Estaba en el vientre materno, más o menos en el sexto mes de embarazo, cuando mi padre colocó por primera vez sus auriculares sobre la barriga para que me llegaran los ritmos de la Pequeña Música Nocturna de Mozart. Empezó a hacerlo porque los psicólogos hablaban de los increíbles beneficios de la música para potenciar el desarrollo cerebral de los bebés, en especial si se utilizaban composiciones del maestro austriaco. Al parecer mi reacción ante aquel estímulo fue dar patadas y puñetazos siguiendo el compás, lo cual entusiasmo a mis padres que repitieron el experimento una y otra vez siempre con la misma respuesta por mi parte, por lo que empezaron a pensar que estaba destinado a desarrollar unas habilidades excepcionales en el terreno musical.
Así que cuando tenía un año de edad todos mis juguetes habían sido sonajeros, campanillas, móviles musicales, xilófonos y todo tipo de dispositivos musicales con forma de conejo, tortuga o cualquier otro animal susceptible de llevar encima un teclado. Y a partir de entonces fueron pianos, flautas, guitarras y tambores. Cada vez que golpeaba el tambor, aunque fuera con la flauta, una sonrisa ilusionada aparecía en los rostros de mis padres. Recuerdo que con tres años me gustaba pegarme en la frente con la pandereta, por pura diversión, y mis padres me observaban con la fascinación de quien contempla, y no es capaz de entender, la expresión súbita de la máxima creatividad, atisbando las primeras genialidades del fenómeno musical en ciernes.
A los cinco empezaron las clases de teoría musical y de diversos instrumentos, con objeto de despertar el talento creativo que contenía mi cabeza. Los sábados por la mañana me sentaban al piano y me pedían que interpretara los conocimientos adquiridos durante la semana. Y yo lo intentaba con toda mi pasión pues tenía tan claro como ellos que en cualquier momento saldría una sonata de mis dedos y que en un futuro no muy lejano sería un gran músico. Así que cuando en alguna de aquellas sesiones de sencillas composiciones para niños conseguía hilvanar cuatro o cinco notas seguidas me sentía un auténtico genio bajo los aplausos emocionados e incondicionales de mis padres.
Cuando llegué a los 10 tenía amplios conocimientos sobre tónicas, escalas, dominantes y triadas y había probado casi todos los instrumentos inventados alguna vez en el planeta pero sin destacar en ninguno. Sin embargo, mis padres seguían esperando el momento del alumbramiento de mi genialidad que entreveían continuamente en todo lo que hacía, aunque solamente estuviera dando la tabarra pegando golpes al bote del Cola-Cao con una cuchara. Yo la verdad es que no notaba ninguna genialidad creciendo en mi interior y empezaba a temer que aquello no iba a ocurrir nunca, pero disfrutaba mucho con tanta atención y además amaba la música que siempre me rodeaba. Podía escucharla cuando quisiera, la que yo quisiera, pues tenía miles de vinilos que manejaba a mi antojo, con gran cuidado, y que reproducía continuamente. Y esta pasión creciente fue interpretada en todo momento como una prueba más del preludio de mi florecimiento.
Y así ocurrió, florecí. Tenía 12 años y estaba desayunando en la cocina, con mi madre, mientras tarareábamos el Septiminio de Beethoven. Yo untaba mantequilla en una tostada con gran dificultad pues estaba tan dura que no había forma de extenderla y en un descuido me hice un pequeño corte con el cuchillo en mi brazo izquierdo. Mi madre al verlo se alarmó y gritó y salió corriendo hacia el baño, a por el botiquín. Yo también me alarme porque me dolía y también grité pero no por el dolor sino al ver lo que me salía por la herida. No era sangre roja, oscura y espesa, como esperaba, sino una sucesión interminable de notas musicales. Negras, blancas, corcheas, semicorcheas, silencios, se iban depositando en el plato en el que había apoyado mi brazo. No sabía bien que era aquello, ni tampoco que hacer pero intuía que las consecuencias de aquel descubrimiento me complicarían la vida notablemente, así que tapé la herida con la servilleta y vertí en el vaso de leche todas las notas que había en el plato, tratando de evitar que mi madre las viera. Inmediatamente se deshicieron tiñendo la leche de un extraño color entre el marrón y el rojo.
