La primera vez que la vi no me di
cuenta. Estaba cenando solo en un viejo restaurante en La Alfama, el
barrio antiguo de Lisboa tras una jornada de reuniones de trabajo y
no supe ver lo que tenía delante, de lo contrario hubiera huido. O
al menos lo hubiera intentado. Entré en aquel local por casualidad.
Un taxi me había dejado en la Plaza del Comercio y supongo que para
descargar la presión del día me puse a caminar sin dirección fija,
así que sin elegirlo, mientras el sol desaparecía en el atardecer
naranja difuminado por la calima, me interné en la zona antigua de
la ciudad y caminé por la caótica maraña de empinadas y estrechas
calles. No me fijé mucho en los edificos que me rodeaban, ni en la
dirección que tomaba, sólo me apetecía andar. Cuando quise darme
cuenta era de noche y empecé a ser consciente de que tenía hambre,
pero por allí no se veían muchos restaurantes, en realidad apenas
se veían locales de ningún tipo. El cansancio del día cayó sobre
mí con la noche y me sentí triste, solo y desamparado. Intenté
orientarme entre la negrura proyectada por las viejas paredes,
rodeado por la humedad y el olor del mar, encontré una pequeña
ayuda en un farol que colgaba de un arcada de piedra, entre dos
casas, y al pasar por allí me encontré frente a la fachada
iluminada de un restaurante de aspecto lujoso que anunciaba comida
típica y fados.
Al entrar me recibió un hombrecillo de
aspecto amable y jovial, medio oculto tras unas grandes gafas de
pasta. Me dijo que había llegado al mejor lugar de la ciudad para
pasar una velada inolvidable y que allí tenían una mesa preparada
para mí. Demasiado para resistir la tentación en un momento como
aquel. Me acompañó hasta el comedor principal que en realidad era
algo parecido a una cueva con el techo abovedado y las paredes de
grandes bloques de piedra. Su aspecto hubiera sido el de una
catacumba tenebrosa sino fuera por los cuadros, los tapices, el reloj
de madera y las esculturas que adornaban el lugar, en un amplio y
caro despliegue de elegancia y buen gusto para la decoración. La
iluminación casi se reducía a unas cuantas velas y algunos tenues
focos que ofrecían su luz a las obras de arte, lo cual las ensalzaba
aún más.
-Hace seiscientos años esta era una
mazmorra, una sala de tortura en la que se castigaba a los enemigos
de ciertas castas poderosas. Los nobles desataban aquí sus más
añoradas venganzas -dijo el hombre intuyendo mi curiosidad por las
características del salón-. Pero no se preocupe, de aquello hace
mucho tiempo y el único fantasma que queda por aquí soy yo -dijo
sonriendo.
Me senté y observé al resto de
clientes del local, que ocupaban la escasa veintena de mesas que
llenaban la sala. Enseguida me llamó la atención que en todas las
mesas se sentaba una única persona, hombres y mujeres más o menos
por igual, pero nadie estaba acompañado. Eso me resultó muy
extraño, no sólo por que lo es, también debido a que siempre me
daba un poco de apuro sentarme en un restaurante y comer solo,
rodeado de personas riendo, charlando, etc... me dejaba la sensación
de ser el mirón del lugar, el solitario insoportable que no tiene
nada mejor que hacer que observar a la gente normal. Pero en aquel
lugar resultaba que todos eramos iguales, al menos en ese aspecto.
Todos estábamos solos.
Un camarero me acercó una carta pero
no tenía ganas de mirarla, así que le pedí que me recomendara y
eligió por mí un par de platos típicos de la región que yo acepté
indiferente. Entonces, mientras esperaba la cena, fue cuando me fijé
en que el antiguo reloj de madera que presidía una de las paredes
estaba parado marcando desde no se sabía cuando una hora que
resultaba absurda en aquellos momentos. Por algún motivo eso me hizo
fijarme en uno de los cuadros que colgaban de la misma pared.
Representaba un sólido edificio de estilo dórico que, desde lo alto
de una escalinata de piedra, presidia una plaza pública rodeada de
columnas acanaladas. En medio de la plaza la estatua de una mujer
alada parecía dominar el lugar. Aquella imagen me resultaba muy
familiar, no el cuadro en si, sino la plaza dibujada en colores
ocres. Sin embargo, no recordaba cuándo había estado allí o en qué
ciudad la había visitado. Le pregunté al camarero si sabía cual
era aquella ciudad o el nombre de la plaza pero me respondió que no
sabía nada sobre aquella pintura o lo que representaba. En fin, esa
fue la primera vez que la vi, pero no me di cuenta.
