sábado, 23 de febrero de 2013

Némesis in love.


La primera vez que la vi no me di cuenta. Estaba cenando solo en un viejo restaurante en La Alfama, el barrio antiguo de Lisboa tras una jornada de reuniones de trabajo y no supe ver lo que tenía delante, de lo contrario hubiera huido. O al menos lo hubiera intentado. Entré en aquel local por casualidad. Un taxi me había dejado en la Plaza del Comercio y supongo que para descargar la presión del día me puse a caminar sin dirección fija, así que sin elegirlo, mientras el sol desaparecía en el atardecer naranja difuminado por la calima, me interné en la zona antigua de la ciudad y caminé por la caótica maraña de empinadas y estrechas calles. No me fijé mucho en los edificos que me rodeaban, ni en la dirección que tomaba, sólo me apetecía andar. Cuando quise darme cuenta era de noche y empecé a ser consciente de que tenía hambre, pero por allí no se veían muchos restaurantes, en realidad apenas se veían locales de ningún tipo. El cansancio del día cayó sobre mí con la noche y me sentí triste, solo y desamparado. Intenté orientarme entre la negrura proyectada por las viejas paredes, rodeado por la humedad y el olor del mar, encontré una pequeña ayuda en un farol que colgaba de un arcada de piedra, entre dos casas, y al pasar por allí me encontré frente a la fachada iluminada de un restaurante de aspecto lujoso que anunciaba comida típica y fados.

Al entrar me recibió un hombrecillo de aspecto amable y jovial, medio oculto tras unas grandes gafas de pasta. Me dijo que había llegado al mejor lugar de la ciudad para pasar una velada inolvidable y que allí tenían una mesa preparada para mí. Demasiado para resistir la tentación en un momento como aquel. Me acompañó hasta el comedor principal que en realidad era algo parecido a una cueva con el techo abovedado y las paredes de grandes bloques de piedra. Su aspecto hubiera sido el de una catacumba tenebrosa sino fuera por los cuadros, los tapices, el reloj de madera y las esculturas que adornaban el lugar, en un amplio y caro despliegue de elegancia y buen gusto para la decoración. La iluminación casi se reducía a unas cuantas velas y algunos tenues focos que ofrecían su luz a las obras de arte, lo cual las ensalzaba aún más.

-Hace seiscientos años esta era una mazmorra, una sala de tortura en la que se castigaba a los enemigos de ciertas castas poderosas. Los nobles desataban aquí sus más añoradas venganzas -dijo el hombre intuyendo mi curiosidad por las características del salón-. Pero no se preocupe, de aquello hace mucho tiempo y el único fantasma que queda por aquí soy yo -dijo sonriendo.

Me senté y observé al resto de clientes del local, que ocupaban la escasa veintena de mesas que llenaban la sala. Enseguida me llamó la atención que en todas las mesas se sentaba una única persona, hombres y mujeres más o menos por igual, pero nadie estaba acompañado. Eso me resultó muy extraño, no sólo por que lo es, también debido a que siempre me daba un poco de apuro sentarme en un restaurante y comer solo, rodeado de personas riendo, charlando, etc... me dejaba la sensación de ser el mirón del lugar, el solitario insoportable que no tiene nada mejor que hacer que observar a la gente normal. Pero en aquel lugar resultaba que todos eramos iguales, al menos en ese aspecto. Todos estábamos solos.

Un camarero me acercó una carta pero no tenía ganas de mirarla, así que le pedí que me recomendara y eligió por mí un par de platos típicos de la región que yo acepté indiferente. Entonces, mientras esperaba la cena, fue cuando me fijé en que el antiguo reloj de madera que presidía una de las paredes estaba parado marcando desde no se sabía cuando una hora que resultaba absurda en aquellos momentos. Por algún motivo eso me hizo fijarme en uno de los cuadros que colgaban de la misma pared. Representaba un sólido edificio de estilo dórico que, desde lo alto de una escalinata de piedra, presidia una plaza pública rodeada de columnas acanaladas. En medio de la plaza la estatua de una mujer alada parecía dominar el lugar. Aquella imagen me resultaba muy familiar, no el cuadro en si, sino la plaza dibujada en colores ocres. Sin embargo, no recordaba cuándo había estado allí o en qué ciudad la había visitado. Le pregunté al camarero si sabía cual era aquella ciudad o el nombre de la plaza pero me respondió que no sabía nada sobre aquella pintura o lo que representaba. En fin, esa fue la primera vez que la vi, pero no me di cuenta.

El hecho de que nadie tuviera acompañantes hacía de la sala un lugar muy silencioso y eso reforzaba bastante su aspecto místico y algo tenebroso. Yo tenía la sensación de que la plaza del cuadro presidia de alguna forma aquel lugar, pero no desde dentro del marco sino que su dominio se extendía por todo el lugar, como si fuera el centro neurálgico de un sistema potente y complejo que controlaba el lugar. Sin embargo, el resto de la gente no parecía prestar ninguna atención a la pintura, así que me distraje de aquella sensación pensando en lo bien ambientado que estaba el local y en la excelente calidad de la comida.

El hombrecillo que me había recibido caminó decidido hasta el centro de la sala y se colocó en la zona más iluminada por las velas y candelabros. Explicó de forma breve los orígenes del fado y el culto que mucha gente le veneraba y sin más se puso a cantar. Su voz era profunda y controlada y su tono era casi una advertencia , una reprimenda, y todos terminamos escuchando con atención pero con la mirada clavada en nuestros platos. Le dedicamos una salva de aplausos bastante larga quizá tratando de sacudirnos la sensación opresiva que su interpretación nos había dejado y algo aliviados por sentirnos libres otra vez. Cuando se retiraba, pasó junto a mi mesa y sin pensarlo le agarré de la manga.

-Oiga. -dije con voz nerviosa obedeciendo al impulso- ¿Qué lugar es ese? La plaza del cuadro. Me resulta familiar, creo que he estado allí.

-No, hijo, no has estado allí. Te lo aseguro. Y si alguna vez estás cerca. Bueno, ya no habrá remedio, pero si ves que puedes, márchate -respondió con una sonrisa bajo unos ojos muy serios.



Unos meses después otro viaje de negocios me llevó a Berlín. Tenía unas horas antes de ir al aeropuerto y decidí conocer alguno de los museos de la ciudad. Cogí un taxi hasta la Alexander Platz y paseé con calma por allí, dirigiéndome a la isla de los museos. Entré en una bonita iglesia, un antigua catedral en realidad, y encontré el interior casi lleno de gente sentada en los bancos. No escuchaban misa sino la interpretación de un cuarteto de cuerda que se peleaba con alguna obra de Bach, entre el público y el altar. Me senté en uno de los bancos vacíos y traté de disfrutar de la música en aquel decorado tan apropiado. Mientras me dejaba llevar por los acordes observé las estatuas, las pinturas religiosas, las vidrieras de colores, y entonces me fijé en un antiguo tapiz que representaba el castigo a un hereje arrodillado sobre el adoquinado de una plaza rodeada de columnas. Al fondo se veía una estatua difusa. No me hacía falta más para saber que se trataba de la misma plaza, que seguía pareciéndome muy familiar. Ese fue nuestro segundo encuentro.

Me acerqué hasta el tapiz y lo observé con detenimiento. No había ninguna pista en las ropas de las personas representadas, ni existía referencia alguna al lugar en el que se desarrollaba la escena. Busqué con la mirada al párroco o a algún guía que quizá pudiera facilitarme algo de información sobre aquella plaza, pero no encontré a nadie. Sin embargo, me llamó la atención que el público que asistía al concierto iba formando una fila que avanzaba lentamente hacia la zona donde estaban los músicos, cerca del altar. Llevado por la curiosidad me acerqué y vi a dos mujeres desnudas, que se azotaban por turnos, las una a la otra, con unas gruesas y ásperas cuerdas de esparto que iban dejando unas marcas rojizas que dolían sólo con mirarlas. El cuarteto seguía tocando impertérrito, como si aquel fuera el sentido de su interpretación, y cuando las mujeres terminaron de mancillar sus torsos y espaldas, se agacharon con torpeza, recogieron sus ropas, y sollozando de dolor y se retiraron. Entonces un hombre y una mujer ocuparon el centro de la escena, se desnudaron y comenzaron a azotarse mutuamente entre gritos producidos por los golpes.
Una señora mayor observaba la escena a mi lado, aunque parecía mucho más serena que yo. Así que pregunté:

-¿Qué significado tiene esto?¿Por qué lo hacen?

-¿Conoces la ley de Talión?

-Sí. Ojo por ojo -respondí-. Significa que el delito es castigado con una pérdida similar.

-Pues de eso se trata, amigo.

No quise preguntar más. En el fondo lo entendía, aunque la puesta en escena escapaba a mi comprensión, sobre todo por el cuarteto de cuerda, aunque supuse que tendría algo que ver con la herencia recesiva de la cultura centroeuropea.


La tercera vez que la vi fue definitiva. Estaba paseando por la explanada del mirador que se sitúa entre la catedral de la Almudena y el Palacio Real, en Madrid. Vagaba por allí un domingo, sin mucho que hacer, sólo disfrutando de la agradable mañana de primavera, una de esas mañanas en las que hay una luz especial que permite ver con definición el paisaje casi hasta el horizonte. Pensaba quedarme un rato sentado en el mirador, disfrutando de la profundidad de la vista, pero en mitad de la larga explanada vi a un pintor, un chico joven, que orientado hacia el hueco que el mirador dejaba entre la catedral y el palacio se esforzaba por representar en el la tela aquel espacio vacío. Me pareció extraño que alguien eligiera aquello para una pintura así que me acerqué a observar.

