Caminé despacio, intentando recuperar
mi tranquilidad habitual forzándome a dar los pasos con movimientos
rítmicos pero pausados, haciendo respiraciones profundas y
controladas, y sin haberlo logrado del todo llegué a la plaza y me
acerqué temeroso a la capilla. En las escaleras no había nadie. Me
relajé y tome asiento en la escalera, cerca del lugar en el que
antes había caído, o al menos creía que había caído, y
reflexioné durante un rato. Todo había parecido muy real pero quizá
era correcto el argumento de Anna, aquella secuencia sólo era un
producto de mi confusión mental. Aunque demasiado nítida y precisa
para tratarse de lo que yo entendía por una alucinación. Dado que
la teoría no terminaba de encajar lo definitivo sería encontrar a
alguien que hubiera presenciado la escena, que me hubiera visto
acercarme a la mujer, o hacer algo raro por allí. Entonces me di
cuenta de que a unos veinte metros de las escaleras una anciana
vendía las castañas que asaba en carbón de madera, sobre una vieja
cocina construida sobre un carrito. Si llevaba allí el tiempo
suficiente podía contar con la información que necesitaba para
despejar mis dudas, así que me dirigí hasta ella.
-Buenos días. O buenas tardes. Vaya,
no sé muy bien que hora es -dije intentando parecer simpático-.
Verá, esta mañana he estado por aquí. No sé si me ha visto, allí
en las escaleras.
Ella, muy atenta pero con gesto
inexpresivo, escuchaba con la mirada clavada en mis ojos, sin mover
ni un dedo, esperando a que yo terminara de hablar. Sabiendo que iba
a preguntar, sabiendo que ella debía responder.
-Bueno, creo que he sufrido un
desvanecimiento mientras hablaba con una mujer. Sí, una mujer que
llevaba un manto púrpura. No sé muy bien que ha pasado y quería
saber si usted...
-Vete -dijo con voz ronca y áspera-
Huye de la ciudad, quizá todavía puedes.
No respondí. El miedo volvió a
encoger mi corazón, mis mejillas comenzaron a arder y sentí como
crecía una inestabilidad que nacía en la base de mi vertebras y
ascendía hasta expandirse por mi cerebro. Me apoyé en el carrito y
la miré un momento, pero no dije nada, en realidad todo estaba
dicho. No hacía falta saber más. Y me fui. Caminé deprisa hasta el
hotel, decidido a salir de allí, a volver a mi vida y olvidar aquel
viaje, aquella ciudad, los cantos, todo.
Entré en el hotel y subí a mi
habitación con la intención de recoger mis cosas y marcharme
inmediatamente. Empecé a empacar todas mis pertenencias,
apretándolas en la maleta, y cuando estaba a medias sonó el
teléfono.
-Hola -dijo la voz de Anna-. Tienes una
visita. Te está esperando en el bar.
-¿Una visita? Pero si aquí no conozco
a nadie.
-Tú baja.
No pude evitarlo, bajé al bar que
estaba bastante concurrido, más bullicioso de lo normal, lleno de
jóvenes que formaban parte de tipo de viaje organizado, y allí
encontré al sacerdote que había oficiado la misa en la catedral.
Parecía algo nervioso, incómodo, quizá no le gustaban mucho los
lugares de ocio, de alterne. Siempre he supuesto que no le pueden
gustar a quienes tienen prohibido disfrutarlos con total libertad y
que esa es una poderosa motivación para condenarlos con firmeza.
-Hola, hijo -dijo el párroco
sonriéndome en una mueca algo forzada-. He sabido que estabas aquí
alojado. Verás, tal como te prometí trasladé al prior tu petición
y también me tomé la libertad de comentar tus intenciones con el
hermano mayor de la logia de San Francisco. El caso es que han
hablado entre ellos y van a concederte una entrevista con el hermano,
para conocer tus intenciones respecto al estudio de los cantos y
decidir al respecto. Has tenido mucha suerte, lo normal hubiera sido
una negativa rotunda. Pero supongo que alguna vez tenía que llegar
el momento y tú has sido el elegido.
