeza bajo el brazo y mirando con sadismo al que todavía queda vivo comienza a retorcer el cuchillo dentro de la cavidad del ojo, de la que sale una amalgama de sustancias viscosas, rojas, blancas y grises.

El último militar, un hombre grueso, de unos sesenta años, con el pelo blanco, nos mira y retrocede con lentitud, acobardado por la perturbada actitud de Polar que sigue sujetando al muerto y extrayendo trozos de su cerebro a través del hueco del ojo. La verdad es que es asqueroso, así que pienso que lo mejor es evadirme rematando a los dos que quedaban al otro lado de la mesa, pero compruebo con fastidio que ya han muerto desangrados. Así que mi única opción es entretenerme con el tipo que queda, le abofeteo un par de veces sin que se atreva a replicar y luego le sacudo un par de potentes directos al estómago. Cae de rodillas frente a mí y le agarro fuerte del pelo para arrastrarle hasta la zona en la que he actuado con tanta diligencia cortando cuellos y que está anegada en sangre. Le obligo a arrastrase por el suelo mientras le doy patadas y no le dejo levantarse hasta que está empapado del todo en la sangre de sus compinches.

Parece que Polar se ha aburrido de explorar dentro de la cabeza que sujetaba y mientras recompone un poco sus ropas se acerca a nosotros. Coge del pelo al militar empapado en sangre y le dice:

-Ahora vamos a jugar un poco a los soldaditos. ¿Vale, Napoleón? -anuncia levantando al hombre y obligándole a mirar la pantalla-. Vamos a ver. Si no me equivoco vosotros os dedicáis a mirar la tele y viendo la evolución de la batalla les pasáis instrucciones a los del piso de abajo para que organicen los movimientos de tropas que os parecen más convenientes ¿Sí?

-Sí -responde el militar.

-Bueno, pues ahora todos vamos a mirar la pantallita con mucha atención para decidir que es lo más apropiado para que ganen los del equipo visitante -dice esperando la respuesta del militar.

-Nunca os ayudaré a hacer algo así -responde el hombre- y de ninguna forma podréis doblegarme. He sido entrenado para...

-Eres militar, tío. General, por lo que veo. Sabes muy bien que nadie resiste la tortura extrema mucho tiempo. Eso es cosa de la películas -dice Polar haciendo después una pausa dramática mientras estudia el filo de su cuchillo-. Te voy a contar una cosa. Cuando era pequeña a menudo salía a cazar con mi padre. Al principio no me dejaba disparar porque pensaba que el primer paso de todo cazador es aprender a preparar los animales abatidos para que no se estropeen y sirvan para comer. Me hice muy buena en eso, me gustaba, sacaba las tripas y dejaba el interior de los bichos muy limpio, luego hacía un pequeño corte y agarrando la piel daba un tirón y los despellejaba. Era capaz de pelar a un conejo de un solo golpe. Es una cosa así -dice mientras empuja al general sobre la mesa y de un salto le inmoviliza con una rodilla sobre la cara y la otra sobre uno de sus brazos. El hombre no puede ver lo que está haciendo pero grita aterrorizado intuyendo que no va a ser nada agradable. Polar rasga la manga de la camisa verde y le hace un corte en la muñeca, amplio pero no muy profundo. Mueve el cuchillo con habilidad y precisión. Yo miro extasiado, el hombre grita de dolor y miedo, y ella trabaja concentrada en separar la piel de todo el antebrazo sin romperla, dejándola de una sola pieza. Después libera al hombre que mira horrorizado el estado de su extremidad, la piel colgando del codo, el antebrazo en carne viva, el movimiento de sus músculos al aire, la carne roja, las venas palpitantes. La mano intacta, todavía cubierta con la piel parece un guante absurdo que aún hace más grotesco el aspecto del brazo. El general deja de gritar, guarda silencio unos momentos y rompe a llorar. Ya sabe que no va a poder resistir esa clase de tortura extrema.

-¿Ves? -prosigue Polar- Soy muy buena en esto. Bueno, pero debo decirte que los animales no tienen dedos. En eso no tengo experiencia. Quiero decir que ahora, cuando te separe la piel de la mano, será peor, no podré evitar arrancar bastante carne de los dedos, y algunas uñas. No quedará tan bien como el brazo, se verán los huesos unidos por esa sustancia gelatinosa, porque no podré evitar llevarme los tendones, los músculos y todo eso.

-¡No! -grita el general- Está bien. Haré lo que me pides.

Levantamos tres sillas, las ponemos frente a la pantalla y nos sentamos cada uno a un lado del militar, que mantiene el brazo doblado pero separado del cuerpo, con la piel colgando.

.¿Qué haces? -digo- Apoya el brazo en el regazo y estarás más cómodo

-No, no. Es que no quiero que se me infecte -responde el muy infeliz.

-Concentración -interrumpe Polar mientras se entretiene haciendo unas cuantas bolas con folios de papel-. Veamos, a la izquierda vuestras tropas defendiendo la posición con ametralladoras y esos raros cañones estrechos y largos, que disparan ráfagas sin parar. A la derecha los nuestros parapetados en las esquinas de las calles intentando acercarse lo suficiente para lanzar una granada o disparar. Esto parece estancado. Hay que eliminar las armas pesadas y entonces tendremos algunos avances. Pero ¿cómo? ¿General?

-Pues no sé -el hombre parece reacio a hablar y también un poco ido, pero recupera la concentración cuando Polar levanta el cuchillo y lo baja sobre su pierna, lo justo para rasgarle la pernera del pantalón sin siquiera rozarle la piel-. Está bien, está bien. Lo más limpio es dejarles sin munición. Así no hace falta que muera nadie, se rendirán y ya está. Hay un circuito de abastecimiento que mantienen esos soldados que avanzan de vez en cuando desde la retaguardia cargando cajas. Se les puede desplazar a otro lado con urgencia anunciando un nuevo frente de ataque en un punto distante, simulando que el que estamos viendo es tan sólo una distracción. En no mucho tiempo las armas pesadas empezarán a quedarse sin munición, primero las ametralladoras y luego los cañones.

