viernes, 25 de enero de 2013

Del polvo vienes. Capítulo III y final.


Caminé despacio, intentando recuperar mi tranquilidad habitual forzándome a dar los pasos con movimientos rítmicos pero pausados, haciendo respiraciones profundas y controladas, y sin haberlo logrado del todo llegué a la plaza y me acerqué temeroso a la capilla. En las escaleras no había nadie. Me relajé y tome asiento en la escalera, cerca del lugar en el que antes había caído, o al menos creía que había caído, y reflexioné durante un rato. Todo había parecido muy real pero quizá era correcto el argumento de Anna, aquella secuencia sólo era un producto de mi confusión mental. Aunque demasiado nítida y precisa para tratarse de lo que yo entendía por una alucinación. Dado que la teoría no terminaba de encajar lo definitivo sería encontrar a alguien que hubiera presenciado la escena, que me hubiera visto acercarme a la mujer, o hacer algo raro por allí. Entonces me di cuenta de que a unos veinte metros de las escaleras una anciana vendía las castañas que asaba en carbón de madera, sobre una vieja cocina construida sobre un carrito. Si llevaba allí el tiempo suficiente podía contar con la información que necesitaba para despejar mis dudas, así que me dirigí hasta ella.

-Buenos días. O buenas tardes. Vaya, no sé muy bien que hora es -dije intentando parecer simpático-. Verá, esta mañana he estado por aquí. No sé si me ha visto, allí en las escaleras.

Ella, muy atenta pero con gesto inexpresivo, escuchaba con la mirada clavada en mis ojos, sin mover ni un dedo, esperando a que yo terminara de hablar. Sabiendo que iba a preguntar, sabiendo que ella debía responder.

-Bueno, creo que he sufrido un desvanecimiento mientras hablaba con una mujer. Sí, una mujer que llevaba un manto púrpura. No sé muy bien que ha pasado y quería saber si usted...

-Vete -dijo con voz ronca y áspera- Huye de la ciudad, quizá todavía puedes.

No respondí. El miedo volvió a encoger mi corazón, mis mejillas comenzaron a arder y sentí como crecía una inestabilidad que nacía en la base de mi vertebras y ascendía hasta expandirse por mi cerebro. Me apoyé en el carrito y la miré un momento, pero no dije nada, en realidad todo estaba dicho. No hacía falta saber más. Y me fui. Caminé deprisa hasta el hotel, decidido a salir de allí, a volver a mi vida y olvidar aquel viaje, aquella ciudad, los cantos, todo.

Entré en el hotel y subí a mi habitación con la intención de recoger mis cosas y marcharme inmediatamente. Empecé a empacar todas mis pertenencias, apretándolas en la maleta, y cuando estaba a medias sonó el teléfono.

-Hola -dijo la voz de Anna-. Tienes una visita. Te está esperando en el bar.

-¿Una visita? Pero si aquí no conozco a nadie.

-Tú baja.

No pude evitarlo, bajé al bar que estaba bastante concurrido, más bullicioso de lo normal, lleno de jóvenes que formaban parte de tipo de viaje organizado, y allí encontré al sacerdote que había oficiado la misa en la catedral. Parecía algo nervioso, incómodo, quizá no le gustaban mucho los lugares de ocio, de alterne. Siempre he supuesto que no le pueden gustar a quienes tienen prohibido disfrutarlos con total libertad y que esa es una poderosa motivación para condenarlos con firmeza.

-Hola, hijo -dijo el párroco sonriéndome en una mueca algo forzada-. He sabido que estabas aquí alojado. Verás, tal como te prometí trasladé al prior tu petición y también me tomé la libertad de comentar tus intenciones con el hermano mayor de la logia de San Francisco. El caso es que han hablado entre ellos y van a concederte una entrevista con el hermano, para conocer tus intenciones respecto al estudio de los cantos y decidir al respecto. Has tenido mucha suerte, lo normal hubiera sido una negativa rotunda. Pero supongo que alguna vez tenía que llegar el momento y tú has sido el elegido.

-Vale -respondí todavía dominado por el miedo y la ansiedad-. ¿Cómo ha sabido que estoy alojado en este hotel?

-Preguntando. Hombre, no pongas esa cara, no es tan difícil, esta ciudad es pequeña y no hay tantas posibilidades -respondió algo sorprendido por mi actitud defensiva.

-Sí, supongo que es cierto -respondí.

-No pareces muy contento. Tienes una oportunidad casi única. Pero parece que hay otras cosas que te preocupan más. En realidad pareces agotado.

-He tenido un día difícil, padre -respondí intentando deshacerme de las emociones negativas-. Pero sí, estoy bastante cansado. Supongo que he llegado aquí después de muchos meses de trabajo intenso, me he encontrado con un mundo muy diferente al mio y me he relajado de tal forma que el cansancio acumulado me ha caído encima como una montaña de granito que me ha dejado exhausto y confundido, a merced de los recovecos más oscuros de mi mente.

El cura me contemplaba con expresión comprensiva, los jóvenes charlaban y reían, la luz de la tarde entraba por la ventana bañando la escena con un matiz dorado que adornaba la realidad con el tinte de los viejos buenos tiempos, y todo eso me hizo sentirme reconfortado. Pensé en el absurdo que había vivido por dejarme llevar, por estar desprevenido. En realidad me había pasado lo que hacía tiempo temía, los miedos que siempre me acompañaban habían tomado el poder durante unos momentos en los que había bajado la guardia y habían sembrado el caos de tal forma que perdí la noción de la realidad. Había visto cosas que no existían, había imaginado escenas imposibles, hasta había empezado a hacer las maletas sumido en aquel marasmo absurdo de terror inducido por mi mente descontrolada. Algo que no permitiría que volviera a ocurrir.

-En fin. Mañana, después de la misa, ven a la sacristía y podrás hablar con el hermano mayor para plantear tu petición. Está dispuesto a escucharte así que supongo que tienes una oportunidad.

El cura se fue y yo me quedé en la barra del bar. Comencé a charlar con algunos jóvenes que se divertían diciendo tonterías y bebiendo cervezas. Después de un rato estaba relajado como hacía mucho que no conseguía estar, sentía que mis pies pisaban la tierra, percibía el crujir de las baldosas bajo mi peso. Estaba allí, en mi presente, pasando un buen rato con unos desconocidos que estaban tan despreocupados como yo. Esa era la realidad.

Cuando apareció Anna estaba bastante bebido. Intenté bailar con ella pero no conseguí enlazar dos pasos correctos, así que lo dejamos entre risas y trompicones. Nos sentamos en la barra a charlar mientras la noche empezaba a anunciar su llegada detrás de los ventanales, entre las calles de una ciudad que ahora no se mostraba amenazante, sino acogedora y bruñida por un apasionante pasado, lo mismo que pensé la primera vez que la vi.

Hablé con Anna durante horas, sobre mi profesión, mi familia, mis amigos. Me preguntó por mis amores y mis desengaños y yo pensé que... Bueno, en fin, me dijo que no. Así que volví solo a la habitación que antes quería abandonar a toda prisa y me sentí relajado y cómodo, los vapores del licor se habían llevado muy lejos cualquier temor y las sombras de las extrañas secuencias que mi percepción me había ofrecido.

Al día siguiente amanecí temprano, con un potente dolor de cabeza concentrado en una definida línea horizontal que atravesaba mi cabeza de lado a lado. Me duché y me vestí con movimientos torpes y bajé a desayunar. Anna, me miraba sonriente, cómplice conocedora del mal que me aquejaba y dejó en mi mesa un vaso con un extraño zumo rojo y unas galletas cubiertas de azúcar.

-Toma esto -dijo mirándome con cierta guasa mientras se sentaba a mi lado- Te sentirás mucho mejor. Por cierto, anoche me hiciste proposiciones deshonestas. Bastante deshonestas.

-¿Y por qué no aceptaste? -pregunté sintiéndome mucho mejor tras un par de sorbos y una galleta.

-Pues porque me gusta que esas cosas fluyan sin alcohol de por medio -dijo con las manos juntas entre las piernas apretadas-. En esas situaciones el alcohol es una especie de lubricante, para bien y para mal, y cuando desaparece las cosas suelen chirriar bastante. Lo cual termina convirtiendo algo divertido en otra cosa, incómoda y difícil.

-Algo me dice que la explicación pasa más cerca de otras razones. Como que no soy la persona adecuada -comenté sonriente, aceptando mi derrota.

-Puede. También puede que no sea es la razón -dijo pensativa.

-Pues que sepas que soy el elegido -dije provocando que se elevaran sus cejas-. Me lo dijo ayer el sacerdote de la catedral, el que vino a verme. Parece que al final voy a tener una opción de estudiar los cantos gregorianos.

-¿En serio? -dijo sin aparentar mucha sorpresa y mientras una sombra oscura pareció cruzar su mirada-. Es fantástico, no es fácil de conseguir. La catedral y sus vínculos son un entorno bastante cerrado y no tienden a mostrar sus secretos. Parece que has tenido mucha suerte.

Se levantó acariciando mi hombro y volvió a sus quehaceres en el hotel mientras yo, recuperado gracias a aquel brebaje y las galletas, acometía contra el buffet del hotel como si fuera mi último enemigo. Volví a la habitación y deshice las maletas, volviendo a colocar mis cosas, a colgar la ropa, algo me decía que iba a permanecer allí un tiempo y ya no sentía urgencia por salir de allí corriendo. Pasé por recepción para comentar que me quedaría algunos días más y salí a la calle respirando el aire fresco de una mañana luminosa.

Decidí hacer tiempo hasta la hora de la misa visitando las ruinas romanas, cercanas a la catedral. Me decepcionaron un poco pues se reducían a algunas columnas grises, unas de pie y otras tumbadas, que parecían haber sujetado el techo de un lugar no muy grande hacía tiempo, quizá algún templo dedicado a un dios que no lo había sabido defender. Más allá de las ruinas había un mirador desde el que se veía una buena parte de la ciudad, la zona antigua, las murallas, el acueducto que atravesaba las calles y las casas encajadas bajo sus arcos, aprovechando hasta el último espacio habitable. Me senté en un banco que resultó ser mucho más cómodo de lo que parecía y enseguida me quedé dormido.

Fueron las campanas de la catedral que llamaban a misa las que me despertaron. No me levanté sobresaltado, sino muy tranquilo, con una lucidez casi extraordinaria. De repente tenía más claro que nunca que estaba allí para investigar los cantos y que eso condicionaba cualquier otra cosa y no al revés. Hablaría con el hermano mayor de la logia y le explicaría con claridad mis intenciones y los muchos beneficios que para la iglesia y la zona resultarían del descubrimiento de una rama desconocida de la música, nacida en sus albores y que permanecía inalterada. Aquello les otorgaría los medios suficientes para salvaguardar las tradiciones y el culto que tanto querían preservar.