-Vale -respondí todavía dominado por
el miedo y la ansiedad-. ¿Cómo ha sabido que estoy alojado en este
hotel?
-Preguntando. Hombre, no pongas esa
cara, no es tan difícil, esta ciudad es pequeña y no hay tantas
posibilidades -respondió algo sorprendido por mi actitud defensiva.
-Sí, supongo que es cierto -respondí.
-No pareces muy contento. Tienes una
oportunidad casi única. Pero parece que hay otras cosas que te
preocupan más. En realidad pareces agotado.
-He tenido un día difícil, padre
-respondí intentando deshacerme de las emociones negativas-. Pero
sí, estoy bastante cansado. Supongo que he llegado aquí después de
muchos meses de trabajo intenso, me he encontrado con un mundo muy
diferente al mio y me he relajado de tal forma que el cansancio
acumulado me ha caído encima como una montaña de granito que me ha
dejado exhausto y confundido, a merced de los recovecos más oscuros
de mi mente.
El cura me contemplaba con expresión
comprensiva, los jóvenes charlaban y reían, la luz de la tarde
entraba por la ventana bañando la escena con un matiz dorado que
adornaba la realidad con el tinte de los viejos buenos tiempos, y
todo eso me hizo sentirme reconfortado. Pensé en el absurdo que
había vivido por dejarme llevar, por estar desprevenido. En realidad
me había pasado lo que hacía tiempo temía, los miedos que siempre
me acompañaban habían tomado el poder durante unos momentos en los
que había bajado la guardia y habían sembrado el caos de tal forma
que perdí la noción de la realidad. Había visto cosas que no
existían, había imaginado escenas imposibles, hasta había empezado
a hacer las maletas sumido en aquel marasmo absurdo de terror
inducido por mi mente descontrolada. Algo que no permitiría que
volviera a ocurrir.
-En fin. Mañana, después de la misa,
ven a la sacristía y podrás hablar con el hermano mayor para
plantear tu petición. Está dispuesto a escucharte así que supongo
que tienes una oportunidad.
El cura se fue y yo me quedé en la
barra del bar. Comencé a charlar con algunos jóvenes que se
divertían diciendo tonterías y bebiendo cervezas. Después de un
rato estaba relajado como hacía mucho que no conseguía estar,
sentía que mis pies pisaban la tierra, percibía el crujir de las
baldosas bajo mi peso. Estaba allí, en mi presente, pasando un buen
rato con unos desconocidos que estaban tan despreocupados como yo.
Esa era la realidad.
Cuando apareció Anna estaba bastante
bebido. Intenté bailar con ella pero no conseguí enlazar dos pasos
correctos, así que lo dejamos entre risas y trompicones. Nos
sentamos en la barra a charlar mientras la noche empezaba a anunciar
su llegada detrás de los ventanales, entre las calles de una ciudad
que ahora no se mostraba amenazante, sino acogedora y bruñida por un
apasionante pasado, lo mismo que pensé la primera vez que la vi.
Hablé con Anna durante horas, sobre mi
profesión, mi familia, mis amigos. Me preguntó por mis amores y mis
desengaños y yo pensé que... Bueno, en fin, me dijo que no. Así
que volví solo a la habitación que antes quería abandonar a toda
prisa y me sentí relajado y cómodo, los vapores del licor se habían
llevado muy lejos cualquier temor y las sombras de las extrañas
secuencias que mi percepción me había ofrecido.
Al día siguiente amanecí temprano,
con un potente dolor de cabeza concentrado en una definida línea
horizontal que atravesaba mi cabeza de lado a lado. Me duché y me
vestí con movimientos torpes y bajé a desayunar. Anna, me miraba
sonriente, cómplice conocedora del mal que me aquejaba y dejó en mi
mesa un vaso con un extraño zumo rojo y unas galletas cubiertas de
azúcar.
-Toma esto -dijo mirándome con cierta
guasa mientras se sentaba a mi lado- Te sentirás mucho mejor. Por
cierto, anoche me hiciste proposiciones deshonestas. Bastante
deshonestas.
