sábado, 26 de mayo de 2012

El músico aquejado. Capítulo I.

Estaba en el vientre materno, más o menos en el sexto mes de embarazo, cuando mi padre colocó por primera vez sus auriculares sobre la barriga para que me llegaran los ritmos de la Pequeña Música Nocturna de Mozart. Empezó a hacerlo porque los psicólogos hablaban de los increíbles beneficios de la música para potenciar el desarrollo cerebral de los bebés, en especial si se utilizaban composiciones del maestro austriaco. Al parecer mi reacción ante aquel estímulo fue dar patadas y puñetazos siguiendo el compás, lo cual entusiasmo a mis padres que repitieron el experimento una y otra vez siempre con la misma respuesta por mi parte, por lo que empezaron a pensar que estaba destinado a desarrollar unas habilidades excepcionales en el terreno musical.

Así que cuando tenía un año de edad todos mis juguetes habían sido sonajeros, campanillas, móviles musicales, xilófonos y todo tipo de dispositivos musicales con forma de conejo, tortuga o cualquier otro animal susceptible de llevar encima un teclado. Y a partir de entonces fueron pianos, flautas, guitarras y tambores. Cada vez que golpeaba el tambor, aunque fuera con la flauta, una sonrisa ilusionada aparecía en los rostros de mis padres. Recuerdo que con tres años me gustaba pegarme en la frente con la pandereta, por pura diversión, y mis padres me observaban con la fascinación de quien contempla, y no es capaz de entender, la expresión súbita de la máxima creatividad, atisbando las primeras genialidades del fenómeno musical en ciernes.

A los cinco empezaron las clases de teoría musical y de diversos instrumentos, con objeto de despertar el talento creativo que contenía mi cabeza. Los sábados por la mañana me sentaban al piano y me pedían que interpretara los conocimientos adquiridos durante la semana. Y yo lo intentaba con toda mi pasión pues tenía tan claro como ellos que en cualquier momento saldría una sonata de mis dedos y que en un futuro no muy lejano sería un gran músico. Así que cuando en alguna de aquellas sesiones de sencillas composiciones para niños conseguía hilvanar cuatro o cinco notas seguidas me sentía un auténtico genio bajo los aplausos emocionados e incondicionales de mis padres.

Cuando llegué a los 10 tenía amplios conocimientos sobre tónicas, escalas, dominantes y triadas y había probado casi todos los instrumentos inventados alguna vez en el planeta pero sin destacar en ninguno. Sin embargo, mis padres seguían esperando el momento del alumbramiento de mi genialidad que entreveían continuamente en todo lo que hacía, aunque solamente estuviera dando la tabarra pegando golpes al bote del Cola-Cao con una cuchara. Yo la verdad es que no notaba ninguna genialidad creciendo en mi interior y empezaba a temer que aquello no iba a ocurrir nunca, pero disfrutaba mucho con tanta atención y además amaba la música que siempre me rodeaba. Podía escucharla cuando quisiera, la que yo quisiera, pues tenía miles de vinilos que manejaba a mi antojo, con gran cuidado, y que reproducía continuamente. Y esta pasión creciente fue interpretada en todo momento como una prueba más del preludio de mi florecimiento.

Y así ocurrió, florecí. Tenía 12 años y estaba desayunando en la cocina, con mi madre, mientras tarareábamos el Septiminio de Beethoven. Yo untaba mantequilla en una tostada con gran dificultad pues estaba tan dura que no había forma de extenderla y en un descuido me hice un pequeño corte con el cuchillo en mi brazo izquierdo. Mi madre al verlo se alarmó y gritó y salió corriendo hacia el baño, a por el botiquín. Yo también me alarme porque me dolía y también grité pero no por el dolor sino al ver lo que me salía por la herida. No era sangre roja, oscura y espesa, como esperaba, sino una sucesión interminable de notas musicales. Negras, blancas, corcheas, semicorcheas, silencios, se iban depositando en el plato en el que había apoyado mi brazo. No sabía bien que era aquello, ni tampoco que hacer pero intuía que las consecuencias de aquel descubrimiento me complicarían la vida notablemente, así que tapé la herida con la servilleta y vertí en el vaso de leche todas las notas que había en el plato, tratando de evitar que mi madre las viera. Inmediatamente se deshicieron tiñendo la leche de un extraño color entre el marrón y el rojo.

Cuando llegó con el botiquín no la dejé atenderme, insistí una y otra vez en que yo mismo me curaría la herida pues ya era mayor para hacerlo y mientras discutíamos no separé la servilleta de mi brazo. Después de una larga pelea tuve que hacerlo, pero de la herida ya no brotaban notas pues estaba empezando a cicatrizar así que mi madre no se dio cuenta de lo que ocurría exactamente, aunque intuía por mi actitud que algo anómalo estaba pasando.

Un rato después, estaba solo en mi habitación, dándole vueltas a aquello muy preocupado, empezando a creer que padecía una rarísima enfermedad incurable que me llevaría a una muerte segura de la forma más lenta y dolorosa. Pero detrás del miedo sentía una gran curiosidad e intuía que aquello tendría una transcendencia fundamental en mi vida de una forma muy diferente a la enfermedad y el padecimiento. Así que, sin saber muy bien por qué, cogí un cortauñas y empecé a hurgar en una pequeña zona de la herida a medio cicatrizar, tratando de abrirla de nuevo, intentando verificar lo que me acababa de ocurrir a pesar del dolor que me estaba infligiendo. Enseguida empezó a aparecer lo que sin duda era una redonda. La dejé caer sobre una hoja de papel y me tape la herida con la camiseta para que la herida cerrara de nuevo. Mientras, observé la nota con detenimiento. Era una redonda absolutamente perfecta, no podía ser más pura, perfectamente definida y de un tamaño más justo. No tenía conocimientos suficientes para asegurarlo pero me pareció que estaba compuesta por una capa exterior dura, quizá de glucosa, rellena de sangre. De pronto la nota se deslizó sobre el papel y se paró cerca de la esquina superior izquierda de la hoja, se deshizo y fue absorbida por el papel quedando perfectamente impresa en el mismo, igual que si hubiera sido dibujada con una pluma poniendo el máximo cuidado. Dejé caer algunas notas más para ver sí ocurría lo mismo y todas terminaron deslizándose hacia la misma zona y fueron absorbidas por el papel, formando una pelota de notas musicales sin ningún sentido.

Acudí a mi clase de piano de aquel día, consistente en un grupo de ejercicios cromáticos y armónicos sobre una sonata de Mozart. Es decir, la misma rutina de todas las clases. Estaba dándole vueltas al significado de aquellas notas que salían de mi cuerpo y al motivo por el que se deslizaban sobre el papel formando un conjunto en una esquina y estos pensamientos me tenían muy desconcentrado por lo que el profesor me llamaba la atención continuamente, tienes que seguir el compás, pierdes el ritmo, no amontones las notas, en el pentagrama lo tienes todo perfectamente escrito, el orden, la distancia. Mi rendimiento en aquella clase empeoró aún más pero a partir de aquel momento lo tuve claro, las notas se agolpaban en una esquina porque no sabían cual era su sitio, necesitaban una guía, un camino a seguir.