El hecho de que nadie tuviera
acompañantes hacía de la sala un lugar muy silencioso y eso
reforzaba bastante su aspecto místico y algo tenebroso. Yo tenía la
sensación de que la plaza del cuadro presidia de alguna forma aquel
lugar, pero no desde dentro del marco sino que su dominio se extendía
por todo el lugar, como si fuera el centro neurálgico de un sistema
potente y complejo que controlaba el lugar. Sin embargo, el resto de
la gente no parecía prestar ninguna atención a la pintura, así que
me distraje de aquella sensación pensando en lo bien ambientado que
estaba el local y en la excelente calidad de la comida.
El hombrecillo que me había recibido
caminó decidido hasta el centro de la sala y se colocó en la zona
más iluminada por las velas y candelabros. Explicó de forma breve
los orígenes del fado y el culto que mucha gente le veneraba y sin
más se puso a cantar. Su voz era profunda y controlada y su tono era
casi una advertencia , una reprimenda, y todos terminamos escuchando
con atención pero con la mirada clavada en nuestros platos. Le
dedicamos una salva de aplausos bastante larga quizá tratando de
sacudirnos la sensación opresiva que su interpretación nos había
dejado y algo aliviados por sentirnos libres otra vez. Cuando se
retiraba, pasó junto a mi mesa y sin pensarlo le agarré de la
manga.
-Oiga. -dije con voz nerviosa
obedeciendo al impulso- ¿Qué lugar es ese? La plaza del cuadro. Me
resulta familiar, creo que he estado allí.
-No, hijo, no has estado allí. Te lo
aseguro. Y si alguna vez estás cerca. Bueno, ya no habrá remedio,
pero si ves que puedes, márchate -respondió con una sonrisa bajo
unos ojos muy serios.
Unos meses después otro viaje de
negocios me llevó a Berlín. Tenía unas horas antes de ir al
aeropuerto y decidí conocer alguno de los museos de la ciudad. Cogí
un taxi hasta la Alexander Platz y paseé con calma por allí,
dirigiéndome a la isla de los museos. Entré en una bonita iglesia,
un antigua catedral en realidad, y encontré el interior casi lleno
de gente sentada en los bancos. No escuchaban misa sino la
interpretación de un cuarteto de cuerda que se peleaba con alguna
obra de Bach, entre el público y el altar. Me senté en uno de los
bancos vacíos y traté de disfrutar de la música en aquel decorado
tan apropiado. Mientras me dejaba llevar por los acordes observé las
estatuas, las pinturas religiosas, las vidrieras de colores, y
entonces me fijé en un antiguo tapiz que representaba el castigo a
un hereje arrodillado sobre el adoquinado de una plaza rodeada de
columnas. Al fondo se veía una estatua difusa. No me hacía falta
más para saber que se trataba de la misma plaza, que seguía
pareciéndome muy familiar. Ese fue nuestro segundo encuentro.
Me acerqué hasta el tapiz y lo observé
con detenimiento. No había ninguna pista en las ropas de las
personas representadas, ni existía referencia alguna al lugar en el
que se desarrollaba la escena. Busqué con la mirada al párroco o a
algún guía que quizá pudiera facilitarme algo de información
sobre aquella plaza, pero no encontré a nadie. Sin embargo, me llamó
la atención que el público que asistía al concierto iba formando
una fila que avanzaba lentamente hacia la zona donde estaban los
músicos, cerca del altar. Llevado por la curiosidad me acerqué y vi
a dos mujeres desnudas, que se azotaban por turnos, las una a la
otra, con unas gruesas y ásperas cuerdas de esparto que iban dejando
unas marcas rojizas que dolían sólo con mirarlas. El cuarteto
seguía tocando impertérrito, como si aquel fuera el sentido de su
interpretación, y cuando las mujeres terminaron de mancillar sus
torsos y espaldas, se agacharon con torpeza, recogieron sus ropas, y
sollozando de dolor y se retiraron. Entonces un hombre y una mujer
ocuparon el centro de la escena, se desnudaron y comenzaron a
azotarse mutuamente entre gritos producidos por los golpes.