-¿Y por qué no aceptaste? -pregunté
sintiéndome mucho mejor tras un par de sorbos y una galleta.
-Pues porque me gusta que esas cosas
fluyan sin alcohol de por medio -dijo con las manos juntas entre las
piernas apretadas-. En esas situaciones el alcohol es una especie de
lubricante, para bien y para mal, y cuando desaparece las cosas
suelen chirriar bastante. Lo cual termina convirtiendo algo divertido
en otra cosa, incómoda y difícil.
-Algo me dice que la explicación pasa
más cerca de otras razones. Como que no soy la persona adecuada
-comenté sonriente, aceptando mi derrota.
-Puede. También puede que no sea es la
razón -dijo pensativa.
-Pues que sepas que soy el elegido
-dije provocando que se elevaran sus cejas-. Me lo dijo ayer el
sacerdote de la catedral, el que vino a verme. Parece que al final
voy a tener una opción de estudiar los cantos gregorianos.
-¿En serio? -dijo sin aparentar mucha
sorpresa y mientras una sombra oscura pareció cruzar su mirada-. Es
fantástico, no es fácil de conseguir. La catedral y sus vínculos
son un entorno bastante cerrado y no tienden a mostrar sus secretos.
Parece que has tenido mucha suerte.
Se levantó acariciando mi hombro y
volvió a sus quehaceres en el hotel mientras yo, recuperado gracias
a aquel brebaje y las galletas, acometía contra el buffet del hotel
como si fuera mi último enemigo. Volví a la habitación y deshice
las maletas, volviendo a colocar mis cosas, a colgar la ropa, algo me
decía que iba a permanecer allí un tiempo y ya no sentía urgencia
por salir de allí corriendo. Pasé por recepción para comentar que
me quedaría algunos días más y salí a la calle respirando el aire
fresco de una mañana luminosa.
Decidí hacer tiempo hasta la hora de
la misa visitando las ruinas romanas, cercanas a la catedral. Me
decepcionaron un poco pues se reducían a algunas columnas grises,
unas de pie y otras tumbadas, que parecían haber sujetado el techo
de un lugar no muy grande hacía tiempo, quizá algún templo
dedicado a un dios que no lo había sabido defender. Más allá de
las ruinas había un mirador desde el que se veía una buena parte de
la ciudad, la zona antigua, las murallas, el acueducto que atravesaba
las calles y las casas encajadas bajo sus arcos, aprovechando hasta
el último espacio habitable. Me senté en un banco que resultó ser
mucho más cómodo de lo que parecía y enseguida me quedé dormido.
Fueron las campanas de la catedral que
llamaban a misa las que me despertaron. No me levanté sobresaltado,
sino muy tranquilo, con una lucidez casi extraordinaria. De repente
tenía más claro que nunca que estaba allí para investigar los
cantos y que eso condicionaba cualquier otra cosa y no al revés.
Hablaría con el hermano mayor de la logia y le explicaría con
claridad mis intenciones y los muchos beneficios que para la iglesia
y la zona resultarían del descubrimiento de una rama desconocida de
la música, nacida en sus albores y que permanecía inalterada.
Aquello les otorgaría los medios suficientes para salvaguardar las
tradiciones y el culto que tanto querían preservar.
Entré en la catedral pensando en
sentarme en la misma zona del otro día, pero algo me decía que si
me quedaba allí, bajo la influencia directa de los monjes, era
seguro que acabaría medio paralizado y casi incapaz de llevar a buen
término la negociación a la que me enfrentaría tras la ceremonia.
Así que me quedé de pie, junto a las grandes puertas de entrada al
templo, algo retrasado respecto a las ventanas, en una zona que me
permitiría moverme un poco sin molestar a nadie y buscar así
diferentes perspectivas que me ayudaran a identificar la influencia
de la disposición espacial de los monjes y las particularidades de
su técnica.