Entré en la catedral pensando en sentarme en la misma zona del otro día, pero algo me decía que si me quedaba allí, bajo la influencia directa de los monjes, era seguro que acabaría medio paralizado y casi incapaz de llevar a buen término la negociación a la que me enfrentaría tras la ceremonia. Así que me quedé de pie, junto a las grandes puertas de entrada al templo, algo retrasado respecto a las ventanas, en una zona que me permitiría moverme un poco sin molestar a nadie y buscar así diferentes perspectivas que me ayudaran a identificar la influencia de la disposición espacial de los monjes y las particularidades de su técnica.

El párroco salió pero apenas me di cuenta pues observaba con impaciencia las ventanas, esperando que aparecieran los monjes. Lo hicieron con una sincronía tan precisa que resultaba increíble, todos a la vez, en un movimiento único y exacto, inquietante y algo sobrecogedor. Comenzaron a cantar y sentí el miedo del otro día, pero sin tanta presión, pues no me sentía observado por los hombres que había bajo aquellas capuchas. Sí podía percibir esa tensión y el miedo en las gentes arrodilladas que abarrotaban los bancos de la catedral, de hecho y sin ninguna duda podía oler su miedo.

Me moví hasta otra posición y observé a los monjes intentando ver la cara o las manos de alguno, pero fue imposible. Lo único que podía apreciar bajo su capucha era un espacio más oscuro. Probé desde otro lugar pero tampoco lo conseguí, sin embargo, desde allí pude ver unas escaleras que ascendían hasta el piso superior, que sin duda eran utilizadas por los monjes para llegar hasta esa tan inusual zona de coro.

No lo dudé. Con disimulo fui acercándome poco a poco a la escalera oscura y cuando los monjes comenzaron una nueva canción y todas las personas se arrodillaban y miraban al suelo, me cole en las escaleras y comencé a subir con pasos lentos y silenciosos, tratando de llegar hasta una posición que me permitiera ver a los intérpretes sin que ellos se dieran cuenta. Cuando llegué al último tramo podía percibir mucho más cercanas las voces de los monjes que a pesar de estar proyectadas hacia la nave de la iglesia, hacían vibrar con su tono profundo y grave las escaleras y las paredes. Me tumbé en una posición desde la que podía observarles, aunque lo cierto es que solo podía ver los mantos pues todos miraban al frente sin excepción.

Ellos cantaban sin hacen ningún movimiento. A pesar de que unas voces tan potentes sin duda requerían tomar aire con mucha fuerza sus hábitos no lo rebelaban y permanecían inalterables, cayendo verticales, desde la cabeza a los pies. Entonces me di cuenta. Los pies. No había zapatos, no había piel, ni carne, eran solo huesos que se apoyaban en el suelo como los pies de una lámpara. Ese terrible descubrimiento fue como una puñalada en el pecho, y estaba más lúcido que nunca por lo que no podía engañarme con alucinaciones o espejismos. No pude evitar soltar un debílisimo aaaah, una suave vibración que salía de mi boca, para permitirme liberar un poquito de aquella horrible presión. Una leve onda sonora que se desplazó inocente, a través del espacio, casi podía verla, hasta llegar al más cercano de los monjes, convertida ya casi en nada, en el vestigio lejano de un susurro, en el aleteo de una mariposa, en algo cercano a lo imperceptible. Pero suficiente. El monje giró su mirada hacia mí con una velocidad imposible que hizo caer su capucha. Me señaló con los huesos que componían su mano, igual que hizo el niño ante la puerta de la capilla, y su calavera pronunció solo una palabra que me llegó con precisión. Tú.

Otros monjes miraron, inclinándose a un lado para poder ver, mostrándome algunas de sus terribles calaveras dotadas de vida, algunas de sus manos, haciendo sonar los huesos de sus pies contra las baldosas de piedra. Percibí esto durante el segundo que tardé en reaccionar y cuando lo hice ya me había convertido en la definición del terror más genuino. Todos los músculos de mi cuerpo empezaron a trabajar para huir, pero tan descontrolados y faltos de la mínima sintonía que me hicieron caer por las escaleras. Me levantaba pero volvía a caer. Y no me importaba, así bajaba más rápido.

Cuando llegué abajo los fieles estaban saliendo de la iglesia y se amontonaban junto a las puertas de salida. A empujones y tirando de la gente conseguí acercarme al exterior, me agarré al marco de la puerta, empujé a más gente y cuando ya estaba fuera Anna me sujetó por los hombros.

-Quieto. ¿Qué te ocurre?¿Adónde vas? -dijo con seriedad y clavando sus ojos en mis pupilas.

-¡Anna! ¡Los monjes! No son alucinaciones, ellos son... -me interrumpí al darme cuenta de que llevaba una capa corta de color púrpura y la miré a los ojos sintiéndome muy decepcionado. Sabía que era absurdo, sentirme así, e intentar hacerle comprender con mi expresión que me sentía así. Pero no pude evitarlo. Mientras dos miembros de la logia sujetaban mis brazos lo único que intente fue que Anna captara la profundidad de mi decepción.

Una vez de vuelta al templo nos dirigimos a la sacristía. Mis escoltas púrpuras seguían sujetando mis brazos, aunque yo no me resistía. El párroco y el hermano mayor se sorprendieron al verme llegar con aquel séquito, pues sólo me esperaban a mí. Anna les dijo que me encontraron huyendo en la puerta de la catedral y no hubo más preguntas.

Me obligaron a sentarme en la misma silla de mi anterior visita, frente al tapiz de la muerte segando cabezas de hombres vestidos de púrpura. El cura tomó un frasco de agua bendita y mojando sus dedos dibujó varias cruces en mi frente, mi nariz, mis labios y mi pecho. Las lágrimas resbalaban por mi rostro, aunque yo no lloraba.

-¿Puedo confesarme? -pregunté.

-No es necesario, hijo. Tú ya tienes un sitio en el cielo. Eres el elegido -respondió el sacerdote sonriendo con expresión cariñosa-. Ahora nos tenemos que ir. Nos esperan.

Salimos al exterior y avanzamos por las calles. Se me ocurrió que podía pedir ayuda a las personas con las que nos cruzábamos pero al ver que nadie nos miraba, que a nuestro paso todos clavaban sus miradas en el suelo con sometimiento y respeto, me di cuenta de que era absurdo, como lo era cualquier intento de huida. Llegamos a la plaza de San Francisco, pasamos la iglesia y nos dirigimos a la capilla de los huesos. Mis piernas se paralizaron, intentando desobedecer, oponiéndose a aquella condena, pero los miembros de la logia me arrastraban, llevándome casi en volandas.

En las escaleras estaba la mujer de la capa, amamantando a su terrible bebé. Cuando pasamos junto a ellos me miró y me pareció que su gesto era amable, que me sonreía, y pensé, ¡menuda estupidez!, si todas las calaveras sonríen. Pero del algún modo sabía que aquellas me sonreían de verdad. Se alegraban de ver por allí al elegido.

Entramos en la capilla y pasamos por las antesalas hasta llegar a la estancia principal. Allí, en la puerta, nos esperaba el anciano que me había guiado en mi desafortunada primera visita a aquel tétrico lugar. Me recibió muy afable y casi casi cariñoso, haciendo un gesto para que pasáramos a la capilla donde mis captores me soltaron y me dejaron a merced de mis temblorosas e inestables rodillas.

-¿Por qué?¿Qué razón tiene todo esto? -pregunté.

-Es verdad. De acuerdo. Tienes derecho a saber -dijo con media sonrisa el anciano-. Esta historia comenzó hace cinco siglos. El padre David, aquí presente -dijo señalando al viejo sacerdote de la catedral-, el difunto hermano Juan y yo mismo construimos este lugar profanando el descanso eterno de más de cinco mil almas y destruyendo el ciclo que tan claro citan las sagradas escrituras. Del polvo vienes y en polvo te convertirás. Nuestra intención no podía ser mejor. Nos pareció que utilizar los restos de los muertos para hacer ver a los vivos que al final todos acabamos igual, era una buena forma de apartarles del pecado.

-¿Cómo quiere que crea que ha vivido usted quinientos años? -dije intentado parecer escéptico.

-No es necesario que te lo creas. En cualquier caso enseguida lo comprobarás -respondió él-. Bien. Mientras construíamos esta sala yo temía que los lugareños nos descubrieran y vengaran la profanación de los cuerpos de sus ancestros de la forma más terrible. Sin embargo, nada de eso ocurrió y cuando mostramos la capilla a los fieles el efecto fue el deseado, muchos de ellos sobrecogidos ante la transitoriedad de esta existencia, acercaron sus formas de vida a los mandatos del señor y la comunidad fue más devota que nunca.

-Pero no esperábamos lo que vino después -intervino ahora el padre David, el párroco-. Ante el éxito de nuestra idea, unos días más tarde, el prior del monasterio decidió organizar una misa en la que honraría a los tres monjes que habían levantado la capilla y que habían logrado elevar el espíritu religioso de los fieles hasta el nivel máximo de respeto a la Iglesia y sus enseñanzas. Todo el pueblo estaba reunido en el templo, compartiendo la devoción y la alegría por aquel nuevo espíritu que había unido a todos, apartándoles de comportamientos pecaminosos y egoístas y llevando a la comunidad entera a la comunión no solo con la religión, sino también con todos sus semejantes -Hizo una pausa, quizá para que yo pudiera prepararme-. Entonces las puertas se abrieron y una multitud de esqueletos entró en el templo, aterrorizando a todos los allí presentes, incluidos los monjes y, por supuesto, nosotros tres. A Juan, a mí y al padre Alberto -dijo señalando al otro anciano.

-Sí. Y entonces los esqueletos hablaron -continuó el padre Alberto-. Dijeron que sólo venían a por nosotros tres, que nos entregaran y todos los demás podrían marchar en paz. Pero los lugareños, a pesar del terror del que todos eramos presa, se negaron. Nos consideraban los precursores de aquel sentimiento de bienestar que habían descubierto y los responsables de la salvación de sus almas. Así que decidieron enfrentarse a los muertos. Y así comenzó una lucha encarnizada, en la que enseguida descubrimos que no se puede matar a un muerto. Sin embargo, ellos no tenían mayores dificultades y desde luego ningún prejuicio. Mataron a muchos y capturaron al pobre Juan, pero unos cuantos supervivientes, incluidos nosotros dos, conseguimos parapetarnos en la sacristía. Permanecimos allí un tiempo, inmovilizados y sin saber qué hacer. Hasta que una mujer habló a la comunidad allí atrincherada y dijo que si aquellos esqueletos pertenecían a nuestros ancestros de alguna manera pertenecían también a la comunidad y que entonces había una posibilidad de hacerles compartir nuestra devoción y que comprendieran las buenas intenciones que nos habían llevado a aquella situación.

