viernes, 26 de octubre de 2012

La química del Mundo y el misionero del destino. Capítulo VIII.


Al llegar al otro lado, en lugar de buscar a Kira, corrí hasta el salón para ver si la tele seguía encendida y suspiré de alivio cuando vi que sí. Entonces salí corriendo para ver si la montaña seguía estado allí fuera. Allí estaba, pero mucho más cerca que antes, mucho más grande y absurda, congelada de frío a unos centenares de metros de una playa.

Kira me vio y se acercó a mí en silencio. Esperó a que me calmara para preguntar -Tirso, ¿ves algún cambio?

-No, no, que va -respondí- La montaña está ahí. Aquí. Como siempre.

-Qué bien. Me alegra mucho saberlo ¿Qué tal te ha ido? -preguntó besándome.

Maya pasó a verme un rato después. Aunque no quería preguntar supe que anhelaba saber si me había salido de mi misión, si había contactado con otro misionero. Me imaginé su miedo a que mi ideal cambiara a otro paraíso opuesto, a que aparecieran elementos que distorsionaran el equilibrio, o a que quedaran eliminados los habitantes del pueblo. Así que le dije que no, que había cumplido mi misión sin perder ni un minuto y sin desviarme para nada de lo previsto.

Durante los días siguientes toqué mucho el ukele y me relacioné menos con la gente del pueblo. También pasaba mucho tiempo observando la montaña, de espaldas al mar, y me dí cuenta de que si me acercaba a los lindes de los cocoteros notaba que el aire era más frío. Pero no dije nada. Tampoco tuve que esforzarme mucho para guardar el secreto pues Kira apenas perturbó mis deseos de soledad hasta que llegó el momento de preparar la siguiente misión.

Mi objetivo era el presidente de una gran compañía fabricante de teléfonos móviles. Al parecer una especie de gurú que marcaba las tendencias y los hábitos de consumo para millones de personas. Le había visto muchas veces en la tele durante mi vida anterior y la verdad es que simpatizaba con él, no me caía mal. Pero al parecer el Mundo le consideraba una mala influencia para la sociedad, así que tenía las horas contadas por mucho que a mí me pareciera un tío legal. Y su muerte iba a ser bastante dolorosa a juzgar por el arma que me habían asignado. Un puño de acero.

El entrenamiento no duró mucho pues la técnica era sencilla, bastaba con golpear muy fuerte con la robusta parte metálica exterior, de forma que no me hiciera daño en la mano. Tardé un par de días en utilizar mi arma con pericia y me costó algunas heridas y magulladuras, pero enseguida fui capaz de partir una gruesa caña de un solo golpe. Anhelaba mucho a Polar así que decidí partir en cuanto tuve cierto dominio en el uso del arma.

Lo hice al despuntar el alba, sin que Kira se enterara, y aparecí en uno de los baños de la compañía de mi próximo amigo, el fabricante de teléfonos. Era inevitable percatarse de ello pues el logotipo de la empresa estaba por todas partes. Mientras me situaba, la puerta del baño se abrió de golpe y un guardia de seguridad entró y me amenazó con una porra mientras me ordenaba que estuviera quietecito. Sin duda andaba por allí y había escuchado el ruido de mi caída. Saqué el puño de acero del bolsillo para igualar un poco la lucha contra la porra. En realidad no, porque el guardia era mayor, le faltaría muy poco para jubilarse, y podría haberle desarmado con un suspiro, pero me vendría bien practicar un poco. Al ver el puño reaccionó mal, intentó pegarme un porrazo y tuve que retorcer su brazo y le lancé contra una pared, lo cual me disgustó un poco pues no tenía ningún deseo de humillarle, sólo quería hacer algún ensayo con el puño. Para cuando reaccionó yo estaba preparado y su embestida fue recibida con una lluvia de acero de tal magnitud que cayó de rodillas con el rostro sangrante reventado en varios sitios. Me pareció que el puño tenía su punto divertido, aunque para matar a alguien con aquello serían necesarios demasiados golpes.

Ensayé en varias partes del cuerpo del guardia y tras unos minutos de golpes dolorosos y heridas no mortales me di cuenta de que para matar lo mejor era golpear varias veces en el mismo punto del cráneo o la cara hasta escuchar un crac y entonces bastaba con un par de puñetazos más. Seis o siete golpes y hecho. Cuestión de segundos.

Busqué las llaves en los bolsillos del guardia y cerré el baño para que nadie descubriera el cuerpo. El personal estaba a punto de llegar pues ya hacía un rato que era de día. Di una vuelta por las oficinas vacías buscando algo de ropa ya que la que llevaba estaba salpicada de manchas rojas bastante evidentes. Encontré algunas batas blancas en un perchero y me puse una sobre la ropa sucia. Empecé a preocuparme pues Polar no había aparecido aún y eso podía significar que no nos íbamos a encontrar o que no volveríamos a vernos. Podía tener otro objetivo en un sitio diferente o quizá ya había terminado su misión y estaba viviendo en su paraíso sin poder volver, por toda la eternidad.

Cogí algunas carpetas de aquí y de allá y cuando los empleados empezaron a llegar vagué un rato por los pasillos como si fuera a llevarlas a algún sitio. Nadie reparó en mí, allí trabajaba mucha gente y al parecer todos llevaban bata blanca y la mayoría parecía dedicarse a lo mismo que yo, a llevar papeles de un sitio a otro.

Junto a unos ascensores que escupían decenas de personas encontré un directorio. El presidente tenía su despacho en el último piso y la lucecita del ascensor decía que yo estaba en el piso treinta y cuatro, veinte plantas más abajo. Monté en uno de los ascensores y comprobé con disgusto que no llegaba al piso superior, se quedaba una planta más abajo. Allí estaba el departamento de desarrollos, protegido con puertas de cristal electrónicas que se abrían con huella digital. Curioseé lo que pude a través de la puerta principal. Dentro había varios guardias, y al fondo otra puerta que daba a unas escaleras que ascendían. Sin duda era por allí, pero no sabía cómo entrar.

Sopesé algunas posibilidades. Salir por una de las ventanas y tratar de escalar por el exterior hasta el piso de arriba parecía temerario. Conseguir que me abrieran la puerta con alguna excusa y enfrentarme a los guardias, y quizá a todo el personal que había dentro, parecía una opción suicida ya que estaba muy mal armado para enfrentarme a un grupo. Quizá era mejor esperar a que el CEO saliera y atacarle fuera del edificio, en un restaurante o en su casa. Pero supuse que si el espejo me había dejado allí sería por algo. Me senté en las escaleras, frente a los ascensores, y medité sobre la situación. Comprendí que estaba más perdido que nunca, lo único que sabía era dónde estaban los despachos de la dirección, pero no sabía a ciencia cierta si mi objetivo estaba en el edificio, o en otro lugar. Podía estar en otro continente. Estaba muy perdido. Se me ocurrió buscar la estrella en el cielo, mi luz, y bajé las escaleras hasta el descansillo para mirar por la ventana, pero estaba muy nublado y no se veían estrellas por ningún lado. Volví a sentarme en las escaleras y empecé a dudar, quizá debido a la impaciencia por estar con Polar había cruzado la frontera demasiado pronto y las cosas aquí todavía no habían madurado lo suficiente. Me había precipitado, tenía que volver y esperar a estar preparado de verdad.

Sonaron unos pasos que se acercaban a mi posición. Se detuvieron junto a mí pero estaba tan absorto en mis reflexiones que no les presté atención hasta que escuche la voz de Polar.

-Este es el sujeto. Se ha colado de alguna forma y ha robado la bata de uno de los técnicos del departamento de programación. Vamos a llevarle al puesto de guardia.

Dos fornidos guardias me sujetaron por los brazos y me alzaron. Yo no me resistí. Toda mi atención estaba puesta en Polar. Estaba vestida igual que los verdaderos guardias y aunque el uniforme le estaba algo grande daba el pego bastante bien. Vestida así, de vigilante, con el pelo recogido pero con algunos mechones escapándose aquí y allí, con su voluptuosidad difusa, resultaba cautivadora. No me extrañó que los dos guardias que me agarraban la hicieran caso en todo. La imaginé como una agente de tráfico en la puerta de un colegio, dando paso a los niños y parando a los coches, bajo la mirada incrédula de los conductores, turbando a los padres, que no sabrían cómo disimular las miradas, y turbando aún más a las madres.

Me llevaron en volandas y atravesamos las puertas de seguridad para entrar en el área restringida a la que antes no había sabido cómo acceder. Pasamos ante filas y filas de mesas desde las que los técnicos observaban la escena con curiosidad. Llegamos hasta la única puerta opaca de la planta que los guardias abrieron con una llave tradicional. Entramos los cuatro, Polar, los dos guardias y yo. De un empujón me obligaron a sentarme en una silla y comenzaron a interrogarme. ¿Cómo has entrado?¿Eres un espía o un vulgar ladrón?¿Qué querías robar?

Uno de los guardias me agarró la cara y empezó a apretar preguntándome si tenía algún encargo de otra compañía. No le presté atención porque me pareció que Polar flirteaba descaradamente con el otro guardia y la rabia me incendió. Empujé al guardia con una patada y me levanté mientras acomodaba en mi mano el puño de acero que llevaba en el bolsillo. De reojo vi que Polar hacía un movimiento extraño, sacaba un hilo fino del bolsillo y lo tensaba entre las dos manos. Empecé a golpear al guardia que me había acosado a una velocidad casi imposible y en unos segundos le tenía de rodillas con un ojo reventado, la nariz rota y el hueso de la frente visible en mitad de una brecha sangrante. El otro guardia se había girado al escuchar los golpes y Polar, con un movimiento preciso, le paso el hilo por el cuello. Durante un segundo pareció que no pasaba nada, pero luego unos finos regueros de sangre aparecieron en la garganta del hombre. El se tocó la herida y entonces apareció un profundo corte de lado a lado. Cayó sobre la mesa mientras yo golpeaba una y otra vez el cráneo de mi guardia, a pesar de que el crac había sonado hacía rato.

-Vaya mierda de armas que tenemos -me dijo Polar riendo.

-La mía no está mal. Es divertida, aunque un poco lenta -respondí mientras la cogía por las caderas y la abrazaba para besarla.

Ella soltó los botones de mi bata, me soltó el cinturón y me abrió los pantalones. Entonces bajó los suyos, se dobló sobre la mesa dándome la espalda y me pidió que se lo hiciera a lo bestia. No lo dudé ni un momento, la embestí con todas mis fuerzas una y otra vez, mientras mi cerebro procesaba un conjunto de imágenes que no era capaz de asimilar del todo. Su culo temblando con lujuria, el uniforme, el cadáver del guardia sobre la mesa cuya cabeza retorcida quedaba a unos centímetros del rostro de Polar, que ajena al horror del asesinato parecía fundirse en un gesto de placer. Duró muy poco pero fue algo irrepetible. Siempre lo recordaré.