Cuando volví a casa decidí hacer la prueba con una nueva herida y me hice un corte no muy profundo en el brazo izquierdo, paralelo al que ya tenía. Las notas brotaron primero a borbotones y luego más levemente y las dejé caer sobre mi cuaderno de partituras, en una hoja con todos los pentagramas aún vacíos, a la espera de que yo los completara con mi ejercicio para la clase de composición del día siguiente. Las decenas de notas quedaron agolpadas sobre el papel pero enseguida comenzaron a agitarse y de pronto se movieron hacia el comienzo del pentagrama, primero una armadura de clave de sol, y luego negras, blancas, corcheas, se fueron dispersando a lo largo de todo el pentagrama hasta ocupar toda la hoja y fueron absorbidas por el papel dejando impresa una composición que prosiguió en la siguiente hoja y en las cuatro siguientes, culminando un conjunto que tenía todo el aspecto de unas variaciones para piano sobre un sencillo tema inicial. El trabajo tenía buen aspecto y supuse que me reportaría una buena nota, lo cual me alegro tanto como darme cuenta de que había encontrado una utilidad, o una razón, para aquella extraña deformidad que invadía el interior de mis venas.

Al día siguiente el profesor de composición me pidió mi trabajo con intención de corregir juntos los posibles errores, disonancias o fallos de estilo. Pero el profesor lo repasó una y otra vez, absolutamente admirado e impresionado, sin poder pronunciar palabra, y al final sólo acertó a preguntarme por qué había utilizado tinta rojo oscuro y no negra que es lo habitual. Le dije que esa sería mi firma, mi identidad, a partir de ahora. Pero lo asombroso no fue que la obra le pareciera sublime, pues yo sabía que lo era, sino lo que vino después. Tócala al piano, me dijo seguramente esperando una de mis interpretaciones arrítmicas y carentes de encanto. Pero desde la nota inicial lo que salió de mis dedos fue la primera interpretación brillante de mi carrera. No podía creer cómo se movían mis dedos, sin parar, sin buscar las teclas, intuyendo el ritmo y la presión precisos. El profesor acabó hecho un mar de lágrimas, absolutamente emocionado por mi interpretación, por la obra y por ver cómo florecía el pupilo en el que tenía puestas tan pocas esperanzas.

Esa noche estuve pensando en los increíbles acontecimientos de aquellos dos días. Las letras que salieron de mis heridas, la forma en que se colocaron en el pentagrama, la obra maestra que resultó. Y mi interpretación. Esto me parecía lo más inexplicable a pesar todas las otras extrañas circunstancias, dado que nunca había sido un interprete que destacara en nada, pero al final pensé que si las letras salían de mí y estaban hechas con mi sangre, parecía lógico que las asimilara como algo mío, como una extensión de mí que era capaz de entender sin siquiera pensar y que representaba sobre el teclado con naturalidad y perfección.

Los días siguientes fueron una locura. Mi composición pasó por las manos de todos mis profesores, por las de los responsables de la escuela de música, músicos y otras gentes y así, pasando de una mano a otra, llegó a las del director del conservatorio. De esta forma, casi sin saber cómo, estaba sentado al piano interpretando mi obra para él y para un comité de eruditos musicólogos que se había formado para la ocasión. Mi interpretación de aquella mi primera gran creación fue otra vez emocionante e impecable y no sé si una cosa o las dos hicieron levantarse de la silla a aquellos expertos deshaciéndose en aplausos y en elogios, gritando esos característicos, apretados y casi violentos “¡bravo!” que como exabruptos incontrolados se pueden escuchar solamente en los conciertos de música clásica.

Pasé de la escuela de música al conservatorio y mis antiguos profesores quedaron relegados por los más reconocidos instructores musicales. Al principio no quise llamar mucho la atención pues estaba algo asustado por todos aquellos cambios, por lo que nos limitamos a dar vueltas a “mis variaciones para piano sobre un sencillo tema inicial” como decidí nombrarlas. Pero en cuanto empecé a sentirme seguro mi ego empezó a demandar más atención, me negué a dejar de ser el centro del mundo, y empecé a “componer” de nuevo. Sangre sobre el papel. Una sonatina, una obertura, un adagio y mis brazos estaban claramente marcados de cortes y heridas, pero mi éxito académico era más que notable y ya se estaba empezando a organizar mi brillante futuro profesional en torno a mis increíbles habilidades.

Como era inevitable mi madre descubrió las heridas en mis brazos y mis dos progenitores me interrogaron una noche sobre mis ansiedades, mis miedos y las frustraciones de mi joven vida y, aunque yo le quité importancia a todo, decidieron que si me estaba autolesionando era debido a la la presión a la que estaba sometido, la cual me hacía tan infeliz que tenía que recurrir a aquellos cortes para liberarme. Me dijeron que lo primero era yo, mi felicidad, que se acabó la música, que volvería a ser el niño torpe que abollaba el bote del Cola-Cao con la cuchara. Vaya, cuanto pragmatismo de repente, pensé. Pero me opuse. Me opuse rotundamente y con todas mis fuerzas. Les dije que eran unos egoístas y que no me quitarían lo más importante de mi vida, que no le quitarían el sentido a mi vida. Mi numantina defensa me llevó al psicólogo dado que entre todas mis argumentaciones no tenía explicación convincente para los cortes en mis brazos. Y al psicólogo le dije que aquello de lo de los cortes en los brazos, era porque estaba enamorado de mi profesora de órgano, treinta años mayor que yo, y que lo imposible de aquel amor me desesperaba hasta el punto de hacerme aquellos cortes mientras pensaba en la forma de sus pechos o en el contorno de sus muslos. Como es obvio esta historia apasionó al psicólogo que me permitió seguir con las clases en el conservatorio con la condición de que asistiera semanalmente a sus disertaciones sobre la correcta canalización de los anhelos imposibles y las desviaciones en la masturbación juvenil. Y de paso realizaba una inspección ocular de mis brazos, supongo que por si lo anterior fallaba. No sé qué les contaría a mis padres pero en esos días empezaron a mirarme y a tratarme como a un genio, como al maestro de los maestros portador de un cerebro lleno de obras magistrales y también de rarezas inexplicables.

Con dieciocho años estaba paseando mis obras por los mejores auditorios del continente. Quienes no me admiraban por mis composiciones lo hacían por la calidez de mis interpretaciones. Era un auténtico divo y tenía a mi alcance lo más apetecible que puede ofrecer la vida, pero no podía disfrutarlo pues necesitaba perpetuar mi éxito y mi fama, quería ser el más consumado violinista y el mejor director de orquesta. Pero para ello tenía que componer, pues sólo era capaz de interpretar con aquella habilidad mis propias obras. Además, tenía que evolucionar a formas musicales más complejas, más largas, ya que eran los conciertos, las sinfonías, las grandes composiciones orquestales las que me reportarían el prestigio y la inmortalidad que yo anhelaba. El problema estaba en que esas composiciones requerían centenares y centenares de pentagramas, miles y miles de notas escritas con mi sangre. Me daba igual, estaba decidido a alcanzar mi destino.

Ocultar los cortes nunca fue un problema, dado que podía hacérmelos en las piernas, los pies, las axilas, en la pelvis o en el trasero y nadie se daba cuenta; el psicólogo y mis padres solamente revisaban mis brazos. El problema estaba en la cantidad de sangre necesaria para escribir obras de gran envergadura. La única forma de abordarlas era distanciar los cortes en el tiempo de manera que pudiera recuperarme antes de volver a cortar. Así que por las noche, encerrado en mi habitación, me cortaba en un muslo y dejaba caer las notas sobre una hoja de pentagramas inmaculados hasta que la llenaba y entonces pasaba a otra y a la siguiente y seguía hasta que empezaba a sentirme débil y entonces un poco más. Luego descansaba dos o tres días y repetía la función.