-Ella salió y habló con los muertos -siguió contando ahora el padre David- Les explicó todo aquello y les pidió que colaboraran en el florecimiento de la devoción recién descubierta. No sabemos muy bien cómo, pero les hizo ver que estaban en el camino de la voluntad de Dios, igual que nosotros. Sin embargo, ellos también tenían sus condiciones. Decidieron que el padre Juan sería asesinado y expuesto en la capilla para que la profanación no se olvidara nunca, por los siglos de los siglos, hasta que su cuerpo se desintegrara y entonces sería sustituido por otro, por los siglos de los siglos. Y también decidieron que, como castigo, el padre Alberto y yo no moriríamos mientras la capilla existiera, que seríamos los protectores de aquella tradición y de los huesos de la capilla, in eternum. Castigándonos así a enfrentarnos día tras día a lo que habíamos hecho, contemplando el producto de nuestra inconsciencia y recordando el dolor creado con nuestra desacertada buena voluntad.

-¿Y por qué no destruyeron la capilla para devolver los huesos al ciclo eterno? -pregunté.

-Aquella mujer, la que habló con ellos, les hizo ver de verdad cual era el sentido de todo, que al final este templo un día caerá y se reducirá a la nada y los huesos serán polvo. Se cerrará el ciclo. Pero mientras llega ese día habrán contribuido a hacer muchos devotos, a enseñar el camino a muchos, como ocurrió con los lugareños. Por eso no lo destruyeron, por generosidad, por amor al prójimo.

-¿Y los cantos?¿Y las ropas púrpuras?

-Ya has comprobado que la voz de los esqueletos es muy diferente a la de los vivos, mucho más grave y potente, y además tiene el efecto de hacernos temerosos de Dios y nos recuerda a todos nuestro deber de sumisión al Señor -respondió el párroco-. De qué forma esas voces pueden salir del espacio vacío entre sus costillas es un misterio, uno más de los muchos que tiene la cristiandad, así que no vemos la necesidad de buscarle una explicación. El caso es que enseguida nos dimos cuenta que formar un coro compuesto por los monjes potenciaba el poder místico de este lugar.

-Y las capas púrpuras -prosiguió el padre Alberto- surgieron ante la necesidad de cubrir los cuerpos de los esqueletos de las miradas del resto del mundo. Se eligió el púrpura porque era un color que casi nadie podía vestir. Los tintes para lograrlo eran muy caros, así que apenas era utilizado y nos pareció el distintivo ideal. También significaba nobleza, así que creímos que serviría para destacar el sentimiento puro que inspiró la creación de este lugar. Después con el crecimiento de la población y la multitud de visitas fue necesario crear la logia, que colabora con nosotros en el secretismo y la protección de la capilla y su tradición. Para distinguirles por su sacrificio a la causa se les permite vestir el color de los puros.

- ¿Por qué yo? -pregunté provocando que las miradas se dirigieran a Anna, que se sonrojó y no pudo evitar mostrar un rastro de vergüenza en su rostro.

-Verás, -respondió el padre Alberto- llegaste aquí y contaste al hermano Donoso, el dueño del restaurante, tu interés en los cantos y, bueno, él y Anna lo comentaron y así nos fijamos en ti. Luego, viniste por aquí y por la catedral, y así nos dimos cuenta de que eres el elegido. No hay duda pues llegas en el momento preciso y has estado reclamando nuestro atención a gritos.

Nadie más habló. Se alejaron a los extremos de la sala, dejándome solo en el centro, tembloroso y muerto de miedo. Sentía frío y me frotaba los antebrazos con las manos. Me acurruqué de rodillas, sintiéndome abandonado por el mundo, solo ante un destino terrible, lamentando todos los errores que me llevaron hasta allí. Percibí algunos movimientos lejanos, como vibraciones, que se dirigían hacia mí. Cerré los ojos con fuerza y entonces las caricias de muchos dedos huesudos empezaron a recorrer mi cuerpo, haciéndome temblar aún más. Los sentía por todas partes, rozando mi piel con dulzura, tratando de tranquilizarme, susurrando que todo pasaría muy rápido. Se clavaron en mi carne con crudeza y comenzaron a succionar mi sangre, mis fluidos, y noté como me encogía, como mi piel se apergaminaba y me quedaba seco, sin una gota de líquido. Intenté estirarme, liberarme, pero ya no podía moverme, mis músculos resecos no respondían.

Trasladaron mi cuerpo disecado hasta el fondo de la capilla, me colgaron con las cadenas que antes sujetaban al cadáver que me precedió y me izaron hasta el techo, donde estaré expuesto durante siglos para horror de los visitantes. Para recordar a todos las lecciones que nos ha dejado el pasado, la futilidad de los bienes materiales, la transitoriedad de la vida.

Sigo aquí desde entonces, esperando a que llegue el momento de completar el ciclo, de convertirme en polvo. Observando a los visitantes que entran en la capilla y que me miran horrorizados a veces, tratando de ignorarme otras. Aquí estoy para convertiros en temerosos de Dios, para serviros de ejemplo, dictando esta lección:

“Nós ossos que aquí estamos pelos vossos esperamos”.



Grave Digger - Clash of the Gods
-Capilla de los huesos (Evora):







viernes, 18 de enero de 2013

Del polvo vienes. Capítulo II.


Salí del hotel pensando que no era mala idea empezar por la plaza que Anna me había recomendado el día anterior, en la que además de la iglesia de San Francisco, cuyo principal atractivo era que al parecer contaba con doce capillas, había un museo. El ambiente de la plaza me sorprendió pues era muy tranquila y solitaria, todo lo contrario a la Praça do Giraldo que había visitado la tarde anterior. Aunque quizá fuera lo normal a aquellas horas de la mañana pues todavía era temprano y los monumentos estaban empezando a abrir sus puertas a las visitas. Realicé una inspección rápida del museo que mostraba una exposición de historia regional sin mucho interés. Así que enseguida cruce la plaza y entré en la iglesia. Era bonita, con capillas muy bien trabajadas, las tumbas de rigor por todas partes, pero sin nada especial que recordar después de tantas iglesias y catedrales significantes que ya había visitado. De nuevo en la plaza pensé que sería difícil llenar el hueco de dos horas que faltaba hasta la misa en la catedral, así que empecé a considerar la posibilidad de sentarme a tomar algo en la terraza de un café cercano.

Entonces me di cuenta de que algunos turistas madrugadores entraban y salían de un edificio anexo a la iglesia y me dirigí hacia allí con ánimo de gastar algo de tiempo más que por verdadera curiosidad. Se accedía al lugar por una puerta enrejada precedida por tres anchos escalones y me llamó la atención una mujer sentada en uno de ellos, cubierta del todo por una capa púrpura con capucha y que parecía estar amamantando a su bebé. Su postura bajo la capa era triste, recogida sobre si misma, como protegiendo a su hijo. Entré en un pequeño patio de piedra ornamentado con fuentes y algunas plantas que era la antesala de una capilla, al parecer construida bastante después que la iglesia. Al acercarme comprobé que la fachada estaba dividida en varias franjas horizontales decoradas con algunas calaveras y me pregunté si eran de verdad o estaban talladas en piedra. Supuse lo segundo, pero al estudiarlas de cerca no cabía duda alguna, eran calaveras humanas de verdad, por inverosímil que pareciera.

-Estás ante la capela dos ossos -sobresaltado me di la vuelta y me encontré con un hombre muy, muy anciano que me miraba con expresión sonriente en sus ojos pero indescifrable en su rostro de tan viejo y lleno de arrugas- Por unos pocos euros puedo hacerte de guía, no te arrepentirás.

-Vaya, que susto me ha dado -dije aún alterado por el sobresalto- Disculpe, es que estaba muy concentrado intentando determinar si estas calaveras son humanas de verdad y no esperaba que alguien me hablara. Y, sí, me parece bien que me explique esta visita, seguro que es usted un gran conocedor de este lugar que parece tan particular.

Entramos en la capilla y atravesamos con rapidez un par de habitaciones en las que se exponían algunos objetos hechos con metales preciosos, trajes y algunas cosas más que tenían siglos de antigüedad, pero que según aquel hombre no estaban a la altura del interés artístico y espiritual del lugar. Era mejor ir directos al grano.

-Aquí está la esencia de esta construcción -dijo mientras entrábamos en la última estancia, una gran capilla de altos techos arqueados, soportados por columnas ordenadas en dos filas paralelas. Fascinado e impresionado giré sobre mis pies comprobando que todas las paredes, las columnas y el techo estaban cubiertos por calaveras y tibias humanas, dispuestas en una singular decoración. En algunas zonas las tibias cubrían las paredes y las columnas, que en sus bordes estaban ribeteadas por calaveras. En otras las calaveras cubrían toda la superficie, desde el suelo hasta el techo, en formaciones paralelas de elementos iguales pero muy diferentes entre si.

-Dios mio, es espantoso -dije sin poder evitarlo- Son restos humanos, son de verdad. Son cadáveres de personas a las que no se les ha permitido desaparecer, convertirse en polvo y empezar a formar parte de otra cosa, como sería natural. Se puede casi imaginar una expresión en sus rostros. Ese de allí, podría ser el pensativo, aquel, el triste, ese otro, el gruñón, o allí, el simpático. Esto no es decoración, es algo dantesco y horrible.

-Vaya, parece que es usted muy receptivo. Por lo general, cuando entra aquí, la mente humana se protege ignorando lo concreto y captando sólo la generalidad -dijo el anciano-. Obviando los detalles. Es la única forma de pasar por esta sala sin sentir gran espanto y dolor, convirtiendo cada uno de estos cráneos, que son todos diferentes, con rasgos singulares, en una pieza más de la decoración. Fundiéndolos en el conjunto como si estuvieran hechos en serie, ahogando de esta forma la tragedia única de cada pedazo de persona que ha quedado suspendido en estas paredes desde hace cientos de años.

-Pero ¿cómo es posible que se haya permitido construir algo así?¿De qué mente perversa es producto este horror?

-La capilla la construyeron los franciscanos en el siglo XVI. Fue decorada pieza a pieza por tres monjes que dedicaron a este trabajo bastantes años. Aquí hay más de cinco mil esqueletos, imagínese. Todos desenterrados del cementerio franciscano y de otros cercanos. Puede ver las calaveras y las tibias, el resto de los huesos fueron molidos y utilizados para la argamasa -explicó él-. La idea era que quienes entraran en este espacio se sobrecogieran ante la evidencia de la transitoriedad de la vida.

-Y lo consiguieron, ya lo creo.

-Pues si ahora resulta impresionante, imagine hace cinco siglos. La gente entraba aquí y ante la evidencia de la muerte ineludible se planteaba muy en serio la conveniencia de no volver a pecar.

-Lo imagino -dije adentrándome hasta el fondo de la sala, observando las filas interminables de calaveras y tibias, intentando empaparme del efecto buscado por los diseñadores de aquel lugar. Llegué al final de la capilla para encontrarme con algo que aún me pareció más espantoso. Un cadáver disecado y reducido a un esqueleto cubierto de piel colgaba del techo apenas sujeto por dos gruesos cables. Le cubría un harapo polvoriento de color púrpura que alguna vez debió de ser un hábito.