Una señora mayor observaba la escena a
mi lado, aunque parecía mucho más serena que yo. Así que pregunté:
-¿Qué significado tiene esto?¿Por
qué lo hacen?
-¿Conoces la ley de Talión?
-Sí. Ojo por ojo -respondí-.
Significa que el delito es castigado con una pérdida similar.
-Pues de eso se trata, amigo.
No quise preguntar más. En el fondo lo
entendía, aunque la puesta en escena escapaba a mi comprensión,
sobre todo por el cuarteto de cuerda, aunque supuse que tendría algo
que ver con la herencia recesiva de la cultura centroeuropea.
La tercera vez que la vi fue
definitiva. Estaba paseando por la explanada del mirador que se sitúa
entre la catedral de la Almudena y el Palacio Real, en Madrid. Vagaba
por allí un domingo, sin mucho que hacer, sólo disfrutando de la
agradable mañana de primavera, una de esas mañanas en las que hay
una luz especial que permite ver con definición el paisaje casi
hasta el horizonte. Pensaba quedarme un rato sentado en el mirador,
disfrutando de la profundidad de la vista, pero en mitad de la larga
explanada vi a un pintor, un chico joven, que orientado hacia el
hueco que el mirador dejaba entre la catedral y el palacio se
esforzaba por representar en el la tela aquel espacio vacío. Me
pareció extraño que alguien eligiera aquello para una pintura así
que me acerqué a observar.
Al llegar al lado del joven pintor le
saludé con un suave buenos días y le pedí permiso para estudiar su
trabajo y sorprendido comprobé que en la tela estaba pintando un
edificio de estilo dórico y una plaza rodeada por columnas, y en el
centro de todo aquello estaba la estatua de la bella mujer alada.
-Ya lo sé, ya lo sé, pero es lo que
yo veo -me dijo sin esperar a mi pregunta.
-Pero ¿tú sabes dónde está la plaza
que estás pintando?
-¿Dónde está? Pues ahí enfrente, en
el hueco. Bueno, quizá ya no está pero debió de estar ahí porque
es donde yo la veo. No sé, debe ser una sombra del pasado. Algo así.
-Vaya. Es que, verás, llevo un tiempo
encontrando esta pintura por todas partes, siempre en situaciones
algo extrañas y me pregunto que representa en realidad. La plaza,
las columnas, la estatua, ¿qué es todo eso?
-¿Quieres saberlo? -preguntó el
joven.
-Sí.
-¿Seguro?
-Sí.
-Pues cierra los ojos y no los abras
hasta que sientas que estás allí.
Cerré los ojos y noté que el chico me
cogía de la parte trasera del cinturón y del cuello de la camisa y
después una gran fuerza me levantó y me colocó en posición
horizontal y me impulsó hacia adelante y entonces abrí los ojos y
vi que el chico me alzaba en volandas y me lanzaba contra la pintura.
Me preparé para el impacto pero pasaron dos o tres segundos y no
noté el golpe, abrí los ojos y vi que estaba en la plaza de la
pintura. No me dio tiempo a pensar más. El lugar estaba lleno de
gente que gritaba y corría en todas direcciones, se escuchaban
disparos y gritos, el fragor de una batalla cercana y llegaba olor a
quemado, a pólvora y a sudor.
Una multitud me arrolló y quedé
tirado en el suelo, hecho un ovillo, con los ojos cerrados. Cuando el
tumulto terminó abrí los ojos y me encontré frente a un extraño y
pequeño ser, una especie de enano verdoso de dientes pequeños y
afilados, con aspecto de estar muy hambriento, que se disponía a
morderme una pierna. Me revolví, salté y paré su siguiente envite
con una fuerte patada en su fea cabeza. El bicho quedó noqueado,
quizá muerto, y pude recomponerme un poco. Vi que la plaza estaba
salpicada aquí y allí de personas que parecían muertas y de
algunos cuerpos también sin vida de seres extraños parecidos a
demonios. Sin saber que hacer, me dirigí hacia el edificio dórico,
y comencé a subir la escalinata. Entonces escuché el sonido de una
respiración justo detrás de mí y me di la vuelta en un acto
reflejo a la vez que levantaba las manos para protegerme. Eso me
salvó.