Seguí completando este ciclo hasta que mi primera sinfonía quedo terminada. Su estreno en el auditorio fue un gran acontecimiento y un éxito demoledor. Yo estaba totalmente demacrado por la pérdida de sangre pero muy feliz y emocionado por el reconocimiento que me envolvía a cada paso que daba. Y seguía componiendo. En el conservatorio era ya una leyenda, en mi ciudad y en mi país casi un héroe y en el resto del mundo se pegaban tortas por conseguir una entrada para una de mis representaciones. Pero también empezaban a conocerme como el músico aquejado, por mi aspecto enfermizo y pálido.

Cuando empecé mi segunda sinfonía ya había escrito dos conciertos para piano y uno para violín y un cuarteto de cuerdas. Estaba muy cansado por la pérdida constante de sangre y por el ritmo trepidante que exigía mi vida, conciertos, recepciones, fiestas, charlas, salas de prensa, cenas de gala, constituían un desgaste adicional con el que no había contado en mi programa de racionamiento de sangre. Pero no estaba dispuesto a bajar mi ritmo creador. Las cosas evolucionaban en la dirección correcta y era imprescindible continuar sin interrupción.

Una noche estaba componiendo sobre el escritorio de una suite de hotel, con la camisa levantada dejando caer sobre el cuaderno de partituras mis notas de sangre, que brotaban de un corte cerca del ombligo. Era uno de esos días en que me sentía muy débil y debía elegir muy bien cuando cortar el flujo creador de modo que la debilidad no me impidiera afrontar mis obligaciones de los siguientes días, aunque fuera con mi aspecto aquejado.

La habitación estaba en una penumbra casi ámbar teñida por la luz indirecta de la lámpara encendida en un rincón y mientras observaba el movimiento de las notas sobre el papel empecé a percibir un leve refulgir azul que provenía del otro lado del escritorio. Al principio pensé que aquello tenía que ver con el leve mareo que experimentaba cuando se acercaba el momento de parar la sangría, pero enseguida me dí cuenta de que las variaciones en intensidad de aquella luz se reflejaban de una forma demasiado precisa sobre los objetos que me rodeaban y que claramente había algo que estaba emitiendo ese destello azul. Así que levanté la vista y lo que encontraron mis ojos me hizo saltar hacia atrás.

Tchaikovsky - Sinfonía Nº 6 "Patética"

viernes, 11 de mayo de 2012

La luz de tus ojos.


Nunca podré olvidar aquel día. Los acontecimientos me envolvieron sin que tuviera elección y marcaron mi destino. Lo que ocurrió aquel día ha sido lo más impactante y decisivo de mi vida a pesar de las atrocidades que he cometido después, a pesar de las caras de los muertos y de sus luces.

Era una tarde de domingo y conducía mi viejo coche por una pequeña carretera local. Volvía del chalet que mis padres tienen en el campo, cerca de la ciudad, en el que pasan los fines de semana y casi todo el verano. La comida, la larga sobremesa y el calor descargaron sobre mí un sopor enorme en cuanto monté en el coche y aunque conducía algo atontado estaba seguro de que no me quedaría dormido conduciendo por aquella carretera sinuosa, pues continuamente estaba cambiando de marcha, acelerando y frenando, girando el volante en las curvas cerradas. Sin embargo, tras salir de una de aquellas curvas el coche que circulaba delante hizo un extraño, derrapó y cayó por el terraplén lateral dando vueltas de campana y quedando parado unos cincuenta metros más abajo, volcado, apoyado sobre el techo hundido, con las ruedas todavía girando.

Aquello me hizo salir de mi estado adormilado y al ver el polvo que el accidente había levantado no necesité preguntarme si me lo había imaginado durante mi estado de semitrance. Paré mi vehículo y me dí cuenta de que no había nadie más por allí, solamente yo y el coche accidentado. Por muy vergonzoso que pueda parecer me daba pavor bajar a auxiliar a aquella gente, pues sabía que lo más probable es que me encontrara con un escenario dantesco, dado que la caída había sido fuerte y el coche se veía bastante maltrecho. Me entraron muchas ganas de largarme sin más, y a punto estuve de hacerlo, pero entonces pensé que si un día les pasara a mis padres... bueno, yo querría que alguien les ayudara. Así que descendí por el terraplén de tierra entre saltitos y deslizamientos laterales y enseguida me encontré al lado del coche.

Reuniendo todo el valor que encontré y tratando de no pensar me arrodille junto a la ventanilla del conductor y mientras agachaba la cabeza para mirar dentro empecé a preguntar ¿están bien?¿les ha pasado algo?. Nadie contestó, lógico porque solamente se veía al conductor que estaba indudablemente muerto, con el volante incrustado en el pecho y la cabeza en un ángulo imposible. Metí la mano como pude y gire la llave para detener el motor que seguía en funcionamiento. Me levanté y suspiré con relativo alivio, la escena había sido muy dura pero podía haber sido mucho más horrible, por ejemplo si me hubiera encontrado con gente malherida gritando y tuviera que haberles atendido. Sin embargo, allí las cosas estaban terminadas, aquel hombre estaba muerto y no había mucho que se pudiera hacer. Mientras daba la vuelta alrededor del coche para comprobar si salía gasolina por alguna parte, me dí cuenta del egoísmo profundo de mi pensamiento, aquel pobre señor muerto y yo alegrándome de que no hubiera heridos, y empecé a rectificar razonando que a pesar de la tragedia era una suerte para el fallecido y su familia que viajara solo. Entonces al otro lado del coche, en el suelo polvoriento, vi un pequeño canasto con unas mantas enredadas saliendo por un lado. El capazo de un bebé. Volví a mis pensamientos más egoístas preguntándome porque no me había marchado por el mismo lado por el que había bajado, evitándome así aquel hallazgo que seguramente iba a ser muy desagradable.

Me acerqué y aparté con mucho cuidado las mantas revueltas y encontré a un pequeño bebé, le cogí en brazos y comprobé que tras sus ojos cerrados estaba vivo a pesar de la caída, las vueltas de campana y de haber salido volando por la destrozada ventana trasera. Pero tenía un fuerte golpe en la cabeza e inmediatamente supe que la gravedad de aquello era definitiva. No pude evitar acariciar su mejilla suavemente intentando proporcionarle un mínimo consuelo en el final de su breve existencia y entonces abrió los ojos y me miró fijamente. Sus ojos tenían un levísimo destello de luz, como un reflejo de la vida que aún le quedaba. Pero la luz de aquellos ojos se apagó poco a poco en unos segundos y el bebé expiró en silencio. Dejé su cuerpo en el canasto, estaba absolutamente impactado y triste, y tardé un poco en darme cuenta de que otros coches habían parado y varias personas descendían a duras penas por la cuesta de piedras y arena.

Los días siguientes fueron bastante duros, pues el recuerdo del accidente y la impactante experiencia vívida me habían dejado en un estado depresivo y triste, incapaz de dormir, de comer, de trabajar y de seguir con la vida. Al menos había hecho lo correcto bajando a ayudar en lugar de largarme con viento fresco como fue mi primer impulso. Pasados cuatro o cinco días empecé a recuperarme y fui consciente de mi estado desaseado, y de mi ropa sucia y arrugada, de la clásica desidia que me domina cuando tengo dificultades para aceptar algo. Me duché y empecé a afeitarme, pasándome la maquinilla eléctrica por mi cara, frente al espejo. Al principio no noté nada pues estaba atento a no dejarme ninguno de aquellos largos pelos de una barba de tantos días, pero en un momento dado miré el reflejo de mis ojos en el espejo y vi la luz, su luz, la misma luz que desapareció de la mirada del bebé cuando murió en mis brazos. El susto fue tan tremendo que salí corriendo hacia el trabajo sin terminar de afeitarme, me daba igual, pues estaba aterrorizado y lo que más me asustaba era que en mi interior lo sabía. Sabía que la luz era aquella luz, que por mucho que razonara o lo negara, o pensara que yo siempre había tenido un brillo, una luz, era indiscutible, innegable, irrebatible. Era la misma luz. No una luz igual, cualquier otra luz, una luz parecida, mi propia luz. No, era la misma luz. Su luz.