El párroco salió pero apenas me di
cuenta pues observaba con impaciencia las ventanas, esperando que
aparecieran los monjes. Lo hicieron con una sincronía tan precisa
que resultaba increíble, todos a la vez, en un movimiento único y
exacto, inquietante y algo sobrecogedor. Comenzaron a cantar y sentí
el miedo del otro día, pero sin tanta presión, pues no me sentía
observado por los hombres que había bajo aquellas capuchas. Sí
podía percibir esa tensión y el miedo en las gentes arrodilladas
que abarrotaban los bancos de la catedral, de hecho y sin ninguna
duda podía oler su miedo.
Me moví hasta otra posición y observé
a los monjes intentando ver la cara o las manos de alguno, pero fue
imposible. Lo único que podía apreciar bajo su capucha era un
espacio más oscuro. Probé desde otro lugar pero tampoco lo
conseguí, sin embargo, desde allí pude ver unas escaleras que
ascendían hasta el piso superior, que sin duda eran utilizadas por
los monjes para llegar hasta esa tan inusual zona de coro.
No lo dudé. Con disimulo fui
acercándome poco a poco a la escalera oscura y cuando los monjes
comenzaron una nueva canción y todas las personas se arrodillaban y
miraban al suelo, me cole en las escaleras y comencé a subir con
pasos lentos y silenciosos, tratando de llegar hasta una posición
que me permitiera ver a los intérpretes sin que ellos se dieran
cuenta. Cuando llegué al último tramo podía percibir mucho más
cercanas las voces de los monjes que a pesar de estar proyectadas
hacia la nave de la iglesia, hacían vibrar con su tono profundo y
grave las escaleras y las paredes. Me tumbé en una posición desde
la que podía observarles, aunque lo cierto es que solo podía ver
los mantos pues todos miraban al frente sin excepción.
Ellos cantaban sin hacen ningún
movimiento. A pesar de que unas voces tan potentes sin duda requerían
tomar aire con mucha fuerza sus hábitos no lo rebelaban y
permanecían inalterables, cayendo verticales, desde la cabeza a los
pies. Entonces me di cuenta. Los pies. No había zapatos, no había
piel, ni carne, eran solo huesos que se apoyaban en el suelo como los
pies de una lámpara. Ese terrible descubrimiento fue como una
puñalada en el pecho, y estaba más lúcido que nunca por lo que no
podía engañarme con alucinaciones o espejismos. No pude evitar
soltar un debílisimo aaaah, una suave vibración que salía de mi
boca, para permitirme liberar un poquito de aquella horrible presión.
Una leve onda sonora que se desplazó inocente, a través del
espacio, casi podía verla, hasta llegar al más cercano de los
monjes, convertida ya casi en nada, en el vestigio lejano de un
susurro, en el aleteo de una mariposa, en algo cercano a lo
imperceptible. Pero suficiente. El monje giró su mirada hacia mí
con una velocidad imposible que hizo caer su capucha. Me señaló con
los huesos que componían su mano, igual que hizo el niño ante la
puerta de la capilla, y su calavera pronunció solo una palabra que
me llegó con precisión. Tú.
Otros monjes miraron, inclinándose a
un lado para poder ver, mostrándome algunas de sus terribles
calaveras dotadas de vida, algunas de sus manos, haciendo sonar los
huesos de sus pies contra las baldosas de piedra. Percibí esto
durante el segundo que tardé en reaccionar y cuando lo hice ya me
había convertido en la definición del terror más genuino. Todos
los músculos de mi cuerpo empezaron a trabajar para huir, pero tan
descontrolados y faltos de la mínima sintonía que me hicieron caer
por las escaleras. Me levantaba pero volvía a caer. Y no me
importaba, así bajaba más rápido.
Cuando llegué abajo los fieles estaban
saliendo de la iglesia y se amontonaban junto a las puertas de
salida. A empujones y tirando de la gente conseguí acercarme al
exterior, me agarré al marco de la puerta, empujé a más gente y
cuando ya estaba fuera Anna me sujetó por los hombros.
-Quieto. ¿Qué te ocurre?¿Adónde
vas? -dijo con seriedad y clavando sus ojos en mis pupilas.