Cuando llegó con el botiquín no la dejé atenderme, insistí una y otra vez en que yo mismo me curaría la herida pues ya era mayor para hacerlo y mientras discutíamos no separé la servilleta de mi brazo. Después de una larga pelea tuve que hacerlo, pero de la herida ya no brotaban notas pues estaba empezando a cicatrizar así que mi madre no se dio cuenta de lo que ocurría exactamente, aunque intuía por mi actitud que algo anómalo estaba pasando.
Un rato después, estaba solo en mi habitación, dándole vueltas a aquello muy preocupado, empezando a creer que padecía una rarísima enfermedad incurable que me llevaría a una muerte segura de la forma más lenta y dolorosa. Pero detrás del miedo sentía una gran curiosidad e intuía que aquello tendría una transcendencia fundamental en mi vida de una forma muy diferente a la enfermedad y el padecimiento. Así que, sin saber muy bien por qué, cogí un cortauñas y empecé a hurgar en una pequeña zona de la herida a medio cicatrizar, tratando de abrirla de nuevo, intentando verificar lo que me acababa de ocurrir a pesar del dolor que me estaba infligiendo. Enseguida empezó a aparecer lo que sin duda era una redonda. La dejé caer sobre una hoja de papel y me tape la herida con la camiseta para que la herida cerrara de nuevo. Mientras, observé la nota con detenimiento. Era una redonda absolutamente perfecta, no podía ser más pura, perfectamente definida y de un tamaño más justo. No tenía conocimientos suficientes para asegurarlo pero me pareció que estaba compuesta por una capa exterior dura, quizá de glucosa, rellena de sangre. De pronto la nota se deslizó sobre el papel y se paró cerca de la esquina superior izquierda de la hoja, se deshizo y fue absorbida por el papel quedando perfectamente impresa en el mismo, igual que si hubiera sido dibujada con una pluma poniendo el máximo cuidado. Dejé caer algunas notas más para ver sí ocurría lo mismo y todas terminaron deslizándose hacia la misma zona y fueron absorbidas por el papel, formando una pelota de notas musicales sin ningún sentido.
Acudí a mi clase de piano de aquel día, consistente en un grupo de ejercicios cromáticos y armónicos sobre una sonata de Mozart. Es decir, la misma rutina de todas las clases. Estaba dándole vueltas al significado de aquellas notas que salían de mi cuerpo y al motivo por el que se deslizaban sobre el papel formando un conjunto en una esquina y estos pensamientos me tenían muy desconcentrado por lo que el profesor me llamaba la atención continuamente, tienes que seguir el compás, pierdes el ritmo, no amontones las notas, en el pentagrama lo tienes todo perfectamente escrito, el orden, la distancia. Mi rendimiento en aquella clase empeoró aún más pero a partir de aquel momento lo tuve claro, las notas se agolpaban en una esquina porque no sabían cual era su sitio, necesitaban una guía, un camino a seguir.
Cuando volví a casa decidí hacer la prueba con una nueva herida y me hice un corte no muy profundo en el brazo izquierdo, paralelo al que ya tenía. Las notas brotaron primero a borbotones y luego más levemente y las dejé caer sobre mi cuaderno de partituras, en una hoja con todos los pentagramas aún vacíos, a la espera de que yo los completara con mi ejercicio para la clase de composición del día siguiente. Las decenas de notas quedaron agolpadas sobre el papel pero enseguida comenzaron a agitarse y de pronto se movieron hacia el comienzo del pentagrama, primero una armadura de clave de sol, y luego negras, blancas, corcheas, se fueron dispersando a lo largo de todo el pentagrama hasta ocupar toda la hoja y fueron absorbidas por el papel dejando impresa una composición que prosiguió en la siguiente hoja y en las cuatro siguientes, culminando un conjunto que tenía todo el aspecto de unas variaciones para piano sobre un sencillo tema inicial. El trabajo tenía buen aspecto y supuse que me reportaría una buena nota, lo cual me alegro tanto como darme cuenta de que había encontrado una utilidad, o una razón, para aquella extraña deformidad que invadía el interior de mis venas.