Aprendí a vivir con el pavor que esta certeza me infringía constantemente pero nunca se lo dije a nadie pues la verdad es que no era una cuestión que otras personas pudieran aceptar sin dudar seriamente sobre mi estabilidad emocional o mis facultades mentales. Al principio huía de los espejos, para no verlo, para evitar enfrentarme a aquello, pero con el tiempo lo fui aceptando y poco a poco lo asimilé como una parte más de mí. Siempre que me miraba al espejo allí estaba el brillo, la leve luz, como si viviera dentro de mí con una enorme vitalidad. Entonces no sabía lo que significaba, pero lo fui descubriendo.

Me reincorporé a mi vida y volví a la normalidad. Mi rutina era muy simple, me levantaba, iba a la oficina, comía con los compañeros, volvía a la oficina, una hora de ejercicio en el gimnasio y de vuelta a casa para cenar y ver un rato la tele antes de dormir. Los fines de semana los pasaba con mi novia, Susana, con la que llevaba ya seis años y a la que sencillamente adoraba, se venía a mi piso y dedicábamos un par de días a sexo, cocina, películas y a criticar a nuestros jefes y compañeros. Es decir, cumplíamos perfectamente con lo que se entiende por una relación sana y con futuro. Sí, está era mi rutina hasta entonces, pero unos meses después del accidente todo empezó a cambiar. Bueno, esto no es del todo correcto. Es más justo decir que yo empecé a cambiar, a comportarme de una forma diferente, extraña. Lo reconozco ahora y lo reconocía entonces, pero no podía evitarlo, obedecía a una necesidad vital, era la expresión de lo más profundo de mi ser.

La primera decisión extraña fue dejar a Susana. Pasamos un puente juntos y me aburrí tanto con sus historias que empecé a pensar que no teníamos nada en común. Me di cuenta de que sus temas de conversación carecían del más mínimo interés. Además, no me dejo comer lo que me apetecía aduciendo historias sobre la comida sana, mientras que yo me moría por unos perritos, pizzas, hamburguesas y un par de litros de Häagen Dazs de chocolate con cookies. Y aunque recordaba que el sexo con ella me había parecido muy excitante no hacía mucho, durante aquellos días la excitación se convirtió en cierto repelús. Terminamos en un ácida discusión en la que ella me echó en cara todas estas cosas y muchas más y yo terminé mandándola a la mierda para siempre. Así, literalmente, de pronto le dije que se fuera a la mierda y que no volviera por mi vida jamás y cuando se puso a recoger sus cosas para llevárselas le dije que no se le ocurriera llevarse nada de mi propiedad. Por si acaso.

Unos días después con gran ilusión me compré una videoconsola y desde el momento en que la conecté no pude separarme de ella más que para dormir lo mínimo, ir al baño o coger el teléfono para pedir algo de comida basura en cualquiera de sus forma. Obviamente seguía yendo a trabajar pero mi fijación por los videojuegos de deportes era tal que me resultaba imposible seguir con el ritmo de trabajo habitual y pronto el director me llamó la atención por no cumplir con los plazos de mis informes y de paso por mi desaliño en el vestir y la falta de higiene.

Jugaba tantas horas a los deportes en la consola que la falta de sueño me volvió irritable y algo malhumorado, pero eso podía considerarse una consecuencia normal del abuso de la consola. Lo que no tenía explicación eran los cambios radicales en mi forma de actuar. Yo siempre había sido una persona madura, sensata y nada impulsiva. Pero me volví muy caprichoso e impredecible.

Poco tiempo después estaba comiendo con los compañeros de departamento y empezamos a discutir sobre fútbol, repitiendo los argumentos y posiciones de tantas veces, yo defendiendo a mi equipo y Manolo metiéndose con los jugadores y el entrenador solamente por el gusto picarme un poco. Pero aquel día yo me mosqueé de verdad y empecé a insultarle y él se puso un poco chulo y entonces le solté una hostia que le hizo caer de la silla. Los demás nos sujetaron para que la pelea no continuara, sobre todo a mí, y cuando nos echaron del restaurante yo me fui por un lado y Manolo y los demás por otro. Decidí que no volveríamos a hablar, ni a comer juntos, ellos quizá me hubieran perdonado pero yo nunca podría perdonar a Manolo por lo que dijo de mi equipo. Y si el resto prefería mantener su amistad y no la mía se podían pudrir con él. O podían irse a la mierda a hacer compañía a la aburrida de Susana.

Al día siguiente había cierta tensión en el departamento. Manolo me miraba con desprecio, sólo con un ojo pues el otro lo tenía amoratado e hinchado. El resto de los chicos y Noelia, la única chica, mantenían las miradas bajas en sus papeles, pero la tensión era palpable. Esto me puso nervioso pues estaba claro que las cosas no eran como siempre y me daba la impresión de que todo el mundo me consideraba culpable de ello. Un rato después empecé a echar en falta mi bolígrafo rojo. Me molestaba mucho que cogieran mis cosas y tenía todo marcado con mi nombre para poder recuperarlo en caso de duda. Busqué el bolígrafo durante un buen rato, en la mesa, entre los papeles desordenados, en los cajones, bajo la silla, y de pronto me di cuenta de que Noelia lo tenía en su mano, estaba escribiendo con él. Me levanté y se lo quité de un manotazo, preguntando a gritos si no era capaz de leer el nombre escrito en el lateral. Ella, a pesar del evidente temor que demostraba su lenguaje corporal, me llamó maleducado y grosero. Eso me irritó más aún y respondí que todos los problemas de la oficina empezaron cuando metieron a una chica, con lo bien que estábamos antes de que ella llegara. Con eso esperaba ganarme el apoyo de los chicos y que volvieran así a estar a mi lado. Pero ella me llamó gilipollas y perdí el control de una forma que ni yo mismo imaginaba y mi reacción fue cogerla del pelo y tirar con todas mis fuerzas. Cayó al suelo, la arrastré un trecho, hasta que los demás se lanzaron sobre mí y me redujeron por la fuerza. Especialmente Manolo que me soltó una batería de puñetazos que me dejaron casi inconsciente. Unos minutos después estaba sentado frente al director, con la nariz goteando sangre y un guardia de seguridad a cada lado, escuchando el breve discurso de mi despido.