-¡Anna! ¡Los monjes! No son
alucinaciones, ellos son... -me interrumpí al darme cuenta de que
llevaba una capa corta de color púrpura y la miré a los ojos
sintiéndome muy decepcionado. Sabía que era absurdo, sentirme así,
e intentar hacerle comprender con mi expresión que me sentía así.
Pero no pude evitarlo. Mientras dos miembros de la logia sujetaban
mis brazos lo único que intente fue que Anna captara la profundidad
de mi decepción.
Una vez de vuelta al templo nos
dirigimos a la sacristía. Mis escoltas púrpuras seguían sujetando
mis brazos, aunque yo no me resistía. El párroco y el hermano mayor
se sorprendieron al verme llegar con aquel séquito, pues sólo me
esperaban a mí. Anna les dijo que me encontraron huyendo en la
puerta de la catedral y no hubo más preguntas.
Me obligaron a sentarme en la misma
silla de mi anterior visita, frente al tapiz de la muerte segando
cabezas de hombres vestidos de púrpura. El cura tomó un frasco de
agua bendita y mojando sus dedos dibujó varias cruces en mi frente,
mi nariz, mis labios y mi pecho. Las lágrimas resbalaban por mi
rostro, aunque yo no lloraba.
-¿Puedo confesarme? -pregunté.
-No es necesario, hijo. Tú ya tienes
un sitio en el cielo. Eres el elegido -respondió el sacerdote
sonriendo con expresión cariñosa-. Ahora nos tenemos que ir. Nos
esperan.
Salimos al exterior y avanzamos por las
calles. Se me ocurrió que podía pedir ayuda a las personas con las
que nos cruzábamos pero al ver que nadie nos miraba, que a nuestro
paso todos clavaban sus miradas en el suelo con sometimiento y
respeto, me di cuenta de que era absurdo, como lo era cualquier
intento de huida. Llegamos a la plaza de San Francisco, pasamos la
iglesia y nos dirigimos a la capilla de los huesos. Mis piernas se
paralizaron, intentando desobedecer, oponiéndose a aquella condena,
pero los miembros de la logia me arrastraban, llevándome casi en
volandas.
En las escaleras estaba la mujer de la
capa, amamantando a su terrible bebé. Cuando pasamos junto a ellos
me miró y me pareció que su gesto era amable, que me sonreía, y
pensé, ¡menuda estupidez!, si todas las calaveras sonríen. Pero
del algún modo sabía que aquellas me sonreían de verdad. Se
alegraban de ver por allí al elegido.
Entramos en la capilla y pasamos por
las antesalas hasta llegar a la estancia principal. Allí, en la
puerta, nos esperaba el anciano que me había guiado en mi
desafortunada primera visita a aquel tétrico lugar. Me recibió muy
afable y casi casi cariñoso, haciendo un gesto para que pasáramos a
la capilla donde mis captores me soltaron y me dejaron a merced de
mis temblorosas e inestables rodillas.
-¿Por qué?¿Qué razón tiene todo
esto? -pregunté.
-Es verdad. De acuerdo. Tienes derecho
a saber -dijo con media sonrisa el anciano-. Esta historia comenzó
hace cinco siglos. El padre David, aquí presente -dijo señalando al
viejo sacerdote de la catedral-, el difunto hermano Juan y yo mismo
construimos este lugar profanando el descanso eterno de más de cinco
mil almas y destruyendo el ciclo que tan claro citan las sagradas
escrituras. Del polvo vienes y en polvo te convertirás. Nuestra
intención no podía ser mejor. Nos pareció que utilizar los restos
de los muertos para hacer ver a los vivos que al final todos acabamos
igual, era una buena forma de apartarles del pecado.
-¿Cómo quiere que crea que ha vivido
usted quinientos años? -dije intentado parecer escéptico.
-No es necesario que te lo creas. En
cualquier caso enseguida lo comprobarás -respondió él-. Bien.