Nos parece un buen plan, así que le obligamos a transmitir las órdenes al piso de abajo y enseguida vemos en la pantalla que los soldados de la retaguardia se agrupan y se organizan para desplazarse hacia otra zona con la misión de repeler un supuesto segundo ataque. Los rebeldes siguen con sus escaramuzas improductivas y las armas pesadas no dejan de disparar. De vez en cuando cae algún hombre en uno u otro bando, pero es evidente que la batalla se encuentra en un punto muerto. De repente los destellos de una ametralladora se apagan y luego los de un par más y pronto los rebeldes van tomando posiciones desde las que abaten a algunos cañoneros y otros se van quedando sin munición. A partir de ese momento la batalla se transforma y los soldados sólo utilizan fusiles y armas de mano, pero su defensa está bien parapetada y la organización es perfecta por lo que los asaltantes sufren muchas bajas cada vez que intentan avanzar.

Entonces vemos algo extraño tras la linea rebelde. Han desplazado hasta allí unas cuantas estructuras que no se distinguen bien en la oscuridad, parecen grandes carteles o algo así. Unos minutos después vibran un segundo y de forma irregular se encienden cientos de potentes lámparas halógenas que deslumbran a los soldados enemigos parapetados tras sus defensas. Estos reaccionan muy rápido, disparando contra las lámparas y cegándolas enseguida, pero esos segundos son suficientes para que los rebeldes tomen mejores posiciones y disparen a un buen número de soldados. La defensa queda rota y los militares comienzan a replegar posiciones con rapidez.

-Vaya, parece que os están dando bien -dice Polar levantando la mano del cuchillo y clavándolo con todas sus fuerzas en el muslo del general. El hombre grita otra vez, pero ahora casi sin sonido, mientras ella mueve el cuchillo a los lados, intentando sacarlo- Gracias por todo, amigo. Eres un gran estratega. Y no te preocupes más por tu brazo, no se te va a infectar.

Le sujeta por la barbilla y echa hacia atrás la cabeza para hacerle un profundo corte en el cuello, pero lo raro es que lo hace sobre la traquea y de arriba a abajo, en lugar de cortárselo de lado a lado que es lo más efectivo. Ella me sonríe viendo que no entiendo esa forma de matar. Entonces alcanza las bolas de papel y con rapidez las introduce en el interior de la garganta, por el hueco que acaba de abrir. Deja libre al general y se despreocupa de él.

-Vamos. Cojamos los fusiles y nos cargamos a todos los que podamos desde aquí. -dice sacudiendo mi hombro, pues no reacciono. Estoy embriagado viendo como el general se mete las manos en la herida de la garganta intentando sacar las bolas de papel que le asfixian, mientras patalea y se pone más y más rojo. Consigue sacar un par de ellas, pero se ahoga antes de que sean suficientes.

Salimos al pasillo y nos tumbamos en el suelo sacando los fusiles entre los barrotes de la barandilla y comenzamos a disparar a los militares de abajo que están preparando la defensa del cuartel general, sabiendo que el enemigo se acerca para el asalto final. Matamos a unos cuantos antes de que se den cuenta de que les disparan desde el interior del edificio. Entonces docenas de armas disparan hacia nosotros y tenemos que retirarnos hacia la sala de mando, aunque por suerte enseguida se escuchan muchas ráfagas de disparos en la calle y comienza el asedio al edificio, por lo que los soldados centran su atención en el ataque exterior, olvidándose de nosotros.

Nos damos cuenta de que en poco tiempo la batalla estará ganada y quizá con ella ganemos la guerra también. Hay demasiados disparos y podemos salir malheridos por alguna bala perdida, así que decidimos encerrarnos en la sala de mando hasta que todo haya acabado.

Entrar allí de nuevo y comprobar la serenidad del cuadro que hemos dejado resulta bastante impactante. Hay mucha tranquilidad y me trae a la memoria el cuarto de juegos de unos niños desordenados que ya se han ido a dormir, sólo que en lugar de juguetes el suelo está cubierto de cadáveres y de sangre. En la pantalla ya no se ve una batalla. Muestra la victoria completa de Factor Libertad y a sus hombres desmontando las armas pesadas para incorporarlas a su arsenal. Nos miramos y no podemos evitar besarnos entre la alegría incontenible y el subidón de la victoria.

-Ahora sí, imbécil -dice Polar desabrochando mis pantalones con premura mientras me muerde los labios.

Estamos desnudos, yo de pie y ella sentada sobre la mesa, con las piernas abrazando mi cintura, impulsando sus caderas hacia adelante con ritmo acelerado, dejando cortas mis embestidas. No nos importa mancharnos con la sangre que rebosa por toda la mesa y que extendemos por nuestros cuerpos con cada abrazo y cada magreo. Estamos así, tan perdidos en nuestro pequeño mundo, que tardamos un rato en ver a Montoya parado de pie en la entrada, observándonos con una expresión entre la fascinación y el horror. La imagen debe ser impactante, claro, dos jóvenes desnudos follando como locos sobre un charco de sangre, rodeados de cadáveres y trozos de cerebro. Parece que el bueno de Montoya no tiene nada que decir, sale en silencio cerrando la puerta.

Cuando hemos terminado nuestras celebraciones particulares salimos al pasillo y vemos que el edificio ha sido tomado por los rebeldes y quedan apenas unos pocos soldados vivos que han sido capturados. No sé qué harán con los prisioneros en una guerra como esta, en la que se trata de aniquilar al sistema para que no te aniquile a ti. No les auguro un buen futuro. Montoya nos ve y sonríe entusiasmado, al parecer ya no se acuerda del episodio de erotismo sangriento que ha presenciado en la sala de mando pues nos abraza y nos da palmadas en la espalda mientras nos felicita en voz alta por nuestro decisivo papel en la victoria. Muchos otros se suman a las felicitaciones y Montoya termina gritando desde la balaustrada,

-¡Aquí están los héroes!¡Ellos son los que han eliminado al estado mayor enemigo y allanado nuestro camino a la gloria cuando todo parecía imposible! Es gente como esta la que necesita nuestra causa. ¡Seguid su ejemplo y seremos invencibles!¡Son estos los líderes que necesitamos!

Nuestros compañeros de batalla gritan, aplauden y nos aclaman en un estruendo ensordecedor. Me siento lleno de orgullo hasta reventar, me emociona ver a todos aquellos guerrilleros vitoreando a sus líderes, dándonos las gracias por estar de su lado. Cojo la mano de Polar y miro su rostro enmarcado en sangre seca, esperando encontrar sus ojos humedecidos por la emoción, como los míos, pero sin embargo está muy seria y con aspecto algo abatido.

-¿Qué ocurre Polar? ¡Hay que celebrarlo!¡Hemos ganado!

-No hemos ganado nada -responde con frialdad- Cualquiera de estos que nos aclaman podría ser el misionero enviado para matarnos, para concluir la misión.