Al llegar al lado del joven pintor le saludé con un suave buenos días y le pedí permiso para estudiar su trabajo y sorprendido comprobé que en la tela estaba pintando un edificio de estilo dórico y una plaza rodeada por columnas, y en el centro de todo aquello estaba la estatua de la bella mujer alada.

-Ya lo sé, ya lo sé, pero es lo que yo veo -me dijo sin esperar a mi pregunta.

-Pero ¿tú sabes dónde está la plaza que estás pintando?

-¿Dónde está? Pues ahí enfrente, en el hueco. Bueno, quizá ya no está pero debió de estar ahí porque es donde yo la veo. No sé, debe ser una sombra del pasado. Algo así.

-Vaya. Es que, verás, llevo un tiempo encontrando esta pintura por todas partes, siempre en situaciones algo extrañas y me pregunto que representa en realidad. La plaza, las columnas, la estatua, ¿qué es todo eso?

-¿Quieres saberlo? -preguntó el joven.

-Sí.

-¿Seguro?

-Sí.

-Pues cierra los ojos y no los abras hasta que sientas que estás allí.

Cerré los ojos y noté que el chico me cogía de la parte trasera del cinturón y del cuello de la camisa y después una gran fuerza me levantó y me colocó en posición horizontal y me impulsó hacia adelante y entonces abrí los ojos y vi que el chico me alzaba en volandas y me lanzaba contra la pintura. Me preparé para el impacto pero pasaron dos o tres segundos y no noté el golpe, abrí los ojos y vi que estaba en la plaza de la pintura. No me dio tiempo a pensar más. El lugar estaba lleno de gente que gritaba y corría en todas direcciones, se escuchaban disparos y gritos, el fragor de una batalla cercana y llegaba olor a quemado, a pólvora y a sudor.

Una multitud me arrolló y quedé tirado en el suelo, hecho un ovillo, con los ojos cerrados. Cuando el tumulto terminó abrí los ojos y me encontré frente a un extraño y pequeño ser, una especie de enano verdoso de dientes pequeños y afilados, con aspecto de estar muy hambriento, que se disponía a morderme una pierna. Me revolví, salté y paré su siguiente envite con una fuerte patada en su fea cabeza. El bicho quedó noqueado, quizá muerto, y pude recomponerme un poco. Vi que la plaza estaba salpicada aquí y allí de personas que parecían muertas y de algunos cuerpos también sin vida de seres extraños parecidos a demonios. Sin saber que hacer, me dirigí hacia el edificio dórico, y comencé a subir la escalinata. Entonces escuché el sonido de una respiración justo detrás de mí y me di la vuelta en un acto reflejo a la vez que levantaba las manos para protegerme. Eso me salvó.

Me atacó una mezcla de vampiro y orco, feo y maloliente, que intentaba agarrarme la cabeza con la intención clara de arracarla de su sitio. Forcejeamos un rato y solo pude oponerme a su enorme poderío gracias a la fuerza que la desesperación por salvar mi vida me otorgaba, pero mis posibilidades se iban reduciendo a cada segundo pues aquel animal era más fuerte que un toro. Le metí los dedos en los ojos, no se me ocurrió otra cosa, en realidad tampoco lo pensé, lo hice sin más, y el horrible ser comenzó a gimotear como un bebé y a patalear, diciendo que eso no se hacía, que no estaba permitido y cosas así. Saqué el hacha que colgaba de su cinturón y sin piedad le dibujé una profunda zeta en el torso. Intentó huir entre horribles gritos y repetí el dibujo en su espalda y cuando cayó al suelo incrusté el hacha en mitad de su cabeza, terminando con aquella espantosa existencia.

Descansé un rato sentado en las escaleras, preguntándome que era todo aquello, mientras observaba el dantesco espectáculo a mi alrededor. Me di cuenta entonces de que allí faltaba un detalle, no estaba la estatua que dominaba la plaza en las pinturas que había visto. Seguí subiendo las escaleras y al llegar arriba tenía una excelente perspectiva de la plaza y comprobé que era cierto, la estatua no estaba donde debía. Las preguntas empezaron a llover sobre mi cabeza, ¿dónde estaba?¿cómo había llegado?¿qué clase de guerra era aquella?¿por qué no estaba la estatua si todo lo demás estaba en su sitio?

Entonces la puerta del edificio se abrió con un estruendo. Miré esperando ver salir a un batallón de seres infrahumanos pero sólo salió una serpiente. Era marrón, muy gorda y medía unos cuatro metros de largo. Se dirigía hacia mí, mirándome muy mal, así que blandí mi hacha dispuesto a partirla en pedacitos, después del orco no sería para tanto. Se paró a un metro de distancia y se irguió hasta ponerse a mi altura, estirando el resto de su cuerpo sobre el suelo. Lancé un hachazo a su cabeza pero me esquivó con agilidad y a la vez hizo vibrar su cola, que salió disparada hacia mi hombro como el latigazo de una manguera de bomberos y me hizo soltar el hacha y caer de espaldas sobre el suelo de piedra. La serpiente se irguió ante mí, abrió la boca mostrando un gran colmillo montado sobre un bulto de carne relleno de ponzoña, echó su cabeza un poco hacia atrás y lanzó su ataque mortal. Sin embargo, a medio recorrido su cabeza se desprendió del cuerpo y éste cayó al suelo retorciéndose en rápidas convulsiones.

El corte era limpio, algo con muy buen filo había seccionado aquella cabeza. Me erguí sobre los codos y antes de que pudiera hacerme cargo de la escena escuché su voz.

-¡Tú! -dijo una enfadada voz de mujer- No es la primera vez que te pillo mirando. Me estás siguiendo, me estás buscando. ¿Qué es lo que quieres? Enseñarme alguna lección, imagino. Pues te vas a enterar. A ver si aquí tienes valor para enfrentarte a mí.

De un salto agarro las solapas de mi camisa y me obligó a ponerme en pie y a mirarla a los ojos.

-Tú eres la mujer de la estatua. Te vi una vez en un restaurante, en un cuadro. Estabas en mitad de una plaza como esta. Lo dominabas todo. Y luego te vi otra vez, en una iglesia. Pintada en un tapiz. En realidad creo que ya te conocía de antes, pero no me acuerdo. Sólo sé que todas esas veces eras tú, es lo único que sé. -Ella no dijo nada. Me miró un rato con expresión desconcertada y luego cerró los ojos y yo hice lo mismo.

Los abrimos sentados en la mesa de una terraza, en el barrio de la judería, en Córdoba, rodeados por balcones rebosantes de claveles rojos. Bebí un trago de la cerveza que tenía en la mesa y fijé mis ojos en los suyos y durante un rato nos observamos sin hablar. La transformación era sorprendente, antes era una auténtica luchadora cubierta de sangre y enfundada en un traje de guerrero medieval y ahora era la imagen de la dulzura. Unos ojos verdes, algo melancólicos, y una cara armoniosa bajo una melena ondulada de color castaño claro, cubierta con un vestido blanco estampado de flores rojas y negras.

-¿Cómo te llamas? -pregunté.

-Némesis.

-Joder, vaya nombre. Gente maja, tus padres -bromeé.

-Si no te gusta puedes llamarme Envidia. Algunos me llaman así.

-Claro. Vaya. Casi prefiero el primero. Nemésis. En realidad te pega. Némesis. Sí. Además es... bonito. Sí. Es un nombre de diosa, supongo que lo sabías.

-En realidad soy una diosa.

-Una diosa. No hace falta que lo jures, ya me había dado cuenta -dije sonriendo.

-No entiendo por qué no te he matado. Antes en la escalera de mi plaza. Todo el que llega allí muere enseguida. Yo misma les mato y si son muchos me ayudan mis huestes. Por eso el arte representa mi plaza vacía.

Me resistí a volver a la realidad a pesar de aquellas palabras. Preferí seguir conociendo su otro yo, ignorando lo demás. Así que bromeé otra vez tratando de darle un toque más relajado a la cuestión que acababa de salir en nuestra conversación.- Supongo que te gusta lo de ojo por ojo ¿no?

-Se llama justicia retributiva -dijo ella enredando un mechón de su pelo ondulado sobre su índice- Es algo así como ten cuidado porque al final todo el mundo recoge lo que siembra.

-Y entonces ¿por qué no me has matado? Yo también he sembrado razones, supongo.

-Sí, pero no sé. Tú me miras de otra forma -dijo con voz tranquila- También tengo la sensación de que te conozco de antes, aunque sé que eso es del todo imposible. Supongo que en realidad representas algún concepto o alguna idea que me llama la atención.

-¿Siempre has sido diosa?

-Sí, que yo recuerde. Desde hace milenios.

-Igual es que te has cansado. Igual es eso, que te apetece cambiar de vida. No quiero quitarle valor a lo que haces, pero al final ¿hay ahora menos corruptos, asesinos y traidores que hace mil años?

-No. Ahora hay muchos más. Por eso tuve que convertir a algunos en infrahumanos, para crear mis huestes. Las matanzas eran agotadoras.

-Es decir, que la humanidad no aprende. Que todo esta lógica de lo que siembras y lo que recoges es muy real y verdadera, pero en la práctica no tiene ningún valor. A nadie le preocupa la justicia retributiva -reflexioné en voz alta-. ¿Por qué no te olvidas de todo eso y te vienes conmigo a vivir en algún sitio tranquilo cerca de la playa? O en una montaña, lo que prefieras, me da igual.