-Es la guinda del pastel -comentó riendo el anciano- La leyenda negra de la capilla cuenta que colgaron ahí al hermano Juan, uno de los monjes que construyó este lugar. Es una tétrica historia que ha pasado de boca en boca durante generaciones, según la cual los cuerpos que habían sido mancillados se levantaron para vengarse, absorbieron los fluidos del hermano Juan y reduciendo su cuerpo a una momia. Le dejaron aquí expuesto, como advertencia para que nadie más se atreviera a perturbar el sueño eterno de los muertos. En realidad, supongo que si algo parecido ocurrió pudo ser que los lugareños vengaron de esta forma la profanación del descanso de sus ancestros.

-¿Quiere decir que ese cuerpo lleva ahí colgado cinco siglos?

-Bueno, teóricamente sí, aunque también se dice que cada muchas décadas, cuando el cuerpo está a punto de desintegrarse, es sustituido por otro, para mantener la advertencia.

-Ya. Bueno, la verdad es que es una historia poco creíble en todos sus detalles. ¿Se supone que los lugareños roban un cadáver, lo disecan y lo cuelgan?

-Es sólo una leyenda, amigo -rió el viejo- Aunque lo cierto es que hay un cadáver, ahí, colgando.

Entregué a mi guía un par de billetes como recompensa y me marché hacia la catedral pues el tiempo había transcurrido rápido y apenas tendría unos minutos para estudiar la construcción antes de que empezara la misa. Al salir, todavía impresionado por la visión de aquella tétrica capilla, casi tropiezo con la mujer de la capa púrpura que seguía amamantando al niño, lo cual me pareció extraño pues había pasado casi dos horas en el interior.

Caminé deprisa hacia la catedral, intentando racionalizar lo que había visto. Desenterrar miles de cuerpos para convertirlos en decoración aleccionadora me pareció una iniciativa nefasta y con un efecto casi seguro contrario al deseado, aunque hace cientos de años, quién sabe. Entré en la Sé y me pareció que era algo oscura, aunque la luz era suficiente para apreciar su construcción, la típica iglesia en crucero, con un retablo tras el altar y sin elementos muy sobresalientes. Estudié el piso superior, se apreciaban pequeñas ventanas arqueadas a lo largo de la nave central que debían tener un objeto decorativo, además de proporcionar algo de luz al pasillo que las recorría. Busqué el coro pero no lo encontré, había un espacio ocupado por un órgano, pero no parecía adecuado para que se ubicara el coro. Pensé que quizá los cantantes se colocaban detrás del párroco, bajo el retablo, situados allí con la intención de reforzar con sus voces la palabra de Dios.

Empezó a entrar gente y a sentarse en los bancos frente al altar. Decidí sentarme un poco apartado, a un lado y al fondo de la iglesia, para poder centrar mi atención en los cantos gregorianos y tomar algunas notas sin llamar la atención. Me fijé en que algunas personas llegaban cubiertas por capas cortas de color púrpura y se sentaban en los bancos delanteros que debían estar reservados para alguna congregación religiosa de la que eran miembros. Mientras observaba aquella gente creí reconocer a Anna, sentada en las primeras filas, vistiendo también una de aquellas capas cortas de aspecto medieval púrpura oscuro. Pero no podía estar seguro, aunque creí reconocer algunos de sus gestos se encontraba bastante lejos y la tenue luz tampoco ayudaba a identificarla con seguridad entre todas aquellas cabezas de pelo negro.

La iglesia estaba abarrotada pero había un ambiente muy grave y silencioso, respetuoso, nadie hablaba y todos parecían de verdad temerosos de Dios. Impresionaba un poco que hubiera tanto silencio rodeando a tantas personas. Pronto hizo su entrada el párroco que oficiaría la misa. Era un hombre muy mayor, aunque parecía vital en sus movimientos, y me recordó a mi cicerone de la capilla, aunque era obvio que no se trataba de la misma persona.

El sacerdote alzo los brazos formando una cruz, señalando así el comienzo de la ceremonia, y los fieles se levantaron sin alterar el silencio. El párroco, de pie delante del altar, no habló. Clavó una rodilla en el suelo y bajó su mirada en señal de sumisión. La gente hizo lo mismo, se arrodilló y miró al suelo, muchos cerrando los ojos, con labios temblorosos. Sentí un escalofrío y tuve la sensación de que un manto de aire gélido se posaba con lentitud sobre las cabezas y los hombros, el ambiente se hizo pesado, espeso, y pareció que fuera del templo la mañana oscurecía, haciendo más densa la penumbra en el interior. Entonces el coro empezó a interpretar el canto de entrada, de una forma tan gutural, grave y profunda que se erizaron todos los pelos de mi cuerpo. No por la emoción, o por la gran interpretación. No, lo que sentía era miedo, auténtico miedo irracional, carente de motivo. Sin querer pero sin poder evitarlo miré hacia arriba y vi que en cada una de las ventanas de la nave central se había situado un monje cubierto por una capa púrpura con capucha, como la que llevaba la mujer de la capilla, y pensé que era aquella peculiar disposición de las voces la que creaba aquel efecto sonoro que resultaba tan aterrador, aunque sin duda había algo en la técnica de aquellos cantos que no era habitual.

Observé a las personas a mi alrededor. Todos miraban al suelo y parecían tan afectados por el miedo como yo, incluso más, ninguno levantaba la vista del suelo, y parecían estar soportando una gran tensión. Era como si quisieran pasar desapercibidos ante un acechante peligro, igual que un conejo que se esconde del lobo entre los matorrales aquellas personas intentaban no destacar entre la multitud. Con cierto esfuerzo volví a mirar a los monjes. Infundían miedo y respeto sólo con su oscura y amenazante presencia, pero es que sus voces eran tan profundas y extrañas que potenciaban aquella sensación de temor. Por otra parte, aquellas capas encapuchadas parecían flotar en la oscuridad, sin que se viera nada debajo, pero evidenciando que allí había algo más oscuro que la propia oscuridad. No conseguí ver ninguno de los rostros de aquellos escalofriantes monjes, sólo la negritud dentro de sus capas, pero daba igual al mirarlos notaba como me temblaba la sangre dentro de las venas, sin poder evitarlo.

-Pero ¿qué hace? No les mire. Baje la cabeza. -dijo la mujer que estaba a mi lado.

-¿Qué? Lo siento, no sabía que no se les puede mirar -respondí algo aturdido.

-¡Baje la cabeza! ¿qué pretende?¿desafiar a la logia? Esta prohibido establecer cualquier tipo de contacto con los monjes.

Mire al suelo y no me atreví a preguntar más. Tras el primer cántico los monjes retrocedieron y las ventanas quedaron vacías y oscuras. El rito continuó y cada vez que cantaban nos arrodillábamos y mirábamos al suelo, temblorosos y humillados ante aquella especie de fuerza superior. Levanté la cabeza para observarles un par de veces más pero me di cuenta de que, aún obviando las advertencias de mi vecina, no era capaz de mirarles sin sentir como dentro de mí crecían un frío y un pavor insoportables, lo cual me hacía apartar la mirada casi en un acto reflejo.

Cuando por fin acabó la misa estaba aterido de frío y agotado por el miedo y la tensión. No lo entendía, nunca había sido muy religioso y había escuchado cantos gregorianos miles de veces y jamás habían tenido sobre mí ningún efecto parecido. Al contrario, los consideraba bastante repetitivos y tan sujetos a sus estructuras medievales que me parecían faltos de toda emoción.

Decidí que a pesar de todas aquellas sensaciones paralizantes debía continuar con mi trabajo, así que esperé a que la gente fuera saliendo de la iglesia para dirigirme a la puerta por la que había desaparecido el sacerdote, que supuse daría a la sacristía. Por el camino me cruzaba con la gente que salía del templo y me pareció ver a Anna en el pasillo contiguo, pero estaba tan confundido que apenas me di cuenta hasta que ya había desaparecido. Encontré al párroco colgando sus hábitos y comprobé que de verdad era muy anciano, sólo una capa de piel apergaminada sobre lo agudos huesos que apuntaban en su rostro.

-¿Qué te trae por aquí hijo? No eres de la zona, creo que es la primera vez que te veo.

-Hola, padre -comencé intentando parecer respetuoso y bienintencionado-. No, no soy de aquí. Soy musicólogo y he venido para estudiar los cantos gregorianos de los monjes y, bueno, la verdad es que estoy impresionado. No esperaba que fueran tan impactantes. No entiendo bien por qué razón son tan diferentes a los que he estudiado hasta ahora. Lo que quería pedirle es su colaboración, quizá usted podría facilitarme el acceso a los monjes para hablar sobre su técnica, estudiar sus archivos. Ese tipo de cosas. Todo esto es un estudio serio, no crea, me respalda una importante universidad.

-Hermano -dijo el párroco con expresión muy seria-. Olvídalo. Los monjes han hecho voto de silencio y no mantienen relación con ninguna persona ajena al monasterio. También han jurado no dar a conocer sus registros. No hay posibilidad alguna de hacer un estudio. En Sintra...

-Sí, en Sintra. Ya sé. Esos cantos ya están documentados. Es aquí donde hay algo inusual y que puede ser importante para explicar la historia de la música. ¿No podría intentarlo al menos?

-Lo siento pero no es posible. Sólo yo tengo acceso al prior y nos comunicamos por escrito. Déjame tu teléfono y le mandaré una nota comentando tus intenciones, pero ya te adelanto su negativa.

-Ya -dije claudicando de momento ante aquellos obstáculos que parecían insuperables- Oiga, esa gente que había en la iglesia vestidos con capas cortas de color púrpura ¿pertenecen a alguna congregación? Visten del mismo color que los monjes ¿Ellos sabrán algo? Quizá podrían admitirme de forma temporal para conseguir algo de información sobre las tradiciones o ritos, agradecería cualquier cosa que pueda guiarme.

-¿Aceptarte de forma temporal? No, hijo, no. Esas personas pertenecen a la logia de San Francisco que no admite socios temporales y no es nada fácil conseguir entrar en ella. Por lo general es un derecho que pasa de padres a hijos, tras muchos años de formación y duras pruebas de fidelidad por parte de la organización. Consideran al púrpura el color puro y sólo los puros y los elegidos por ellos lo pueden vestir. Anda, olvídate. Vete a Sintra, hazme caso, además es muy bonito -dijo el cura mientras me hacía salir cogiéndome de un brazo.

-¿Podría al menos entregar una nota de mi parte al prior del monasterio? Aunque ya tenga la negativa por delante, al menos debo intentarlo.

Entramos en el despacho del sacerdote, una estancia bastante oscura, presidida por un gran escritorio. Me hizo tomar asiento mientras él tanteaba en busca del interruptor de la luz y cuando lo accionó me encontré sentado frente a un enorme tapiz situado en la pared, al otro lado del escritorio, que representaba a la muerte, un esqueleto sonriente portando una guadaña que caminaba sobre los cuerpos recién cercenados de una docena de personas vestidas con mantos púrpura.