Al día siguiente el profesor de composición me pidió mi trabajo con intención de corregir juntos los posibles errores, disonancias o fallos de estilo. Pero el profesor lo repasó una y otra vez, absolutamente admirado e impresionado, sin poder pronunciar palabra, y al final sólo acertó a preguntarme por qué había utilizado tinta rojo oscuro y no negra que es lo habitual. Le dije que esa sería mi firma, mi identidad, a partir de ahora. Pero lo asombroso no fue que la obra le pareciera sublime, pues yo sabía que lo era, sino lo que vino después. Tócala al piano, me dijo seguramente esperando una de mis interpretaciones arrítmicas y carentes de encanto. Pero desde la nota inicial lo que salió de mis dedos fue la primera interpretación brillante de mi carrera. No podía creer cómo se movían mis dedos, sin parar, sin buscar las teclas, intuyendo el ritmo y la presión precisos. El profesor acabó hecho un mar de lágrimas, absolutamente emocionado por mi interpretación, por la obra y por ver cómo florecía el pupilo en el que tenía puestas tan pocas esperanzas.
Esa noche estuve pensando en los increíbles acontecimientos de aquellos dos días. Las letras que salieron de mis heridas, la forma en que se colocaron en el pentagrama, la obra maestra que resultó. Y mi interpretación. Esto me parecía lo más inexplicable a pesar todas las otras extrañas circunstancias, dado que nunca había sido un interprete que destacara en nada, pero al final pensé que si las letras salían de mí y estaban hechas con mi sangre, parecía lógico que las asimilara como algo mío, como una extensión de mí que era capaz de entender sin siquiera pensar y que representaba sobre el teclado con naturalidad y perfección.
Los días siguientes fueron una locura. Mi composición pasó por las manos de todos mis profesores, por las de los responsables de la escuela de música, músicos y otras gentes y así, pasando de una mano a otra, llegó a las del director del conservatorio. De esta forma, casi sin saber cómo, estaba sentado al piano interpretando mi obra para él y para un comité de eruditos musicólogos que se había formado para la ocasión. Mi interpretación de aquella mi primera gran creación fue otra vez emocionante e impecable y no sé si una cosa o las dos hicieron levantarse de la silla a aquellos expertos deshaciéndose en aplausos y en elogios, gritando esos característicos, apretados y casi violentos “¡bravo!” que como exabruptos incontrolados se pueden escuchar solamente en los conciertos de música clásica.
Pasé de la escuela de música al conservatorio y mis antiguos profesores quedaron relegados por los más reconocidos instructores musicales. Al principio no quise llamar mucho la atención pues estaba algo asustado por todos aquellos cambios, por lo que nos limitamos a dar vueltas a “mis variaciones para piano sobre un sencillo tema inicial” como decidí nombrarlas. Pero en cuanto empecé a sentirme seguro mi ego empezó a demandar más atención, me negué a dejar de ser el centro del mundo, y empecé a “componer” de nuevo. Sangre sobre el papel. Una sonatina, una obertura, un adagio y mis brazos estaban claramente marcados de cortes y heridas, pero mi éxito académico era más que notable y ya se estaba empezando a organizar mi brillante futuro profesional en torno a mis increíbles habilidades.
Como era inevitable mi madre descubrió las heridas en mis brazos y mis dos progenitores me interrogaron una noche sobre mis ansiedades, mis miedos y las frustraciones de mi joven vida y, aunque yo le quité importancia a todo, decidieron que si me estaba autolesionando era debido a la la presión a la que estaba sometido, la cual me hacía tan infeliz que tenía que recurrir a aquellos cortes para liberarme. Me dijeron que lo primero era yo, mi felicidad, que se acabó la música, que volvería a ser el niño torpe que abollaba el bote del Cola-Cao con la cuchara. Vaya, cuanto pragmatismo de repente, pensé. Pero me opuse. Me opuse rotundamente y con todas mis fuerzas. Les dije que eran unos egoístas y que no me quitarían lo más importante de mi vida, que no le quitarían el sentido a mi vida. Mi numantina defensa me llevó al psicólogo dado que entre todas mis argumentaciones no tenía explicación convincente para los cortes en mis brazos. Y al psicólogo le dije que aquello de lo de los cortes en los brazos, era porque estaba enamorado de mi profesora de órgano, treinta años mayor que yo, y que lo imposible de aquel amor me desesperaba hasta el punto de hacerme aquellos cortes mientras pensaba en la forma de sus pechos o en el contorno de sus muslos. Como es obvio esta historia apasionó al psicólogo que me permitió seguir con las clases en el conservatorio con la condición de que asistiera semanalmente a sus disertaciones sobre la correcta canalización de los anhelos imposibles y las desviaciones en la masturbación juvenil. Y de paso realizaba una inspección ocular de mis brazos, supongo que por si lo anterior fallaba. No sé qué les contaría a mis padres pero en esos días empezaron a mirarme y a tratarme como a un genio, como al maestro de los maestros portador de un cerebro lleno de obras magistrales y también de rarezas inexplicables.