-Pero Polar ¿no lo entiendes? ¡Hemos ganado! ¡Hemos llegado a nuestro destino!

-¿Qué? -dice mirándome sin comprender-. Tirso, de verdad que no entiendo qué quieres decir.

-Hemos ganado. Piénsalo bien. Somos los héroes. El Mundo no puede eliminarnos porque somos los nuevos líderes, los héroes del nuevo orden. Los referentes del nuevo orden superior. No puede matarnos porque el caos que el Mundo inició dio lugar a un movimiento revolucionario triunfador que nos ha elegido como sus iconos, su héroes.

-¡Es cierto! -responde mientras su rostro se ilumina con la certeza-. Si nos mata dejaría sin referencia a este recién nacido Nuevo Mundo, que perdería su pureza y cambiaría de dirección, o moriría. Tienes razón. ¡Hemos llegado a nuestro destino!...... -Nos abrazamos y nos besamos, ajenos al griterío de nuestros compañeros de lucha- ¡Tirso! ¡Las estrellas! ¡Nuestras luces! Son la prueba, si ya no están sabremos que estamos en lo cierto -grita mientras sale corriendo en busca de un acceso a la azotea.

Cuando logramos salir al tejado nos impresiona la visión de las tropas rebeldes celebrando la victoria por toda la ciudad. Los que están en la plaza nos señalan, nos saludan y nos aclaman pero no les hacemos mucho caso pues estamos concentrados en encontrar nuestras luces en el cielo. Polar señala dos luces lejanas, pequeñas, una azul y otra blanca, que parecen apagarse poco a poco.

-Sí, son esas -confirmo con voz entrecortada por la emoción-. Se van.

Titilan, nos miran, nos sonríen, despidiéndose de nosotros para siempre. Nos abrazamos viéndolas desaparecer y no podemos evitar llorar en silencio recordando el paraíso y la vida gozosa, las personas a las que amamos y nunca volveremos a ver, todo aquello a lo que hemos renunciado para estar juntos.

Hemos tomado nuestro camino conscientes de que nunca podremos volver a disfrutar de la perfección plena. Nunca volveré a ver a mi luz. Ni mi uke. Ni mi paraíso. Aunque, pensándolo bien, quizá ahora sea distinto, quizá tenga un orden muy diferente, pues lo que hemos aquí habrá modificado a fondo la perfección.

Las luces se apagan.

Adiós luz. Adiós dulce Kira. No te rindas, no dejes de luchar, hasta que alcances tu destino.

Iron Maiden - Brave New World

viernes, 9 de noviembre de 2012

La química del Mundo y el misionero del destino. Capítulo X.


La salida al otro lado resulta bastante confusa. Caigo sobre un duro suelo de baldosas blancas y escucho disparos, impactos de bala en las paredes y muchos gritos. Una bala rebotada destroza el espejo. Da lo mismo, ya lo he usado todo lo que podía hacerlo. Estoy en un baño de un edificio público, un mercado o algo así, a juzgar por el olor a comida rancia y las tiendas abandonadas que veo al salir al pasillo. De la calle llega el estruendo de una batalla. Vaya, parece que me han dejado en mitad de una guerra. Al mirar por una ventana veo una plaza y a cientos de personas apostadas en una barricada, disparando e intentando resistir los envites de un ejercito que avanza desde el otro lado.

Lo primero es buscar a Polar. Dándonos bastante margen para aprender a manejar los fusiles, habíamos acordado el día y la hora para cruzar, por lo que esta vez no tengo ninguna duda de que anda por aquí, en este lado, en alguna parte. Me agacho y busco con la mirada el baño de mujeres. Entonces me doy cuenta de que estoy en una especie de patio cubierto, de gran altura, y que todas las plantas del edificio del que he salido tienen terrazas que dan a esta zona. Avanzo por el pasillo escuchando el sonido de los disparos y las balas mezclado con el resonar de mis pasos sobre el suelo de baldosas, intentando localizar a mi compañera. Cuando llevo recorridos unos metros alguien me llama. No hay nadie a los lados y termino mirando hacia arriba y allí está en una de las terrazas del tercer piso, haciéndome gestos para que suba, agitando un rifle idéntico al mío.

Localizo las escaleras y subo tres plantas. Cuando nos encontramos no podemos disimular la alegría y la emoción. Nos abrazamos y nos besamos, pero enseguida ella me separa a la fuerza para ponerme al corriente de la situación.

-Por lo poco que he podido ver ahí fuera se libra una batalla desigual. En este lado parece que está la población civil que lucha de forma desorganizada contra el ejercito y la policía que atacan desde el otro lado de la plaza. Olvidando el pequeño detalle de que hemos venido aquí para matarnos el uno al otro, no hace falta que te explique que si hemos caído en este bando y no en el otro será por algo.

-Puede ser para que ayudemos a esta gente a defenderse del ejercito. Pero también puede ser para que les ataquemos por la espalda y facilitemos la victoria de los otros. -respondo.

-Puede ser. Pero ¿a ti que te pide el cuerpo?

-Subamos a la azotea -respondo empezando a correr.

Nos tumbamos sobre el tejado de cobre y nos arrastramos hasta el borde, apoyando los rifles en los huecos de un murete ideal para protegernos, observamos el campo de batalla, intentando hacernos una idea de cual es la situación. El ejercito y la policía están atacando con dureza a los que consideramos los rebeldes y avanzan por la plaza haciéndose fuertes en más y más puntos y rodeando al bando por el que hemos optado. Vemos que un grupo de soldados apostados detrás de un camión volcado están a punto de asaltar las barricadas por el flanco derecho, lo que debilitaría definitivamente la defensa de los civiles.

Polar dispara primero, acertando en el cuello del que parece llevar el mando. Yo lo hago de inmediato y tumbo al primer soldado, que ya estaba saliendo hacia la barricada. El segundo tropieza con el cuerpo de su compañero y Polar le revienta el corazón. El resto intenta protegerse sin saber de quién, ni de dónde viene el ataque, y en pocos segundos han caído todos. Cambiamos los cargadores mirándonos con satisfacción antes de buscar un nuevo objetivo.

Otro grupo de soldados se ha hecho fuerte tras una montaña de ladrillos y dispara con una ametralladora de gran calibre, inmovilizando a los rebeldes tras de la barricada de sacos y escombros. Esta vez disparo primero y le hago un boquete rojo en mitad de la cara al tipo que manejaba el arma. Polar elimina a otros dos en un segundo y yo hago lo propio con otro más. El resto, viendo que son un blanco fácil, retroceden en busca de una posición mejor y son los rebeldes los que se encargan de abatirlos. No con tanta precisión como nosotros, todo hay que decirlo.