-Y ¿dice que el púrpura es aquí un color reservado a los puros y a sus elegidos? -pregunté mientras entregaba al sacerdote la solicitud que acababa de escribir.

-Así es.

-Vaya. Curioso.

Me despedí con rapidez y salí corriendo de la iglesia, sabiendo que era muy improbable que la mujer cubierta con el manto y que amamantaba a su hijo en la puerta de la Capilla de los Huesos siguiera allí. Pero era mi única oportunidad para encontrar algún camino entre todas las dificultades y secretos que rodeaban a los monjes y a los cantos, pues si ella vestía una capa púrpura quizá también fuera pura o al menos alguna relación tendría con todo aquello. Recorrí las calles a toda velocidad, impaciente y casi sin resuello.

Cuando entré en la plaza ya estaba bastante cansado y empecé a avanzar más despacio en cuanto vi desde lejos que la mujer seguía en el mismo lugar, en la misma posición, y me pareció muy extraño que aún estuviera amamantando al bebé. Me acerqué una vez recuperado el resuello pero no sabía como abordarla, estaba cubierta del todo por el manto, sentada pero doblada hacia adelante, mirando al suelo, parecía proteger a su hijo, también cubierto por un manto, mientras le daba el pecho. Me puse en cuclillas junto a ella y no supe bien que decir para llamar su atención y entablar conversación. Entonces el tiempo se hizo eterno y un escalofrío helado recorrió mis vertebras mientras ella giraba la cabeza hacia mí, muy despacio, descubriendo su rostro, y del susto casi mortal caí hacia atrás, quedando medio tumbado en el suelo, aterrado, al borde del pánico. Desde el interior del manto me miraba una calavera, sujeta por un esqueleto completo, que parecía irritada por mi molesta presencia. Miré al niño que ahora también se movía, uno de sus brazos apartó el manto y pareció mirarme desde las cuencas vacías de su diminuta calavera, y entonces me señaló con su mano de esqueleto, mostrando una seguridad y firmeza que multiplicaron mi pavor.

Me levanté y gritando eché a correr. No sé de donde saqué las fuerzas, pero corrí y corrí, sin parar de gritar, tropezando con la gente, incapaz de detenerme o de hacer algo racional, como volver a comprobar que se trataba de una alucinación, de un fallo de percepción, o de pedirle a alguien que lo corroborara por mí. Llegué hasta el hotel y en la entrada de la terraza Anna me vio llegar y me detuvo. Me calmó y me obligó a sentarme en una de las sillas.

Me di cuenta de que estaba llorando. De miedo. Mi camisa estaba descosida en varios sitios y sangraba por algunas heridas producto de los golpes que me había dado contra retrovisores de coches, tuberías, personas y señales de tráfico durante mi carrera inconsciente. Miré a Anna, a su rostro dulce y simétrico, y entonces lloré con mucha más intensidad y entre las lágrimas y los hipidos conseguí explicar lo que acababa de ver. Se lo conté varias veces, le relaté la mañana completa, tratando de asimilar todo aquello por repetición.

-Bueno. Es evidente que has sufrido algún tipo de alucinación. No sé si has tomado algo antes, o... No sé. O quizá te ha sentado mal el desayuno. Pero, eres consciente de que no ha sido real ¿no?

-No, Anna. No soy consciente, ha sido muy real. Lo he visto con mis propios ojos, a unos pocos centímetros de mí. No hay lugar para las dudas, Anna. He visto lo que he visto.

-Ya, vale. Pero sabes que lo que has visto no es real, es un imposible. Por tanto, eres consciente de que de alguna forma tu cerebro te ha jugado una mala pasada ¿A que sí?

-Pues no lo creo, nunca me ha pasado nada parecido. No lo creo.

-Claro. Pero alguna vez tiene que ser la primera. Mira, has caminado toda la mañana, te ha impresionado la Capela dos Ossos, te han impresionado los cantos, te ha decepcionado no poder estudiarlos, y luego has corrido de vuelta a la capela y has llegado en un estado de agotamiento físico y emocional que ha engañado a tus sentidos y te ha producido una alucinación. Y si te fijas bien lo que crees haber visto recoge todos los elementos que te han impactado durante el día, están los mantos, los esqueletos, en fin.

-Vaya. Sí. Tienes razón. Supongo que es igual que cuando alguien ve un espejismo, como un oasis en el desierto y esas cosas.

-Exacto. Creo que lo mejor es que descanses un rato y vayas preparando las maletas. Si no recuerdo mal te vas mañana ¿no?

-Sí, pero creo que después de la misa en la catedral. Me dijiste que mañana es festivo y habrá otra misa cantada. Quiero volver a escuchar a los monjes, aunque no pueda hablar con ellos al menos trataré de identificar las diferencias técnicas con otros modelos de gregoriano. Por cierto, creí que te ibas a quedar trabajando. Esta mañana me pareció verte en la catedral, vestida con una capa púrpura, en la zona en la que se sienta la logia, según me ha explicado el cura.

-¿En la catedral?¿La logia? No, no era yo. Supongo que me has confundido con otra persona. Recuerda que tu capacidad de percepción no estaba al cien por cien.

-Sí, puede ser. Pero sabes algo de esa logia, supongo.

-Muy poco. Son personas que defienden las tradiciones franciscanas y, en fin, no soy una especialista, esos temas me interesan más bien poco.

Subí a mi habitación y me tumbé un rato en la cama mirando al techo. Me sentía un poco ridículo, no entendía como había entrado en pánico hasta aquel punto, aunque hubiera sido poco a poco e inducido por los diferentes encuentros acontecidos durante la mañana. Y, sin embargo, seguía sintiendo miedo. Me daba miedo la oscuridad amenazante que se adivinaba tras la puerta entornada del baño, el movimiento de las finas cortinas empujadas por una corriente de aire imperceptible. Así que decidí despejar las dudas de la forma más racional y salí del hotel en dirección a la plaza de San Francisco para comprobar que la mujer y el niño esqueletos no existían.


Deep Purple - Deep Purple


domingo, 13 de enero de 2013

Del polvo vienes. Capítulo I.


Evora (Portugal). Siglo XVI.

Aún no entiendo por qué razón secundé esta idea. No me gusta estar aquí y menos de noche. Hace frío y la niebla ha humedecido mi hábito, estoy helado de los pies a la tonsura. Y tengo mucho miedo. He de reconocerlo, la oscuridad, las sombras y este ambiente terrible me hacen temblar de miedo. A la luz del día ya me parece que los cementerios imponen bastante respeto, pero es que por la noche me infunden terror. De hecho creo que estoy al borde del pánico. Los faroles no ayudan, alumbran poco y crean esas sombras siniestras alrededor, y parece que en cualquier momento los muertos vendrán a por mí, o unas manos saldrán de esta tumba, me agarrarán de los tobillos y tirarán de mí y me enterrarán para siempre. Sin embargo, los otros dos parecen muy tranquilos, convencidos de estar llevando a cabo un mandato divino, cavando y sacando paladas de tierra sin descanso, hasta parecen dichosos realizando esta tarea tétrica e inmunda. Me pregunto si será pecado. Exhumar cadáveres enterrados en camposanto tiene que ser una ofensa a Dios. ¿Cuántos serán necesarios? El padre David calculó unos 2000 cráneos y tibias, pero creo que vamos a necesitar muchos más. La capilla es grande. Seguro, serán muchos más. Y ¿qué harán las gentes del pueblo cuándo se enteren? Nos apalearán, quemarán el monasterio, o lo convertirán en un burdel. Porque nadie entenderá que la idea es enseñar con el ejemplo, simbolizar la fugacidad de la vida para provocar la reflexión y alejar así a los feligreses del camino del maligno. Sólo verán que hemos profanado las tumbas de su ancestros. Elegimos las más antiguas, hay muchas de los que cayeron durante la epidemia de peste, hace muchos años, pero aún así no es fácil de entender por mucho que se expliquen los matices.

-Padre Alberto. Ayúdenos, aquí hay otro. Vamos a sacarlo con mucho cuidado.

Me acerco al hoyo que han cavado David y Juan, los dos monjes con los que comparto la puesta en práctica de esta idea desdichada. Retiramos la tierra que rodea al cadáver, intentando sacar la osamenta sin destrozarla, poniendo especial cuidado en salvar el cráneo y las tibias. Los huesos todavía están cubiertos por tiras de piel putrefacta y la larga cabellera sigue en su sitio, sobre una cabeza redonda, medio cubierta por piel apergaminada. Sacamos el cuerpo y lo depositamos con cuidado en la carreta, que ya está repleta de huesos manchados de tierra que hieden a humedad y putrefacción. Al menos ha llegado el momento de volver al monasterio.

En la cámara habilitada para la limpieza de los huesos me siento algo mejor, aunque muy lejos de la tranquilidad y la relajación que se le supone a una vida de retiro. Ya no estoy aterrorizado como en el cementerio, pero el trabajo de limpiar los cráneos de los restos de carne, piel y pelo es muy desagradable y tedioso. Utilizo un cepillo de cerdas muy duras para arrancar la piel gris putrefacta y un barreño de agua helada para aclarar el cepillo de restos y lavar los huesos. Cuando esta lleno de trozos corrompidos la visión es repugnante, así que procuro vaciarlo cada poco tiempo y llenarlo de agua limpia, cuya visión me alivia, me transporta a otro mundo más feliz. Aunque llevo meses realizando esta tarea no consigo acostumbrarme, sigo padeciendo náuseas y soy incapaz de ingerir alimentos hasta bien entrado el día, cuando estas imágenes terribles han dejado de rebotar entre mis ojos y mi mente. Ya he adelgazado bastante por causa de este ayuno.

En el fondo estoy convencido de que es una profanación, aunque el fin sea noble y loable, estamos profanando el descanso de los muertos, evitando que se conviertan en polvo como explican las escrituras. Del polvo vienes y en polvo te convertirás. Pues resulta que para salvar algunas almas de los vivos estamos alterando ese ciclo sagrado para estos muertos. Porque ya no se convertirán en polvo. Debemos estar mancillando las escrituras, eso es seguro, pero ya da igual, lo mismo da cinco que cincuenta. Que digo cincuenta, hemos desenterrado, limpiado y descuartizado centenares de cuerpos.

Está limpió, sólo quedan los huesos. Separo el cráneo y lo apilo en la carretilla que tengo a mi derecha, que casi está llena. Las tibias van a la izquierda, en otro montón. El resto de los huesos se los paso al padre Juan para que los triture. Menos mal que no me ha tocado esa labor. Limpiar los cadáveres es repugnante pero triturar los huesos a martillazos me parece una tarea horrorosa que, sin embargo, él sabe hacer con perfección. A pesar de que los huesos de las caderas, las costillas, las vértebras y los brazos son de formas y tamaños muy distintos, consigue partirlos en pequeños fragmentos uniformes, como si hubieran pasado por la muela de un molino. Casi puedo escuchar el quejido de los muertos entre el crujido de sus huesos.