Volví a casa y jugué a la videoconsola prácticamente sin interrupción. A ratos me quedaba dormido allí mismo, en el sofá, y retomaba la partida en cuanto me despertaba, comía allí y solamente me levantaba para ir al baño. Había cambiado los juegos deportivos por los shooter en primera persona o cualquier otro juego violento, en los que cada minuto mataba a decenas de enemigos, zombies, ciudadanos diversos, ancianitas y marcianos. Era un delincuente, un mercenario o un asesino y me lo pasaba en grande. Ahora sí que estaba enganchado de verdad, lo de antes era mucho más leve. Al sexto día empecé a encontrarme muy mal, la cabeza me daba vueltas, vomité sobre la mesa del salón y las imágenes de los juegos se empezaron a mezclar con la realidad, hasta el punto de que no sabía seguro si estaba en el salón de mi casa o dentro del televisor. Empecé a sentir un gran sentimiento de culpa por malgastar mi vida con la consola en lugar de estar disfrutando de la vida real como la gente normal y así llegué a la evidente conclusión de que podía considerarme un anormal gracias a ese vicio estúpido. En un impulso agarre la consola y la lancé contra la tele cuya pantalla reventó con un sonido muy parecido al de las cabezas de los zombies cuando les sacudía un martillazo certero. Seguía con problemas para distinguir lo real de lo programado y me puse más furioso y de repente me dí cuenta de que había jodido el plasma y la consola e inmediatamente tomé conciencia de que la culpa de todo aquello era de los de la oficina, de Susana y de todos los cabrones que me habían dejado de lado, así que rabioso salí corriendo a la calle dispuesto a equilibrar la situación.

Corría por las calles llamando la atención de la gente seguramente por mi aspecto desaseado, la ropa muy sucia y también por los alaridos de venganza que iba dando. De vez en cuando tropezaba con una señora o apartaba con un empujón a quienes me molestaban en mi alocado avance. Entonces apareció un coche de policía y se cruzó en la acera delante de mí, choqué, caí sobre el capó y cuando me incorporé tenía a dos agentes a mi lado preguntándome cual era mi problema. Igual que tantas veces me lo habían preguntado los agentes de la ley en Grand Theft Auto. Qué incautos. Hice lo que tenía tan bien practicado, al de la izquierda le pegué un buen rodillazo en las pelotas, mientras alejaba al otro de un empujón, y con un giro rápido arrebaté el revolver de la cartuchera del agente que se agarraba la entrepierna hecho un ovillo. Disparé dos veces al otro en el pecho y luego en la cabeza al primero. Recogí el segundo revolver y los cinturones llenos de munición. Eso es algo a lo que siempre hay que estar muy atento para que no te quiten vidas o para evitar gastar un montón de puntos en salir de prisión. Me monté en el coche patrulla de aquellos dos pringados y me largué a toda velocidad. Estaba impresionado por mi destreza y por lo rápido que había sido todo, a la primera oportunidad había pasado de ir corriendo desarmado a tener un coche y dos pistolas.

Pronto empezaron a seguirme varios coches patrulla, con sus sirenas y luces azules, intentando darme alcance. Avanzábamos a toda velocidad por las calles de la ciudad hacia las oficinas de las que me habían despedido hacía unos días. Hay que reconocer que los policías eran avezados conductores y me seguían de cerca con coches similares al que conducía, pero yo tenía todas las de ganar pues no contaba con escrúpulos para conducir en dirección contraria o circular por la acera llevándome por delante a los peatones entre rótulos imaginarios que anunciaban los puntos de cada atropello. Aullando y riendo llegué con unos segundos de ventaja a las oficinas, entrando literalmente con el coche en la recepción. No me hizo falta encargarme de los dos guardias de seguridad que me vigilaron el otro día pues ambos estaban reventados, empotrados en la pared tras el mostrador arrastrado por el coche.

Subí por las escaleras a la primera planta y en el pasillo me encontré con mi ex-director que salía a comprobar el origen de aquel estruendo. Me miró con la boca abierta primero con ira, como preguntando “¿qué haces tú aquí?” pero en un segundo me relacionó con la entrada triunfal cuyo estruendo acababa de escuchar y su cara ya sólo expresaba el más puro de los miedos. Con mi mejor sonrisa le descerrajé dos tiros entre las cejas y mientras se desmoronaba le pegué una patada en la boca, por gilipollas y por rácano. Cuando entré en mi departamento todos mis ex-amigos estaban junto a las ventanas cotilleando que había pasado en la planta baja, sin embargo miraban hacia la puerta porque habían escuchado los disparos. Esto me proporcionó una segunda entrada triunfal. Dice el refrán que lo bueno si breve, dos veces bueno, así que para no perder el ritmo empecé a disparar a aquellos estúpidos. Una vez a cada uno fue suficiente. Bueno a Manolo le metí cuatro tiros por cabrón. Y a Noelia seis, por cabrona, por robabolis y por ser una chica.

Los policías habían llegado y subían por la escalera mientras en la calle se escuchaban decenas de sirenas acercándose al edificio. Los primeros se parapetaron en la esquina del pasillo de forma que me tenían cercado pues la única salida era la puerta que tenían perfectamente cubierta. No se me ocurrió otra opción así que empapé las manos en la sangre que rodeaba al cadáver de Noelia y me manché la cara y la camisa. Recargué las pistolas y las trabé en mi cinturón, sobre los bolsillos traseros del pantalón y salí al pasillo. Estaba a tres o cuatro metros de los dos policías que cubrían el pasillo desde la esquina y empecé a gritar: ¡socorro!¡socorro! Me ha disparado, estoy herido, ¡le ha dado como un ataque y está en el suelo, le sale espuma por la boca! Los dos agentes dirigieron un segundo sus miradas hacia la puerta y eso me dio la leve ventaja que me hacía falta. Dos disparos para matar y otros dos para rematar, por si acaso.

Eché a correr hacia el otro extremo del pasillo mientras otros policías me disparaban girando las pistolas desde la esquina, sin atreverse siquiera a mirar. Entré en el baño de mujeres, abrí la ventana que daba al patio interior y bajé hasta la calle deslizándome por la tubería que recorría la fachada. Era sólo un piso pero de todas formas lo hice muy bien, estaba en racha. Salí a la avenida principal justo detrás de los coches patrulla que estaban aparcados de cualquier forma en mitad de la calzada, mientras sus ocupantes se organizaban junto a la entrada del edificio, muy pegados a la pared. Robé uno de aquellos coches y derrapando salí a toda velocidad hacia la casa de Susana. En un momento tenía detrás cinco o seis coches patrulla desde los que me iban disparando como locos. Yo también disparaba, así que en unos minutos había consumido toda mi munición, lo cual era un dato muy malo. Se me ocurrió repetir lo que acababa de hacer pero al revés. Así que cuando llegué a la casa de Susana, con un derrape dejé el coche cruzado en la entrada al patio interior, corrí hacia dentro y subí escalando por la tubería hasta el piso de mi ex, el segundo. De una patada rompí el cristal del balcón y me colé dentro justo cuando las primeras balas empezaron a silbar muy cerca de mi cabeza.

Me moví por las habitaciones pero no la vi. Quizá no estaba en casa y ese hubiera sido otro dato muy malo pues seguramente no tendría una segunda oportunidad. En el pasillo un tenue aroma a flores me hizo saber que estaba tomando uno de sus baños de espuma relajantes, con los auriculares puestos y la música a tope, no se había enterado de mi llegada. Me quedaban pocos minutos antes de que entraran los policías que seguro ya me tenían localizado, así que corrí hasta la cocina y dude un momento entre el gran cuchillo para el pan y el de la carne, con el primero hubiera conseguido un resultado más espectacular pero no tenía tiempo para florituras así que cogí el segundo. Me dirigí al baño y abrí la puerta sigilosamente, Susana estaba adormilada, tumbada en la bañera, ignorante de todo, pero no sé si el cambio de presión al abrir la puerta o una corriente de aire hicieron que abriera los ojos . Me vio y se incorporó de un brinco mostrándome su espléndida desnudez trazada de espuma, la turgencia de sus tetas agitada por los gritos que soltaba, como una auténtica posesa. Sé que es una estupidez pero eso me molestó, reconozco que la sorpresa, mi cara llena de sangre y el cuchillo en la mano no ayudaban mucho, pero ella me conocía bien y no debería tenerme tanto miedo así de primeras. Con mi rabia renovada, dí un par de zancadas y le asesté unas treinta puñaladas, con menos hubiera bastado pero me estaba recreando, desahogándome. No pude seguir pues varios agentes llegaron y me inmovilizaron, me sacaron en volandas del baño y en el salón me dieron tal paliza que necesité cuarenta y cinco días de hospital para recuperar la conciencia.