Me atacó una mezcla de vampiro y orco,
feo y maloliente, que intentaba agarrarme la cabeza con la intención
clara de arracarla de su sitio. Forcejeamos un rato y solo pude
oponerme a su enorme poderío gracias a la fuerza que la
desesperación por salvar mi vida me otorgaba, pero mis posibilidades
se iban reduciendo a cada segundo pues aquel animal era más fuerte
que un toro. Le metí los dedos en los ojos, no se me ocurrió otra
cosa, en realidad tampoco lo pensé, lo hice sin más, y el horrible
ser comenzó a gimotear como un bebé y a patalear, diciendo que eso
no se hacía, que no estaba permitido y cosas así. Saqué el hacha
que colgaba de su cinturón y sin piedad le dibujé una profunda zeta
en el torso. Intentó huir entre horribles gritos y repetí el dibujo
en su espalda y cuando cayó al suelo incrusté el hacha en mitad de
su cabeza, terminando con aquella espantosa existencia.
Descansé un rato sentado en las
escaleras, preguntándome que era todo aquello, mientras observaba el
dantesco espectáculo a mi alrededor. Me di cuenta entonces de que
allí faltaba un detalle, no estaba la estatua que dominaba la plaza
en las pinturas que había visto. Seguí subiendo las escaleras y al
llegar arriba tenía una excelente perspectiva de la plaza y comprobé
que era cierto, la estatua no estaba donde debía. Las preguntas
empezaron a llover sobre mi cabeza, ¿dónde estaba?¿cómo había
llegado?¿qué clase de guerra era aquella?¿por qué no estaba la
estatua si todo lo demás estaba en su sitio?
Entonces la puerta del edificio se
abrió con un estruendo. Miré esperando ver salir a un batallón de
seres infrahumanos pero sólo salió una serpiente. Era marrón, muy
gorda y medía unos cuatro metros de largo. Se dirigía hacia mí,
mirándome muy mal, así que blandí mi hacha dispuesto a partirla en
pedacitos, después del orco no sería para tanto. Se paró a un
metro de distancia y se irguió hasta ponerse a mi altura, estirando
el resto de su cuerpo sobre el suelo. Lancé un hachazo a su cabeza
pero me esquivó con agilidad y a la vez hizo vibrar su cola, que
salió disparada hacia mi hombro como el latigazo de una manguera de
bomberos y me hizo soltar el hacha y caer de espaldas sobre el suelo
de piedra. La serpiente se irguió ante mí, abrió la boca mostrando
un gran colmillo montado sobre un bulto de carne relleno de ponzoña,
echó su cabeza un poco hacia atrás y lanzó su ataque mortal. Sin
embargo, a medio recorrido su cabeza se desprendió del cuerpo y éste
cayó al suelo retorciéndose en rápidas convulsiones.
El corte era limpio, algo con muy buen
filo había seccionado aquella cabeza. Me erguí sobre los codos y
antes de que pudiera hacerme cargo de la escena escuché su voz.
-¡Tú! -dijo una enfadada voz de
mujer- No es la primera vez que te pillo mirando. Me estás
siguiendo, me estás buscando. ¿Qué es lo que quieres? Enseñarme
alguna lección, imagino. Pues te vas a enterar. A ver si aquí
tienes valor para enfrentarte a mí.
De un salto agarro las solapas de mi
camisa y me obligó a ponerme en pie y a mirarla a los ojos.
-Tú eres la mujer de la estatua. Te vi
una vez en un restaurante, en un cuadro. Estabas en mitad de una
plaza como esta. Lo dominabas todo. Y luego te vi otra vez, en una
iglesia. Pintada en un tapiz. En realidad creo que ya te conocía de
antes, pero no me acuerdo. Sólo sé que todas esas veces eras tú,
es lo único que sé. -Ella no dijo nada. Me miró un rato con
expresión desconcertada y luego cerró los ojos y yo hice lo mismo.
Los abrimos sentados en la mesa de una
terraza, en el barrio de la judería, en Córdoba, rodeados por
balcones rebosantes de claveles rojos. Bebí un trago de la cerveza
que tenía en la mesa y fijé mis ojos en los suyos y durante un rato
nos observamos sin hablar. La transformación era sorprendente, antes
era una auténtica luchadora cubierta de sangre y enfundada en un
traje de guerrero medieval y ahora era la imagen de la dulzura. Unos
ojos verdes, algo melancólicos, y una cara armoniosa bajo una melena
ondulada de color castaño claro, cubierta con un vestido blanco
estampado de flores rojas y negras.