-Por que si me voy no se aplicaría el castigo a quienes no respeten el orden divino establecido por Temis. Ella dicta las leyes y yo castigo a quienes no las respetan. Si me voy toda la estructura carecería de sentido. Nadie castigaría a quienes no respeten el orden.

-Muy bien. De verdad que es un reparto de tareas muy interesante, pero ya ves que no funciona.

-Vale. Y tú ¿qué propones? Que me vaya y deje que se establezca el caos. Así, sin más.

-Sí. En realidad vuestro orden es el problema. Mientras exista no puede surgir otra cosa -dije-. Del desorden surgirá un nuevo orden.

-Me gusta esa idea. Quizá es eso. Creo que me traes a la mente ese tipo de conceptos. Por eso no te maté.

-Supongo que todos tenemos nuestra visión romántica de la vida ¿no? -hice una pausa esperando que dijera algo pero sólo me observaba con una leve sonrisa en sus labios- ¿Y bien? Mi propuesta sigue en pie.

Ella me miró con calma. Seguía envolviendo su dedo índice en pelo castaño, despacio y con cuidado, formando un rizo perfecto. Su mirada a la luz del atardecer era encantadora, pero yo sabía que estaba decidiendo que posibilidad elegir, matarme allí mismo o irnos a la playa.

-Tenemos que coger un autobús -dijo ella rompiendo por fin el silencio y la incertidumbre-. Para ir a la playa quiero decir.

-¿No nos puedes teletransportar? -pregunté.

-A ver. Si lo dejo, lo dejo ¿Vale?

Stratovarius - Nemesis

sábado, 16 de febrero de 2013

Mozart meets Fibonacci.



Cero

Los músicos de la orquesta se ponen en pie cuando el director y yo nos acercamos a la puerta que da paso al escenario. El rumor del público desciende y se palpa la expectación. El director me hace pasar primero y los aplausos me acompañan hasta el centro del escenario. El director posa su mano en mi espalda y al unísono hacemos una serie de reverencias al público que sigue aplaudiendo con fervor, expectante y entusiasmado, intuyendo el espectáculo virtuoso que enseguida desplegarán nuestras manos. Llega el momento de tomar asiento pero antes, como siempre, echo una mirada al respetable para cargarme con su admiración, para captar su ansia y proyectarla en mi interpretación. Sobre todo hoy que por primera vez tocaré ante los espectadores más entendidos del mundo, y lo haré dirigido por el más célebre director de orquesta en vida. Y, sí, sería absurdo negarlo, esta es la más sublime orquesta que existe y, vaya, sin duda estamos en el mejor auditorio del planeta. Y además estoy yo. Yo, yo, sí yo. Yo soy el mejor pianista del mundo, por eso estoy aquí. Me emociona entender que estoy viviendo la perfección, elemento por elemento, un momento de gloria que me llena de fuerzas. Estoy lleno de un grito poderoso que necesita salir. Siento la plenitud, mis pies sobre el trono del mundo. Apenas puedo contener ese grito de satisfacción plena que amenaza con reventar mi pecho.

Me siento frente al piano y retuerzo mis dedos en todas direcciones, los encojo, los estiro, miro con seguridad al teclado, que es mi enemigo y también mi aliado. Me concentro en ganar esa lucha y en sacar lo mejor de esa alianza. No estoy aquí por casualidad. Han sido años y años y años de esfuerzo, de negaciones, de renuncias y de sacrificio total por la causa. Por la causa que tengo bajo mis manos, por el juego blanco y negro que espera las reglas del dominó que dictarán mis dedos, por el dominio de la interpretación, por la fusión con la armonía. Por el entendimiento final de la lógica matemática de toda música.

La orquesta abre los primeros compases del concierto para piano número 12 de Mozart, dándome la razón con una introducción matemáticamente perfecta. Mis dedos ordenan al teclado, vencen su resistencia y le obligan a seguir mi ritmo. Ejerzo mi dominio y levanto la mirada, hacia el público que absorbe mis dictados, la sincronía perfecta con la orquesta, con el director, las tres fuerzas unidas en un torbellino devastador. Me satisface plenamente la emoción que leo en sus caras. No, no es vanidad. Han sido muchos años de sacrificio. Muchos. Y ahora merezco esto. Un poco de disfrute, satisfacer mi ego dañado por las privaciones consentidas durante tanto tiempo con tal de llegar a este momento. No es discutible, merezco la admiración de este público, el más erudito y exigente, entregado a mí.

Mi mente se deja mecer por estos pensamientos que me acompañan durante los tres movimientos, con mi piano perseguido por cuarenta violines valientes, por quince tímidos violonchelos, todos enamorados de los matices que salen del teclado. Percibo el hermanamiento con la orquesta, el favor del público deleitado, el halo de gloria que fusiona la escena.

Las flores, los vítores, los bravos y los aplausos me acarician, me lavan como una esponja muy suave y me siento como un bebé que se sumerge por primera vez en la caricia del agua caliente. El director aplaude y me mira con una sonrisa leve, inclinando la cabeza, observándome con atención y curiosidad, como si contemplara a una rara especie prodigiosa. Percibo la admiración en el aplauso de los músicos y el favor del público emocionado y entregado, como una mullida alfombra. A mis pies.


Uno

Repetir la gloria de mi primera interpretación no será fácil. El público ya está avisado y las expectativas son muy altas. Será difícil conseguir la integración total con la orquesta, como el otro día. Pero mi concentración es absoluta y enseguida puedo percibir el suspiro que los primeros compases del piano arrancan de un público entregado por la leyenda de mi primera interpretación en este escenario, como pianista de la mejor orquesta del mundo.

Levanto mi mirada para captar un poco de la admiración del público que me empujará a superarme más y más en cada pasaje del concierto. Bendito Mozart, escribiste esto para mí. Ya estoy aquí, amigo. Mi mirada vaga por el público, deleitándose en su entrega y se posa en una figura en blanco y negro, sentada a un lado, junto al pasillo izquierdo, en la zona central del patio de butacas. Mi anular trastabilla un poco y emborrona algo mi sublime interpretación, pero lo dejo pasar, consternado ante lo que veo. No puede ser. Es mi hermano, sentado ahí, muy serio, observando mis movimientos. Pero ¿cómo? Jamás asistiría a uno de mis conciertos. Me odia. No vendría a verme ni atado.

Siempre me echó en cara su sacrificio, sin darse cuenta de cual era el mío. El no tenía mis dotes. Ni ninguna otra habilidad. Sólo era el hijo mayor de una familia humilde, sin talentos especiales, condenado a escuchar día tras día las alabanzas de sus padres hacia su hermano pequeño, el talentoso, el que sacaría a la familia de la pobreza. Condenado a trabajar desde muy pequeño para costear los estudios de su hermano menor, que despuntaba su habilidad especial para captar los matices de la música y para entender el jeroglífico de un teclado de piano y de una cuartilla llena de líneas y extraños símbolos.

Me odiaba, me lo dijo, porque el también quería estudiar y aprender cosas y ver el mundo. Pero no podía porque no teníamos dinero para los dos, uno debía de trabajar y sacrificarse para sacar adelante al otro. Pero, hermano, ¿no te das cuenta? Lo mío también fue un sacrificio, el cuento no es tan bonito como parece. Vale, ahora estoy aquí arriba, la gente me aplaude y las flores llueven a mi alrededor pero ¿y los años pasados? Tú pudiste hacer una vida, acopiar experiencias diversas dentro de tus circunstancias pero ¿y yo? Yo no. Yo tuve que vivir años y años delante de un teclado.

El público al completo está de pie, aplaudiendo, como el día anterior, vitoreándome y deshaciéndose en halagos. Todos excepto mi hermano, que sigue allí sentado, observándome con expresión seria, como viendo dentro de mí algo que los demás no pueden ver.


Uno

Muy a mi pesar ignoro los aplausos del público que me recibe con el mismo calor de las dos actuaciones anteriores. Sin poder evitarlo lo primero que hago es buscarle con la mirada en la zona central del patio de butacas y allí, junto al pasillo izquierdo, está sentado otra vez. No lo entiendo. Es increíble la variedad de colores que salpica al público y sin embargo él es el único que aparece en blanco y negro.

Comienza la interpretación y llega mi turno. Entro decidido con dos compases perfectos y enseguida levanto la mirada y me encuentro con la suya. Igual que la última vez que le vi, cuando me marchaba a vivir al conservatorio de la ciudad, dejándole allí, en mitad de los Urales, condenado a una vida de pastor, diciéndome con la mirada que yo era su desgracia, que si no existiera quizá la vida le hubiera dado una oportunidad lejos del olor a ganado. Que debía haber sido él y no yo el que saliera de allí para triunfar en otra parte.

Muchas veces discutimos y nos pegamos por eso. El me decía que yo era un parásito, un aprovechado, que me pasaba el día tocando piezas horribles en el piano, tomando leche caliente y galletas recién hechas, mientras él estaba en el monte, paseando a las cabras, aterido de frío bajo la lluvia, comiendo pan duro y queso rancio. Yo le odiaba también, ahora no, pero en aquellos momentos sí, y le decía que era un simplón, un pastorcillo envidioso y maloliente, incapaz de aceptar el talento de su hermano pequeño. Y aquello solía terminar a golpes, la mayoría de los cuales me los llevaba yo y como consecuencia mi hermano mayor recibía algún castigo desproporcionado por parte de nuestro padre, aparte de muchos más golpes acompañados por alguna frase de refuerzo. Ni se te ocurra volver a pegar a tu hermano, es el que nos sacará de la pobreza. Ignorante.