-¿Cómo has conseguido colarte aquí?¿Y el uniforme? -pregunté mientras nos vestíamos.

-¿Es que no acabo de quitarte la ropa en un par de segundos? -dijo ella levantando una oleada de celos y rabia en mi interior.

Salimos de la habitación, yo fingiendo estar esposado con las manos a la espalda y Polar simulando que hablaba con los guardias que quedaban dentro, haciendo ver que ellos esperarían en el puesto de guardia hasta que ella volviera. Los técnicos del departamento de desarrollos nos miraban curiosos, pero ninguno pareció desconfiar. Subimos las escaleras hasta el piso superior, el que estaba reservado a la dirección. Ante una lujosa puerta de madera, había un intercomunicador con videocámara que Polar utilizó para informar de la situación a la mujer que atendió su llamada. Explicó que habían capturado a un espía mientras robaba información de vital importancia al parecer por encargo de un competidor. Nos abrieron la puerta, que en realidad era doble, pues daba acceso a un pequeño espacio vacío en el que tuvimos que pulsar el intercomunicador de una segunda puerta, ésta de cristal blindado, a través del cual nos observaba una vigilante. Cuando decidió que no representábamos peligro alguno nos dejó pasar.

Entramos en la zona de dirección. Se respiraba tranquilidad y silencio gracias al aislamiento de las puertas que acabábamos de dejar atrás, a las ventanas dobles y a la altura del edificio. Era un espacio más pequeño que el de abajo pero mucho más despejado. Había dos secretarias sentadas ante sendas mesas y tras ellas, a ocho o diez metros de distancia, otra puerta que debía dar al despacho del máximo jefazo.

Polar explicó que vigilancia había abortado una misión de espionaje y que el director debía decidir en privado cómo se iba a tratar aquel caso, pues seguro que tendría una gran repercusión informativa y además podía tratarse de un grave delito por parte de otra compañía. Una de las secretarias marcó una tecla en el teléfono y mantuvo una breve conversación en voz baja. Nos miró pero no dijo nada. Detrás de ella la puerta se abrió y salió el director, mi víctima, con las mangas de la camisa azul remangadas y sin corbata, observándonos con curiosidad y preocupación. Nos hizo pasar y cerró la puerta. Era obvio que Polar esperaba que yo entrara en acción cuanto antes mejor, pero yo no tenía prisa, quería darle un poco más de morbo a la situación. Nos sentamos en dos sillas al otro lado de la mesa, frente al hombre, y Polar comenzó a explicar la historia del espionaje industrial. El escuchó con mucha atención y entonces se dirigió a mí, que trataba de contener la risa ante la sarta de tonterías que había soltado mi compañera.

-¿Quién le paga? ¿Qué era exactamente lo que estaba buscando?

-No me paga nadie. Y le aseguro que ya he encontrado lo que estaba buscando. No se preocupe por eso. Bueno, sí. Preocúpese. -dije haciendo que a Polar se le escapara una risita.

El nos miró con atención. Primero a ella, observando su uniforme demasiado grande, su pelo desordenado fuera del recogido, la expresión divertida en un rostro demasiado joven. Luego a mí, un chico con aspecto introvertido y con cara de determinación, que llevaba una bata blanca salpicada de pequeñas manchas de aspecto tétrico.

-¿Quienes son ustedes? -preguntó mientras parecía deducir algo- Trabajan juntos ¿Verdad?

-Sí, así es -respondí yo-. Pero seguro que sabe quienes somos, buen hombre. Supongo que por aquí se habla mucho de nosotros -dije cayendo en la cuenta de que quizá fuéramos famosos- Oye, Polar, en este lado tenemos que ser muy conocidos, unas celebridades.

Ella tampoco lo había pensado, pero seguro que las noticias de los asesinatos habían dado la vuelta al mundo y se había especulado hasta el infinito sobre nosotros. Igual hasta tenían imágenes de alguna cámara de seguridad.

-Vamos -le dijo al hombre- Piensa un poco. Seguro que sabes quienes somos y a qué hemos venido.

-Habéis venido a matarme. Igual que a los banqueros y a los políticos. Igual que al diseñador de ropa -dijo él mirándonos con frialdad- Era mi amigo ¿sabéis? Yo estaba invitado a aquel barco pero mi trabajo no me deja tiempo. No pude ir.

-Vaya, tío – comenté con aire afligido- Para que luego digan que no estamos predestinados. Pues sí y aquí está tu destino. Resulta que no hay forma de evitarlo.

-¿Por qué? -preguntó él- ¿Por qué me queréis matar?

-Mientras se lo explicas voy a arreglar unas cosillas aquí fuera -dijo Polar levantándose y saliendo a la zona de las secretarias.

-Verás -empecé a explicar-, en realidad es algo muy sencillo. ¿Conoces las leyes de la entropía?

-¿Entropía? No. -respondió él desorientado- Sé que tiene algo que ver con la termodinámica, pero nada más.

-Claro, claro. La termodinámica. -respondí echando de menos las lecciones de Maya-. Bueno, sí, sí. Lo que vienen a decir las leyes de la entropía es que todos los sistemas tienden al desorden hasta que se organizan en un orden superior. Y aquí estoy yo. Organizando.

-Ah.... -empezó a decir él, pero no pudo continuar porque de un salto me levanté y le golpeé con el puño de acero en la cara una, vez y otra vez, entonces la silla en la que estaba sentado se venció hacia atrás y ambos cayeron al suelo. Tuve que rodear la mesa para poder seguir golpeando, pero cuando estaba acercándome el directivo pateó mi pantorrilla derecha y no pude evitar encogerme de dolor. El aprovechó la oportunidad y comenzó a golpearme con una gran grapadora de acero que cogió de la mesa. Me sacudió dos o tres golpes tremendos en la frente y la sangre nubló mi vista, me mareé y caí de rodillas. El siguió pegándome con la grapadora en el brazo con el que yo protegía mi cabeza. Un golpe certero llegaría en cualquier momento y me dejaría sin sentido, así que reaccioné y estirando el brazo con todas mis fuerzas estrellé el puño de acero en su estómago. El se dobló de dolor y solté otro golpe contra su mandíbula que se quebró con un ruido seco. Cayó sobre la mesa desorientado por el golpe y volví a golpearle mientras se doblaba para protegerse.

Estaba ciego de ira y de dolor así que en lugar de darle golpes mortales en la cabeza, trataba de partirle las costillas y los brazos, para causarle el máximo dolor antes de la muerte. Entonces él, se giró muy rápido y me pegó en la cara con una gruesa y larga regla de madera que iba y venía una y otra vez lacerando mi cara con golpes contundentes y secos, dejándome al borde de la inconsciencia. Entonces vi a Polar. Estaba apoyada en el marco de la puerta, observando la escena con aire divertido. Parecía preguntarse por qué me gustaba hacer las cosas de forma tan complicada. Verla allí observando lo que en teoría era mi devastador ataque, me hizo reaccionar. Detuve la regla con la palma de la mano izquierda y haciendo caso omiso del dolor lancé un golpe con el puño contra una rodilla que estalló en un chasquido casi metálico. El dejó caer la regla, se abrazó la rodilla y se quedó hecho un ovillo sobre la mesa, gimiendo de dolor. Entonces busqué la grapadora y retire su base. Comencé a clavarle grapas en las manos y él gritó y soltó la rodilla mirándome horrorizado, tratando de alejarse de mí. Le grapé la nariz y un ojo mientras le sujetaba la cara. Entonces vi la regla en el suelo y la recogí para pegarle, pero miré su boca abierta en una mueca de sufrimiento y decidí hacérsela tragar. Me puse a horcajadas sobre él, sujetando sus brazos con mis piernas y le la metí la regla en la boca con fuerza. Empecé a girarla y a apretar. Algunos dientes ser partieron y la sangre comenzó a llenarlo todo entre sonidos guturales. Conseguí introducir la regla muy adentro, hasta que dejó de resistirse. Entonces paré y me quedé observando cómo agonizaba y se ahogaba en su propia sangre. Decidí hacer las cosas bien. Así que comencé a golpearle con el puño en un punto de la cabeza hasta que le partí el cráneo y seguí haciéndolo hasta que abrí una brecha, un agujero del que saltaba materia gris cada vez que golpeaba. Entonces Polar me agarró del brazo y me dijo: Ya está hecho.

Agotado me baje de la mesa y comencé a tambalearme. Me llevé la mano a la frente y descubrí que tenía una gran brecha que sangraba en abundancia. Polar improvisó una venda con tiras de la camisa del recién finado y mientras lo hacía conseguí rehacerme lo suficiente para poder hablar.

-Tuvo suerte ¿sabes? Se volcó la silla y eso le dio la oportunidad de defenderse. De lo contrario hubiera sido coser y cantar. -Ella me miraba con las cejas levantadas, con expresión de superioridad- Y tú... ¿cómo te ha ido ahí fuera?

Tiró de mí y salimos a la zona de las secretarias. La mujer vigilante yacía sobre una de las mesas, con la cabeza colgando y la garganta seccionada por un enorme corte. Su sangre se extendía en un gran charco hasta la puerta de cristal. Por la herida se veía la traquea y la escena me pareció un poco mareante, quizá porque me recordaba mis propias heridas. Las dos secretarias estaban tiradas sobre la otra mesa en una pose muy extraña. Una yacía de espaldas sobre la mesa con los pies en el suelo, delante de su silla, y la otra también de espaldas apoyaba los pies en el suelo al otro lado de la mesa. Sus cabezas estaban muy juntas en posiciones opuestas pues sus cuellos estaban atados, unidos por el cable telefónico que las había estrangulado.

-Yo sólo las he atado por el cuello -comentó Polar con aire inocente-. Lo demás lo han hecho ellas. Creo que ha sido un exceso de individualismo. Si hubieran colaborado como un equipo en lugar de tirar cada una hacia su lado seguirían vivas.

-Noooo -dije con seguridad- En caso de que se hubieran liberado las habrías matado tú después. Eran tu misión.

-Te equivocas. Esto ha sido por ayudarte, para que no dieran la voz de alarma. -replicó ella mientras yo la miraba con incredulidad-. Bueno, vale, también por diversión. Pero mi misión comienza ahora. Si quieres me puedes ayudar.

-¿Cómo que empieza ahora? Pero si el tipo que dirigía la compañía está muerto.

-Ese tío era el alma y a lo mejor el cerebro de este tinglado. Pero el corazón está en la planta de abajo -esperó unos segundos a que yo lo captara pero no pude- Los técnicos. Los que desarrollan los productos.

Entonces comprendí la idea completa de aquel ataque. La compañía podría seguir sin su director, pero no podría hacerlo sin los técnicos que dominaban la tecnología-. Y ¿Piensas matar a cincuenta tíos con un hilo y un puño de acero?

-No. Tenemos que volver al puesto de guardia -dijo ella mientras avanzaba hacia la salida con resolución.