Parece que el peligro más inminente está controlado y mientras la batalla continúa nos dedicamos a observar a los enemigos que aguardan tras las barricadas del otro lado de la plaza. Se ven muchos soldados pero lo que buscamos son uniformes con estrellas. Matar a los líderes. Una vez más. Sólo que aquí son muy difíciles de identificar. Nos quedamos un rato sin saber que hacer, algo desorientados. Entonces Polar señala al cielo. A plena luz del día se ve una estrella blanca, mi luz, que permanece sobre una esquina del edificio, al otro lado de la plaza, en una zona en la que se atrincheran bastantes enemigos. La otra luz, la azulada, la luz de Polar, parpadea sobre otro edifico que hay algo más a la izquierda. Entonces una bala silba cerca de mi cabeza y nos ayuda a entender las señales.

-Yo me cargo a los francotiradores del edificio de la izquierda -dice ella- Tú encárgate de los jefazos, seguro que están bajo tu estrella.

Rueda unos metros y se sitúa en otro punto del murete, buscando la mejor posición para atacar a los que nos han disparado. Mientras, voy barriendo con la mira telescópica la zona que marca mi luz. Localizo a un tipo con cuatro estrellas en los hombros y me parece suficiente. El impacto sacude su cabeza y se mantiene en pie un momento mientras la sangre mana del hueco en el que estaba uno de sus ojos. Antes de que caiga al suelo ya he matado a los que hablaban con él.

Disparo a sargentos, capitanes, generales, mayores o lo que fueran y observo que el desconcierto empieza a hacer mella en las fuerzas enemigas, sobre todo en la zona de la retaguardia donde se supone que deberían estar más tranquilos. Pero es que no queda nadie que de órdenes a los soldados. Y el que ordenaba a los que daban órdenes tampoco está ya. De vez en cuando escucho el zumbido del silenciador del rifle de Polar y hasta veo caer a un tipo de una de las ventanas de la izquierda. Hace su parte con temible precisión. Los rebeldes se dan cuenta de que el ataque enemigo empieza a flaquear y su moral comienza a subir. Poco a poco van recuperando posiciones en la plaza y pronto el ejercito comienza su retirada y sólo un grupo de policías resiste el asalto. Pero no por mucho tiempo, ya que terminan siendo atacados por los dos flancos y al final lo rebeldes caen sobre ellos y los matan a cuchilladas.

Cuando la retirada del enemigo es completa Polar y yo decidimos bajar a la plaza. Hay bastantes muertos entre las fuerzas civiles pero muchos más han caído en el otro bando. A pesar de las bajas el júbilo y la satisfacción parecen reinar entre los civiles. Un joven barbudo se acerca y nos saluda.

-Sois vosotros los francotiradores de la azotea, ¿verdad? -ambos asentimos-. Yo soy Montoya. Habéis hecho un excelente trabajo. Era vital conservar este edificio ya que es nuestro arsenal. Por eso estaban empeñados en asaltarlo los muy cabrones.

-Perdona -dice Polar- nosotros no somos de aquí y no sabemos muy bien que está pasando. ¿Qué guerra es esta?¿Cómo ha empezado?

-Pero ¿cómo es posible que no os hayáis enterado? Más que una guerra es una revolución. Una revolución global -responde el joven- La gente, aquí y en casi todos los países, empezó a protestar contra el sistema. Lo controlaba una oligarquía formada por políticos corruptos que no defendían los intereses de los ciudadanos, compañías que les exprimían en connivencia con los gobernantes, medios de comunicación cómplices, en fin... hasta que un día, de forma espontánea, una chispa saltó en alguna parte y el mundo entero se incendió.

-Escuché que antes de la revolución murieron algunos líderes de diferentes ámbitos -deja caer Polar.

-Así es. Hubo algunos asesinatos de gente relevante -responde el hombre- No creo que fuera el factor decisivo pero sin duda tuvo cierta importancia en un momento tan delicado. Yo no soy sociólogo pero pienso que de alguna forma esas muertes han sido un revulsivo, un activador. La gente estaba muy descontenta, harta, y al ver caer a todos aquellos personajes... No sé. Supongo que algunos se quedaron sin referencias y al buscar unas nuevas digamos que les dieron arcadas, otros despertaron del letargo, o quedaron desorientados, perdidos, y otros muchos se alegraron de ver desaparecer a todos aquellos creadores de decadencia. De una o de otra forma, los asesinatos contribuyeron a incendiar la rabia contenida, ayudaron al despertar, de la liberación -hace una pausa para encontrar las palabras adecuadas- No sé. Empezamos a percibir un sutil aroma de libertad que nos recordó la forma en que merecíamos vivir y de repente estábamos luchando con las manos, con palos y piedras, y luego con armas. Para defender a muerte el derecho a la libertad que hasta hace poco no sabíamos que no teníamos, ni que anhelábamos tanto.

Polar y yo le miramos emocionados mientras él se calla, rememorando algún pasaje doloroso. Ambos le pedimos que siga.

-La gente se empezó a amotinar, a protestar a todas horas en las calles. Parecía que así no conseguiríamos nada porque la represión era cada vez más descarada. Pero luego nos dimos cuenta de que la mejor táctica era no trabajar, dejar de producir para paralizar el sistema. Los suministros empezaron a fallar mientras los enfrentamientos con la policía eran permanentes. Intervino el ejercito pero las protestas no cesaban. Muchos soldados y policías cambiaron de bando, para defender los intereses de sus familias y los suyos propios. Y al final estalló una especie de guerra civil, casi todos los iguales contra unos cuantos privilegiados. En el bando de la oligarquía quedaban el gobierno, la policía y el ejercito. Mejor dicho una parte de estas fuerzas pues cómo he dicho muchos cambiaron de bando, aunque permanecieron los mandos, una parte de la tropa y los miembros de los cuerpos especiales, en los que apenas hubo deserciones. Nosotros nos organizamos bajo el nombre de Factor Libertad y organizamos una resistencia permanente al sistema, la represión tuvo como respuesta más violencia y ante nuestra persistencia el poder comenzó a considerarnos un enemigo militar en toda regla y terminaron atacándonos con tanques, aviones y armas pesadas, contra las que no teníamos nada que hacer -sonríe mientras hace una pausa efectista-. Eso es lo que parecía en un principio. Al negarnos a producir todas las máquinas de guerra fueron quedando paralizadas por falta de combustible, de reparaciones, de repuestos, o de efectivos que las manejaran. Y la guerra que había empezado de forma muy desigual se fue nivelando. Ahora ellos siguen siendo muy superiores en estrategia militar y todavía en armamento, pero nosotros tenemos a casi todos lo técnicos y creadores, esto nos permite suplir nuestras carencias con una mezcla de improvisación tecnología e imaginación.