Estuve unos días más internado hasta que terminé de recuperarme y los dediqué a reflexionar sobre estos hechos. ¿Por qué había hecho todo aquello absolutamente impropio de una persona cabal como yo? Llegué a una conclusión pero no se lo dije a nadie, ni a los médicos, ni a mis padres cuando me preguntaron por las razones de mis atroces actos. Nadie me creería. Pero yo tenía la certeza. Me trasladaron a la cárcel y un psiquiatra empezó a tratarme. Era un tío simpático con el que estaba muy cómodo y después de unas cuantas sesiones me decidí a contarle mi teoría.

-En realidad yo no soy el culpable de los crímenes que he cometido. Me pasó algo muy raro y ese no era yo. Soy una buena persona y nunca había hecho daño a nadie. Hace unos meses presencié un accidente de coche y paré a auxiliar a aquella gente. Recogí a un pequeño bebé que había salido despedido del vehículo y expiró en mis brazos, pero justo antes me miró y tenía una especie de luz en la mirada y de alguna forma esa luz entró en mi cuerpo y ahora reside en mí un niño que a veces domina mi voluntad. Por eso me volví tan caprichoso y tan impaciente. Carecía de tolerancia a la frustración. Todo lo quería ya, igual que el niño. No aceptaba negativas, no me quería asear, me peleaba con mis amigos, odiaba a las chicas. Sé que esto no me va a sacar de prisión, pero tiene que entender que digo la verdad, ese niño me obligó a hacer todas esas cosas horribles, en realidad yo no soy responsable.

-Aceptar la culpa es el primer paso necesario para afrontar el problema -respondió el psiquiatra.

-Quiere decir que no me cree. Pero puede comprobar que no miento, seguro que existe un informe sobre el accidente del que le hablo.

-Lo sé. Lo he leído y conozco bien todos los detalles. Un choque frontal por invasión del carril contrario en el que murieron los dos ocupantes del otro vehículo, un bebé y su padre. Usted quedó inconsciente atrapado en su coche. En ningún momento pudo ver a los fallecidos porque cuando consiguieron sacarle ya habían retirado sus cuerpos. Sólo supo de ellos después, tras el positivo en la prueba de alcoholemia.

Esa revelación me dejó acorchado, hueco, vacío, sin capacidad para entender nada pero comprendiéndolo todo de repente. Aunque sabía que era absurdo no pude evitar balbucear una torpe disculpa.

-Pero... pero, yo veía la luz en el espejo.

-El primer paso es aceptar la culpa.


Cada mañana frente al espejo me obligo a mirar el reflejo de mis ojos. Allí está la primera luz, la luz de tus ojos, pero ahora no me hace caso, siempre está jugando con las otras, las que aparecieron después, evitando mi mirada, ignorándome, fingiendo que no existo a pesar de mi desesperación, a pesar de que todos los días termino llorando y suplicando a gritos que me dejen participar en sus juegos.


Metallica - Ride the lightning

viernes, 4 de mayo de 2012

Señales luminosas.


La vida de David estuvo siempre marcada por las señales, por pequeños símbolos que le advertían o anticipaban algo. Aprendió a seguirlas de pequeño, cuando era un niño si se levantaba y todo iba bien, sus padres estaban de buen humor, el desayuno estaba preparado con todo en su sitio, ese era un presagio de que el día sería bueno en el colegio y en el parque con sus amigos. Pero si al levantarse había gritos o malas caras, faltaba la nocilla o las galletas María, o, peor aún, el Cola-Cao, entonces seguro que las cosas se iban a torcer en algún momento y el día sería nefasto, asqueroso.

Esta teoría residente en su mente pero no del todo consciente se fue desarrollando y empezó a darse cuenta de que no solamente podía buscar señales que vaticinaran el desarrollo general de las cosas, sino también otras que le ayudaran a tomar decisiones en situaciones en las que resultaba difícil decidir o cuando simplemente no tenía ni idea de qué hacer. Al principio era como jugar a los dados, pero con la experiencia se fue dando cuenta de cuales eran las señales que le convenía seguir, las auténticas, las que la providencia le dirigía, y de esa forma fue dibujando el camino de su vida con un resultado brillante en casi todas sus facetas.

Con doce años aún buscaba señales simples que le indicaran algo directo, como cuando quería un televisor para su cuarto, algo bastante difícil de conseguir en su caso, y sabía que el factor decisivo era elegir el momento oportuno en que pedírselo a su padre. Una rara piedra de color naranja y blanco, con una forma que le recordó al ratón Mickey, con la que tropezó a la vuelta del colegio le indicó que aquel era el día adecuado. Pero a los quince años la cuestión funcionaba de una forma mucho más compleja, y por ejemplo la observación del cielo nocturno le dijo que debía pedir relaciones a Marta, la chica que caía bien a sus amigos, y no a María, la chica que en realidad le gustaba. Dos estrellas perfectamente alineadas a los lados de la luna eran una señal bastante clara respecto a la elección a realizar.

Incluso llegó a desarrollar una extraña teoría respecto a la noche de año nuevo, de forma que extrapolando los pequeños acontecimientos de aquellas horas a los doce meses siguientes se podía anticipar que grado de satisfacción le reportaría el año entrante, que meses serían buenos y malos y si conseguiría sus anhelos y objetivos.

De este modo fue avanzando en su vida, abriéndose camino con mucho esfuerzo pero siempre dirigido por todos aquellos augurios, símbolos, por las señales que gobernaban su voluntad. Eligió la carrera de economía y un master en dirección de empresas gracias a los designios del viento de poniente en una playa de Málaga, que se opuso rotundamente a que estudiara Bellas Artes. Eligió marcharse a vivir a Madrid tras una compleja e irrepetible secuencia de semáforos en verde que cesó precisamente ante un cartel turístico de la feria de San Isidro.

Una vez ubicado en un piso alquilado, en el centro de la capital, tenía la urgente misión, por la necesidad y porque así lo habían marcado algunos vaticinios, de encontrar un trabajo que le permitiera organizar su vida. Se presentó a multitud de puestos, hizo test, pruebas y entrevistas y su excelente expediente, junto con su carácter sociable y despierto, le brindaron la posibilidad de elegir entre varias grandes compañías y, al menos así lo esperaba, desarrollar una brillante carrera profesional.

Mientras, conoció a algunas chicas y, aunque en aquel momento no tenía un especial interés en tener novia, se encontró con Victoria y desde el primer día supo que debía ser ella. Los supo porque entre los pocos datos que intercambiaron en su primer encuentro, edad, año de nacimiento, curso, número de la calle, teléfono, David reconoció enseguida la sucesión de Fibonacci y este claro indicio le fascinó hasta tal punto que no paró hasta que se convirtieron en pareja.