Mientras construíamos esta sala yo temía que los lugareños nos
descubrieran y vengaran la profanación de los cuerpos de sus
ancestros de la forma más terrible. Sin embargo, nada de eso ocurrió
y cuando mostramos la capilla a los fieles el efecto fue el deseado,
muchos de ellos sobrecogidos ante la transitoriedad de esta
existencia, acercaron sus formas de vida a los mandatos del señor y
la comunidad fue más devota que nunca.
-Pero no esperábamos lo que vino
después -intervino ahora el padre David, el párroco-. Ante el éxito
de nuestra idea, unos días más tarde, el prior del monasterio
decidió organizar una misa en la que honraría a los tres monjes que
habían levantado la capilla y que habían logrado elevar el espíritu
religioso de los fieles hasta el nivel máximo de respeto a la
Iglesia y sus enseñanzas. Todo el pueblo estaba reunido en el
templo, compartiendo la devoción y la alegría por aquel nuevo
espíritu que había unido a todos, apartándoles de comportamientos
pecaminosos y egoístas y llevando a la comunidad entera a la
comunión no solo con la religión, sino también con todos sus
semejantes -Hizo una pausa, quizá para que yo pudiera prepararme-.
Entonces las puertas se abrieron y una multitud de esqueletos entró
en el templo, aterrorizando a todos los allí presentes, incluidos
los monjes y, por supuesto, nosotros tres. A Juan, a mí y al padre
Alberto -dijo señalando al otro anciano.
-Sí. Y entonces los esqueletos
hablaron -continuó el padre Alberto-. Dijeron que sólo venían a
por nosotros tres, que nos entregaran y todos los demás podrían
marchar en paz. Pero los lugareños, a pesar del terror del que todos
eramos presa, se negaron. Nos consideraban los precursores de aquel
sentimiento de bienestar que habían descubierto y los responsables
de la salvación de sus almas. Así que decidieron enfrentarse a los
muertos. Y así comenzó una lucha encarnizada, en la que enseguida
descubrimos que no se puede matar a un muerto. Sin embargo, ellos no
tenían mayores dificultades y desde luego ningún prejuicio. Mataron
a muchos y capturaron al pobre Juan, pero unos cuantos
supervivientes, incluidos nosotros dos, conseguimos parapetarnos en
la sacristía. Permanecimos allí un tiempo, inmovilizados y sin
saber qué hacer. Hasta que una mujer habló a la comunidad allí
atrincherada y dijo que si aquellos esqueletos pertenecían a
nuestros ancestros de alguna manera pertenecían también a la
comunidad y que entonces había una posibilidad de hacerles compartir
nuestra devoción y que comprendieran las buenas intenciones que nos
habían llevado a aquella situación.
-Ella salió y habló con los muertos
-siguió contando ahora el padre David- Les explicó todo aquello y
les pidió que colaboraran en el florecimiento de la devoción recién
descubierta. No sabemos muy bien cómo, pero les hizo ver que estaban
en el camino de la voluntad de Dios, igual que nosotros. Sin embargo,
ellos también tenían sus condiciones. Decidieron que el padre Juan
sería asesinado y expuesto en la capilla para que la profanación no
se olvidara nunca, por los siglos de los siglos, hasta que su cuerpo
se desintegrara y entonces sería sustituido por otro, por los siglos
de los siglos. Y también decidieron que, como castigo, el padre
Alberto y yo no moriríamos mientras la capilla existiera, que
seríamos los protectores de aquella tradición y de los huesos de la
capilla, in eternum. Castigándonos así a enfrentarnos día tras día
a lo que habíamos hecho, contemplando el producto de nuestra
inconsciencia y recordando el dolor creado con nuestra desacertada
buena voluntad.
-¿Y por qué no destruyeron la capilla
para devolver los huesos al ciclo eterno? -pregunté.
-Aquella mujer, la que habló con
ellos, les hizo ver de verdad cual era el sentido de todo, que al
final este templo un día caerá y se reducirá a la nada y los
huesos serán polvo. Se cerrará el ciclo. Pero mientras llega ese
día habrán contribuido a hacer muchos devotos, a enseñar el camino
a muchos, como ocurrió con los lugareños. Por eso no lo
destruyeron, por generosidad, por amor al prójimo.