Con dieciocho años estaba paseando mis obras por los mejores auditorios del continente. Quienes no me admiraban por mis composiciones lo hacían por la calidez de mis interpretaciones. Era un auténtico divo y tenía a mi alcance lo más apetecible que puede ofrecer la vida, pero no podía disfrutarlo pues necesitaba perpetuar mi éxito y mi fama, quería ser el más consumado violinista y el mejor director de orquesta. Pero para ello tenía que componer, pues sólo era capaz de interpretar con aquella habilidad mis propias obras. Además, tenía que evolucionar a formas musicales más complejas, más largas, ya que eran los conciertos, las sinfonías, las grandes composiciones orquestales las que me reportarían el prestigio y la inmortalidad que yo anhelaba. El problema estaba en que esas composiciones requerían centenares y centenares de pentagramas, miles y miles de notas escritas con mi sangre. Me daba igual, estaba decidido a alcanzar mi destino.
Ocultar los cortes nunca fue un problema, dado que podía hacérmelos en las piernas, los pies, las axilas, en la pelvis o en el trasero y nadie se daba cuenta; el psicólogo y mis padres solamente revisaban mis brazos. El problema estaba en la cantidad de sangre necesaria para escribir obras de gran envergadura. La única forma de abordarlas era distanciar los cortes en el tiempo de manera que pudiera recuperarme antes de volver a cortar. Así que por las noche, encerrado en mi habitación, me cortaba en un muslo y dejaba caer las notas sobre una hoja de pentagramas inmaculados hasta que la llenaba y entonces pasaba a otra y a la siguiente y seguía hasta que empezaba a sentirme débil y entonces un poco más. Luego descansaba dos o tres días y repetía la función.
Seguí completando este ciclo hasta que mi primera sinfonía quedo terminada. Su estreno en el auditorio fue un gran acontecimiento y un éxito demoledor. Yo estaba totalmente demacrado por la pérdida de sangre pero muy feliz y emocionado por el reconocimiento que me envolvía a cada paso que daba. Y seguía componiendo. En el conservatorio era ya una leyenda, en mi ciudad y en mi país casi un héroe y en el resto del mundo se pegaban tortas por conseguir una entrada para una de mis representaciones. Pero también empezaban a conocerme como el músico aquejado, por mi aspecto enfermizo y pálido.
Cuando empecé mi segunda sinfonía ya había escrito dos conciertos para piano y uno para violín y un cuarteto de cuerdas. Estaba muy cansado por la pérdida constante de sangre y por el ritmo trepidante que exigía mi vida, conciertos, recepciones, fiestas, charlas, salas de prensa, cenas de gala, constituían un desgaste adicional con el que no había contado en mi programa de racionamiento de sangre. Pero no estaba dispuesto a bajar mi ritmo creador. Las cosas evolucionaban en la dirección correcta y era imprescindible continuar sin interrupción.
Una noche estaba componiendo sobre el escritorio de una suite de hotel, con la camisa levantada dejando caer sobre el cuaderno de partituras mis notas de sangre, que brotaban de un corte cerca del ombligo. Era uno de esos días en que me sentía muy débil y debía elegir muy bien cuando cortar el flujo creador de modo que la debilidad no me impidiera afrontar mis obligaciones de los siguientes días, aunque fuera con mi aspecto aquejado.
La habitación estaba en una penumbra casi ámbar teñida por la luz indirecta de la lámpara encendida en un rincón y mientras observaba el movimiento de las notas sobre el papel empecé a percibir un leve refulgir azul que provenía del otro lado del escritorio. Al principio pensé que aquello tenía que ver con el leve mareo que experimentaba cuando se acercaba el momento de parar la sangría, pero enseguida me dí cuenta de que las variaciones en intensidad de aquella luz se reflejaban de una forma demasiado precisa sobre los objetos que me rodeaban y que claramente había algo que estaba emitiendo ese destello azul. Así que levanté la vista y lo que encontraron mis ojos me hizo saltar hacia atrás.
Tchaikovsky - Sinfonía Nº 6 "Patética" |