-Vaya. Poderosa combinación -dice Polar.

-Así es. Cada día que pasa somos más fuertes y ellos más vulnerables. Aunque estamos en una especie de punto muerto. Ellos nos atacan y les rechazamos. Luego, al revés. Pero no terminamos de dar el golpe decisivo. Y sería decisivo porque esta ciudad, este país, son referencias mundiales. Aquí empezaron las revueltas, aquí empezó la represión más contundente y la sublevación definitiva comenzó aquí también. Si Factor Libertad vence, si alcanzamos la victoria, el mundo entero terminaría del revés. Empezaríamos un orden nuevo.

-Un orden superior -digo sin pensar y los dos me miran pensativos, intuyendo el poder de la entropía.

Durante los días siguientes nos mezclamos con los libertadores y nos impregnamos de su espíritu de compañerismo y libertad. Mucha gente nos felicita y agradece nuestra ayuda en la defensa del mercado, así que empezamos a ser conocidos como los tiradores del mercado, y notamos que somos admirados y respetados por todos. Para colaborar con la causa enseñamos a otros tiradores a mejorar su técnica, gracias a los conocimientos que aprendimos en el paraíso, y cada día acuden más milicianos a nuestras improvisadas clases. No somos tan buenos profesores como nuestras luces pero sabemos mucho más que toda esta gente, por lo que nuestras enseñanzas resultan muy útiles. Entre unas cosas y otras nuestra leyenda se va extendiendo entre las filas de Factor Libertad.

Estamos tan inmersos en estas actividades y en la causa común que no nos acordamos de los paraísos, ni de nuestras misiones, y tampoco somos conscientes de que el tiempo corre en nuestra contra. Hasta que un día Polar decide hablar de ello.

-Tirso, tenemos que tomar alguna determinación. Si no hacemos nada, si dejamos pasar el tiempo sin más, el Mundo comprenderá que no se va a cumplir la misión y nombrará otros misioneros que vendrán a eliminarnos para finalizarla. Y sin saber quienes son, ni cuando vendrán, entre tanta gente como hay aquí, somos muy vulnerables.

-¿Y cómo se puede luchar contra el Mundo? -pregunto.

No podemos continuar la conversación pues los dirigentes del movimiento anuncian que de madrugada vamos a intentar el asalto a la zona de la ciudad dominada por el ejercito del sistema y se produce un gran alboroto en el campamento. Se reparten municiones, agua y comida, se repasan las armas, por todas partes se escuchan las instrucciones de los jefes de grupo, se pueden oler el miedo y la inquietud. Montoya se acerca a Polar y a mí con expresión muy seria, parece que va a comunicarnos algo importante.

-Cómo os dije no es la primera vez que intentamos este ataque y siempre consiguen rechazarnos. Si hacemos lo mismo de siempre, tendremos lo mismo de siempre, por eso hoy será distinto. Y será gracias a vosotros -dice señalándonos-. Os vamos a asignar un comando a cada uno y mientras el grueso de las tropas ataca su frente principal, vosotros debéis infiltraros en el cuartel general y sembrar el máximo desconcierto eliminando a los mandos que organizan su resistencia. Igual que el otro día desde el tejado del mercado.

-Nosotros trabajamos solos -dice Polar, mientras yo confirmo su afirmación encogiéndome de hombros.

-Ya, claro. Y vais a ser capaces de cruzar la línea enemiga, llegar al cuartel general y matar a su estado mayor vosotros solitos. Así por vuestra cara bonita.

-No te quepa duda -respondo-. En cualquier caso no lo haremos de otro modo así que es tu única opción. Cuida tu parte y nosotros cuidaremos la nuestra.

Ninguno de los dos sabe muy bien cómo vamos a cumplir con nuestra parte pero sobre las siete de la tarde empieza a anochecer y partimos hacia la zona enemiga, sabiendo que a las diez comenzará la ofensiva de las tropas libertarias, que será decisiva si para entonces hemos logrado nuestro cometido. En caso contrario será tan solo otra sangría más.

Nada más llegar a la zona fronteriza miro arriba y veo nuestras estrellas en el cielo y se las muestro a Polar. Están juntas, justo sobre el borde izquierdo de la zona bajo control enemigo, así que decidimos empezar por allí. Nos pegamos a la pared de un edificio tratando de buscar la ruta de acceso que nos marcan las estrellas, pero aquello está lleno de soldados y no es posible avanzar. Nos parece que estamos estancados y que hemos interpretado mal las señales, pero entonces vemos el portal del edificio y decidimos subir las escaleras hasta el piso más alto, para intentar conseguir una perspectiva diferente. Desde una de las ventanas, con mucha cautela observamos que la calle trasera es bastante estrecha y el edificio de enfrente está bastante cerca y es un poco más bajo, por lo que sería posible saltar hasta su azotea desde la nuestra. Sin embargo, en la del otro edificio se ven varios soldados que vigilan las calles con gesto de hastío.

Subimos el último tramo de escaleras y comprobamos que el acceso a la azotea está cerrado por una trampilla en el techo bloqueada por un grueso candado. Aunque nuestros rifles tienen silenciador y un disparo certero no llamaría la atención de los guardias, decidimos no disparar contra el candado pues las balas podrían rebotar y herirnos. Polar dice que va a intentar abrirlo con una horquilla de pelo y me agacho para que se siente en mis hombros y pueda llegar con comodidad al candado. Permanezco muy quieto mientras ella trabaja, pero empiezo a sentir en la nuca el calor de su entrepierna y no puedo evitar excitarme y le propongo un poco de acción antes de la acción. Me recuerda que soy mister imbécil paraíso del milenio y eso me deja bastante frío. No me parece bien que me diga ese tipo de cosas, pero tengo que reconocer que no es el mejor momento para dedicarse al fornicio.

Pasa bastante tiempo hasta que consigue abrir el candado y aunque no digo nada ya casi no siento las piernas. Eso me recuerda a cuando mi padre me hablaba del protagonista de una película famosa en su juventud y siento nostalgia de mis tiempos tranquilos, de mi pequeña ciudad y de la sensación de seguridad de aquella vida. Las fiestas en verano, los partidos de béisbol, el Sr. Blacksaw. Y entonces se me pasa y siento alegría por estar aquí, siendo alguien, con una causa, con este pibón calentándome la nuca con su entrepierna ardiente y con un letal fusil con mira telescópica apoyado a mi lado. Me siento poderoso.