Su mirada enfría el baño de multitudes tras el concierto. No puedo concentrarme en los aplausos del público desencajado de placer. Casi no me he enterado, pero lo he debido hacer bien, quizá ha sido una interpretación algo mecánica dado que mi cabeza estaba lejos, pero ha ido bien.


Dos

He decidido ignorar a mi hermano si es que otra vez se encuentra entre el público. Toda la gente que ha venido a verme se merece un respeto y mi obligación es entregarme en cuerpo y alma a la interpretación. Quizá al dar lo mejor de mí se produzca un efecto colateral, quizá mi hermano se dé cuenta de que había una razón para su sacrificio y quizá hasta intuya, que no comprenda, porque la dimensión es inabarcable, las privaciones que yo he tenido que aceptar.

Sí, allí está otra vez. No sé de donde sacará el dinero para pagar tantas entradas. No son precisamente baratas y que yo sepa nadie se las regala. Dirijo mi vista hacia otra parte, tratando de complacer a mi público, asintiendo un poco bajo sus aplausos y entonces en el pasillo derecho veo otra figura en blanco y negro. Está un poco más lejos y tengo que esforzar un poco la vista pero al final no cabe duda, es el profesor que me enseñó piano en mi primer conservatorio.

También me mira muy serio, pero no me afecta. Ya sé de qué va esto. Vienen a hacerme reproches silenciosos. Y mi mejor respuesta es la excelencia, demostrar mi habilidad para que se den cuenta de que hay razones. El profesor puede estar enfadado, seguro que con más motivos que mi hermano, pero si es un poco inteligente se dará cuenta de que existen órdenes superiores.

Me siento en el piano y comienzo a tocar. Me cuesta un poco concentrarme, en mi cabeza pululan desordenados los recuerdos. El profesor me enseñó los conceptos básicos de la armonía, que empezaron a acompañar a mi habilidad innata para tocar el instrumento, y esta combinación me proyectó a un nivel diferente, mucho más amplio y difícil pero a la vez muy comprensible para mi cerebro. Durante tres años fuimos un binomio de elementos diferentes que se iban igualando. Yo absorbía sus conocimientos que se multiplicaban en mi mente en razonamientos relativos, hasta que llegó un día en que no pudo enseñarme más.

Aquel era el momento esperado, deseado y temido para dar el gran salto. Me llevó a las pruebas del conservatorio de Moscú, avalado por informes y recomendaciones de directores, artistas y maestros. Destaqué en las pruebas de acceso y fui aceptado sin dudar. Yo sabía que él esperaba acompañarme a lo largo de mi carrera, aunque ya no fuera mi profesor, pero sí como mentor o algo parecido. Y sabía que sería así si yo le reclamaba, que nadie me lo negaría. Pero no lo hice. Me olvidé de él, sumido como estaba en un nuevo mundo, impresionado por los conocimientos de los nuevos profesores, cegado por las extravagancias de la gran ciudad. Bueno, fue así, tengo que reconocerlo, me olvidé de él. Quizá en una visión cruda pudiera decirse que ya no me hacía falta, que carecía de interés una vez exprimido, pero este sería un análisis muy simple. Muy simple. En realidad sí me hacía falta, me hizo mucha falta en algunos momentos más tarde, pero era muy joven, apenas un adolescente y no era capaz de discernir mucho más allá de las partituras.


Tres

No puede ser. No puede ser. Esto no es casualidad, se están llamando unos a otros, por eso vienen. De alguna forma se están confabulando para pasarme sus facturas ahora que soy famoso, cuando estoy en lo más alto. Se han traído a Alfred y esto es inaceptable. Nunca me perdonaré lo que le hice. Era una lucha de lobos, eso hay que tenerlo en cuenta. En realidad obedecíamos a las leyes naturales de supervivencia, unos depredan y otros son depredados. Es ley de vida, es el orden natural de las cosas.

Alfred destacaba en composición como yo destacaba en interpretación. Sin embargo, la ecuación no se cumplía de la misma forma cambiando los términos, yo era muy mediocre en composición y el se defendía muy bien frente al teclado. Para triunfar en un conservatorio como el de Moscú hay que saber componer, en realidad hay que destacar en todo. Y yo lo intenté, consumía los fines de semana y las noches tratando de llenar las partituras con algo coherente y aceptable, pero lo que escribía era más propio de mi hermano el pastor, que ahí está, observándome atento sentado a la izquierda. Sin embargo, no podía decepcionar a mi familia, no podía dejar que mis sacrificios, los de mis padres e incluso los de mi hermano terminaran siendo en vano debido a una pequeña incapacidad para componer.

También me daba cargo de conciencia fallarle a mi antiguo profesor, al que me mira ahora tan serio y cariacontecido desde la derecha. Bueno, quizá no era cargo de conciencia, pero en aquellos momentos le eché mucho de menos, seguro que hubiera podido ayudarme. Sin embargo, no estaba allí y a aquellas alturas no me atreví a llamarle.

No se me ocurrió otra solución. Alfred era mi compañero de habitación y había estado preparando su composición para el día del examen igual que yo, sólo que él había obtenido como resultado un grueso taco de partituras, seguro que llenas de brillantes combinaciones y arreglos y yo, sin embargo, tenía en el mío un exiguo lote de hojas llenas de algo que ni yo mismo podía considerar aceptable. La noche antes del examen hice el cambio y cuando llegó mi turno interpreté con mi facilidad habitual la obra compuesta por mi amigo. El, un poco después, se las vio y se las deseó para poder tocar algo con la bazofia que yo había dejado en su cajón. No dijo nada, no se quejó, ni me denunció. Aceptó el suspenso y tener que quedarse allí un año más mientras yo proseguía mi carrera impulsado por las mejores recomendaciones de la dirección. Tampoco me lo echó en cara, pero dejó de hablarme, se limitaba a mirarme con seriedad, analizándome, llegando a una conclusión clara sobre lo que habita dentro de mí. Igual que ahora, me está mirando de la misma forma, que es la misma de mi hermano y también la del profesor. Me miran como el buzo que observa nadar a un bonito pez de colores en el mar sin fiarse de sus bellos tonos porque sabe que si le roza puede reventar y emponzoñarle con su peligroso veneno.

El director viene a mi camerino tras el concierto para interesarse por mi. Quizá me ocurre algo, me ha visto muy frío en la despedida, sin reaccionar a las ovaciones del público, sin apenas sonreír y haciendo una retirada demasiado apresurada. Me dice que hay que ser agradecido, especialmente ante un público tan especial. Me pregunto si lo dice por decir, por casualidad, o si es que el también se ha dado cuenta de que están allí, mis personajes en blanco y negro.


Cinco

Cero, uno, uno, dos, tres, cinco, la secuencia crece en mi cabeza mientras me dirijo al escenario sabiendo lo que me espera. Las matemáticas y la vida. Predecibles. Busco con la mirada al salir al escenario, apenas saludo al público con un gesto de la cabeza y con aire ausente. No me importa mucho, me voy haciendo fama de excéntrico y esa también es una opción para alguien que aspira a convertirse en mito. Allí están los tres del último día, mi hermano, el profesor y Alfred, sentados donde siempre, pero sé que me faltan dos, pues ya he comprendido cual es la secuencia

Sin embargo, cuando descubro en el centro de la sala a los dos nuevos personajes en blanco y negro, los que completan el número cinco, me doy cuenta de que la matemática era predecible pero la vida no tanto. La no vida en este caso, pues mis padres murieron hace casi 10 años en un trágico accidente de coche cerca del pueblo.

No es que yo no cuidara de ellos. Empecé a mandarles dinero en el mismo momento en que comencé a ganarlo, aunque quizá la cantidad no era muy proporcional una vez que mis ingresos empezaron a multiplicarse. Con el dinero que les mandé se compraron el coche. Podía haber sido un coche mejor y no un viejo trasto de cuarta o quinta mano, con veinte años de antigüedad, quizá entonces hubieran adelantado al camión a tiempo. Pero eso tampoco es que sea culpa mía, yo no les dije que se compraran un coche, si me hubieran dicho algo, o pedido más dinero seguro que se lo habría mandado. También podían haber comprado una televisión o un ordenador, o una buena calefacción, fueron ellos los que eligieron un coche viejo.

A veces me pregunto si las cosas hubieran sido distintas con otro comportamiento por mi parte. Si les hubiera mandado mucho dinero, por ejemplo un 10 ó 5 por ciento de mi fortuna quizá las cosas hubieran salido mejor. Me pregunto si fui demasiado rácano, si llegué a pagar con aquellas cantidades que ahora parecen exiguas los sacrificios que ellos hicieron por mí. Lo cierto es que creo que sí, porque muchas veces eché cuentas de los gastos que les supuse durante mis años de estudiante y procuré cubrir aquellas cantidades y que ellos supieran que así lo hacía. Pero quizá lo apropiado no era pensar así y las cosas hubieran sido mejores aplicando generosidad sin más, total nunca podré gastar el dinero que tengo.