Salimos de la zona de dirección utilizando el mando a distancia de la vigilante. Yo iba delante, con un aspecto lamentable, lleno de sangre, con un trozo de camisa ensangrentado rodeando mi frente y con un montón de rojas e hinchadas marcas de la regla por toda la cara. Polar me sujetaba los brazos a la espalda con aire de dominación. Quienes nos vieron caminar hasta el puesto de guardia debieron pensar que me habían sacudido una buena tunda allí arriba, para hacerme confesar y por mi aspecto lo había contado todo.

Polar cerró la puerta del puesto de guardia tras ella en cuanto entramos. Los cadáveres de los guardias seguían allí. Me acordé de la escena de antes, el culo de Polar vibrando al ritmo de mis embestidas junto al vigilante muerto. De pronto tenía muchas ganas de montarla otra vez pero estaba demasiado magullado y por otra parte alguien podía subir arriba o acercarse hasta aquí a hacer preguntas y entonces las cosas se pondrían difíciles. Ella abrió un armario con las llaves de un vigilante. Sacó dos escopetas recortadas y cuatro o cinco cajas de cartuchos.

-¿Cómo sabías que estaban ahí? -pregunté.

-Son armas devastadoras y adecuadas para espacios reducidos. Tienen que estar aquí. Bien -prosiguió- Estos cacharros tienen cinco disparos. Tendremos que recargar 5 ó 6 veces cada uno. Cuando yo recargué tu disparas. Hay que terminarlo rápido si hoy queremos escapar. Mi espejo queda lejos. Está en la planta 34 ¿el tuyo también? -asentí como respuesta.

Salió con la recortada en la mano y caminó hasta la puerta de cristal que daba a la zona de los ascensores, cubriendo así la única salida al exterior, bajo la mirada atenta de los técnicos que trabajaban sentados frente a sus monitores. Se paró junto a la puerta y se giró. Levantó la escopeta y disparó cinco tiros que impactaron sobre las cabezas de las personas que tenía más cerca. El ruido fue atronador. Muchos se levantaron, algunos huyendo hacia mí que estaba en el otro extremo de la sala, otros se tiraron al suelo y otros se quedaron paralizados por el miedo. Mientras ella recargaba comencé a disparar. El arma dejaba mucho que desear en cuanto a precisión, pero utilizaba cartuchos y el hecho de tener el cañón recortado hacía que los perdigones se abrieran en un abanico mortal que podía matar a varias personas de un disparo. Me decepcionó un poco porque no abría boquetes, como había visto en las películas, sino que dejaba un montón de pequeños agujeros sangrantes.

Los técnicos corrían ahora en dirección a Polar, huyendo de mis disparos. Escuché las cinco detonaciones de su arma y con cada una de ellas apareció una pequeña nube de gotitas de sangre sobre el aterrorizado grupo. Luego, yo hice lo mismo y pronto no quedaron más que cinco o seis personas que se acurrucaban en el suelo, abrazándose y sollozando, cubiertos de gotitas de sangre. Sin piedad vaciamos las dos escopetas sobre ellos al mismo tiempo, dibujando miles de agujeros rojos en sus cuerpos que de inmediato se convirtieron en hilos de sangre. Aunque no abrieran boquetes aquellas armas causaban una devastación muy vistosa. Cada disparo tenía como resultado una explosión de sangre, que me recordaba a los fuegos artificiales de las fiestas que organizaba el Sr. Blacksaw frente a su tienda de deportes, sólo que el efecto era diferente cada vez y a veces el resultado me maravillaba de tal forma que no podía evitar alabar en voz alta a aquel prodigio. Polar me miraba divertida y decía entre risas, “tío eres un enfermo”.

Dimos una vuelta por la sala matando a bocajarro a los que se habían escondido bajo las mesas y a los que se hacían los muertos. Allí no quedaba nadie con vida aparte de nosotros. Cargamos las armas y nos dispusimos a salir por la puerta de seguridad pero nuestras huellas digitales no servían, así que Polar le cortó un dedo a una chica muerta que yacía cerca y pudimos abrir la puerta. Salimos a la zona de los ascensores justo cuando se abría uno de ellos y varios vigilantes acudían a atender la alarma que los disparos habían provocado. No tuvieron ninguna oportunidad porque dos disparos simultáneos acabaron con ellos. Sin embargo, otros guardias subían por las escaleras y comenzaron a disparar contra nosotros. Contuvimos el ataque con unos pocos tiros y mientras mi compañera recargaba se abrió la puerta del otro ascensor y dos guardias dispararon, alcanzando a Polar en el brazo izquierdo. Vacié mi cargador sobre ellos y ambos cayeron de espaldas bajo la lluvia de su propia sangre.

Sujetando el arma con una mano, Polar comenzó a disparar contra los guardias de las escaleras que intentaban avanzar posiciones tras el desconcierto provocado por el ataque llegado desde el ascensor. Mató a dos o tres y el resto retrocedieron. Arrastré a Polar como pude hasta el ascensor, pues se negaba a moverse de allí antes de haber matado a todos aquellos tipos. Pulsé la planta 34 y descendimos en silencio recargando las armas. Apuntamos al frente mientras las puertas se abrían con intención de salir disparando y así causar el máximo desconcierto para abrirnos paso hasta los baños, pero allí no había nadie. Salimos del ascensor y comprobamos que aquella planta parecía vacía. Con toda probabilidad comenzaron a evacuar el edificio en cuanto comenzaron los disparos.

Avanzamos hasta los baños, que eran estancias contiguas en mitad del pasillo. Abrí el que me correspondía con la llave que había robado al guardia de la porra. Allí seguía el hombre, tirado en el suelo con la cabeza deformada. Desde la puerta Polar lo vio pero no dijo nada. Sólo me miró a modo de despedida.

-Espera, no te vayas -dije-. Tenemos que hablar. Hay que intercambiar información, hacer un frente común. Tengo que estar contigo. Sabes que te quiero. No puedo volver allí sin saber si voy a volver a verte. Podemos quedarnos aquí, huir, desaparecer.

-No es buena idea. Aquí moriremos más pronto que tarde. Hay que volver y confiar en que el destino nos depare lo que queremos.

-Estás diciendo que tú también me quieres -afirmé mirándola esperanzado, pues deseaba que me quisiera y también pensaba que si el sentimiento era recíproco conseguiríamos cualquier cosa-. ¿Sabes? La montaña está ahora mucho más cerca de la playa. Si me acerco a los cocoteros puedo sentir el aire frío que baja de la cumbre nevada.

-Lo sé, Tirso -dijo ella con gesto del dolor agarrándose el brazo herido- Desde la montaña ahora se ven muy bien las casas de la playa y hasta se distinguen grupos de gente. Por eso tenemos que volver, seguro que aún estaremos más cerca y encontraremos la forma de estar juntos.

-Sí, puede que tengas razón. Además tienes que volver para que te curen -dije mientra besaba sus mullidos labios y levantaba el brazo para acariciar su nuca.

Unos pasos empezaron a resonar en las escaleras, forzando nuestra despedida, pues sólo podían ser las fuerzas especiales de asalto. Desaparecimos frente a nuestros espejos mientras los haces de las miras láser avanzaban por el pasillo.

De nuevo en la playa comprobé que la montaña estaba tan cerca que resultaba absurdo. Podía correr unos pocos metros entre los cocoteros y estaría ascendiendo por su ladera.

Pero lo que hice fue esperar. No levantar sospechas. Aguardar mi momento. Acariciar el metal de mi fusil. Bajo la lluvia.

Gerry Cross & The Pacemakers - All the Hits

viernes, 19 de octubre de 2012

La química del Mundo y el misionero del destino. Capítulo VII.


Por fin una mañana abrimos el arcón. Y encontramos un instrumento de guerra con aspecto medieval. Un grueso mango de madera unido mediante una cadena a una bola de hierro cuajada de púas. Aunque no era muy grande infundía mucho respeto.

-Es un morgenstern -dijo Kira.

-¿Qué? -respondí yo.

-Es un morningstar. Un lucero del alba. Morgenstern en alemán. -explicó-. Es una maza de guerra. Algunas son de una sola pieza como una especie de porra terminada en una bola de puntas, y otras, como esta, están formadas por el astil y una bola, unidos por una cadena. Así son mucho más dañinas pues el impulso que toma la bola produce daños devastadores y si el guerrero es habilidoso puede clavar la bola en el punto de impacto, hacerla girar, desgarrar y causar una nueva herida. En su momento fue una innovación, un arma barata y eficaz que permitía al pueblo llano luchar con posibilidades contra las eficaces armas de los guerreros profesionales y contra los nobles bien adiestrados en la lucha cuerpo a cuerpo.

Vaya, así que esto es un morgenstern pensé acordándome de Polar. La imaginé matando al banquero azul. Cubierta de sangre, haciendo girar aquel artilugio sobre su cabeza con todos los músculos en tensión, ganando impulso para propinar, por fin, el golpe de gracia que destrozaría el cráneo de su víctima. La diosa de la muerte versión siglo XIV.

Para poder entrenarme en el uso de aquel artilugio construimos algunos escudos de caña con lo que Kira se defendía de mis salvajes embestidas y también una especie de espantapájaros que nos servía para estimar el alcance de cada golpe y los daños que tendría sobre el cuerpo de una persona. Al principio me costó hacerme con el arma, pues había que controlar el ángulo y el giro de la bola, así como la fuerza y el momento de lanzar el golpe, pero enseguida me convertí en un auténtico experto en el manejo de aquel artefacto. Era capaz de descabezar al espantapájaros, de arrancarle un brazo, de acertar en el corazón, que habíamos marcado con una gran concha, o de reventar su estómago con un único envite. En un par de semanas mi dominio del arma era absoluto. Maya empezó a asistir a mis entrenamientos, aprovechando para aleccionarme en el seguimiento del buen camino. Según le oí decir con un rastro de angustia en su voz, el control total que tenía sobre aquel arma me convertía en un ser temible, pero no debía salir del camino trazado para mí.

El día de mi partida no se pronunciaron demasiadas palabras. Milo y Maya me pidieron que me concentrara en mi paraíso y en preservarlo de cualquier circunstancia que atentara contra su pureza. Kira sólo me pidió que volviera.

El espejo me soltó en una habitación que parecía un vestidor. Armarios llenos de trajes, cajones llenos de calcetines , corbateros, camisas. Al ver que había otro espejo en el extremo opuesto de la estancia el corazón me dio un vuelco. Me quedé mirando expectante, sintiendo la certeza que se confirmó al poco, cuando la superficie de vidrio empezó a temblar y a ondularse, y ya no reflejaba nada, se parecía más a una gran masa de agua hirviendo. De pronto, unas manos surgieron entre las olas, una melena rubia, y Polar cayó amortiguando el golpe con agilidad mediante una voltereta sobre la espalda. Me miró con sorpresa y no dijo nada, sólo nos miramos. Luego miró el arma que sostenía en mis manos y se rió.