Según iba avanzando en sus entrevistas de trabajo, fue interesándose por algunas de las empresas a las que podía acceder y solía acercarse a observar sus edificios o instalaciones para intentar captar algo del ambiente que las envolvía, algo que le dijera que esa era la opción adecuada. No consiguió nada las cuatro primeras veces, ninguna señal, ningún feeling que le dejara una clara certeza respecto a la elección que más le convenía.

Pero una tarde de miércoles se dirigió a conocer la sede de Teslacim, una compañía tecnológica con un nombre horrible, que además no le decía nada, pero que insistía en contratarle y ofrecerle un plan de carrera. La dirección de aquella empresa quedaba algo apartada del metro pero decidió ir andando desde la parada, calculando mal pues quedaba aún más lejos de lo que había pensado. Cuando por fin llegó se encontró con un gran edificio en mitad de una explanada de cemento, una construcción de cristal bastante simple, un cubo enorme dividido en cuadrados de cristal azul, cuatro caras iguales, 20 grandes cristales de alto por otros 20 de ancho, una fila de enormes cristales por cada planta. Sin más. No percibió nada especial, no encontró una señal, ningún augurio. Se sentó en uno de los bancos en los límites de la explanada, no porque desde allí se viera estupendamente el edificio y éste le interesara lo más mínimo, sino porque había andado tanto bajo un sol de justicia que estaba agotado y en aquel momento estaba anocheciendo y por fin corría algo de aire fresco, así que se sentó allí a disfrutar del descanso más que por cualquier otra razón.

La explanada estaba vacía y no había nada ni nadie entre su banco y el edificio, que se empezaba a ver algo difuminado a medida que entraba la noche. Los cristales opacos ya casi no reflejaban nada, apenas la luz de algún semáforo alejado, de los pocos coches que circulaban o de las farolas cercanas. El, la explanada y el edificio. De pronto se iluminaron todas las luces de la primera planta, todas a la vez, sin previo aviso y sin titubear ni un segundo. Enseguida se apagaron y se encendieron las de la segunda planta, con la misma contundencia, sin dudar. Y cuando se apagaron, al cabo de un momento, se encendieron las luces de la tercera planta. Y así sucesivamente hasta llegar al piso veinte. Y luego lo mismo, otra vez pero hacia abajo. Y después el edificio se iluminó por completo y se quedó así, como una estrella brillante en mitad de la nada.

David estaba absolutamente impactado, esa había sido sin duda la señal más clara que le habían ofrecido en todo su vida, aparte de un espectáculo magnífico, como podían atestiguar las decenas y decenas de personas que, ahora se daba cuenta, estaban en los límites de la explanada aplaudiendo y soltando diversos gritos de celebración. Aquello lo dejaba claro, esa compañía sería la elegida, allí trabajaría y llegaría tan lejos como se pudiera llegar.

Y así fue. David empezó a trabajar allí, duramente como en todo lo que emprendía. Y también se casó con Victoria Fibonacci, como la llamaba, y todas y cada una de las elecciones que hizo, todas las decisiones que tomó, se las ofreció el edificio. Todas las tardes, cuando anochecía, David salía a la explanada y se sentaba en uno de los bancos a observar la construcción en la que trabajaba pensando en las decisiones profesionales o personales que debía afrontar y buscando la respuesta en aquella fachada de cristal. Y todas las noches la fachada de cristal se iluminaba de una forma diferente que le indicaba una clara respuesta a sus preguntas. Una diagonal de luz que cruzaba la fachada completa, una cristalera sí y la otra no, en filas, en columnas, en forma de damero, representando distintas figuras, letras, conmemorando fechas y acontecimientos. Ofreciendo siempre la respuesta adecuada a sus preguntas.

Aquel edificio se había convertido en la señal de las señales, en su única señal. No le importó a David aquella dependencia pues todas y cada una de las decisiones tomadas había sido acertada, hasta el punto en que pasados unos pocos años se sentó en los bancos de la explanada como director general de la compañía. Había llegado a lo más alto y se dio cuenta de que aquellas luces ya no eran solamente “sus” señales, sino que además le pertenecían por derecho propio, era su dueño. El no dependía de las luces, eran suyas y en el fondo eran ellas las dependientes. Y esto significaba que él era dueño de su propio destino. Increíble, algo que nadie más podía decir conociendo su significado pleno.

David nunca conoció a Aurelio. Trabajaban en la misma empresa, en el mismo edificio, pero en puestos tan diferentes que casi era imposible que se conocieran. David era una persona muy importante para Aurelio, pues dirigía la compañía, designaba los salarios, los ascensos y casi todas las circunstancias de su trabajo diario, pero el director no era consciente de la existencia de aquel simple empleado raso, otro más sin responsabilidades importantes, igual que tantos otros administrativos, programadores, operarios, porteros y contables, sin cara y sin nombre. Un número de expediente entre los más de dos mil que tenía la compañía. Así que David ignoraba lo importante que en realidad era Aurelio, el encargado de la programación de los automatismos, el apasionado amante de su trabajo, que disfrutaba viendo como cada noche una pequeña multitud se agolpaba en la explanada para ver sus composiciones luminosas. Incluso el director de la empresa se sentaba en uno de los bancos puntual, cada tarde, a disfrutar del pequeño espectáculo, seguramente para relajarse y ver algo bonito tras un día de difíciles decisiones. Y siempre aplaudía con entusiasmo, como uno más entre los espectadores.

Esta historia se podría haber quedado ahí, en esa paradoja casi perfecta, en la que un gris empleado dicta de manera inconsciente los designios de la compañía a su director general, que a su vez cree ser el dueño absoluto de sus propio destino y del destino de su empresa. Pero las cosas casi nunca son tan sencillas. Las paradojas son como un fotograma de un largometraje, un momento efímero que reúne algunas peculiaridades. Pero después llega el siguiente fotograma y la paradoja ya no existe, se convierte en un recuerdo dudoso, las normas del juego cambian sin compasión y las particularidades son otras.

El fotograma paradójico de David se construía sobre un éxito rotundo, una fulgurante carrera cuajada de decisiones brillantes, una empresa creciendo con grandes beneficios, y excelentes expectativas de futuro. Pero en un abrir y cerrar de ojos las cosas cambiaron, comenzó una crisis que al principio parecía pasajera pero que nunca terminaba. Y, aunque nadie podría culpar de ello a las decisiones por él tomadas, al final resultó evidente que los planes de crecimiento no podrían realizarse, que para mantenerse en beneficios la empresa debería hacer sacrificios. La paradoja dejó de funcionar, resultaba evidente que el destino avanzaba con voluntad propia.

Una tarde Aurelio estaba ultimando la programación de las luces para la noche y le sorprendió ver que en la sala entraban el director general y el director de personal. Pronunciaron un amable saludo general y comentaron algo brevemente entre ellos y se marcharon tras una breve despedida. Aurelio se quedó un poco decepcionado pues le hubiera gustado que el director se acercara a decirle unas palabras, a felicitarle por el excelente trabajo que hacía con las luces y que no se perdía ni una sola noche. Pero no, apenas saludó y se fue.

  • ¿Qué hacen aquí dentro? -preguntó David.
  • Son los de automatismos. -respondió el director de personal- programan los cierres de las puertas, el aire, las l...
  • Entendido. Cerrar y subcontratar con una empresa de mantenimiento.

Al día siguiente el bueno de Aurelio recibió una carta de personal. En aquellos días difíciles esa carta era lo más temido por todos los empleados pues solamente podía significar una cosa, algo que aquel técnico jamás había temido dada su brillantez en el desempeño de sus tareas. Antes de abrirla a Aurelio le parecía imposible que llevara su nombre y dado que sí lo llevaba estaba seguro de que su contenido no sería el evidente. Pero sí lo era. Un cheque y una breve carta de lamento y agradecimiento. Increíble, pero si el director estuvo anoche viendo las luces.