-Bien. Tenemos suficientes para otra columna, así que pongamos manos a la obra y podremos irnos a descansar -dice el padre David, encargado de transportar los huesos limpios y preparados a la capilla y que está fascinado por este proyecto, que considera sagrado sin lugar a dudas, y en el que ha puesto la más absoluta devoción desde que se nos ocurrió esta infeliz idea.

Acudimos a la capilla en la que nos esperan las carretillas llenas de cráneos, tibias y trozos de hueso. Hasta ahora hemos cubierto las paredes del fondo y un par de columnas, pero todavía la mayor parte de las paredes están desnudas, igual que el techo. Hoy me toca fabricar la argamasa, lo prefiero. Mezclo cemento, agua y fragmentos de hueso hasta formar una argamasa espesa y compacta que enseguida cuajará en una pasta dura y resistente. Mientras tanto mis compañeros empiezan a limpiar la columna para quitar el polvo y conseguir el mejor agarre. Extienden una capa de argamasa hasta lograr un espesor uniforme y van colocando los cráneos en las esquinas, uno encima de otro, hasta llegar a la arcada del techo. Después rellenan las caras de la columna con las tibias, llenando un tramo en posición vertical y otro igual en posición horizontal, hasta cubrir las cuatro facetas del pilar. El trabajo lleva varias horas, que sumadas a las que hemos pasado en el cementerio nos han dejado el tiempo justo para llegar a los maitines. Estamos sucios y malolientes, apenas se reconoce el color púrpura de nuestros hábitos, pero a pesar de ello recibimos las miradas de lastima y misericordia de nuestros hermanos, los afortunados que se han librado de participar en este horrible proyecto.

Durante el oficio ruego a Dios que me perdone por esta ofensa casi incomparable, sin parangón, le pido que entienda que la intención es inmejorable, que lo hacemos para salvar almas, que si logramos encaminar a una sola persona hacia sus brazos todo esto estará justificado. Sólo con un alma salvada ya merecerá la pena. Le pido que sea comprensivo y que enseñe esta virtud a los vecinos, para que no nos linchen si nos descubren en el cementerio o, si llegamos a conseguirlo, cuando vean el trabajo acabado.

Al acabar el oficio me voy a dormir. Como cada día las imágenes más terribles de la noche vuelven a mí conciencia, cadáveres semienterrados, cráneos cubiertos de pedazos de carne descompuesta, el agua gris llena de restos purulentos. Los huesos pegados a las paredes en perfecta formación. Cuando el agotamiento es insoportable caigo en un sueño inquieto y falto de descanso, lleno de remordimientos. Para empezar un nuevo día. No. Una nueva noche.


Evora (Portugal) Siglo XXI.

La verdad es que no vine a Evora con la idea de quedarme. Un amigo me habló de los extraños cantos gregorianos que se practican desde hace años en la catedral de Nossa Senhora da Assunçao y dado que estaba investigando los orígenes de la música antigua en Europa occidental, era obligado venir a indagar. Estos viajes y las investigaciones consecuentes son lo que más me gusta de mi profesión de musicólogo. Odio el archivo, el estudio documental y el análisis de estilo, así que nunca he dudado en aprovechar la oportunidad de realizar un viaje y mucho menos si se presenta además algún misterio que investigar. Y la historia de la música está llena de misterios.

Cuando llegué a la ciudad hacía una tarde estupenda y me pareció que se trataba de un lugar bonito y acogedor. Busqué alojamiento y elegí un pequeño hotel familiar situado en el casco antiguo, junto a las murallas. Mi llegada fue atendida por una joven llamada Anna que me mostró las escasas pero bien cuidadas instalaciones del hotel, el comedor, el pequeño bar y la terraza rodeada de rosales y plantas. Una vez instalado en mi habitación, baje a la recepción y le pedí a la joven que me orientara sobre los monumentos y museos de la ciudad y ella marcó en un pequeño mapa los puntos más interesantes, la catedral, la iglesia de San Francisco, la Praça do Giraldo, las ruinas romana, y también un par de restaurantes recomendados para degustar una cena típica de la región.

Aquella primera tarde la pasé recorriendo las calles del casco antiguo, empapándome del ambiente y charlando con los lugareños, intentando sentirme integrado entre aquellas calles, que me parecían tan acogedoras. Visité algunos lugares pero dejé los más interesantes para el día siguiente, pues seguro que estaría más descansado y tendría tiempo suficiente para alargar las visitas todo lo que me pareciera oportuno.

Cené en uno de los restaurantes que la recepcionista del hotel me recomendó, un antiguo local regentado por un hombre mayor que había vivido aquí toda su vida y amaba la historia de la ciudad. Como me vio con ganas de hablar, después de la cena se sentó en mi mesa y estuvimos charlando un buen rato sobre la ciudad, sus anécdotas y los acontecimientos históricos más importantes. Me habló de su construcción, de los asedios y de las muchas batallas libradas en la zona y de la definitiva conquista por los ejércitos cristianos en el siglo XII.

-Fue entonces cuando se comenzó a construir la catedral, que marcó definitivamente el rumbo de la historia de la ciudad. En los primeros años del siglo XIII estaba terminada y era el más importante templo de la zona, lo cual otorgó a la plaza una relevancia destacada. Aunque su auténtica edad de oro no llegó hasta el siglo XV, cuando fue residencia de los reyes portugueses.

-En realidad estoy aquí por eso, por la catedral quiero decir. Bueno, no exactamente. He venido para investigar los orígenes de los cantos de los monjes, que al parecer tienen un carácter muy particular. Imagino que la tradición se remonta a entonces, al siglo XIII, ya que por aquel entonces los cantos gregorianos estaban ya muy extendidos por toda la cristiandad.

-¿Los cantos? No, no, los cantos que a usted le interesan comenzaron mucho más tarde, en el siglo XVI. Pero, créame, no tienen ningún interés particular. Disfrute de la ciudad y vaya después a Sintra, que allí hay un monasterio muy importante en el que seguro que encontrará los orígenes y la evolución del gregoriano en la región.

-Hombre, es que los cantos de Sintra ya están bien documentados. Soy un investigador musicólogo ¿sabe? Me interesa el gregoriano que se canta aquí porque dicen que tienen un tono gutural y un carácter más profundo y, bueno, también me han dicho que no sigue la misma liturgia que el resto. En definitiva que aglutina una serie de excepciones que lo hacen único. Por eso he venido, para escuchar los cantos y, si todo esto es cierto, para hablar con los monjes e intentar investigar en sus registros. Puede que se trate de una rama arcaica de la música, única en el mundo.

-Mire, amigo, escúcheme bien y acepte un consejo. Olvídese de los cantos, olvide a los monjes y disfrute de los conocimientos que ya tiene sin complicarse la vida. Ya habrá visto que somos gente amigable y que evitamos los problemas. No busque usted donde nosotros no lo hacemos. Será por algo.

-No entiendo bien lo que quiere decir. ¿Complicarme la vida? ¿Es que hay algún tipo de prohibición respecto a este tipo de investigaciones? El carácter de mi trabajo es cultural, con ánimo divulgativo, al fin y al cabo los cantos gregorianos son el germen de la música occidental. Si aquí existe una variante seguro que tiene una importancia fundamental en el desarrollo de la música.

-Créame, no han tenido ninguna influencia en la historia de la música. Son un hecho aislado, que no ha traspasado las murallas de la ciudad, que no ha evolucionado. Un apéndice inútil, una rama muerta. -dijo con expresión muy seria y un talante menos amable que antes.

No seguí insistiendo. Volví al hotel intentando librarme de la sensación de inquietud que las reticencias de aquel hombre me habían dejado. Traté de apartarlo de mi mente, al fin y al cabo al día siguiente era domingo y la misa sería cantada, así que podría comprobar si aquellos cánticos de verdad contaban con alguna característica peculiar y quizá la razón de tanta desconfianza. Al llegar al hotel encontré a Anna sentada en la terraza iluminada con luces de baja intensidad. Me pareció que estaba muy guapa con aquella luz, vestida con vaqueros ajustados y camisa azul.

-¿Le ha gustado la ciudad? ¿Ha podido visitar algún monumento?-preguntó sonriente.

-Bueno, he paseado por las calles del casco antiguo y he tomado un café en la Praça do Giraldo, pero he preferido dejar las visitas importantes para mañana. Como es domingo tendré más tiempo para disfrutarlas. Oye, por cierto, no me trates de usted, sólo soy un poco mayor que tú, nada más que unos quince años -bromeé guiñando un ojo.

-Bueno, vale. ¿Has cenado en alguno de los sitios que te recomendé? -comentó haciendo girar con los dedos uno de sus largos mechones de pelo negro.

-Sí. Lo hice en el mesón de ese señor mayor tan curioso. Un gran conocedor de la ciudad, aunque un poco inquietante el buen hombre.

-¿Donoso?¿Inquietante? No, es un buen tío. Es un poco gruñón y de los que creen que viven en el mejor sitio del mundo, pero no me parece inquietante en absoluto ¿Por qué dices eso? ¿No se te habrá ocurrido discutir alguno de sus detalles históricos? -dijo con sorna.

-No, sólo le comenté que pensaba hablar con los monjes de la catedral dado que he venido a investigar el origen de los cantos que practican. Y, bueno, se puso un poco en plan de advertencia y misterio.

-Ah, eso -respondió frunciendo el ceño- La verdad es que los monjes de la Sé son una comunidad muy cerrada y hermética. Creo lo que Donoso trataba de decirte es que no te van a dar ninguna facilidad para documentarte y que no vas a conseguir nada más que escuchar los cantos en la misa de mañana, si decides asistir.

-Sí. Iré a dar una vuelta por la zona monumental por la mañana y luego asistiré a la misa. A estas alturas tengo mucha curiosidad por esas canciones y estoy impaciente por escucharlas.

-También lo puedes dejar para el lunes -dijo ella mientras se enderezaba en la silla, estirando la espalda y adelantando un escote algo más generoso que al principio de la conversación- Es festivo y también habrá misa cantada.

Me quedé un rato charlando con ella, pero ahora más interesado en los botones de su blusa, tratando de averiguar si se desabrochaban solos o si eran desabrochados, pues tenía mis sospechas sobre esto último. Pero no pude averiguarlo y terminé sólo en mi habitación, pensando en aquella joven y olvidando mi estudio sobre los orígenes de la música occidental.

A la mañana siguiente baje a desayunar muy temprano y me atiborré de todo tipo de productos frescos y tartas caseras, disfrutando del lujo de desayunar solo en el pequeño comedor mientras estudiaba en el mapa los monumentos más importantes y escuchaba con mis auriculares algo de música, que sin darme cuenta llevaba un rato tarareando.