Polar, todavía sobre mis hombros, abre la trampilla muy despacio y me pide que le alcance su rifle. Siento la sacudida de varios disparos silenciados y después su peso desaparece y me tiende una mano para ayudarme a subir hasta allí arriba. Nos cuesta bastante hacerme subir pues apenas tengo puntos de apoyo, pero al final lo conseguimos. El salto hasta la otra azotea es corto pero la caída bastante contundente y por suerte no nos torcemos un tobillo, ni nos partimos un brazo. Es lo que tiene la experiencia, sabemos caer después de nuestras diversas sesiones de entrenamiento en el paraíso. Observo que Polar ha liquidado a cinco soldados desde la otra azotea con un disparo en la cabeza, justo por debajo del casco.

-No podemos luchar contra todo un ejercito hasta llegar a su cuartel, así que vamos a ponernos sus uniformes y lo conseguiremos de forma bastante más discreta -me dice.

Nos cambiamos de ropa a la luz de la luna menguante. La observo medio desnuda y no puedo evitar proponer otra vez un rozamiento intenso y breve.

-Mister imbécil paraíso del milenio.

-Vale, vale -respondo enfadado- Centrémonos en la misión. Pero no soy ningún imbécil.

Bajamos las escaleras desde la azotea y nos cruzamos con varios soldados que nos saludan sin interés. Salimos a la calle sin saber en que dirección exacta se encuentra el cuartel general, así que avanzamos hacia el interior de la zona enemiga sin destino fijo y observamos con preocupación la cantidad de cañones y ametralladoras de gran calibre que apuntan hacia las calles por las que atacará Factor Libertad. Si no lo evitamos será una masacre. Tras cruzar cuatro o cinco avenidas encontramos una zona de control que interrumpe nuestro avance, vigilada por dos soldados que nos piden nuestros salvoconductos de acceso a la zona de máxima seguridad. Así que queda claro que por allí debe estar el cuartel general. Polar simula buscar la documentación en el bolsillo interior de la chaqueta pero me doy cuenta de que está sacando el cuchillo de combate que lleva atado a la espalda dentro de una funda de cuero. Así que hago lo mismo y un segundo después los dos guardias reposan en silencio dentro de la caseta de control con el corazón descosido y la sorpresa dibujada en el rostro.

Seguimos andando en la misma dirección por una calle de aspecto medieval, que tiene toda la pinta de ir a morir en una plaza, pero antes de llegar al final nos cruzamos con una patrulla de cuatro soldados que nos dan el alto y nos piden los salvoconductos. Polar despliega un giro de espaldas a la inversa con cuchillo elevado y secciona la yugular de dos de ellos antes de que puedan parpadear, mientras yo corto un cuello y atravieso un corazón en un solo movimiento. Arrastramos los cuerpos hasta la zona más oscura de la calle y seguimos caminando hasta llegar a la plaza que parece el corazón de la zona. Allí hay otro control y demasiados soldados para pensar en un ataque directo. Llegamos al puesto y otra vez nos piden que enseñemos los papeles.

-Algo ha pasado allí -dice Polar fingiendo angustia en su voz-. Alguien ha atacado a la patrulla.

El sargento que dirige el puesto envía a dos soldados a comprobarlo y nos hace esperar en el puesto. Al poco los hombres vuelven pálidos, impresionados tras ver a sus compañeros muertos, diciendo que están allí, apuñalados, tirados en un rincón como giñapos. Se produce un gran revuelo y muchos soldados van y vienen, se oyen gritos de frustración y rabia, y aprovechamos la confusión para colarnos en la plaza que está presidida por un gran edificio que debió ser el ayuntamiento antes de la guerra y que está decorado con blasones del ejercito enemigo.

Subimos las escaleras que dan acceso al magnífico y antiguo edificio de piedra blanca y nos detenemos ante un nuevo control, atendido por soldados con un uniforme distinto. Supongo que se trata de algún cuerpo especial dedicado a proteger al alto mando. Nos piden la documentación para acceder al edificio.

-El sargento nos ha enviado para informar sobre el atentado contra la patrulla -dice Polar.

-¿Por qué no ha venido él? -responde con dureza uno de los soldados.

-Y yo que sé -dice Polar- Estará organizando la seguridad. A mí qué me cuentas. Yo sólo hago lo que me ordenan.

-¿A quién tenéis que informar?

-Pues... Al capitán -improvisa Polar mientras el soldado nos mira alzando las cejas esperando una respuesta más concreta-. Al capitán no sé qué. No me acuerdo. A ver, acaban de cortarle el cuello a un tío que me ha salvado el culo un montón de veces. Me da igual el nombre del puto capitán. Sólo quiero darle el mensaje y salir a buscar a esos hijoputas -continúa Polar con lágrimas asomando a sus ojos.

-El capitán se llama Martín. Está en la primer planta -responde el soldado franqueando el paso con evidente turbación, sintiéndose identificado con la rabia y la frustración demostradas por mi compañera.

Whitesnake - Saints & Sinners

viernes, 2 de noviembre de 2012

La química del Mundo y el misionero del destino. Capítulo IX.


Esta es mi historia. Estos han sido los precedentes que me han dejado aquí, en la playa, frente a una bahía en la que ahora llueve con frecuencia, quizá por la proximidad de la montaña. Observando las gotas que resbalan por el cañón de mi rifle. Reflexionando sobre los acontecimientos pasados y sobre la química del mundo, sobre la forma silenciosa en que el óxido penetra en el metal. Sobre los sistemas oxidados que se corrompen, tendiendo al desorden. Hasta que se organizan en un orden superior.

Recordando mi historia creo que puedo afirmar con sinceridad que si soy un asesino es por casualidad, por caprichos del destino, pero no por mi naturaleza. Nunca hubiera matado de no haber presenciado la humillación sufrida por uno de mis seres más queridos, y sin ese factor quizás mi destino fuera otro. Escuchando esta historia seguro que muchos creen que son mejores que yo. Pero nadie debería ser tan frívolo como para creerlo. En mi lugar cualquiera hubiera hecho lo mismo. Cambiemos los componentes, las circunstancias, para adaptarlas a las debilidades, a los miedos, a las referencias de cada cual y entonces cualquiera hubiera hecho lo mismo que yo. Tú también.