-¿Y los cantos?¿Y las ropas púrpuras?
-Ya has comprobado que la voz de los
esqueletos es muy diferente a la de los vivos, mucho más grave y
potente, y además tiene el efecto de hacernos temerosos de Dios y
nos recuerda a todos nuestro deber de sumisión al Señor -respondió
el párroco-. De qué forma esas voces pueden salir del espacio vacío
entre sus costillas es un misterio, uno más de los muchos que tiene
la cristiandad, así que no vemos la necesidad de buscarle una
explicación. El caso es que enseguida nos dimos cuenta que formar un
coro compuesto por los monjes potenciaba el poder místico de este
lugar.
-Y las capas púrpuras -prosiguió el
padre Alberto- surgieron ante la necesidad de cubrir los cuerpos de
los esqueletos de las miradas del resto del mundo. Se eligió el
púrpura porque era un color que casi nadie podía vestir. Los tintes
para lograrlo eran muy caros, así que apenas era utilizado y nos
pareció el distintivo ideal. También significaba nobleza, así que
creímos que serviría para destacar el sentimiento puro que inspiró
la creación de este lugar. Después con el crecimiento de la
población y la multitud de visitas fue necesario crear la logia, que
colabora con nosotros en el secretismo y la protección de la capilla
y su tradición. Para distinguirles por su sacrificio a la causa se
les permite vestir el color de los puros.
- ¿Por qué yo? -pregunté provocando
que las miradas se dirigieran a Anna, que se sonrojó y no pudo
evitar mostrar un rastro de vergüenza en su rostro.
-Verás, -respondió el padre Alberto-
llegaste aquí y contaste al hermano Donoso, el dueño del
restaurante, tu interés en los cantos y, bueno, él y Anna lo
comentaron y así nos fijamos en ti. Luego, viniste por aquí y por
la catedral, y así nos dimos cuenta de que eres el elegido. No hay
duda pues llegas en el momento preciso y has estado reclamando
nuestro atención a gritos.
Nadie más habló. Se alejaron a los
extremos de la sala, dejándome solo en el centro, tembloroso y
muerto de miedo. Sentía frío y me frotaba los antebrazos con las
manos. Me acurruqué de rodillas, sintiéndome abandonado por el
mundo, solo ante un destino terrible, lamentando todos los errores
que me llevaron hasta allí. Percibí algunos movimientos lejanos,
como vibraciones, que se dirigían hacia mí. Cerré los ojos con
fuerza y entonces las caricias de muchos dedos huesudos empezaron a
recorrer mi cuerpo, haciéndome temblar aún más. Los sentía por
todas partes, rozando mi piel con dulzura, tratando de
tranquilizarme, susurrando que todo pasaría muy rápido. Se clavaron
en mi carne con crudeza y comenzaron a succionar mi sangre, mis
fluidos, y noté como me encogía, como mi piel se apergaminaba y me
quedaba seco, sin una gota de líquido. Intenté estirarme,
liberarme, pero ya no podía moverme, mis músculos resecos no
respondían.
Trasladaron mi cuerpo disecado hasta el
fondo de la capilla, me colgaron con las cadenas que antes sujetaban
al cadáver que me precedió y me izaron hasta el techo, donde estaré
expuesto durante siglos para horror de los visitantes. Para recordar
a todos las lecciones que nos ha dejado el pasado, la futilidad de
los bienes materiales, la transitoriedad de la vida.
Sigo aquí desde entonces, esperando a
que llegue el momento de completar el ciclo, de convertirme en polvo.
Observando a los visitantes que entran en la capilla y que me miran
horrorizados a veces, tratando de ignorarme otras. Aquí estoy para convertiros en temerosos de Dios, para serviros de ejemplo, dictando esta lección:
“Nós ossos que aquí estamos pelos
vossos esperamos”.
Grave Digger - Clash of the Gods |