Comienzo a tocar llevado por estas nuevas presencias, es el primer concierto al que asisten mis padres. Nunca pudieron ir a verme en vida, el viaje era largo, desde la casa de las montañas a la ciudad, luego en tren a Moscú y en avión a alguna parte, taxi, hoteles, comidas, además todo aquello era carísimo y en realidad ellos tampoco tenían conocimientos para entender el nivel de sublimación de mis interpretaciones. Hombre, es verdad que hubiera sido emocionante, sobre todo para ellos. También para mí. En cierta forma me emociona que estén aquí, aunque sea de esta forma tan extraña, muertos y en blanco y negro.

Cuando he entrado bien en materia me permito levantar la vista hacia ellos. Mi padre me mira con severidad, como siempre hacía cuando yo mostraba cansancio o quería salir a jugar sin haber terminado mis deberes y mis horas de práctica ante el viejo y maltrecho piano que nos consiguieron en la escuela. Y mi madre me mira igual, y eso me deja un poco agarrotado porque esperaba que ella me mirara con un poco de conmiseración, ya que ella tiene que saber que estoy sufriendo con todas estas presencias del pasado. Pero no, me mira mal, bueno me mira juzgándome y sentenciando, decepcionada por encontrar en mí algo que no reconoce como propio. Será que no he llegado a los estándares de nuestra distinguida familia. Me dan ganas de explicarle que es muy injusto, que hace falta un poco de orden en estas ideas, aquí el único que ha destacado, que ha triunfado he sido yo. Sí, gracias a su trabajo, pero a mí tampoco me ha salido gratis.

Cuando termina el concierto estoy muy enfadado y tras mirar con desprecio a mis cinco distinguidos visitantes comienzo a retirarme del escenario, pero el director me agarra con disimulo del cuello del chaqué y me obliga a permanecer allí, haciendo reverencias al público e intentando sonreír ante la estúpida lluvia de flores y aplausos. Ya tienen lo que querían le digo entre dientes y salgo de allí.

Ocho

0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13. Eso es, 13 semitonos, que conforman 8 notas, alrededor de la 5ª y la 3ª, que están separadas por saltos de 2 grados desde la 1ª.

Allí arriba, en la primera fila del palco del primer piso. Blanco y negro. Tres. Las he visto antes incluso que a los otros, a pesar de que ya sé donde se colocan. Pero ¿qué hacen juntas esas tres? Isabel, mi gran amor de juventud, Mariela, mi ex-mujer y Eloisa mi fiel amante. Juntas, mirándome igual que los otros, con frialdad y crudeza, viendo desnuda mi verdad. Empiezan a ser insoportables, tantas miradas de esta clase.

Me siento al piano y mi entrada es algo dubitativa, estoy mirando a Isabel y tratando de mantener su mirada de acero. ¿Por qué? ¿Por qué me miras así? No fui deshonesto contigo, te dije la verdad en todo momento. Rompí tu corazón, eso es cierto, pero a la vez aplasté el mio para siempre. Tú quizá hayas podido recomponerlo, pero yo nunca podré devolver al mio su forma original. Los primeros meses fueron muy felices, eran los tiempos del conservatorio en Moscú, pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos y descubrimos juntos el amor, el sexo, el disfrute de la pareja. Y sí, yo estaba tan enamorado como tú. Pero luego llegó el siguiente paso, surgió mi tan deseada oportunidad en otro país y te dije que debíamos dejarlo. No teníamos futuro con tanta distancia de por medio y además yo debía concentrarme en aprovechar al máximo mis posibilidades de triunfar como pianista. Por eso tampoco te permití viajar conmigo, no hubiera podido concentrar todo mi ser en la música como lo hice. Lo sé, eso rompió tu corazón. Pero, ya te lo he dicho, el precio fue muy alto para mí, el mio quedo aplastado para siempre, incapaz de amar otra vez.

Ese fue nuestro principal problema, Mariela. Yo no podía vivir nuestra relación, ni el matrimonio, como tú lo hacías y como tú querías. No por tu culpa, el problema fue que llegaba destrozado por las daños sufridos en mi relación anterior y nada podía reparar eso. Mi corazón seguía, y sigue, aplastado bajo la roca del sentido práctico que tuve que aplicar a mi primer amor, que fue el único auténtico. Así que tus lógicas exigencias de esposa nunca se vieron correspondidas y la tensión fue creciendo entre nosotros y cuando quisimos darnos cuenta ya eramos dos enemigos viviendo en la misma casa. Fuiste muy inteligente al pedir el divorcio tan pronto, yo nunca lo hubiera hecho. Total, me daba lo mismo, sabía que nunca podría volver a sentir plenitud en mi vida amorosa.

Tú, Eloisa, fuiste una víctima de las circunstancias. Consciente de mis limitaciones en el terreno amoroso ¿cómo no iba a tener una amante joven? Tu admiración, tu devoción por mí fueron y son dignas de elogio. Nunca te rendiste ante la evidencia, te ninguneé como a ninguna otra, no te respeté ni te tuve en cuenta, pero no lo viste claro hasta que me divorcié. Entonces no había ya ningún impedimento para transformar nuestra relación furtiva en algo pleno y normal, pero yo no quise, te mantuve igual que antes, como un departamento estanco accesorio al resto de mi vida, como nota al pie de página de un novelista, conveniente pero no del todo necesaria, algo molesta.

¿A qué venís las tres? A echarme en cara la infelicidad que os brindé supongo, pero en realidad ¿quién os obligaba a estar allí? Yo no, fuisteis voluntarias, y fui transparente desde el principio, sólo que vosotras quisisteis acariciar una ilusión. Excepto tú, Isabel, tu caso fue diferente. Te cambié por mi carrera, pero viéndome ahora aquí, sobre este escenario, ¿no te parece lógico?

Cuando termina mi actuación, entre reverencia y reverencia no puedo evitar hacer un claro gesto de incomprensión dirigido hacia ellas tres. Una parte del público se da cuenta y mira hacia el palco superior, otros siguen aplaudiendo, pero en general se impone cierta confusión que deteriora el homenaje a los interpretes y al director. Algunos murmuran, me doy cuenta, lo veo muy claro.


Trece

13 teclas en la octava, 8 blancas, 5 negras, ordenadas en grupos de 3 y de 2. Y vuelta a empezar 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13.

Hoy no he mirado a nadie. Para evitarlo me he dirigido directo al piano, ni reverencias al público, ni saludos al respetable, nada de nada. Me siento y espero a que la orquesta comience y llegue mi turno. El ambiente es gélido, claro, los músicos están sorprendidos y desconcertados, el director me mira con enfado y el público está ofendido e indignado. Que os den a todos.

Retuerzo mis dedos, los estiro y los encojo y cuando llega el momento suelto una batería de precisos acordes. Sin embargo estoy muy inquieto. ¿Quienes serán los otros cinco? Creo que no lo podré soportar, cinco más, no puedo imaginarlo y lo peor es que al día siguiente serán ¿cuantos? Veintiuno y al siguiente treinta y cuatro y al siguiente cincuenta y cinco. No puedo resistir más, miro al público y encuentro las miradas hirientes de mi hermano, del viejo profesor, de Alfred, de mis padres, de mis tres amores. Y las de cinco niños desconocidos que pintados en blanco y negro me miran con expresión de hastío y enfado.

Trato de concentrarme en el piano pero no puedo, no sé quienes son eso chiquillos, no los he visto nunca, y eso me pone de los nervios. ¿Quienes son?¿Por qué han venido? Y los otros, que siguen ahí, ¿cuándo van a dejar de venir? Empiezo a equivocarme, estoy muy enfadado y mis dedos están demasiado crispados, tocan fuera de tiempo las teclas que no son y el desconcierto empieza a reinar en la orquesta. Miro a los niños de nuevo y estoy convencido de que en mi vida les había visto. El sudor me nubla la vista y eso empeora las cosas, aún fallo más, unas gotas caen sobre el teclado y mi dedo indice resbala dos grados más allá. El director me mira con la boca abierta, sumando su severa mirada a las de las presencias en blanco y negro. El murmullo del público es cada vez más notorio. No puedo más. Me levantó y me dirijo al extremo del escenario.

-¿Quienes sois? Yo no os he matado si es que estáis muertos, yo no he matado a nadie. A vosotros tampoco -digo mirando a mis padres-, sabéis que fue un accidente. Niños, sabed también que no sois mis hijos. Yo no tengo hijos ¿verdad Eloisa, Isabel, Mariela? Yo no tengo hijos, no, no, no.

-Por favor -me dice el director con tono amable tomando mi brazo- retírese a descansar. Esta usted agotado, han sido tantas sesiones...

-Suéltame, suéltame -digo nervioso tirando de mi brazo y ante su insistencia le propino un fuerte puñetazo que le hace caer sobre el escenario entre los gritos de asombro del público- Quizá es que representáis otra cosa -grito dirigiéndome de nuevo a los niños que siguen mirándome cruzados de brazos-, igual es que sois los mandamientos que no he cumplido o algo así, o otros pecados de los que no me acuerdo y por eso no os conozco ¿no?¿es eso?

Un par de violinistas se acercan con cuidado pidiéndome que me calme y que salga con ellos. Me hago con uno de los arcos que portan y les fustigo una y otra vez -el público grita entre el pánico y el éxtasis-. Corro hasta los chelos y me hago con uno, y lo utilizo como maza frente a los músicos que se acercan desde varias direcciones tratando de reducirme. Corro hasta el piano y me subo encima y desde allí mantengo una ardua lucha contra otros instrumentos que me acosan hasta que ya nadie se quiere acercar.