-¡Un morgenstern! -dijo- Te vas a divertir.

-¿Sí? -pregunté a modo de respuesta- Pues creo que tú tampoco te va a aburrir con ese hacha a dos manos.

Sin decir nada se levantó y abrió con cuidado la puerta de la habitación, sacó la cabeza y escudriñó el exterior intentando hacerse una idea de lo que nos esperaba fuera. No pude resistir la tentación de acariciarle el culo, igual que el fanático acaricia con idolatría un cepillo lleno de pelos en la mansión de Elvis. Cerró la puerta mirándome con seriedad.

-No podemos perder la concentración antes de terminar lo que hay que hacer aquí -dijo, quitando mi mano de su trasero- ¿Quién es tu objetivo?

-Un tío trajeado de barba – respondí- ¿Y el tuyo?

-No lo tengo claro. En la tele salían un montón de tíos también trajeados. Políticos. A todo el que reconozca ahí fuera me lo cargo. Bueno, y a los que no reconozca también. No voy a andarme con remilgos.

-¿Dónde crees que estamos? -pregunté.

-No lo sé -respondió ella-. No conozco esta ciudad -dijo señalando la cristalera que había tras de mí y que dejaba ver el perfil de una gran ciudad, un rascacielos blanco, una torre de televisión, una caótica amalgama de calles y avenidas- Parece una ciudad del sur de Europa, no sé, Grecia, Portugal, Italia, algo de eso. Da lo mismo ¿no?

-Sí. La verdad es que da igual. ¿Qué has visto ahí fuera? -dije señalando la puerta.

-Estamos en una especie de loft. Parece que tiene dos pisos y estamos en el de arriba. Por el ruido parece que abajo se está celebrando una comida o un cóctel. Supongo que allí están los tipos que nos tenemos que cargar. -respondió mientras se apartaba un mechón rubio de la frente- Creo que lo primero es registrar todo este piso para evitar sorpresas posteriores, luego bajar abajo, eliminar la posible vigilancia, guardaespaldas y demás, y luego cargarnos al barbas y a los otros. ¿Vale?

Con precaución salimos al pasillo blanco, iluminado con multitud de focos y cuyas paredes estaban salpicadas de cuadros modernistas. A la derecha unas escaleras descendían hacia lo que parecía ser un gran espacio del que provenían voces masculinas, risas y los sonidos propios de una comida en la que participaba bastante gente. A la izquierda tres puertas cerradas. Ese era nuestro primer objetivo, asegurarnos de que ninguna sorpresa desagradable pudiera venir de esa dirección cuando estuviéramos concentrados en los de abajo. Abrimos la primera puerta con mucho cuidado, la habitación estaba vacía. En la segunda había un tipo con auriculares sentado en una silla, de espaldas a la puerta, mirando unos monitores de seguridad que recogían las imágenes de cámaras situadas en las escaleras de acceso a aquella vivienda, en el garaje, en el ascensor y en la cocina.

Polar empezó a preparar el hacha para asestar un golpe mortífero, pero con un gesto le pedí que me dejara probar el morgenstern. Hice girar la maza metálica sobre mi cabeza y cuando me disponía a descargar el golpe, el tipo aquel debió ver algo reflejado en las pantallas y se giró. La bola impactó contra uno de los monitores con un sonido sordo acompañado de un montón de chispas. El llevó la mano hacia la cartuchera bajo el brazo izquierdo, pero no le dio tiempo a coger la pistola pues antes el hacha de Polar le quebró el pecho a la altura del corazón con un chasquido espantoso.

Tiramos al vigilante muerto al suelo y estudiamos los monitores. Al parecer el loft era parte de un edificio de viviendas, casi seguro un rascacielos por la altura con la que antes vimos la ciudad, y ocupaba los dos pisos superiores del mismo. Las pantallas mostraban el garaje en el que se veían dos guardias vigilando algunos coches, el ascensor en el que otro guardia dormitaba apoyado en la pared, la puerta de entrada a la vivienda, en la que se veían otros dos guardias, y la cocina en la que había bastante movimiento y un número impreciso de personas. Los guardaespaldas del garaje y del ascensor en principio no nos molestaban, los de la puerta y los que pudiera haber en la cocina resultaban bastante inconvenientes. Salimos de la habitación y abrimos la tercera puerta, la que quedaba sin explorar en el piso de arriba. Daba a una gran terraza que estaba desierta, sin vigilancia. Menudo fallo de seguridad, unos terroristas podrían descolgarse con facilidad desde un helicóptero, entrar por allí y matar a todo el mundo. En fin.

Con cuidado bajamos las escaleras que daban a un distribuidor con varias puertas cerradas que daban acceso al ruidoso comedor, a la cocina, a un pequeño salón de lectura y al recibidor de la vivienda, tras cuya puerta debían estar los dos guardias que vimos en la pantalla. En el salón de lectura no había nadie y Polar me indicó que me quedara vigilando desde allí las otras puertas mientras ella se encargaba de los guardaespaldas de la entrada principal. La observé maniobrar. Con sigilo atravesó el distribuidor y el recibidor y se pegó a la pared. En un segundo comprobó por la mirilla la posición de los dos guardias y abrió la puerta con rapidez. Un paso adelante con el hacha volando a media altura, giro a la izquierda y contragiro a la derecha. El ruido sordo de los cuerpos al golpear con el suelo. La pared manchada de sangre. Entró de nuevo y cerró la puerta. Limpió el hacha en la alfombra. Me sonrío. Ella llevaba tres y yo ninguno.

Antes de devastar el gran salón nos quedaba anular los peligros potenciales de la cocina, pero no sabíamos muy bien cómo abordar aquello sin causar un gran alboroto. De pronto la puerta se abrió y una camarera salió portando una bandeja con media docena de olorosas raciones de pastel de cabracho. Polar salió a su paso y colocando una de las afiladas hojas de su hacha en el cuello de la chica la empujó hasta el salón de lectura.

-¿Cuanta gente hay ahí dentro? -preguntó señalando en dirección a la cocina.

-Dos guardias, tres cocineros y cuatro camareros -dijo la chica.

-Bien. Quítate el uniforme. -dijo Polar mientras ella misma comenzaba a desnudarse. Viéndola así, casi desnuda, sólo con bragas y sujetador, me olvidé de la misión, de los guardias y de todos los peligros, sólo podía pensar en hacerla mía de la forma más salvaje. Mientras tanto la camarera se quitó la ropa y se quedó totalmente desnuda pues no llevaba ropa interior. Polar roja de ira la cogió por los hombros y la sujetó con firmeza captando toda su atención.

-A ver tía, no me seas sucia. Es una guarrada no llevar bragas ¿comprendes? Es anti-higiénico ¿vale? -espetó en un ejercicio demente de educación a destiempo, mientras la chica, aterrorizada, asentía con la cabeza. Mi socia se vistió con la ropa de la chica y me dijo que me preparara para cargarme a los dos guardaespaldas de la cocina que en un momento aparecerían por el saloncito.

-Pero ¿qué estás haciendo Polar? -dije con desesperación viendo que nos enredábamos en problemas imprevistos en lugar de masacrar sin más- Nos estamos arriesgando mucho con todo esto.

-Lo sé. Pero de repente me parece que no podemos cargarnos a toda esa gente inocente. A los camareros, los cocineros. -dijo mirándome con firmeza- Ya sé que lo hicimos en el barco, pero no es una costumbre sana. Vamos a reducir los daños colaterales al mínimo.

Salió de la habitación dejándome a solas con la camarera desnuda, que me miraba con aprensión, quizá temiendo que me diera por crear daños colaterales de alguna forma perversa mientras esperábamos.

-Lo siento nena -dije sin pensar y poniendo voz de vaquero- Demasiadas lineas rectas para mi gusto. Con algunas curvas aquí y allá quizá me lo plantearía.

Imaginé que Polar entraría a la cocina y les diría algo a los dos guardias para que se acercaran hasta mi posición, lejos de las miradas del personal de servicio, así que me escondí detrás de la puerta y a los pocos segundos escuché pasos que se acercaban y entraban en la habitación.

-Anda, pero sí es verdad -dijo uno de los hombres con aire divertido- Pero chica ¿Qué haces aquí desnuda?

Cerré la puerta de golpe y lancé un envite con el morningstar hacia la cabeza del tío más cercano. Sin embargo, fallé y sólo le rocé un hombro. No me explicaba que demonios me pasaba para fallar tanto a la hora de la verdad, con lo bien que se me daba aquello en los entrenamientos. Los dos guardias se volvieron echando las manos hacia sus pistolas y una vez más Polar me salvó entrando en acción con contundencia. Hachazo en la frente al de la derecha, giro sobre ambos pies y golpe en el cuello al de la izquierda. Los dos en el suelo en menos de un segundo. Me miró con media sonrisa, pero no me dijo nada, se dirigió a la chica.

-Ahora vas a entrar a la cocina y les vas a decir a todos que se queden allí quietecitos. Nadie va a salir hasta dentro de un par de horas pase lo que pase. ¿De acuerdo? Mi amigo -dijo señalándome- os estará vigilando desde aquí. El que salga no lo cuenta.

-Pero pueden llamar por teléfono al exterior -dije.

-No nos dejan traer móviles a la casa. Ni hay teléfono en la cocina. Dicen que es por motivos de seguridad -respondió la chica con premura y voz temblorosa- Además, cuando hay reunión de la cúpula del partido, como hoy, instalan inhibidores de señal.

La chica desnuda salió hacia la cocina mientras nosotros observábamos atisbando desde la puerta del saloncito. A los pocos segundos un cocinero curioso abrió un poco la puerta y sacó la cabeza coronada por un gran gorro blanco intentando comprobar la situación anunciada por la camarera y bastó un leve movimiento de Polar blandiendo su hacha ensangrentada para hacerle cerrar la puerta con rapidez y olvidar su curiosidad.

-Bien. Nos queda el salón grande. Allí nos tenemos que cargar a todos. Tú intenta pillar al de barbas que parece que es cosa tuya, aunque si yo le encuentro antes igual me lo cargo, aquí no hay miramientos, lo importante es el resultado final. -dijo Polar con el hacha sobre el hombro.

-Oye ¿y no habrá guardaespaldas ahí dentro? -pregunté.

-Lo normal es que no los haya. Esos tíos son políticos, tendrán que hablar de sus cosillas en secreto. Ya sabes, comisiones ilegales, prebendas, fondos reservados, sobornos y demás asuntos de estado. Pero si hay guardaespaldas, está claro. Son los primeros.