Cuando tu icono, tu líder, tus ideales, tus referentes son aplastados no tienes otra salida, sólo puedes luchar para eliminar lo nocivo y para establecer una nueva referencia, un nuevo orden. Y eso es también lo que el Mundo ha hecho utilizándome como instrumento, eliminar a los renglones torcidos, finiquitar los iconos insanos, para que la gente normal se vea obligada a establecer un nuevo orden, para que entre ellos se alcen nuevos líderes que les dirijan hacia su destino. Y me eligió a mí como instrumento demostrando una gran sabiduría, porque en el fondo de mi ser yo comprendía a la perfección el significado de esta misión, aunque al principio no me diera cuenta. Después, de acuerdo, mi toque personal puede ser cuestionable. Algunos dirán que les parece algo sangriento pero en el fondo ¿qué valor tiene ese detalle?

Polar tenía muy claro todo esto. Mi papel en esta trama, el suyo, la misión. Los deseos del Mundo. Me lo explicó tras la matanza en el yate, cuando estuvimos hablando por primera vez.

-Yo no soy más que un complemento. Tú eres el abanderado de la misión principal -dijo-. Tú mataste, pero lo hiciste por mera supervivencia, para defenderte ante el derrumbamiento de tus pilares fundamentales. Y para restablecer el orden que necesitabas en tu vida.

-¿Y tú? ¿No lo hiciste por alguna clase de necesidad? -ella negó con la cabeza-. Entonces ¿por qué mataste a tu amiga con las tijeras? -pregunté.

-No tenía una razón como la tuya. Llegó un momento en que me molestaba, no la podía soportar. Así que, sin saber muy bien cómo, terminé matándola. No lo planeé. Surgió.

-¿Surgió? -pregunté-. Surge un beso entre dos personas que se miran a los ojos sentadas en un banco de madera en mitad de Central Park.

-Sí, exacto. Igual. Así fue. Nos miramos y supe que era el momento. Cogí las tijeras y bueno... la maté -dijo con la mirada fija en el suelo-. Y no fue una muerte buena, ni rápida. Creo que la forma de matarla expresó muchas cosas.

-¿Qué quieres decir? -pregunté temiendo la respuesta.

-Quiero decir que... Bueno. No sé cómo empezar. -explicó algo turbada-. Digamos que unas tijeras pueden usarse para matar como un puñal, clavándolas. Esa es la forma en que lo imaginas, supongo. Pero también se pueden usar para matar como se usan unas tijeras. Cortando. Es un método mucho más lento y doloroso hasta el extremo. Sádico, supongo. -hizo una pausa esperando mi reacción-. Es la forma en que ocurrió. Así es cómo lo hice. Y sí, eso expresó muchas cosas.

Me quedé callado sin poder decir nada, imaginando la terrible escena, los gritos de su amiga llenando el espacio durante mucho tiempo bajo un dolor pavoroso. El deseo de la muerte que viene con un retraso inaceptable, que no termina de llegar. Pero fui incapaz de sentir el más mínimo despreció por Polar. Ella tampoco dijo nada durante unos minutos, quizá rememorando el mismo horror, hasta que sentenció la conversación.

-Por eso te he dicho que en esta misión soy un complemento. Yo no tenía una razón legítima para matar, no defendía ninguna causa. Pero sí tengo la frialdad que tú no tienes. La determinación absoluta para hacer lo que haga falta. Tú comprendes el ideario y yo domino el método.

Esta mañana decidí seguir el orden inverso al acostumbrado. Es decir, primero miré en el arcón, y encontré el rifle. Un fusil de francotirador, con su mira telescópica y todo eso. Pero todavía no he querido comprobar mi siguiente misión en el televisor. No quiero saber quién es mi objetivo, ni ponerme a prepararlo hasta que tenga un poco más claro cuales son mis opciones. Sólo puedo esperar. No quiero hacer algo irreversible que me deje aquí, separado de Polar para siempre, ni quiero dejar de hacer algo que pueda acercarme a ella.

Me falta ella. La vida aquí sigue siendo muy relajante y tentadora, pero ahora siento una gran ausencia y ya no es una existencia tan satisfactoria como antes debido a este anhelo. Me siento incapaz de fingir con Kira. No quiero hacerla creer que la deseo igual que antes. Sus pechos me siguen fascinando, vale, sí, pero ahora ya no pierdo la conciencia cada vez que yazco con ella. Quizá es que el uso hace el desgaste, o quizá es porque mi corazón está en otro sitio.

Entre la lluvia veo llegar a Kira, que se acerca apartándose el cabello mojado del rostro y mirándome con seriedad. Ella percibe que no estamos tan cerca como antes, pero sigue en su puesto, fiel a sus obligaciones, sigue siendo la luz del misionero del destino. Y no me cabe duda de que lo hace por amor, aunque en gran parte sea por amor al Mundo y no sólo a mí.

-Tú misión está en la pantalla ¿no la has mirado? -niego con la cabeza-. Pues tienes que hacerlo ahora mismo. Es algo muy raro. Esta vez parece muy peligroso. No te vas a enfrentar a civiles desarmados e indefensos.

Caminamos hacia la cabaña mientras intento calmarla. Tengo un rifle con mira telescópica y eso significa que podré matar a distancia, sin demasiados riesgos. Sólo tengo que aprender a usarlo. Entramos en el salón y observamos el televisor. La imagen que muestra me congela la sangre.

-¿Quién es? - dice Kira con preocupación.

Es una diosa. Es la imagen viva de la muerte. La belleza abrupta de la crueldad. Es un disparo que revienta mi corazón. Es Polar, de pie sobre un altar rodeado por los cuerpos masacrados de una docena de religiosos cubiertos de sangre, cuyas cabezas sólo son un amasijo orgánico irreconocible. Jadeando, con la ropa desgarrada, medio desnuda, pero vistiendo una sonrisa de triunfo y placer en su rostro, sujetando un gran mazo de acero que gotea sobre un charco rojo. Debió de hacerlo antes de conocernos, durante alguna misión anterior a la de los banqueros.

-¿Quién es? -repite Kira impaciente- ¿La conoces?

-¿Alguna vez ha subido alguien a la montaña? -pregunté haciendo caso omiso de su angustia- Y si alguien ha subido ¿ha vuelto?

-¿Queeeé? La montaña... -responde ella extrañada- No, nadie ha subido. ¿Para qué íbamos a subir? Estamos en el paraíso, Tirso.