El público no se va, permanece expectante. Miro a las presencias pero siguen todas igual que antes. No parecen sorprendidas. Observan la escena con aire ofendido, censurando la composición de mi ser. Enseguida llega un abigarrado grupo de policías enfundados en cascos y portando grandes porras. Se acercan al piano con ánimo de asaltar mi recién conquistado reino. Trato de defenderme blandiendo mi violonchelo, pero son mucho más hábiles en la lucha que los músicos y enseguida estoy de rodillas bajo una lluvia de golpes y porrazos.



Mi hermano me sacó del psiquiátrico. No estuve allí mucho tiempo pero me sirvió para reflexionar, para empezar a mirar hacia adelante y perdonarme los errores del pasado. Las presencias me visitaban todos los días, pero aprendí a ignorarlas, y en unos meses ya formaban parte del decorado, perdieron su significado. Y dejé de tenerles miedo, excepto a los niños.

En la montaña la vida es muy sencilla. Nos acostamos pronto y nos levantamos temprano, recogemos las cabras siguiendo el camino principal del pueblo y las guiamos a las praderas más verdes de la montaña. Nos sentamos bajo un árbol y comemos pan, queso y nueces. Hablamos poco. Después mi hermano saca su flauta e interpreta alguna de sus composiciones. Es sorprendente su habilidad, un par de ideas e improvisa una pieza increíble. Es un creador, como Alfred. Si lo hubiera sabido antes..., pero nunca lo supuse.

Si nos hubiéramos dado cuenta cuando eramos pequeños él hubiera venido al conservatorio de la ciudad y no hubiéramos dejado atrás al viejo profesor. Y yo no habría robado la obra de Alfred, porque mi hermano habría compuesto alguna maravilla para mí. Desde luego él no me hubiera permitido dejar a Isabel, así que no existiría mis relaciones con Mariela y Eloisa. Y entre los dos hubiéramos mandado mucho dinero a mis padres, que además siempre estarían con nosotros, así que seguirían vivos. Fue mala suerte no haberlo sabido a tiempo, sólo eso mala suerte. Todo fue producto de la mala suerte.

Pero ¿y los niños?

Los niños ¿quienes sois?

Por favor, dejad de mirarme.


Mozart - Piano Concerto No. 12 - Alfred Brendel




sábado, 9 de febrero de 2013

Soldados de barrio. Cara B.


La segunda vez que entré en un cuartel fue bajo coacción. En aquellos años había que hacer el servicio militar y al que no se presentaba le declaraban prófugo. Me gusta la palabra, prófugo, y me hubiera gustado serlo, pasar de presentarme, pero no me atreví. Al menos de forma material. A nivel mental casi nunca estuve allí.

Me tocó, o mejor lo consiguieron las influencias de mi padre, hacer el servicio en el cuartel de mi barrio. En aquel edificio gris rodeado de aceras y cemento pasaba las horas sentado en una oficina desde cuya ventana podía ver el viejo cuartel, aquel en el que hacía muchos años me había colado con mi amigo Iñaki. Mi amigo. Aquel amigo que perdí luego en el camino de crecer, al hacernos adolescentes, o jóvenes, o adultos, no sé cuándo, pero el caso es que pasamos de estar siempre juntos a no vernos más. Vivíamos muy cerca, apenas unas centenas de metros separaban nuestras casas, pero ninguno de los dos las recorrió nunca para recuperar la unión del pasado o para invitar al otro a repetir alguna de nuestras míticas excursiones.

Es curioso que viviendo tan cerca no llegáramos a encontrarnos nunca, a cruzarnos por la calle, o en el estrecho pasillo de acera que quedaba entre la fachada de su edificio y el tupido jardín delantero, lugar por el que yo solía vagabundear de vez en cuando, imaginando que paseaba por las selvas de Vietnam, a punto de descubrir Hang Son Doong, sin preocuparme por recuperar el sonido de los pasos cercanos de mi amigo. Supongo que a él le paso algo parecido, pues tampoco hizo ningún intento por recuperar lo que habíamos perdido. Creo que nuestra amistad quedo atrapada en la caja de secretos, enterrada bajo una densa capa de hierba, cerca de las rocas de cantera. Así perdimos lo que eramos y empezamos a ser otra cosa. Ley de vida, quizás.

Mi vida en el cuartel era bastante llevadera. Estaba destinado al departamento de intendencia y mi trabajo consistía en controlar las listas de reclutas, licencias, permisos, tareas diarias, etc, algo muy sencillo y llevadero. Gracias a las influencias de mi padre podía salir del cuartel a la hora de comer y recuperar mi vida hasta el día siguiente. Salvo cuando me tocaba guardia. Entonces pasaba el día entero en el cuartel, pero no en mi puesto habitual, sino haciendo la ronda o clavado en una garita durante la tarde o la noche, helado de frío y contando los interminables segundos que me separaban del día siguiente.

Una mañana estaba en mi oficina, dividiendo mi atención entre el listado de nuevos reclutas y el paisaje que enmarcaba la ventana. La lluvia caía sobre el antiguo cuartel, el demacrado edificio blanco, cuyo techo hundido dejaba el interior del edificio a merced de las chorreras de agua que resbalaban por todas partes. Me acordé de Iñaki, de nuestra incursión en aquel edificio, de aquel día en el que creí ver una calavera en el sótano, bajo un casco con punta de lanza. Me preguntaba dónde terminaba la realidad y empezaba el producto de mi imaginación, quizá ni siquiera el casco era real. Si tuviera contacto con Iñaki, él podría haber confirmado ese extremo. Iñaki Basagoiti Barrenetxe. El nombre se dibujaba muy claro en el listado apoyado sobre la mesa y al leerlo volví al presente igual que aquel que en plena siesta en el sofá se da la vuelta hacia el lado equivocado. Aquel nombre, allí escrito, significaba que su servicio militar comenzaba aquel mismo día, en el mismo cuartel en que yo estaba, más o menos a aquella hora.

Corrí hasta el extremo contrario de la planta, buscando una ventana que diera al patio de armas, en el que se hacía formar a los nuevos reclutas y se les explicaban las normas básicas para sobrevivir sin mayores consecuencias en el demencial, ineficaz y casi irrisorio sistema social del ejercito. Allí había unos treinta chicos de mi edad, todos con pelo largo y vestidos con ropas grises y negras que pronto serían sustituidas por el verde caqui. Era muy difícil saber cual de ellos era Iñaki, aunque a decir verdad con los años que habían pasado lo normal era que no pudiera reconocerle aunque estuviera sólo él formando en el patio.

Un sargento gritaba consignas y advertencias a los chicos y les hacía formar en fila de a uno para el corte de pelo. Poco a poco fueron desapareciendo en los bajos del edificio, cariacontecidos, apenas preparados para enfrentarse al corte al cero que les dejaría la despiadada maquinilla eléctrica. Después les entregarían su petate con sus nuevas pertenencias y disfrazados de soldados entrarían en una rutina improductiva que ocuparía el siguiente año de sus vidas. En mitad de estas reflexiones reconocí a Iñaki, era el último de la fila y parecía estar considerando la posibilidad de darse la vuelta y echar a correr hacia la calle, o quizá se preguntaba cómo había llegado a esa situación, si hacía sólo un momento estaba tan tranquilo caminando por el barrio. Cuando entró en las entrañas del edificio ya había decidido que le buscaría para hablar con él.

Lo más seguro era buscarle en el comedor, un par de horas después. Repasé mi primer día en el cuartel, corte de pelo, entrega de ropa, asignación de camareta y cama. Sí, a la hora de comer ya habría terminado y quedaría libre hasta el día siguiente, en el que iniciaría su periodo de instrucción, que consistía en pasar un mes haciendo labores de limpieza y aprendiendo a desfilar para el día de la jura de bandera.

Estaba nervioso y el tiempo transcurría muy despacio, así que no fui capaz de concentrarme en el trabajo sobre el listado de nuevos reclutas. Sólo miraba por la ventana, observando el viejo acuartelamiento medio derribado, bajo la lluvia persistente, tratando de encontrar la forma apropiada de iniciar una conversación después de tanto tiempo. Iba a ser un momento muy raro. Bajé al comedor y busqué la cara de Iñaki entre las cabezas rapadas de los nuevos reclutas, los pelones que se movían despistados por el comedor, sin terminar de entender el rebuscado procedimiento de varias colas que había que seguir para comer. Después de un rato localicé a Iñaki, estaba observando lo que hacían otros, intentando definir el procedimiento correcto, después de unos minutos consiguió llenar su bandeja. Sujetándola con ambas manos, se dirigía hacia el centro del comedor, buscando una mesa libre, así que me dirigí hacia él sin saber qué le iba a decir.

Levantó la vista y me vio, a un par de metros, le dije hola con cierta efusividad y el me devolvió un breve saludo con la cabeza, apuntando media sonrisa amable, y siguió buscando mesa. Igual que si se hubiera cruzado con el panadero del barrio mientras busca a su cachorrillo extraviado. Seguí mi camino como si nada pasara y salí por la puerta que daba al exterior. Me sentía un poco estúpido y todavía estaba algo perplejo. Tras un rato mirando la lluvia cayendo sobre el patio de instrucción me pregunté qué era lo que me había hecho esperar alguna forma de reencuentro, por qué de pronto había deseado tanto recuperar nuestra extinta amistad.