Entramos a la vez en el salón portando nuestras armas que parecían incluso más peligrosas en contraste con el lujoso salón, la mesa vestida con elegancia, la vajilla cara, las copas de cristal tallado y todos aquellos tipos trajeados. Los que nos vieron entrar miraban con extrañeza, sin llegar a comprender exactamente aquella imagen, quedándose callados, expectantes, y dirigiendo así la atención de los demás hacia nosotros, de tal forma que poco a poco los más de veinte comensales observaban nuestra llegada. El silencio fue ganando terreno. El tiempo pareció ralentizarse y sentí que había menos gravedad, como si flotásemos un poco. Una toma en cámara lenta, morbosa, antes de la gula sanguinaria. Hubo una pausa, un momento de comunión general en el que cada actor comprendió su papel en la gran ópera del desastre que levantaba el telón.

Sin previo aviso, acelerando por sorpresa el ritmo de la representación, Polar extendió el brazo y con un giro rápido segó la tapa de los sesos a un tipo, un poco más arriba de los ojos, con tanta fuerza que clavó el hacha contra la pared. El hombre sin una parte de la cabeza se quedó inmóvil por unos momentos, mirando a Polar sin comprender del todo, hasta que cayó de bruces, quedando tendido sobre la mesa, y lo que quedaba de su cerebro se deslizó desde su cavidad hasta una bandeja de percebes, conectado aún por algunas venas y tiras gelatinosas. Pastel de pensamiento inconcluso decorado con marisco de roca. El efecto sobre sus compañeros de partido fue devastador. Todos se levantaron gritando, llamando a los guardias, y se apiñaron en el centro de la mesa, alejándose de los extremos a los que nosotros nos íbamos acercando.

Un par de ellos intentaron escapar por mi izquierda, corriendo hacia la salida y por fin empecé a controlar el arma cómo solía. Giré el morgenstern y lo solté hacía el primero, abriéndole un boquete en la cabeza. Con un sólo movimiento di un tirón, desincrusté la bola llena de sesos y se la estampé en la frente al segundo, que cayó de rodillas hecho un guiñapo, sangrando por los ojos. Al mirar otra vez hacia la mesa comprobé que mi compañera no estaba perdiendo el tiempo. De pie sobre la mesa barría el espacio cercano con giros de su hacha, haciendo saltar sangre, manos, brazos, cabezas. Los hombres huían hacia mi extremo de la mesa que por un momento les debió parecer más seguro. Tres o cuatro viajes de la bola de acero cubierta de púas les demostraron que estaban atrapados entre dos formas horribles de muerte. Abrí unas cuantas cabezas y estaba destrozando la cara de uno de aquellos sujetos con un tirón lateral que le arrancó la nariz y uno de los ojos, cuando vi un poco más allá al tipo barbudo. Gritaba como un poseso y se parapetaba tras algunos de sus colegas, su cara estaba llena de sangre, todos lo estábamos a aquellas alturas, su barba estaba empapada de babas, sangre y lágrimas. El hacha de Polar le pasó muy cerca, rebanando miembros a sus amigos que iban cayendo al suelo. Yo seguía blandiendo la bola que salpicaba trozos de carne y sustancias en todas direcciones pero todavía tenía a cuatro o cinco políticos por delante de mi objetivo.

Polar avanzaba más rápido, manejaba el hacha con movimientos fascinantes y me pareció que sus víctimas la miraban tan erotizados como yo. Llegó hasta mi objetivo y con un movimiento muy rápido le colocó uno de los filos en el cuello. Pero no le mató, sólo le inmovilizó, me lo estaba reservando. Tras unos segundos de parálisis total él hombre se dio cuenta de que seguía agarrado al brazo de uno de sus amigos pero no quedaba nada más allá el brazo. Lo soltó y comenzó a gemir. Resignado a la muerte que hace unos pocos minutos le parecería lejana y difusa, se quedó observando mis evoluciones mientras de su cuello, bajo el hacha, empezaba a manar un fino hilo de sangre. Al ver que mis habilidades eran observadas por aquel público tan selecto me regodeé un poco en el uso del morgenstern y empecé a propinar golpes efectistas pero no mortales. Tenía delante a un tipo alto y delgado que gritaba como loco, lancé la bola contra su brazo y se lo fracturé a la altura del hombro, dejándolo deformado y fuera de su sitio, y sin hacer caso de sus gritos hice lo mismo con el otro brazo, y tras divertirme un poco con otros golpes parecidos le abrí el cuello de un tirón. Entonces Polar extendió su brazo mortífero y de un sólo golpe cortó el pescuezo a los tres tíos que quedaban.

-No estamos aquí para divertirnos -me dijo muy seria la dominatrix de la sesión.

Ya sólo faltaba mi objetivo, que nos miraba aterrorizado. Comencé a moverme hacia él para ajusticiarle con un golpe en la cabeza pues quería contentar a mi amiga con un final rápido. Sin embargo, nos sorprendió. Sacó una pistola de la trasera de su pantalón y me apuntó a la cabeza, aunque antes de que pudiera disparar el hacha de Polar le seccionó el antebrazo y otra vez me sonrió con la sencillez con la que sonríe una dulce niña. Mi víctima se apoyaba en el gran ventanal que había tras la mesa y su sangre resbalaba por el cristal mientras él sujetaba lo que le quedaba de brazo. Me di cuenta de que aquel tipo había estado a punto de dispararme, quizá de causarme algún daño, y me cabreé mucho. Hice girar la bola con todas mis fuerzas y le propiné un golpe bestial que le reventó el pecho y le estampó contra la cristalera, que se resquebrajó, permaneció suspendida en el aire durante un segundo, y al siguiente instante cayó sobre aquel infeliz en una lluvia de un billón de añicos que se clavaron por todo su cuerpo mientras se desplomaba envuelto en sangre.

Salté a la mesa con la respiración entrecortada y abracé a Polar. La besé y empecé a tocarla mientras nos tumbábamos sobre la mesa y nos desnudábamos, rodeados de mariscos, botellas, ensaladas, frutas y sangre. Estaba tan excitado que no me bastaba con poseerla, sobre todo deseaba dominarla, obligarla, violarla. Empecé a hacerlo, a pegarla, a intentar forzarla a hacer algo que no quisiera, mientras nos empapábamos en vino y champán. Pero enseguida me dí cuenta de que avanzábamos en otro sentido y si había una víctima de violación sería yo. Ella era mucho más salvaje y tenía más experiencia. Y bastante más habilidad en la lucha cuerpo a cuerpo. Así aprendí una lección. No es que me traumatizara ni nada de eso, pero nunca más intentaré violar a una asesina sanguinaria, psicópata y pervertida sobre una mesa llena de todo tipo de objetos susceptibles de estimular su creatividad.

Cuando terminamos Polar me hizo bajar al suelo. Me sonrió y levantando la mesa con las dos manos la volcó, descubriendo a uno de aquellos tipos que allí acurrucado había conseguido sobrevivir. Al principio me dio un poco de pudor que hubiera presenciado nuestro acto sexual. Luego la imagen empezó a parecerme surrealista, nosotros dos de pie desnudos, delante de un señor acurrucado en el suelo y por todas partes brazos, piernas y cadáveres destrozados. La combinación de olores, vino, sangre y champán, contribuía a hacer la escena aún más turbadora. Agarré al tipo por la corbata y lo puse en pie, iba a explicarle que no me gustaban los mirones pervertidos, pero no tuve oportunidad, el hacha de Polar le atravesó la espalda y reventó su pecho, dejando su filo a unos centímetros de mí brazo.

Nos vestimos y relajamos un poco la tensión mientras repasábamos los momentos más gloriosos de nuestra reciente actuación. Nos sentíamos muy a gusto juntos, compartiendo aquellas experiencias únicas. Empecé a estar seguro de que ella también estaba enamorada, quizá tanto como yo. teníamos hambre así que fuimos a la cocina. El personal de servicio había oído los gritos y sonidos de la matanza, no cabía duda, pero les impactó mucho más nuestra entrada en la cocina, con las pupilas aún dilatadas por la orgía, cubiertos de sangre, de trocitos de carne y de vísceras, con las armas balanceándose en nuestras manos. Estaban todos amontonados al final de la estancia, muertos de miedo. Polar le dijo a uno que nos hiciera unos sandwiches vegetales y unos batidos de chocolate y casi lo mata cuando el tipo se puso a manipular los alimentos sin lavarse las manos. Pude contenerla por poco, argumentando que habíamos prometido que esta vez no iba a habría daños colaterales.

La comida estaba muy buena y apenas pronunciamos palabra. Sin embargo, teníamos mucho que hablar así que fuimos al salón de lectura para charlar, desde allí podíamos vigilar la cocina y también la entrada al loft. Si alguien llegaba tendríamos tiempo de sobra para subir las escaleras y llegar a los espejos.

-En mi paraíso ha pasado algo muy raro. Ahora hay una montaña nevada que antes no estaba -comenté estudiando su reacción-. Pero lo más extraño es que los habitantes aseguran que no se ha producido ningún cambio, que la montaña siempre ha estado allí. Es algo absurdo. Te aseguro que no estaba antes. Y en un clima tropical, con ese calor y el sol, tan cerca de la playa, es imposible que la nieve no se derrita y a ellos también les parece de lo más normal.

-Lo mismo ha pasado en el mío. Ahora se ve una playa a lo lejos. Una playa rodeada de cocoteros, cuando en esa región sólo hay tundra y algunos bosques de abetos. En un punto determinado se acaban los abetos y empiezan los cocoteros. No tiene ningún sentido -explicó ella-. Y lo mismo, mi luz y los demás del pueblo dicen que es lo normal, que siempre ha sido así.

-¿Crees que nos engañan o que de verdad lo piensan?

-Creo que de verdad lo piensan -respondió- Creo que no pueden apreciar los cambios. Es cierto que para ellos siempre ha sido así.

-Cuando les pregunté si alguno había subido a la montaña me preguntaron ¿para qué? -dije- Imagino que a ti te han dicho lo mismo.

-Sí ¿para qué ir a otro lugar si ya estamos en el paraíso? -añadió ella sonriendo- Bueno, eso tiene su lógica. No les falta razón.

-Vale. Pero ¿qué es lo que ocurre en realidad? Quiero decir, la montaña ha aparecido allí desde el último viaje, cuando tú y yo empezamos a relacionarnos, a contravenir las normas. Es decir, que la montaña está allí por algo relacionado con nosotros dos.

-Bueno, yo tengo mi teoría -dijo concentrándose en la idea-. El paraíso de cada uno es algo único y personal. Es el lugar ideal y eso puede ir cambiando, con las relaciones, las experiencias y todo eso. Creo que los dos hemos incluido en nuestros paraísos al otro, aunque sea de una forma abstracta. Tú, yo, somos un elemento que ahora no puede faltar para que el paraíso sea completo. Para que haya equilibrio tú tienes que estar en el mio de alguna forma.

-Eso implica -expuse reflexionando en voz alta- que nuestras luces, los poblados, Maya y todos los demás, no son reales en sentido estricto. Es decir, representan ideas o conceptos, cumplen esa función de equilibrio que has descrito dentro de nuestro ideal. Pero no son reales. Por eso se adaptan a los cambios, para ellos la montaña siempre ha estado allí porque forma parte del equilibrio, que para ellos es eterno y perfecto.