-¿Cómo te llamas? -pregunté.
-Némesis.
-Joder, vaya nombre. Gente maja, tus
padres -bromeé.
-Si no te gusta puedes llamarme
Envidia. Algunos me llaman así.
-Claro. Vaya. Casi prefiero el primero.
Nemésis. En realidad te pega. Némesis. Sí. Además es... bonito.
Sí. Es un nombre de diosa, supongo que lo sabías.
-En realidad soy una diosa.
-Una diosa. No hace falta que lo jures,
ya me había dado cuenta -dije sonriendo.
-No entiendo por qué no te he matado.
Antes en la escalera de mi plaza. Todo el que llega allí muere
enseguida. Yo misma les mato y si son muchos me ayudan mis huestes.
Por eso el arte representa mi plaza vacía.
Me resistí a volver a la realidad a
pesar de aquellas palabras. Preferí seguir conociendo su otro yo,
ignorando lo demás. Así que bromeé otra vez tratando de darle un
toque más relajado a la cuestión que acababa de salir en nuestra
conversación.- Supongo que te gusta lo de ojo por ojo ¿no?
-Se llama justicia retributiva -dijo
ella enredando un mechón de su pelo ondulado sobre su índice- Es
algo así como ten cuidado porque al final todo el mundo recoge lo
que siembra.
-Y entonces ¿por qué no me has
matado? Yo también he sembrado razones, supongo.
-Sí, pero no sé. Tú me miras de otra
forma -dijo con voz tranquila- También tengo la sensación de que te
conozco de antes, aunque sé que eso es del todo imposible. Supongo
que en realidad representas algún concepto o alguna idea que me
llama la atención.
-¿Siempre has sido diosa?
-Sí, que yo recuerde. Desde hace
milenios.
-Igual es que te has cansado. Igual es
eso, que te apetece cambiar de vida. No quiero quitarle valor a lo
que haces, pero al final ¿hay ahora menos corruptos, asesinos y
traidores que hace mil años?
-No. Ahora hay muchos más. Por eso
tuve que convertir a algunos en infrahumanos, para crear mis huestes.
Las matanzas eran agotadoras.
-Es decir, que la humanidad no aprende.
Que todo esta lógica de lo que siembras y lo que recoges es muy real
y verdadera, pero en la práctica no tiene ningún valor. A nadie le
preocupa la justicia retributiva -reflexioné en voz alta-. ¿Por qué
no te olvidas de todo eso y te vienes conmigo a vivir en algún sitio
tranquilo cerca de la playa? O en una montaña, lo que prefieras, me
da igual.
-Por que si me voy no se aplicaría el
castigo a quienes no respeten el orden divino establecido por Temis.
Ella dicta las leyes y yo castigo a quienes no las respetan. Si me
voy toda la estructura carecería de sentido. Nadie castigaría a
quienes no respeten el orden.
-Muy bien. De verdad que es un reparto
de tareas muy interesante, pero ya ves que no funciona.
-Vale. Y tú ¿qué propones? Que me
vaya y deje que se establezca el caos. Así, sin más.
-Sí. En realidad vuestro orden es el
problema. Mientras exista no puede surgir otra cosa -dije-. Del
desorden surgirá un nuevo orden.
-Me gusta esa idea. Quizá es eso. Creo
que me traes a la mente ese tipo de conceptos. Por eso no te maté.
-Supongo que todos tenemos nuestra
visión romántica de la vida ¿no? -hice una pausa esperando que
dijera algo pero sólo me observaba con una leve sonrisa en sus
labios- ¿Y bien? Mi propuesta sigue en pie.
Ella me miró con calma. Seguía
envolviendo su dedo índice en pelo castaño, despacio y con cuidado,
formando un rizo perfecto. Su mirada a la luz del atardecer era
encantadora, pero yo sabía que estaba decidiendo que posibilidad
elegir, matarme allí mismo o irnos a la playa.
-Tenemos que coger un autobús -dijo
ella rompiendo por fin el silencio y la incertidumbre-. Para ir a la
playa quiero decir.
-¿No nos puedes teletransportar?
-pregunté.
-A ver. Si lo dejo, lo dejo ¿Vale?
Stratovarius - Nemesis |