Durante los días siguientes traté de volver a la rutina sin pensar en que Iñaki estaba en el mismo cuartel. Escuchaba los sonidos de la instrucción en el patio, los gritos de los sargentos desesperados por la torpeza del grupo en el dudoso arte del desfile y a veces echaba un vistazo por la ventana, y veía a los soldados esforzarse por mantener el paso, y sincronizar los movimientos al hombro de los anticuados fusiles. Bajo las gorras y uniformes era imposible distinguir a nadie, aunque sabía que mi amigo estaba allí, sufriendo las inclemencias del tiempo, soportando la inclemencia sobre su tiempo.

Buscaba su nombre en las asignaciones de tareas y así sabía más o menos cómo le iba en el cuartel. Le tocaba baldeo en el patio, limpieza de letrinas o guardia durante la noche en el dormitorio de los reclutas, entre los sonidos de las malas pesadillas y las demasiado buenas. Estaba arrestado por una falta menor, tenía ejercicios de tiro, día libre. No pude evitarlo, a mi rutina se incorporó saber en que estaría ocupado Iñaki.

Llegó el día de su jura de bandera, esperado por mi con cierta expectación pues al día siguiente le asignarían destino en alguna de las funciones del cuartel y quizá la suerte quisiera que acabara en las oficinas, igual que yo, lo cual sería una oportunidad para volver a entablar contacto. Cuando vi que le habían asignado a la policía militar me llevé una buena decepción. No solo no estaríamos cerca sino que además cualquier contacto sería complicado pues los policías militares era una especie de fuerza represora del resto de los reclutados.

Seguí sus actividades en los diversos listados en los que aparecía. Sabía cuando tenía guardia en la puerta, cuando le tocaba ronda por el perímetro, los días en que estaría ocupado en el registro de los vehículos, o en la vigilancia de los enseres, viandas, etc. que llegaban del exterior. Así me enteré de que le habían ascendido a cabo y de que ya no hacía guardias, sino que se encargaba de organizar los recorridos y las sustituciones en las garitas. Muy pocas veces coincidimos en algún lugar y sólo una hizo ademán de reconocerme pero fue para advertirme “saca la mano del bolsillo del pantalón si no quieres que te caiga un buen paquete”.

A partir de aquel momento seguí con mi rutina, esperando que llegara el momento de mi licencia sin ninguna esperanza de recuperar a mi amigo. Procuré no buscarle en los documentos, pero era inevitable, tenía que registrar sus informes de vigilancia, o hacer las autorizaciones para el campo de tiro, actividad por la que debía sentir predilección pues se apuntaba siempre que no estaba de guardia.

Un día su nombre no apareció en los listados. No estaba en el libro de guardias, no había ningún arresto firmado por él, ya no llegaban sus informes, ni tampoco sus peticiones para ir al tiro. Me pareció extraño y no pude evitar comprobar si estaba de permiso o enfermo, sin embargo, no había ningún registro que lo indicara. Al día siguiente ocurrió lo mismo y bajé a preguntar a sus compañeros de la puerta, con la excusa de que había algunos documentos pendientes de cumplimentar. Me miraron con expresión turbada, sin saber que hacer y al final me enviaron a la oficina de la guardia. Allí pregunté a un sargento, pero a este le dije que se trataba de un amigo al que necesitaba localizar. Me respondió que mi amigo era un prófugo, que se había fugado del cuartel y que cuando fuera atrapado iría a una prisión militar, por lo que no podría verle en unos cuantos años.

Pasé los siguientes días muy intranquilo, repasando documentos en los archivos. Era muy raro. Iñaki había sido un policía militar casi modélico, sus informes de guardia eran los más detallados, sus arrestos estaban siempre bien documentados o razonados y su trabajo en general era excelente. No parecía que estuviera muy descontento, ni que pudiera sentirse frustrado por su quehacer diario, más bien daba la impresión contraria. Recopilé los informes, documentos y listados más recientes en los que aparecía,tratando de determinar el momento de su misteriosa desaparición. El último registro era una petición para ir al campo de tiro, como hacía con tanta frecuencia. Busqué entre las demás peticiones de aquel día, tratando de determinar si había ido al tiro con algún conocido, alguien a quien preguntar. Muchos militares solicitaban ir al campo de tiro, pero sólo otro policía militar había ido el mismo día. Apunté su nombre y esperé a que volviera a aparecer en algún listado para saber donde localizarle.

Estaba vigilando los palets de alimentos que un camión descargaba cerca de las cocinas. Me dirigí a él y se sobresaltó un poco, no era habitual que un soldado se acercara a los policías militares, siempre era mejor permanecer lo más lejos posible. Le pregunté por Iñaki, le dije que era su amigo de la infancia y que estaba preocupado por él pues no conseguía localizarle desde hacía unos días. Me dijo que no sabía nada, pero vi como sus ojos se hundían, como se escondían en las cuencas para que no los viera, como su rostro se endurecía tratando de evitar la expresión que le dictaban las emociones. Vi que estaba a punto de amenazarme para que me marchaba de inmediato.

No me hizo falta más. Lo supe. Salí corriendo y di la vuelta al edificio gris, corrí por el campo descuidado, entre maleza y árboles y al llegar al viejo cuartel me apoyé en su pared blanca, recuperando el aliento. Rodeé el edificio buscando el agujero que hacía años habíamos cavado mi amigo y yo. Lo encontré pero estaba cubierto por una gruesa capa de duro cemento, alguien lo había descubierto y lo había cerrado para siempre. Pero ya no era un niño. Miré el edificio, la zona que tenía el tejado derruido. Escalé por una ventana y me alcé hasta lo alto del muro, me agarré a las vigas que caían dentro del edificio, me deslicé por una, bajé por un montón de escombros y pisé el interior del viejo cuartel.

Después de tantos años por fin había cumplido mi deseo de estar allí dentro. Era un lugar oscuro y polvoriento, de paredes sucias y con un suelo de baldosas rotas y levantadas en muchos lugares. Había algunos muebles viejos y en algunas paredes planos territoriales ennegrecidos por la humedad. De pequeño me hubiera encantado. Busqué la puerta que daba al pasillo subterráneo y la encontré detrás de un montón de escombros acumulados sobre los restos destrozados de un escritorio de madera. Retiré aquellos obstáculos e intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Me aparté un poco y le di un par de patadas que rompieron la hoja de madera podrida, separándola de su cerradura, dejándola colgando del marco de la puerta.

Unas escaleras se adentraban en la oscuridad. Hurgué en los bolsillos de mi pantalón y encontré mi mechero. No era mucho, pero desde luego mejor que una caja de cerillas. Bajé las escaleras agachándome para introducirme en el angosto y bajo pasillo, lo recorrí a gatas, intentando mantener el mechero encendido para iluminar algo aquel lugar amenazador, tratando de ahuyentar el miedo que me dominó la última vez que estuve allí y que me estaba atenazando de nuevo con toda su fuerza.

Llegué al final del pasillo y vi el casco con la punta de lanza. Sabía lo que encontraría debajo. Lo cogí y los trozos de calavera aparecieron tan nítidos y reales como la primera vez. Moví el mechero a los lados y vi que el pasillo giraba a la izquierda, algo que no llegamos a ver Iñaki y yo aquel día, dado que salimos corriendo. Avancé en esa dirección y me encontré en otro pasillo más corto, parecía que al final se ensanchaba y cuando llegué me encontré en una pequeña sala, con el techo igual de bajo. Seis o siete casos y sombreros de diferente tipo aparecían desperdigados en aquel espacio, el más cercano tenía una especie de pluma sobre el plato, parecía un sombrero de gala, lo levanté y aparecieron algunos huesos casi cubiertos por un manojo de pelo negro.

Alargué la mano tratando de ver algo más allá, buscando lo que sabía con certeza que estaba allí. Y lo vi a un lado, algo apartado de los demás, un casco blanco de policía militar. Me acerqué y estiré mi brazo tembloroso hasta apoyar la mano sobre la superficie fría de metal. Mientras acariciaba aquel casco, una lágrima resbaló por mi rostro como memoria de las aventuras que vivimos juntos, los años de estrecha amistad y los años perdidos después. Lloré apoyado en mi hombro, lloré por mí, por Iñaki y por el desenlace de nuestra relación, por la forma en que había terminado todo. Quizá por no haber cuidado demasiado bien el uno del otro, a pesar de que lo habíamos prometido de pequeños.

Levanté el casco para decir adiós a Iñaki. Y le encontré con la expresión tranquila de siempre, aunque algo más pálido, enterrado de pie hasta el cuello, con la frente destrozada por el impacto de una bala. Quizá una bala perdida, o rebotada, o dirigida contra él con toda intención cualquiera sabe. Le hice una promesa, honraría su muerte viviendo la vida como la entendíamos de niños, empezando por lo que nos habíamos negado al aceptar quedarnos allí. Coloqué el casco sobre su cabeza y retrocedí hasta la salida. Salí al viejo edificio y escalé para saltar al exterior.

No volví a la oficina, sino que avancé en dirección contraria, atravesando el campo hasta la valla exterior. Busqué el agujero entre la maleza y salí del cuartel por allí, con cuidado de no ser visto por los guardias de las garitas. Me alejé del cuartel, del barrio y de mi vida. Anduve con paso rápido hasta las afueras del barrio, pasé cerca del túnel del tren y llegué a las rocas de cantera que no se sabía muy bien cómo habían quedado allí acumuladas hacía años, cubriendo la ladera de un pequeño repecho en el campo.

Dediqué unas cuantas horas a escarbar y tantear con un palo pero al final la encontré. Nuestra caja de recuerdos y secretos. No la abrí en aquel momento, al fin y al cabo era un prófugo y puede que ya estuvieran buscándome para llevarme a una prisión militar, hacerme un consejo de guerra o algo peor, así que me fui del barrio y jamás volví.