-Creo que sí son reales. Pero no tienen memoria tal y cómo nosotros la entendemos. -comentó Polar mientras se quitaba trozos de carne de la ropa con el filo del hacha-. Viven la perfección. Disfrutan de su mundo y recuerdan lo que hacen, pero no pueden ver los cambios porque el equilibrio sigue siendo perfecto y permanente. Y en cierta forma su visión es correcta, en la esencia no ha habido ningún cambio. Lo que ellos ven, el equilibrio, se mantiene siempre. Para nosotros que salimos aquí fuera, ese equilibrio también se mantiene pero es distinto, cambia. Vemos esos cambios, aunque en realidad no pasamos de ahí pues en el fondo nos parece que todo sigue funcionando igual de bien. Igual que antes. En la esencia nada cambia, el paraíso es siempre perfecto.

-Sin embargo aunque ellos no perciban los cambios, son reacios a ellos, los consideran un peligro -respondí jugueteando con el morgenstern-. Oí a Kira decirle a Maya, al sabio, que yo veía la montaña como un elemento nuevo y él se quedó muy preocupado. Y se pasó los días intentando aleccionarme para que me ciñera a la misión.

-Quizá perciben que los cambios son peligrosos, porque en un momento dado ellos pueden desaparecer, no ser necesarios para el equilibrio.

-Pero eso no les importara. Si el equilibrio se mantiene...

-Bueno, a ti seguro que te importaría morir aunque no seas necesario para el Mundo. Prefieres vivir, sobre todo si es en un paraíso.

-Ellos me explicaron que muchos fueron misioneros y que sus hijos se preparan para ser luces. -reflexioné- ¿Cómo se puede pasar de ser como tú y yo a ser parte del paraíso de otro?

-Ni idea. Quizá es que cuando las personas coinciden en determinado concepto de paraíso acaban en el mismo sitio y es a través del espejo cómo va llegando nueva gente que también tiene ese mismo concepto.

-Claro, claro -dije imitando a Maya-. Parece lógico. Y la gente que está allí no quiere cambiarlo. En realidad ni siquiera se les puede ocurrir algo así. Pero los que salimos fuera tenemos esa facultad, porque en las misiones podemos empezar a anhelar otras cosas y sin darnos cuentas cambiar el paraíso, para nosotros y para los demás. Y en uno de esos cambios puedes eliminarles. Por eso no quieren que nos salgamos del papel. Intuyen el peligro.

-Pero hay una cosa que no entiendo -dijo Polar-. Si nuestro ideal de paraíso cambia mientras estamos aquí ¿no sería más sencillo que nos mandaran a otro paraíso nuevo y adaptado a nuestros nuevos anhelos?

-No, no es posible. -reflexioné- La idea que has expuesto es correcta, ellos tienen memoria, esperan que vuelvas, tienen recuerdos de experiencias que comparten contigo. Ya formas parte de un paraíso y de su perfección. No te puedes ir a otro.

-Crees que con esta misión ha terminado todo -dijo mirándome con seriedad.

-Me parece que no -respondí-. El Mundo desde la ventana parecía igual de absurdo que siempre.

AC/DC - The Razors Edge

viernes, 12 de octubre de 2012

La química del Mundo y el misionero del destino. Capítulo VI.


La historia de Milo me sumió en una profunda reflexión. Hasta que Kira me recordó con amabilidad que el televisor marcaba un nuevo objetivo y que necesitaba prepararme para poder alcanzarlo. Me resistí y poco a poco recuperé la calma, y volví a mis costumbres, a mi uke, aunque pronto no tuve más remedio que afrontar la realidad.

El televisor mostraba a una bella modelo rubia, a la que conocía de las portadas de las revistas. Las poses provocativas sucedían a su caminar por la pasarela, vestida con modelos de alta costura, desnuda o en ropa interior. Cambié de canal, sus vacaciones en una isla privada acompañada por otras modelos, sus desfases en fiestas, detenciones, escándalos, drogas. Multitudes de jóvenes que la esperaban en la puerta de un hotel, un autógrafo, una pelea, más drogas. Un icono de la moda, vale, pero no me parecía que pudiera tener tanta influencia. Su muerte no dejaría sin referencia a mucha gente, ni serviría de reflexión sobre los peligros de una vida lujosa pero lamentable. Era incomprensible pero no lo pensé demasiado, lo mismo daba.

Lo que me sorprendió fue el arma que encontramos dentro del arcón. Una catana japonesa con una larga empuñadura blanca y un filo levemente curvado. Pesaba muy poco y era muy manejable, pero ¿cómo iba a culminar una misión llevando un arma enorme e imposible de ocultar de un sitio a otro?

-Con esta espada se puede cortar una cabeza o un brazo de un solo tajo -comenté.

-No. Eso son mitos de vuestras películas. Las espadas solo cortan bien la carne. Para cortar una cabeza tendrías que dar unos cuantos tajos. -respondió Kira mientras tomaba la espada y dibujaba movimientos con una habilidad sorprendente-. Pero esta es un arma mortífera. Tiene
la hoja curva para que siga cortando al deslizar. La larga empuñadura permite hacer palanca con una mucha fuerza y su punto de equilibrio está situado adelante, para potenciar la inercia del golpe y hacerlo más potente. Además, está templada de una forma única para conseguir este filo más duro y cortante que ningún otro. Es una catana moderna, pues también tiene filo en la punta, es decir, que se puede clavar.

-No entiendo cómo puedes saber todas esas cosas, manejar armas con tanta habilidad y a la vez ser tan dulce, Kira -reflexioné en voz alta-. A veces me das miedo.

-Ah -dijo ella sin inmutarse-. Este número grabado en la hoja indica a cuantas personas se podría matar de un solo tajo con este filo. Cincuenta.

Mi preparación para la misión de la modelo fue muy tediosa y difícil. Mis habilidades con la catana eran bastante limitadas y no contaba con la sincronización corporal suficiente para lograr un uso eficaz del arma. Después de 3 ó 4 semanas esforzándome de sol a sol, conseguí dominar algunas técnicas que suponíamos serían suficientes para acabar con una modelo desarmada y desprevenida. Y como tampoco parecía que fuera a mejorar por más que entrenara decidimos que cuanto antes me marchara, antes volvería.

Partí una mañana preocupado por el tamaño de la espada y agobiado por el convencimiento de que aquel no podía ser mi último viaje pues aunque cumpliera mi misión el Mundo no mejoraría demasiado. Serían necesarios otros muchos cambios para la corregir las tendencias desviadas de la sociedad.

Salí en una habitación lujosa pero algo pequeña y de forma un tanto extraña. Las paredes eran de madera y también lo era el suelo. Había una gran cama, una cómoda y poco más. Me llamaron la atención las ventanas circulares. Me acerqué y vi agua por todas partes. Estaba en un barco, en mitad del mar. Desde luego no era un transatlántico pero tampoco un cascarón. Decidí terminar cuanto antes y abrí la puerta que daba a un estrecho pasillo de unos treinta o cuarenta metros de largo en el que no se veía a nadie, sólo algunas puertas y unos cuantos cuadros. Sí, era un yate privado, grande, pero un yate. Salí al pasillo llevando la catana pegada al cuerpo y caminé despacio hacia la salida a la cubierta pensando que en el exterior podría buscar mi luz en el cielo aunque fuera de día. Eso sería un buen comienzo. Pero cuando llevaba recorridos unos quince metros se abrió la puerta de un camarote y un hombre vestido de blanco salió al pasillo. Me vio y tras un segundo de confusión, reaccionó.

¿Quién eres tú? -me dijo con enfado- No eres uno de los invitados. Te has colado ¿no? Puto paparazzi. Pues vas a ver lo que hacemos aquí con los polizones. Cabrón.

No pude verlo. Por instinto, sin pensar, levante la catana y entre su impulso y el mío penetró a la altura del esternón y salió por la espalda. Kira tenía razón aquella espada cortaba muy bien y también era cierto que seguía cortando con furia al deslizar. El tipo cayó al suelo con una herida mortal en el pecho. Entonces desde el camarote alguien empezó a llamarle con inquietud.

-¿Antoine? -dijo la voz de una mujer joven.

Metí la cabeza en el camarote y me encontré con una chica muy guapa que llevaba como única prenda un sujetador negro de encaje. Era otra modelo, una de las amigas de mi objetivo, salieron juntas en la tele de la playa. No hizo amago de taparse, al contrario, se exhibió y me miró con una mirada retadora, “disfruta de las vistas y ponte enfermo, porque tú nunca tendrás algo como esto”. Aunque no me hacían falta razones su actitud fue un aliciente, avancé un paso y doblé la rodilla mientras mis brazos hacían un giro circular portando la mortífera catana, quería segarle el cuello de un tajo, pero fallé y corté su cara de lado a lado, entre las dos mandíbulas, agrandando su boca de una forma espantosa. Ella, incrédula, se palpaba el rostro sangrante, intentando recomponer el desastre y yo lancé otro tajo hacia sus muslos cortando los músculos con limpieza. Las piernas fallaron y cayó de rodillas. La miré durante un segundo. Sus ojos ya no reflejaban la autosuficiencia de antes, sólo mucha incomprensión. Entonces asesté el golpe definitivo en mitad del cuello y quedó muerta, tendida en el suelo.

En ese momento lo comprendí, mi misión no consistía sólo en matar a la modelo del televisor, sino que debía de cargarme a todos los de la misma calaña que viera por allí, por eso salía tanta gente en los videos. El Mundo me exigía matar a discreción. Eso despertó mi rabia. Salí al pasillo con la espada goteando sangre y pasé sobre el cuerpo de Antoine. Comprobé otras cuatro puertas pero los camarotes estaban vacíos. Quedaban otras dos junto a la salida hacia la cubierta. Avancé y abrí la de la izquierda con suavidad. Había una mujer buscando algo en un bolso. Levantó la vista y me miró, luego miró a la catana ensangrentada, y antes de que su grito pudiera salir por la boca, el filo le había atravesado el corazón. Mientras balbuceaba entre los estertores de la muerte la reconocí, una top model que fue muy famosa hace una década. Siempre me pareció atractiva. Me gustaba, parecía simpática, hubiera sido bonito conocerla en otras circunstancias.