-Eso parece el concierto para dos mandolinas de Vivaldi -dijo Anna mientras se sentaba a mi lado.

-Vaya, parece que no soy el único especialista en música por aquí -comenté sorprendido.

-Bueno, la música clásica, no es que sea una gran conocedora, pero, en fin, hay cosas que sí y otras que no. Esta es de las que sí -dijo con aire tímido-. Bueno, te has levantado muy temprano, dispuesto a un intenso día de visitas culturales, por lo que veo.

-Sí. La verdad es que no sé muy bien qué orden seguir. Quiero dejar la visita a la catedral para la hora de la misa y parece que las ruinas romanas están al lado, así que debo decidir que visitaré antes. No me vendría mal un cicerone que me guiara por esta interesante ciudad -dejé caer.

-Seguro que en el alguno de los museos o en la plaza de San Francisco encuentras algún guía, suelen estar por allí buscando clientes -respondió de un modo un tanto seco, pero se dio cuenta enseguida y trató de rectificar- Bueno, es que yo tengo que trabajar, si no te acompañaría. Pero, ya sabes, no puedo.

-Ya, claro. No te preocupes, me arreglaré con tu mapa.

Soundgarden - King Animal

viernes, 4 de enero de 2013

Camino hacia la vida. Capítulo VI y final.


Alejándonos de la retahíla de reproches que nos espetaba Abelardo subimos al acantilado. Le expliqué a Txomin como saltar el pequeño agujero en el camino y cruzamos al otro lado, muy contentos, yo porque estaba decidida a rescatar a mi amigo Franz de las garras del mundo pavoroso en que le había dejado al sacarle de Takatalvi, y Txomin porque por fin iba a tener su aventura de carretera en compañía de una rubita.

Llegamos a la pequeña cala tras recorrer el camino del bosque. Txomin dijo que lo mejor era alquilar un coche en una empresa cercana, que además estaba en dirección contraria al hotel. Por el camino vimos unos cuantos automóviles y él comentó que nunca había visto vehículos tan silenciosos y de diseño tan avanzado, aunque a mí me parecieron todos igual de feos que siempre. En el rent a car nos dijeron que no podíamos llevarnos ningún coche pues el carnet de conducir y la tarjeta de crédito de Txomin habían caducado hacía más de treinta años. Salimos fuera y le expliqué la situación.

-Verás, el puerto es como una antesala a otra etapa y el tiempo allí no se rige por las mismas normas que aquí, así que los 10 ó 15 minutos que pasamos allí han sido como 30 ó 40 años de aquí. Probablemente, tu mujer y su familia ya han muerto o son muy ancianos, así que no tenemos que preocuparnos por ellos. Anímate, hombre, que han podido pasar muchas otras cosas buenas, igual ahora es verdad que los vascos han conquistado todo esto y estamos en la decimonovena provincia de Euskalherria.

-No parece, txiki. Aquí hace calor y todo esto está muy seco. En Euskadi tenemos un clima privilegiado, estaría todo mucho más verde, la gente llevaría una vida ordenada y estarían tomando potes en los bares y no perdiendo el tiempo tumbados en la playa. Bueno, mira, de los tiempos de la kale borroka me han quedado bastantes conocimientos, algunos de carácter político y muchos otros de tipo filosófico, pero también alguno práctico. Lo que quiero decir es que vamos a robar un coche y ya está. Mira ese, parece que está bien. Un Ferrari rojo descapotable ultramoderno nos valdrá. Siempre he querido conducir un deportivo de estos italianos.

-¿Italiano? No sé, Txomin. Yo preferiría un BMW, no sé, me inspira más confianza. Si encima me dices que este trasto es italiano, que quieres que te diga, mejor cogemos cualquier otro.

-Oye, txiki, no me jodas que no estamos de compras en un concesionario de Palm Spring ¿sabes? Que ya te estoy viendo pidiendo uno con calefacción en los asientos y neverita en la guantera. Venga, sube que a este maquinón le hago un puente en menos de tres minutos.

No entendí bien aquello del puente pero por suerte se le olvidó y se puso a manipular los cables del vehículo bajo el volante hasta que, tras varios chispazos, consiguió que arrancara con un poderoso rugido, sin duda producto de su temperamental carácter italiano, que no me inspiró nada bueno. Salimos despacio de la zona de las playas y nos incorporamos a una gran carretera.

Le expliqué que la última vez que vi a Franz estábamos cerca de Tarifa, en un monte que tenía un mirador, aunque omití los detalles sobre las drogas y mi pequeño accidente mortal. Mi compañero de viaje dirigía el vehículo hacia el sur mientras desde la carretera veíamos pasar el perfil de la costa a unos centenares de metros, las playas, los chiriguitos y cuando llevábamos recorridos unos kilómetros Txomin dijo,

-Ostia, txurri mira, el faro de Trafalgar. Qué bonito. No me había dado cuenta de lo precioso que es. Oye, ¿por qué no paramos a echar un vistazo? Igual podemos subir y todo. Joder, ¿pero cómo no me había dado cuenta?, como mola el faro. Es una pasada, vamos a verlo.

-Txomin, sigue adelante. Ni se te ocurra parar. El faro en realidad sirve para... bueno, ya te lo contaré -dije y entonces recordé que por allí estaba Takatalvi- O mejor, toma el siguiente desvío y vamos a hacer una parada en un pueblecillo de aquí al lado, que igual allí saben algo de Franz.

Llegamos a Takatalvi. En la entrada del pueblo estaba Abelardo, que hizo amago de acercarse a nosotros pero desistió al ver la expresión asesina de mis ojos. Nos internamos en el pueblo y llegamos a la plaza, con la intención de buscar a alguien conocido que pudiera decirme si se había vuelto a saber de Schubert por allí. Pero por más que caminamos y más tiendas que recorrimos, no encontré ninguna cara conocida.

-Qué bonito es este pueblo -repetía Txomin sin descanso- ¡Qué tranquilidad y buen rollo! Como me recuerda a Gernika. ¿Y si nos quedamos a vivir aquí? Parece un sitio muy agradable, lejos del mundanal ruido. ¿Te imaginas vivir aquí y no volver a salir nunca fuera? Qué gozada. Podríamos montar una herriko taberna y ganarnos la vida vendiendo pintxos y txikitos.

-Créeme Txomin. Este sitio es un puto coñazo. Tu taberna de perricos sería un rotundo fracaso. Oiga -pregunté a una mujer- ¿Sabe usted algo de un tal Schubert, Franz Schubert?

-Pues no, no sé nada, es que estoy de paso -respondió ella sonriente esperando a que cogiéramos el chistecito- Pero podéis ir al edificio del registro y a lo mejor os dicen si vuestro amigo ha pasado por aquí. Es aquella casa de la esquina.

Entramos a la oficina de registro y vimos que era bastante moderna y estaba informatizada y que en varias de esas horribles ventanas mágicas se podían hacer consultas de todo tipo, pero me pareció más seguro preguntar al hombre que atendía el local.

-Perdone. Queremos saber si tienen algo de información sobre Franz Schubert. El compositor. Estuvo aquí durante unos años.

-Sí, sí, sé quién es. De oídas. Yo no le conocí pero he escuchado su leyenda. El y su amante, una buscavidas creo que italiana, han sido los únicos que han retrocedido desde Takatalvi. Al parecer atracaron tiendas, bancos, gasolineras, de todo, y cuando juntaron mucha pasta ella intentó largarse con todo pero él la descubrió y se la cargó. Se dice que está en la cárcel desde entonces. Este caso ilustra muy bien por qué no debemos retroceder.

-Perdone, -dije indignada- pero de italiana nada, alemana y muy honrada, por cierto. Yo, ella, intentó convencerle de que aquello no estaba bien, pero el hachís... -dije mientras Txomin tiraba de mí hacia las pantallas ante la mirada sorprendida del hombre.

Buscamos en el ordenador pero sólo aparecieron datos sobre su estancia en el pueblo y la fecha de sus huida, hacía 39 años, en compañía de su amiga Ludovica. Hay que joderse, vaya mierda de registro y que forma la mía de pasar a la historia. Tras enormes esfuerzos convencí a Txomin de que debíamos salir del pueblo y nos dirigimos al sur bajo la mirada reprobadora de Abelardo, que esta vez ni se molestó en reprendernos o amenazarnos.

Nos dirigimos a Tarifa a toda velocidad, que en aquel demonio italiano era mucha, y al poco tiempo nos estaba siguiendo con evidentes dificultades un coche verde y blanco con unas luces azules que sacaban unos destellos muy bonitos.

-Ostia, la Benemérita -dijo Txomin- Joder, qué cabrones, ¿cómo me habrán reconocido si hace un huevo de tiempo...? Bueno, creo que lo mejor es parar explicarles que esos temas ya han prescrito.

Detuvimos el vehículo en el arcén y un operario de la Guardia Civil nos saludó llevándose la mano a la gorra que no llevaba y le explicó a Txomin la diferencia entre 120 y 210, algo que creo honestamente que mi amigo ya sabía.

-A ver agente -argumentó mi amigo- La culpa no es mía, este carro es una puta máquina con voluntad propia.

El guardia se fijó entonces en los cables que colgaban bajo el volante y la certeza se dibujó en su rostro, ya se llevaba la mano a la cartuchera cuando Txomin le agarró del cuello y golpeó la puerta del vehículo con su cabeza en repetidas ocasiones, hasta dejar al agente inconsciente. Me dijo que el coche estaba marcado y que teníamos que abandonarlo, así que dejamos al hombre en la cuneta y nos llevamos el coche blanco y verde con los anuncios de la Guardia Civil, que la verdad era de mucho mejor gusto. Sin embargo, me intranquilizó mucho saber que era de fabricación francesa así que intenté convencer a Txomin para que volviéramos al Ferrari aunque fuera más feo, pero el muy inconsciente no me hizo caso.

-Qué pasada conducir un coche de los picoletos, txiki. ¡Buf! En el fondo me mola toda esta historia de la autoridad y tal. No quiero ni pensar como hubiera acabado yo sin la suerte de haber nacido euskaldun. Hala, ya que estamos hay que disfrutar a tope, vamos a encender las luces y las sirenas.

Avanzamos por la autopista a gran velocidad entre las luces azules y el tronar de las sirenas, y a nuestro paso todos los vehículos se apartaban a un lado, dejándonos libre el camino. Txomin estaba entusiasmado y empezó a explicarme el respeto impresionante que infundía su persona envuelta en el rollo de la parafernalia verde.

-Coño. Si nos está siguiendo otro coche de la benemérita con la sirenas y todo. Joder, han debido pensar que vamos de emergencia y se han unido -dijo interrumpiendo su discurso.

Pronto nos seguían dos, tres, cuatro coches de la Guardia Civil, y también una ambulancia, un coche de bomberos y un camión de la basura, que yo creo que seguía la misma ruta y se unió a la caravana por curiosidad. Transcurridos unos minutos la aradio empezó a hablarnos.