De vez en cuando abro la caja y acaricio nuestros secretos. Despejan la neblina que los años van dejando, anulan el engaño de lo vivido. Los veo y no puedo evitar sonreír, me recuerdan quién soy.

The Pogues - Run, Sodomy & The Lash



viernes, 1 de febrero de 2013

Soldados de barrio. Cara A.

La primera vez que entré en un cuartel militar fue de forma voluntaria. Inconsciente pero voluntaria. En aquella época pasaba casi todo mi tiempo libre con mi amigo Iñaki. Nos olvidábamos de hacer los deberes y de estudiar las asignaturas de quinto de EGB y salíamos a la calle en busca de algo interesante que hacer y la verdad es que casi siempre lo encontrábamos. Sabíamos donde buscar, el túnel del tren, los extraños tritones que habitaban los grandes charcos casi perennes junto a las rocas de cantera abandonadas, la caja de hojalata enterrada en la que escondíamos los cigarrillos y los pequeños hallazgos que guardábamos soñando con su incalculable valor en el futuro. Muchas veces me pregunto si seguirá allí aquella caja.

Nuestra mayor enemiga era la lluvia, si llovía nuestras madres no nos dejaban salir a la calle y ese día no podíamos quedar, no podíamos buscar aventuras o problemas, algo que también encontrábamos con cierta frecuencia aunque por lo general sabíamos resolverlos sin ayuda. Esa suficiencia nos libró de no pocos castigos, que eran el segundo gran azote de nuestra amistad.

Un día, como muchos otros, salimos del colegio y subimos a casa para dejar la cartera y coger la merienda. Nos encontramos en el patio de cemento junto a mi portal y decidimos acercamos al cuartel del ejercito que apenas a un kilómetro se integraba a duas penas en el paisaje del barrio. Era un gran recinto vallado en el que convivía la zona urbanizada del nuevo edificio, un bloque gris y blanco de placas prefabricadas, rodeado de aceras y calzadas de cemento, con la del antiguo acuartelamiento abandonado y medio derruido, una casa baja y alargada que antaño fue blanca, rodeada de hierba, maleza y árboles, que quedaba a unos centenares de metros del cuartel en uso. Recorrimos el perímetro del acuartelamiento observando a los soldados que vigilaban desde las altas garitas, admirando sus cascos y fusiles, y rozando las vallas de malla metálica para provocar su ira y tras sus gritos de advertencia salir corriendo.

Repetimos la experiencia varias veces y un día, por casualidad, encontramos el agujero en la valla, en una zona poco visible entre dos puestos de vigilancia, tan cubierto por la alta hierba y la maleza que se colaba entre la malla metálica que era casi imposible verlo. Aunque eramos bastante inconscientes no podíamos privarnos del disfrute que supondría planificarla, así que dejamos para otro día nuestra primera incursión en el cuartel y pasamos el resto de la tarde estableciendo la estrategia para entrar por allí sin ser vistos. No teníamos ningún objetivo más ambicioso, sólo conseguir entrar.

Tras un día entero conteniendo la impaciencia, volvimos a la zona del agujero, y sin considerar el riesgo que colarse en una instalación militar podía llegar a suponer en los tiempos del terrorismo y en una ciudad como Bilbao, cruzamos la valla. Nadie nos vio. Una vez dentro nos quedamos parados, agachados entre los matorrales, sin saber bien qué hacer. Entonces nos dimos cuenta de que el diseño de las garitas sólo permitía a los soldados que hacían guardia mirar hacia fuera pero no vigilar el interior, así que nos relajamos y anduvimos un poco por allí, acercándonos al viejo edificio que era el único lugar que parecía tener algún interés.

Las puertas de la antigua instalación estaban cerradas y las ventanas tenían barrotes y aunque el techo estaba derruido en varios puntos nos pareció muy arriesgado entrar por allí. Pero el interior polvoriento que se adivinaba desde las ventanas enrejadas nos llamaba con fuerza y ese fue el motivo por el que volvimos a colarnos los días siguientes. Teníamos que entrar como fuera en el edificio para buscar algún tesoro abandonado o algún secreto que sin duda debía ocultarse en aquella casa, motivo por el cual no se había derruido al construir el nuevo cuartel. Era el escondite perfecto para ocultar secretos.

Con el paso de los días nos dimos cuenta de que no era posible entrar allí, así que poco a poco olvidamos nuestro afán por explorar el viejo cuartel e hicimos del exterior de la construcción abandonada nuestra zona de juegos. Hasta que uno de aquellos días Iñaki descubrió una zona en la que una de las paredes de ladrillos parecía estar debilitada por la humedad en el punto en el que se hundía en el suelo. Cavamos con las manos, retiramos unos cuantos ladrillos flojos y enseguida estábamos ante un agujero oscuro que parecía internarse en el interior del edificio. Nos metimos por allí y comprobamos que estábamos en un sótano muy bajo y estrecho, una especie de pasillo subterráneo de menos de un metro de alto, que parecía recorrer los bajos del edificio. No había suficiente luz para explorar pero sí para ver que se trataba de un lugar muy interesante que debíamos investigar a fondo.

Al día siguiente salimos del colegio y corrimos a desenterrar nuestra caja para coger las cerillas con las que encendíamos los cigarrillos, pensando que nos permitirían ver en el interior del pasillo subterráneo. Volvimos al cuartel y tuvimos que esperar un rato a que pasara la ronda que hacía el cambio de guardia y que hasta aquel día no sabíamos que existía. Una vez dentro de la instalación procuramos avanzar agachados y en silencio, a diferencia de los días anteriores en los que nada nos había preocupado. Supongo que nos parecía horrible que nos descubrieran justo aquel día, que encontraran así el hueco en la valla y nos impidieran para siempre realizar nuestra exploración. Una vez al pie del edificio nos miramos y sonreímos ilusionados y, sin mediar palabra, entramos con rapidez en el túnel. Encendí una cerilla. Unas paredes grises y húmedas se dibujaron entre varios gruesos cimientos. Parecía que aquel lugar era sólo un espacio inútil entre los pilares, que se había habilitado lo mínimo para aprovecharlo como zona de almacenamiento, pues se veían algunas cajas y sacos alineados junto a las paredes. Cerca de nosotros y tras tres o cuatro peldaños se veía una puerta de madera que daba paso al interior del edificio, pero que estaba cerrada y resultaba infranqueable, así que nuestra única opción era avanzar en la otra dirección.

Las cerillas se apagaban muy rápido y apenas nos permitían estudiar los objetos abandonados que encontrábamos a nuestro paso mientras avanzábamos a gatas. Encontramos un saco enorme de cereales, húmedos y putrefactos, una caja llena de documentos mohosos y amarillentos que recogían la contabilidad de las cocinas, una silla de madera rota y otra caja llena de botas sin estrenar, pero mojadas y podridas por la humedad y el frío. Cuando nos quedaban sólo unas pocas cerillas llegamos al final de pasillo, alumbramos arriba y abajo y vimos un brillo medio enterrado en el suelo, entre la arena mojada. Iñaki escarbó un poco y sacó un gran cuchillo militar, de aspecto temible, con la hoja oxidada y la empuñadura de cuero corroída. Lo observamos maravillados mientras se consumían un par de cerillas más y entonces en la esquina vimos lo que parecía un casco militar. Acerqué la penúltima cerilla y comprobamos que se trataba de un casco metálico muy antiguo, con una pica en la parte superior que supusimos servía para que el portador de aquel elemento apuñalara a sus enemigos agachando la cabeza. Nos quedamos en silencio, pensando a cuanta gente se habría matado de aquella forma, con aquel caso. Entonces, tras encender la última cerilla, lo cogí y al levantarlo vi huesos humanos, una calavera destrozada, unos dientes unidos a un trozo de mandíbula. Del susto apagué la cerilla sin querer y empecé a gritar muerto de miedo. Los dos corrimos a gatas por el pasillo, tratando de llegar lo antes posible a la zona por la que entraba la luz del exterior, imaginando durante el trayecto las cosas más terribles que hasta entonces no se nos había ocurrido, como que alguien tapara el agujero de la pared, o que se produjera un derrumbamiento que nos dejara allí atrapados.

Sin embargo, conseguimos salir. Iñaki me tapó la boca para que no llamara la atención con mis gritos y cuando me calmé un poco le pregunté si él no había visto los huesos. Me dijo que no, que no entendía por qué gritaba, debajo del casco no había nada, solo arena, que habían sido imaginaciones mías. Y yo intenté explicarle que sí, que lo había visto a un palmo de mi nariz, que había un muerto debajo del casco. Que el secreto de aquel lugar era ese, que se guardaban allí los cuerpos de los soldados muertos hacía tiempo, en alguna guerra de la que no se sabía nada o algo parecido.

No nos pusimos de acuerdo y aunque sabíamos que la única forma de comprobarlo era conseguir más cerillas, o una linterna, y volver a entrar, decidimos no hacerlo pues tras aquella breve huida de urgencia, eramos algo más conscientes de los riesgos que habíamos corrido allí debajo. Y así escondimos nuestro miedo a descubrir el secreto del cuartel.

A partir de aquel día volvimos a las rocas de cantera, a los tritones y los túneles del tren y nunca más nos colamos en el cuartel. El misterio de los huesos bajo el caso se quedó sin resolver para siempre.

Benjamin Britten - War Requiem