Al principio se quedó acartonado, sin saber como reaccionar, sin creérselo del todo y siguió trabajando, pero tras un par de horas se dio cuenta de que aquello era real, el cheque y la carta se empeñaban en seguir sobre su escritorio y tuvo que aceptar que le habían despedido. Entonces empezó a sentir cosas muy fuertes, que fueron evolucionando como una de sus programaciones luminosas. Al principio sintió mucha pena y angustia, ¿que haría ahora?, ¿de qué viviría?, ¿cómo encontraría otro trabajo en el que disfrutara tanto?. Después se enfado y sintió un gran odio hacia aquella panda de desagradecidos que no había valorado los años de esfuerzo de un empleado con una dedicación excepcional y este sentimiento se fue concretando. El director. Ese perro traidor y desagradecido que todos los días se lo pasaba en grande viendo sus composiciones luminosas, que no faltaba a una de ellas, que aplaudía como el más devoto entre sus fans. Ese sujeto había decidido o al menos consentido que el más abnegado empleado de la empresa fuera despedido para ahorrar unos cuantos euros.

Aurelio se puso rojo de ira, se ahogaba, no podía respirar, sentía un enorme peso sobre su pecho, le latían tan fuerte las venas de las sienes que parecían a punto de reventar. Se abrió la camisa y jadeó completamente ahogado, víctima de la ansiedad. Cuando cayó de rodillas en silencio pensó que estaba muriendo de un ataque al corazón o algo así. Pero no, le estaban pasando cosas muy extrañas pero no estaba muriendo. Sentía los brazos y piernas, la cabeza, muy rígidos y duros como si estuvieran recubiertos de algo calcáreo como las patas de los centollos o de las langostas. Observó sus manos y comprobó con horror que se habían vuelto negras, muy negras, y también sus brazos, aquella negritud avanzaba por todo su cuerpo. Sus ojos cambiaron y se convirtieron en otra cosa. Se sintió cada vez más negro, y más pequeño, cubierto completamente de un duro caparazón, reducido a una milésima parte de su tamaño. Y entonces se dio cuenta, se había convertido en un insecto, una cucaracha, un ciempiés, un bicho asqueroso cualquiera.

A pesar de lo preocupante de aquella metamorfosis y de su pequeño tamaño, su ira no había disminuido sino todo lo contrario, era lo único que podía sentir, ansías de venganza y de protesta absolutamente irrefrenables. Se dirigió hacia la puerta de la sala, cegado por el odio, corriendo con sus seis patas entre las enormes sillas y mesas, esquivando gigantescas bolas de papel junto a la inmensa papelera y se coló por debajo de la puerta. Cuando salió al pasillo se encontró con un gran número de congéneres, otros bichos asquerosos, insectos de todas clases muy enfadados, movidos también por la sed de justicia. No podían hablar, pues los insectos no hablan, pero tampoco hacía falta decir nada. Todos se sentían igual. Así que sin necesidad de un gesto o una orden comenzaron a correr por el pasillo hacia las escaleras y en cada puerta que pasaban se les unían más y más insectos asquerosos, subieron un piso y allí se les unieron más y más, y en el siguiente más aún. Cuando llegaron a la planta veinte eran muchísimos, eran un gran marea formada por un par de miles de los bichos más infectos que se hayan juntado nunca ante la puerta de un director general.

David notó un rumor extraño fuera de su despacho, pensó que alguien arrastraba algún objeto muy pesado aunque aquel sonido sordo era demasiado constante y uniforme para tratarse de aquello. Se levantó de su silla y se dirigió hasta la puerta para ver qué pasaba allí fuera. Un extraño presagio, alguna clase de señal sin identificar le advertía que no abriera la puerta pero no hizo caso y giro el pomo y abrió. Y se encontró con el suelo cubierto por centenares de insectos marrones y negros que estaban muy quietos, parecía que mirando hacia arriba, mirándole a él, como esperando que dijera algo.

Y es que así somos los seres humanos incluso cuando nos hemos convertido en insectos, vemos al jefe y el primer impulso es esperar órdenes o instrucciones. Claro que eso duró muy poco, apenas un segundo, y el impulso siguiente fue desatado por la ira más primaria. Los insectos avanzaron con rapidez ascendiendo por las piernas de David que apenas tuvo tiempo de reaccionar dando un par de manotazos, mientras comprendía que el murmullo que antes escuchó era la suma de los leves alaridos de aquellos seres.

No, no os equivoquéis, los humanos convertidos en insectos no comen personas, son pequeños, asquerosos e insignificantes pero no son caníbales. Su intención era descargar su ira manifestándose, gritándole al oído a aquel sujeto todas las cosas que no quería escuchar, la injusticia, la crueldad, el desagradecimiento, la impotencia. Se metían en sus oídos y gritaban y volvían a salir y luego entraban otros y otros y empezaron a entrar también en su boca a gritar allí y por los agujeros de su nariz. David se retorcía aterrorizado, sin entender bien que pasaba, solamente percibía el roce de miles de patas y aquel murmullo que ahora era ensordecedor. Y se ahogaba. No podía respirar pues tenía la boca, la nariz y la garganta llenas de bichos asquerosos.

Así murió David. Asfixiado por cucarachas, escarabajos, polillas y grillos que se desahogaban a gritos ante la injusticia que no podían comprender. Cuando terminaron, los insectos se retiraron llevándose los cadáveres de los compañeros bichos que habían muerto en aquella multitudinaria manifestación espontánea. Y allí quedó David, muerto, olvidado hasta que le encontraron los empleados de la subcontrata de limpieza, retorcido en el suelo, con una mano en la garganta y la más pura expresión de sorpresa grabada en el rostro. Otro director general muerto por un fallo cardiorespiratorio, diría la prensa al día siguiente, la plaga de la crisis.

La plaga de la crisis.

Unos meses después Aurelio observaba entre los vítores y aplausos de la multitud las evoluciones de la fuente luminosa que había programado aquella tarde. La fuente estaba al otro lado de la explanada, frente al edificio en que había trabajado toda su vida. Quién se lo iba a decir, toda una vida recreando su creatividad con las luces de aquel edificio que ahora siempre estaba apagado, como muerto, al llegar el anochecer, y resulta que había terminado encontrado su destino a unos pocos metros. Porque era indudable que estaba destinado para el trabajo de programar la fuente, era su plenitud como programador y creativo pues no solamente tenía luces de todos los colores, sino que también podía regular los chorros de agua y hacerlos bailar al ritmo de la música que seleccionaba cuidadosamente cada día. No podía imaginar nada que le hiciera gozar más.

Se acordó de David, el director, y de todas aquellas tardes en que acudía puntual a admirar sus composiciones luminosas. Le daba mucha pena que hubiera muerto, sobre todo porque lo más seguro es que sufrió aquel ataque al corazón como producto de la angustia y preocupaciones que le produjeron todos aquellos despidos y recortes.

Un chorro de agua y luz azul se eleva alto, casi lamiendo las nubes, y enseguida le alcanza otro igual pero verde, y docenas de chorros danzan a su alrededor a media altura, rojos, amarillos, blancos, violetas, naranjas y rosas. Todos bailando al son de la maravillosa música que imagino Handel, a la que acompaña el chirrido lejano de un grillo cantándole a la noche de verano.

George Frederic Handel - Water Music