Sin decir nada más, salgo corriendo de la casa y atravieso el linde de los cocoteros. Empiezo a subir por la ladera de la montaña siguiendo un sendero casi borrado por la hierba. Kira me sigue pero se queda parada junto al último árbol, no es capaz de pasar de allí. No puede abandonar el paraíso. Yo sigo ascendiendo y cuando la pendiente se hace más difícil me ayudo con las manos, casi estoy escalando, pero me da lo mismo. Sólo pienso en llegar arriba.

El frío es cada vez más intenso y sólo llevo bañador y camiseta. Me voy a congelar. Cuando llego a la cumbre estoy casi helado. Menudo paraíso más inhóspito el de Polar. Sigo avanzando hacia un poblado de cabañas que se distingue a lo lejos, pero no puedo más. Caigo de rodillas y me arrastro un par de metros, intentando llegar. Hasta que mi cabeza cae sobre la nieve.

Abro los ojos y miro alrededor. Estoy en una cabaña. Tumbado en un lecho y cubierto por pieles. La chimenea encendida apenas ilumina la estancia pero desprende un calor agradable. Me incorporo intentando atisbar algo en la penumbra y el sonido de su voz retuerce mi corazón.

-Podría matarte ahora mismo y habría cumplido mi misión. Toda la eternidad en el paraíso. -dice Polar y continúa tras una pausa- Tío, eres un gilipollas. No puedo entender por qué me gustas. No es muy inteligente lo de venir aquí en bañador, sólo te ha faltado la tabla de surf para llegar al top imbécil paraíso del milenio.

-¡Polar! ¡Quieren que nos matemos! -grito sin poder contenerme- Así es cómo el Mundo quiere arreglarlo. Uno de los dos muere, o los dos morimos y así las cosas vuelven a su sitio. No tenemos ninguna posibilidad -digo cayendo abatido sobre el lecho.

-No estoy de acuerdo. No todo está previsto -responde ella con seguridad- De lo contrario no podríamos estar aquí juntos. Esto significa que tenemos oportunidades, sólo hay que identificarlas.

-¿Y qué podemos hacer? Si nos rebelamos aquí nuestras luces nos matarán ¿Qué hacemos?¿Matar a todos los habitantes y quedarnos solos tú y yo? Tendríamos los dos paraísos para nosotros y estaríamos juntos para siempre. Pero...

-No creo que sea buena idea eliminar una parte de nuestros mundos ideales. Equivale a destruirlos. Ya no habría equilibrio. Y sin equilibrio no hay paraíso.

-Entonces aquí no podemos hacer nada, Polar. -reflexiono en voz alta-. Es en el otro lado, es allí donde tenemos que intentar cambiar nuestros destinos.

-Si cruzamos al otro lado ya no podremos volver aquí, Tirso. Los espejos nos nos dejaran cruzar otra vez hasta que la misión esté cumplida. Pero tienes razón, si nos quedamos aquí y nos negamos a cumplir nuestro destino nuestras luces tienen la obligación de matarnos -dice ella con evidente frustración- ¿Qué hacemos, Tirso?

-Sólo tenemos alguna opción en el otro lado.

Hacer el amor con Polar en el paraíso ha sido muy diferente a nuestras experiencias anteriores y a lo que había experimentado con Kira. Me ha gustado, pero también he echado de menos el factor salvaje del otro lado, que aquí, no sé, parece que equivale a una falta de respeto. Es igual que soltar una flatulencia en una iglesia, que yo sepa no es un pecado, pero supongo que nadie lo hace aunque este solo allí dentro, por que sería una falta de respeto al entorno. Sin ese punto salvaje creo que el sexo no nos satisface del todo a ninguno de los dos. Quizá es una señal de que pertenecemos al otro lado. En cualquier caso las decisiones están tomadas y serán irreversibles.

Dedico los días siguientes a aprender el manejo del rifle, igual que estará haciendo ella pues esta vez tenemos el mismo instrumento. Un arma tan precisa que resulta muy difícil de manejar, así que mi instructora, Kira, se tiene que emplear a fondo.

-Recuerda que la trayectoria de la bala no es una línea recta. El proyectil describe una parábola que tendrás que calcular en función de la distancia con el objetivo. Tienes que compensar la elevación. Sólo hay una forma para hacer un disparo infalible, conocer tu arma -dice con paciencia-. Tienes todo a tu favor si conoces a la perfección este fusil. Es un TAC-50 de 12,7 mm., de la marca McMillan, y tiene un alcance efectivo de 2.200 metros. En mi opinión es el mejor rifle de francotirador que se ha fabricado. Si tú no fallas él no fallará.

-Y ¿resulta mortífero a tanta distancia? -pregunto.

-A esa distancia es infalible si el disparo es bueno. Y a pocos metros deja un boquete de 15 centímetros en la cabeza más dura.

Disparo tantas veces al día que me duelen las manos, el hombro en que apoyo el arma, el ojo que dejo cerrado. Al principio parecía que las cosas iban bien ya que era capaz de acertar en casi todos los blancos fijos. Pero al intentarlo con blancos móviles y a diferentes distancias me doy cuenta de lo mucho que me falta por aprender. Mi porcentaje de aciertos ha caído hasta el mínimo y necesito muchos días para ir mejorando.

Tras tres largas semanas de entrenamiento exhaustivo y miles de balas malgastadas puedo decir que domino el arma y que puedo enfrentar cualquier objetivo con garantías. Cualquiera menos el que tengo, claro. Nunca podría disparar contra Polar.

El entrenamiento ha sido agotador también para Kira, que se ha desfondado tratando de hacerme aprender todos los factores a tener en cuenta al disparar. Ahora que estoy listo, se pasa el día diciendo que no me acerque a la mujer, que busque un disparo seguro desde muy lejos, de forma que ella no pueda verme hasta que esté hecho. Y que nunca me enfrente a ella en una lucha cuerpo a cuerpo.

Llega el día de la partida. Me despido del viejo Maya, de Milo y de todo el pueblo, aparentando que es una despedida normal, como otras antes de una misión, pero yo sé que es para siempre. Beso a Kira con una mezcla confusa de sentimientos, cariño, agradecimiento y amor. En ese momento no puedo refrenarme y tengo que despedirme de verdad mientras acaricio sus mejillas brillantes de lágrimas.

-Siempre serás mi luz, mi pilar. Hasta que llegue a mi destino. Contigo nunca estaré perdido y en ti encontraré mi fortaleza. Cuando te vea en el cielo sabré que no estoy solo.

Judas Priest - Hell Bent for Leather