Con la rabia todavía desbordándose en mi interior abrí la última puerta. Dos personas. Un hombre mayor desnudo y una atractiva joven en bikini arrodillada delante de él. Sin pensarlo dos veces clavé la espada con fuerza en la espalda del hombre reventando su corazón. Apenas emitió un gemido diferente a los anteriores. Le sujeté para que no cayera mientras la chica seguía concentrada en su faena con los ojos cerrados y ajena al cambio de circunstancias. Hilos de sangre resbalaban por el pecho del hombre hasta su cintura, hasta su piernas, y al poco el sabor del líquido rojo hizo abrir los ojos a la joven, que se puso en pie de un salto sin decir nada, sólo hacía gestos que intentaban tranquilizarme. Dejé caer al viejo mientras ella me ofrecía lo que quisiera tomar, quizá el mismo servicio que no había podido terminar. Moví la catana y abrí un tajo espantoso en su plano vientre. A pesar de que ya tenía cierta experiencia la visión de sus vísceras colgantes me revolvió el estómago, no sabía que esas cosas podían tener tantos colores distintos y todos tan horrorosos. Ella miraba aquel desastre sin moverse, sin gritar, y no sé por qué aquella actitud me enfadó tanto que le asesté un fuerte sablazo en la cabeza, de arriba a abajo, y el filo de la espada cortó hasta el entrecejo deformando su armonioso rostro.

Subí las escaleras buscando otra víctima, ya había olvidado mi intención de buscar la luz en el cielo. Encontré una puerta que daba a la cubierta delantera, aunque también podía seguir subiendo escaleras hacia el puente de mando, según indicaba un cartel. Preferí salir fuera. La cubierta delantera era pequeña y sólo se veía a un anciano sentado en una silla de playa, ojeando una revista. Avanzaba hacia él cuando caí en que detrás de mí estaba el puente de mando y yo tenía que ser claramente visible desde allí. Casi seguro estaría siendo observado por el capitán y quizá varios tripulantes. Miré hacia arriba, tratando de comprobarlo, pero no se veía a nadie allí dentro. Sólo el techo a través de los cristales verdosos. De pronto un chorro de sangre salpicó las cristaleras y luego otro y otro más. Al parecer sí había alguien.

-¿Qué haces en mi barco? -dijo el anciano de la silla mientras me agarraba por la camisa llena de sangre. Le observé un segundo, era un famoso diseñador o modisto, o algo así. Un tipo bastante grimoso, aunque elegante, y con pinta de homosexual, que siempre aparecía rodeado de alucinantes mujeres.

Le di un cabezazo en la frente. Trastabillo y entonces le empujé con una patada, pero con una agilidad sorprendente se levantó de un brinco y me abofeteó. Eso me recordó al señor Blacksaw. Con un golpe de la empuñadura hice saltar sus dientes. Después seccioné su deltoides izquierdo con un fuerte sablazo. Y luego el derecho. El anciano se postró de rodillas con los brazos caídos y la cabeza torcida, jadeando, esperando la sentencia final. La recibió con una estocada brutal en la boca. La hoja de acero salió por la parte trasera de su cuello, mientras un extraño gorgoteo canturreaba en su garganta.

Me di la vuelta rápido, impaciente por averiguar qué pasaba en el puente de mando. Y vi a la chica rubia parada al otro lado de la pequeña cubierta, junto a la puerta, observándome. Llevaba una catana con la empuñadura negra y estaba tan cubierta de sangre como yo. Otra vez su visión me impresionó y me quedé mirando admirado. Así como la justicia es representada por una mujer con los ojos vendados portando una balanza, no hay mayor expresión de la belleza que una mujer rubia y atractiva, cubierta de sangre, levantando una espada, ávida de más violencia. Ella señalo hacia atrás, a sus espaldas. Entonces me di cuenta de que de la parte trasera del barco llegaba el sonido de una fiesta matutina, música, voces, risas.

-Tú por babor y yo por estribor -Me dijo la chica.

Ella tomó la borda de la izquierda así que yo fui por la derecha, cada uno por su lado llegaríamos a los dos extremos de la cubierta trasera y desencadenaríamos una masacre. Avanzaba por mi lado cuando, justo antes de llegar al final, apareció un tipo borracho, su cara me sonaba, creo que era un cantante de country. Es igual, la espada entró por el estómago y salió por la parte superior de su espalda. Tardé unos segundos en sacar la catana pues el cuerpo de aquel tipo había quedado encogido y para cuando llegué a mi posición la chica rubia había empezado su actuación. Unas diez personas desnudas o en bañador, muchas salpicadas de sangre, corrían en mi dirección huyendo de su bestial ataque. En el suelo había ya varios cadáveres. Me permití el lujo de mostrar las habilidades que había aprendido. Golpe hacia adelante con pies juntos. Estocada de revés sobre una sola pierna. Barrido horizontal en paso agachado. Corte horizontal a derecha e izquierda. Paso hacia adelante con estocada directa. Cuando me quise dar cuenta sólo quedaban dos, mi víctima principal, la modelo, y un tío, un actor famoso. Mi chica, la preciosa modelo de la tele, estaba a tan solo un metro de mi espada, desnuda pero semicubierta por el baño de sangre me miraba implorante. Muy mona, pero no tan impactante como la rubia de la espada. Enseguida se dio cuenta de que en mi interior no había lugar para la piedad, entonces separó las piernas, puso los brazos en cruz y miró hacia el cielo, esperando mi castigo. Tajo circular en paso vacío y tajo hacia adelante. Lo que quedó de ella cayó al suelo.

La chica rubia estaba luchando con el actor famoso, que utilizaba un tubo de metal para defenderse de la catana. Pensé en intervenir, en cortarle los tendones de los abductores para que ella terminara la faena más fácilmente, pero enseguida supe que no hacía falta. Ella se estaba divirtiendo, esquivaba los golpes del tubo con facilidad y no aprovechaba los errores de su rival para asestar el golpe que desequilibraría el combate. Poco a poco el hombre se fue agotando y en unos minutos estaba de rodillas sosteniendo débilmente el tubo de metal. Corte oblicuo dando la vuelta. La espada penetró en el cuello por la izquierda produciendo un gran corte pero sin seccionar la cabeza. Otro golpe y un corte más profundo, pero la cabeza seguía pegada al cuerpo. Al tercer golpe la cabeza rodó hasta mis pies, mientras el cuerpo se desplomaba. La paré con la suela del zapato. Juraría que aquel tipo parpadeó mientras me miraba.

Me senté en una de las bancadas, junto a la borda. Ella se sentó frente a mí al otro lado de la cubierta. Nos mirábamos en silencio, jadeando tras el esfuerzo, los dos cubiertos de sangre, ignorando la docena larga de cuerpos que se extendían por el suelo, entre nosotros.

-Daniela, aunque también me llaman Polar.

-Ataulfo. Sí, lo sé... Me llaman Tirso.

-¿Cómo es tu paraíso?

-Una playa -dije reconfortado por aquel recuerdo-. Un poblado y un par de docenas de personas que me llenan del todo. ¿Y el tuyo?

-Una montaña. Mucha nieve -dijo ella con el rostro más relajado- Un pequeño pueblo y algunos amigos -Hizo una pausa y volvió a preguntar- ¿Y tu luz?

-Un ukelele, Kira.

-Una guitarra, Mailo -respondió ella.

-Oye, no sé tú pero yo tengo muchas dudas -intentaba aprovechar la oportunidad de contrastar información con alguien que quizá supiera más que yo- ¿Tú sabes cuándo acabará esto? Ya he matado a unos cuantos iconos y no veo dónde está el final.

-¿Iconos? Querrás decir líderes -respondió ella al parecer con las ideas claras- Yo he matado a unos cuantos líderes de diferentes ámbitos, cultura, política, económica, religión... Imagino que el final llegará cuando aparezcan nuevos líderes que guíen a la gente en la dirección correcta. Hasta entonces tendremos que seguir haciendo “correcciones”.

-¿Sabes que no deberíamos estar hablado? -dije- Me contaron una historia...

-Sí, a mí también me contaron algunas historias -respondió ella con acritud- Pero tengo la sensación de que me cuentan sólo algunas de las historias. Por eso creo que el mejor criterio que puedo seguir es el mio.

Guardamos silencio, haciendo una pausa en la conversación. Tratando de evaluarnos con las impresiones que habíamos sacado hasta el momento.

-Yo maté a mi jefe. El antes había maltratado a mi padre que también fue su empleado y con el tiempo pude vengarme ¿Qué crimen cometiste tú?

-Maté a mi mejor amiga -dijo ella mirando el mar- No cumplió con las expectativas y soy muy picajosa.

-Bate de beisbol. Mejor no te cuento -presumí.

-Tijeras. Mejor no te cuento -respondió.

-En la misión anterior mataste al banquero azul ¿no? -ella asintió-. ¿Le costó mucho morirse? El banquero rojo aguanto varias cuchilladas, no quería morirse.

-Yo no tenía un cuchillo -respondió- Tenía un morgenstern. -La miré con cara de no entender- No sabes qué es. Bueno, es un arma muy divertida, para quién la maneja quiero decir. Dejémoslo así.

Charlamos durante un par de horas sobre nuestras vidas antiguas, sobre los paraísos, las fiestas y descubrimos que teníamos mucho más en común de lo que podía parecer a primera vista. Estábamos en nuestro ambiente, allí en mitad del mar, en un yate lujoso, cubierto de sangre y de cadáveres. Pasamos un rato muy divertido demostrando nuestras habilidades con las catanas, comimos algunos de los snacks que habían preparado para la fiesta y tomamos un par de cócteles on the rocks tumbados en unas hamacas, disfrutando del calor del sol.

Los móviles de los muertos sonaban de vez en cuando pero no les hacíamos caso, sin embargo, pasaron las horas y llegó un momento en que no paraban de sonar y nos dimos cuenta de que debíamos partir pues pronto un helicóptero o un barco se acercarían a comprobar si había algún problema. Nos dirigimos a los camarotes y nos despedimos en la puerta. Antes de partir, Polar me acarició la mejilla, me cogió del cuello y me besó con pasión. La abracé y empecé a acariciar su trasero y sus pechos, arranqué los botones de su blusa ensangrentada, pero ella me rechazó con un empujón. Lo siento caballero, esto es demasiado para la primera cita.

Llegué al otro lado aletargado por el beso y atontado por el súbito enamoramiento que sentía al verme separado de ella. Apenas saludé a Kira, ni expresé la habitual alegría por estar allí de vuelta. Me pregunté si el televisor estaría encendido o no y me sorprendí deseando que lo estuviera, para poder volver a encontrarme con Polar.

-Tirso. ¿Estás mareado? -dijo Kira- ¿Por qué no te sientas y descansas? Tus ropas están... En fin, rojas. Mejor será que te las quites ahora y te limpies.

-¿Está encendida la tele? -pregunté impaciente.

-Me temo que sí, Tirso. Lo siento.

Corrí hasta el salón, impaciente por saber algo sobre mi próximo objetivo, tratando de encontrar algún detalle que me permitiera deducir si compartiría la experiencia con Polar otra vez. El televisor mostraba a un hombre trajeado de unos cincuenta y tantos años, barbudo, con pinta de grimoso sabelotodo, que daba un discurso en un lugar que parecía un parlamento y que estaba semivacío. Hablaba a las docenas de hombres y mujeres de aspecto aburrido que se repartían por los asientos de cuero rojo. Estaba claro, era un político. Salía luego en la convención de un partido, en un mitín, dando la mano a otros políticos. No tenía ninguna certeza pero me ilusionaba comprobar que yo sólo no podría matar a tanta gente. Allí hacían falta por lo menos dos.