-Coche 37. ¿Adónde se dirige? ¿Cual es el código de emergencia?

-Tenemos que contestar si no nos van a freír y este cacharro no corre tanto como el Ferrari. Voy a contestarles con este transmisor -dijo Txomin cogiendo un artilugio con un cable ondulado. 

-Aquí coche 37. Código Alfa-Asno-November-Noche.

-¿Cómo dice? -replicó la aradio.

-Charly-Cocacola-Papaya-Pilotonic.

-Copy. ¿Quiere que nos retiremos a Delta-Whisky-Quebec.?

-Afirmativo. Cocoliso-Eco-Romeo-Revolver. -respondió Txomin.

-Copy. Whisky. Lima. Hotel. Oscar.

-¿Co... cómo? -preguntó Txomin confundido.

-No, que nos vamos a tomar un cubatilla al hostal de Oscar. Nos vemos allí.

-Menos mal que aprendí los códigos de las fuerzas invasoras en mis tiempos de opositor al estado. Ya decía mi profesor de la ikastola que el saber no ocupa lugar y mira por donde -dijo mientras observaba por el espejo como se retiraban todos los coches que nos seguían excepto el camión de la basura.

Cuando llegamos a Tarifa abandonamos el coche patrulla e hicimos un largo periplo por comisarias, registros, etc... en busca de datos sobre Franz, tratando de seguir la única pista que teníamos, quizá era verdad que había sido detenido y aún estaba en la cárcel o en algún centro psiquiátrico. En los registros de la policía aparecía su detención muchos años atrás, eso nos llevó a los registros de la prisión en la que había pasado un par de años, y luego a su agente de libertad condicional que aún estaba en activo y recordaba su caso con claridad.

-Schubert. Sí, era un buen muchacho aunque con un cerebro confuso. Fue encarcelado por robo a mano armada. Cuando salió de la cárcel se las arregló para montar una tienda de discos en Tarifa. Schubert Records, se llamaba, pero no tuvo mucho éxito porque sólo vendía obras de un compositor llamado también Schubert, uno de esos que hacía la música de fondo para las pelis y anuncios. El aseguraba que era su antepasado y que había heredado su talento, que podía componer igual. Estuve pensando en mandarlo al psiquiátrico, pero luego me di cuenta de que sus taras mentales eran bastante menos peligrosas que las de mis parientes más cercanos o mis vecinos, así que me pareció justo dejarle libre. Además así me ahorraba el papeleo. El caso es que ante el escaso éxito de su modelo de negocio no le quedó más remedio que cerrar y entonces se fue a vivir a Caños de Meca y se juntó allí con unos perroflauticos que iban a montar un restaurante de perritos, pizzas y eso, con la idea de trabajar en verano y pasarse el resto del año viéndolas venir. Allí le vi por última vez, hace varias décadas.

Tras mis negativas a montar en varios vehículos de fabricación francesa e italiana, nos apropiamos de un utilitario ruso que incluso a mí me pareció algo austero y nos dirigimos a la dirección que nos facilitó aquel hombre y no tardamos mucho en encontrar el restaurante “La bella molinera”. Se trataba de una casa bastante desvencijada con un gran jardín acondicionado con algunas mesas de Fanta en una esquina. Al fondo había un grupo de personas sentadas en el suelo, formando un círculo alrededor de los últimos vestigios de lo que alguna vez debió ser una hoguera, y al acercarnos con gran alegría comprobé que mi amigo estaba allí tocando la guitarra y cantando, rodeado de algunos ancianos vestidos con divertidos disfraces medievales que tocaban flautas, panderetas y otros instrumentos similares.

-¡Hola Frederica! Rica, rica, ja,ja,ja. -me recibió mi amigo dando saltos de alegría al reconocerme, mientras me abrazaba con efusividad. Yo también me alegraba mucho de verle y correspondí a su abrazo con alegría mientras retiraba sus manos de mis posaderas.

-Franz, he venido a buscarte. Vamos a cruzar al otro lado y a terminar con todo este sinsentido.

-Federicarica, te voy a presentar a mis amigos. Mira esta es Ana, Víctor, Antonio, Rosa y este no me acuerdo. Discúlpales, se han hecho viejos con el paso del tiempo y entre eso y que son unos grandes fumadores de hierba no creo que se vayan a levantar para saludarte.

-Bueno, qué bien, tienes amigos aquí de toda la vida, y compartís aficiones y todo. Son los mismos con los que montaste este restaurante ¿no? Y tocáis la guitarra y la flauta juntos, disfrazados de personajes del medievo.

-Perroflautas, Fede, vamos de perroflautas. Bueno, ellos lo son de verdad, yo es que me amoldo a lo que sea.

-Franz, déjate de monsergas, que nos vamos. Despídete de tus amigos y... Joder. No te he presentado a mi acompañante. Mira este es Txomín, un independentista vasco con alma de picoleto y que está en la misma situación que nosotros, sólo que él tiene claro desde el principio que aquí no se queda.

-Encantado Franz -intervino Txomin- En mi tierra te llamaríamos Patxi ¿sabes?

-Vale tío, encantado, pero quédate con Franz. No te ofendas pero creo que las sinfonías de Patxi Schubert no tendrían la misma aceptación. A propósito de esto -dijo volviéndose hacia mí-, he de decirte querida amiga que estoy promocionando el CD que grabe hace un par de años con el final de mi octava sinfonía y la séptima en primicia.

-Enhorabuena! ¡Las terminaste! ¿Y han tenido éxito?

-Por ahora no. Corren tiempos difíciles para este tipo de composición. También es que debido a la falta de recursos económicos formé una orquesta con estos amigos tirados de aquí y con otros músicos de similar nivel y el resultado fue... controvertido. Ochenta tíos de estos tocando violines, violas y chelos, pues ya te puedes imaginar. Al menos ha quedado grabado y lleva mi nombre y quizá algún día se reconozca el valor de las composiciones y las interprete una orquesta de verdad.

-Entonces, Franz, ya no hay nada que te ate a este tiempo. Sabes bien que este no es tu mundo. Has colmado tus deseos pendientes y ya puedes seguir el camino y pasar a la siguiente etapa -expliqué.

-No pienso volver a Takatalvi, Federica.

-Lo haremos de otra forma, Franz. No pasaremos por allí.

Montamos en el utilitario y con mucha calma nos dirigimos hacia el norte. Pasamos por el faro de Trafalgar y lo miramos con melancolía, conscientes de que esa era la última vez que sentiríamos su atracción pues la aventura llegaba a su fin. Cuando llegamos a la pequeña cala aparcamos el coche ruso en la misma plaza de la que habíamos sustraído el Ferrari. Menudo cambiazo, vaya putada, dijo Txomin.

Caminamos por el sendero naranja y atravesamos el bosque. Y un poco más allá nos paramos junto a la lápida sin inscripción, muy cerca del agujero por el que caí el día que comencé el paréntesis entre las etapas de mi existencia.

-Aquí morí la primera vez -comenté- Caí por ese agujero al intentar saltarlo.

-Y yo me tiré muy cerca de aquí -respondió Txomín.

-Ahora hay que saltar y ya está -dije.

-Un momento -dijo Franz- Yo palmé de una enfermedad venérea y la falta de experiencia me hace adolecer de la seguridad que demostráis en este paso al frente. Mejor lo hacemos a mi manera -comentó Franz.

Nos tumbamos en la hierba y nos fumamos las últimas existencias de Franz. En unos minutos estábamos muy contentos y felices, riéndonos y tratando de decidir el orden que seguiríamos para saltar. Pero no hubo acuerdo.

Caímos los tres cogidos por la cintura, gritando como tres adolescentes emporrados. Al final nos pareció que no era necesario pasar por el agujero y que el precipicio serviría igual. La tercera fue mi mejor muerte.

Me levanté algo atolondrada, una vez más. Mi cuerpo seguía allí, en el suelo, rodeado de cangrejos, en la misma posición de siempre. Estaba sola. Me dirigí al puerto caminando con calma y tarareando “La muerte y la doncella” en homenaje a mi amigo, al que pensé que ya no vería jamás.

Sin embargo, al llegar al puerto no sólo encontré a Franz, y a Txomín, que me dieron la bienvenida con un abrazo, también estaba allí Manuel, el filósofo estival que conocí en las playas y que tan bien me aconsejó sobre el desarrollo comercial del Betadine, aunque ahora era algo más viejo.

-Querida Federica -dijo tras los abrazos y saludos- He de informarte sobre un importante cambio. Abelardo ya no es vuestro ángel de la guardia. Ha sido destituido

-¿Corrupción?¿Comisiones ilegales? -pregunté

-No, tráfico con sustancias prohibidas.

-¿Drogas? -preguntó Franz.

-No, drogas no, manzanas. -dijo Manuel con una sonrisa irónica- La historia se repite, amigo. Prohíbes algo, sea lo que sea, y siempre hay alguien que, tenga lo que tenga, estira la mano.

-Vaya. ¿Y tú eres nuestro nuevo ángel de la guardia? -pregunté.

-No, querida. Yo llevo aquí ya unos cuantos años ejerciendo con bastante acierto una importante labor de reforma del método comercial y ahora soy el director regional de la institución de guardianes angelicales de las criaturas humanas.

-Me caes mejor que el otro -dijo Txomin- Bueno, ¿vamos pasando a la siguiente etapa?

-Sí -dijo Franz- Tengo muchas ganas de conocer a las chicas esas que has comentado que nos darán la bienvenida. Yo de las manzanas paso, pero todo lo demás, ya me contarás, a destajo.

-Sí, vosotros dos ya podéis pasar -dijo Manuel haciendo avanzar a mis dos amigos que recorrieron felices el camino hacia la playa- Pero tú no, Federica.

-Manuel, sé que dije muchas veces que no quería dar este paso, pero he vivido el equivalente a varias vidas en este paréntesis. Y ahora ya estoy preparada.

-Lo sé. Tu retorno a la vida ha sido muy intenso y aleccionador y has demostrado de sobra que estás preparada. Y también que tienes muy buenas facultades, por eso estoy aquí. He venido a recibirte para elevar tu estatus al de ángel de la guarda.

-Pero yo no sé...

-Ya lo creo. Fíjate, has traído a Schubert que murió hace casi 200 años, que se negó a entrar, que se hizo rockero, que se marchó de Takatalvi. Nadie mejor que tú -dijo mientras se rascaba la entrepierna con evidente regocijo- Mira, por allí viene tu primer protegido.

-¡El agente de la condicional de Franz! Ja, ja, siempre me tocarán los más huevones, ¿verdad? -dije hablando a la nada pues Manuel había desaparecido.

-Señorita, ¿puede ayudarme? El caso es que estaba fumando un cigarrillo en la ventana y mi padre me ha empujado. Llevaba ya un tiempo diciéndome que a mis 61 años era hora de que me independizara pero no me esperaba yo... Por cierto ¿no nos conocemos?

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