Salí a la playa con Kira. Nos desnudamos y nadamos un rato en el mar. Me pareció muy raro besarla tan solo unos minutos después del apasionado beso de Polar. Los besos de Kira se me antojaban ahora algo faltos de pasión, como si besara a un familiar o a una amiga de la infancia más inocente. No tenían nada que ver con la pasión y el morbo que me habían abrasado con el beso en el barco. Incluso el mero recuerdo resultaba muy turbador.

Al salir del agua me quedé parado, perplejo.

-Kira. Mira, ahora hay una montaña allí, no muy lejos -dije sorprendido, señalando al frente- Antes no se veía ninguna montaña ¿La ves?

-Pero ¿qué dices, Tirso? -respondió con extrañeza y preocupación- Esa montaña siempre ha estado ahí. Siempre, desde que tengo uso de razón. Igual es que no te habías fijado, pero estar, estaba.

-¿Una montaña con nieve?¿Aquí? - dije señalando a mi alrededor- No puede ser, aquí hace mucho calor. Es imposible que nieve en un lugar tan cálido y mucho más que la nieve se conserve tan cerca de la playa ¿No te das cuenta?

-Pues tan imposible no debe ser. ¿No te parece? -replicó ella-. Siempre ha sido así.

Nos unimos a Maya, Milo y los demás que ya estaban preparando una fiesta para celebrar mi vuelta a casa. Todos me saludaron tan cariñosos como siempre. Empecé a charlar con Milo que me hablaba sobre una nueva técnica de pesca. Mientras observé que Kira se acercaba a Maya y le murmuraba algo al oído. Leyendo sus labios creí entender “dice que la montaña no estaba antes”. Maya me miró sorprendido, con preocupación.

Al día siguiente ya estaba impaciente por abrir el arcón, recoger el arma que me tocara y aprender a utilizarla cuanto antes. Pero Maya me lo prohibió. Me dijo que debía dejar pasar al menos una semana de descanso, para borrar las marcas de la misión anterior. No le dije nada, pero algunas de esas marcas no se borrarían por mucho tiempo que pasara y además eran el motivo para desear impaciente el siguiente trabajo.

Esa semana resultó muy tediosa, primero porque quería pasar de nuevo al otro lado cuanto antes y las horas se hacían eternas, y también porque Maya y Milo se pasaban el día hablándome de los peligros de salirse del guión, de la necesidad de mantener las referencias, de no hacer cosas que pudieran alterar el orden natural de las cosas. Dijeron que si no me limitaba a hacer mi trabajo y tomaba mis propias iniciativas podría incluso destruir mi propio paraíso. Yo no quería eso, pero la atracción que sentía por Polar y cierto hartazgo por tantas historias misteriosas que tenía que aceptar con fe ciega me tenían en cierto grado de rebeldía, así que me negaba a aceptar sus absolutismos.

En mis ratos a solas, tocando canciones con mi uke, trataba de entender y encajar los últimos acontecimientos. Por un lado, había aparecido una montaña que con total seguridad antes no estaba. El paraíso de Polar era una montaña, ese detalle no podía pasar desapercibido. Lo extraño es que Kira, Maya y todos los demás aseguraban que esa montaña siempre había estado allí. Y estaba también el comentario de Kira en la fiesta, el que tanto preocupó a Maya “dice que la montaña no estaba antes”. Era evidente, para ellos la montaña siempre estuvo allí y les preocupaba el hecho de que yo apreciara un cambio sustancial que para ellos no existía. Temían que se estuviera alterando la realidad sin su conocimiento, sin que ellos pudieran hacer nada. Podría decirse que tenían miedo de que yo empezara a generar cambios de consecuencias impredecibles por no respetar los límites previstos y por eso se pasaban el día dándome la charla sobre el orden del Mundo o el efecto mariposa y sus devastadoras consecuencias. Y yo no entendía nada, ni cómo podía alterar algo tan sólo relacionándome con Polar, ni cómo había llegado la montaña hasta mi paraíso.

Beethoven Rarities

viernes, 5 de octubre de 2012

La química del Mundo y el misionero del destino. Capítulo V.


Por la noche hubo una gran fiesta para celebrar mi vuelta. Otra vez el hum-hum-hum del pueblo entero, otra vez el sentimiento de unidad pero sabiendo que muchas de aquellas personas habían pasado por lo mismo que yo, que comprendían muy bien lo que sentía, me dí cuenta de que eran parte de mí y que mi unión con ellos era mucho más extensa y profunda de lo que nunca imaginé que podría llegar a compartir. Hum-hum-hum.

Por la mañana intenté conversar con algunos de los adultos de la aldea, pidiéndoles que me hablaran sobre sus experiencias como misioneros, por si podía aprender algo útil o al menos saber cómo habían enfrentado otros aquellas dificultades. Además, sería gratificante escuchar historias de misioneros que no consistieran en matar gente. Pero ninguno quiso hablarme de sus misiones, no mientras yo no hubiera concluido la mía. Lo único que podemos conseguir es perjudicarte, me dijeron.

Los días siguiente los pasé con Kira, haciendo el amor en la playa, en el bosque, o en la cabaña, y preparando mi siguiente misión. Llevábamos unos cuantos días estudiando mi siguiente objetivo. Era un banquero extranjero, sesentón, muy rico, rodeado siempre de otros tipos parecidos a él, elegantes y repeinados. La televisión nos había mostrado sus intervenciones en juntas de accionistas, reuniones de políticos y empresarios, o en compras de otros bancos. Y en la otra cara de la moneda a gente pobre que vivía en la calle, a personas que eran desahuciadas, expulsadas de sus casas por no pagar sus hipotecas, a empleados de banca empobrecidos y tristes. La asociación de ideas era muy clara, no hacía falta preguntar por qué aquel señor era el elegido. Un icono construido sobre la desgracia de muchos pero adorado por otros.

Cuando abrimos el arcón encontramos un temible cuchillo de combate en una funda de cuero. Grande, con un peligroso filo y dientes afilados en el contrafilo. Su empuñadura de goma negra estaba hueca y levantando la tapa superior se podía acceder a un compartimento que contenía un largo trozo de hilo muy resistente, un pequeño buril con punta de diamante, una diminuta linterna, hilo de sutura, una aguja, fósforos de emergencia y un par de pastillas para potabilizar agua. Puede que todo aquello fuera necesario en un combate, pero no se me ocurrió para qué podría servirme. En cualquier caso esta vez iba a necesitar un entrenamiento específico pues jamás había utilizado un cuchillo como arma y mucho menos uno parecido a aquel.

Kira, sorprendente como siempre, me enseño a sujetarlo, a equilibrarlo, a trazar el arco perfecto, a retorcerlo para desgarrar con sus dientes causando una herida incurable, a realizar el movimiento de muñeca necesario para extirpar un órgano tras la cuchillada. Me enseñó a lanzarlo con precisión contra un objeto estático o en movimiento. Alternaba el entrenamiento con mi ukelele, que me proporcionaba equilibrio emocional para ser capaz de afrontar mi siguiente reto, sin hacerme más preguntas. Aprendí a usar muy bien el cuchillo y acepté que mi mejor opción era cumplir con mi sino de la mejor forma posible.

No hablábamos mucho sobre mi misión, ni queríamos especular sobre si aquella sería o no la última vez que prepararíamos una en equipo. Yo no quería hablar sobre todo eso ahora que sabía que en las misiones estaba sólo, a excepción de la luz de Kira, que podía morir o quedarme perdido, sin ninguna ayuda, sin que importara nada, lo único que quería era pensar en el presente y cuando llegará el momento intentaría concentrarme en terminar el trabajo y salir vivo para poder pasar con Kira y con mi gente más tiempo, sin agobiarme porque fuera o no finito.

El día de mi partida no pude evitar que Kira se quedara allí, viéndome marchar, con una mirada triste y resignada. Aunque parezca absurdo me hizo gracia comprobar que a pesar de las circunstancias sus notables pechos seguían desafiando a la ley de la gravedad. Y es que hasta en los momentos más conflictivos un hombre encuentra espacio para desplegar su estupidez. Pero cuando crucé el espejo los pensamientos más pesimistas dominaban mi ánimo, esta vez no lo conseguiría, no me enfrentaba a un estúpido drogadicto, no bastaría con decir que había una nueva estrella en el cielo. ¿Sería capaz de clavar aquel enorme cuchillo a un desconocido sólo porque le había visto en el televisor de la cabaña? El golpe contra un duro suelo de baldosas me sacó de aquellas cavilaciones. Me incorporé despacio. Un gran espejo, urinarios, varios lavabos, varios habitáculos con retretes, estaba en el cuarto de baño de un restaurante, hotel o algo por el estilo. Decidí ubicarme lo antes posible, localizar a mi objetivo e intentar trazar una estrategia. Salí al pasillo y choqué violentamente contra una joven, más o menos de mi edad, que iba tan despistada como yo. La agarré de los brazos para que no cayera al suelo con el golpe y durante unos segundos nos observamos. Rubia, con el pelo ondulado, ojos verdes, muy guapa, aunque percibí que de ella emanaba una especie distorsión, algo como el producto de una gran tensión interior. Eché de menos la tranquilidad que Kira me transmitía. Una breve disculpa y cada cual siguió su camino, pero a los pocos pasos una voz los interrumpió.

-¡Vosotros! ¿sois de la agencia, verdad? -dijo un tipo que llevaba una placa dorada con su nombre- No os despistéis, joder, que ya vamos bastante tarde. El vestuario está allí. Dentro os darán los uniformes. Y os quiero aquí fuera en menos de un minuto.

Entré en el vestuario de hombres, repleto de chicos de mi edad cambiándose de ropa, y un tipo me preguntó mi talla y me dio un pantalón negro, una camisa blanca y una chaqueta roja. Disimule lo mejor que pude para que nadie viera el cuchillo que llevaba sujeto a la espalda, me puse la ropa y salí al pasillo con los demás, todos vestidos igual que yo excepto por las chaquetas, ya que la mitad de ellos la llevaba azul. Del vestuario de mujeres salía una fila similar, chaquetas rojas y azules.

-Bien -dijo el hombre de la placa dorada mientras se paseaba por el pasillo- Vamos a entrar al gran salón y a situarnos alrededor de la mesa, cada uno detrás de una silla, a unos dos metros de distancia de la misma. Los que lleváis chaqueta roja os debéis colocar a la izquierda, en el lado del banco financiero, cuyo logo es rojo, y los que lleváis chaqueta azul os pondréis a la derecha, en el lado del banco marítimo, cuyo logo es azul ¿Entendido? -Todos asentimos, aunque algunos con cara de no haber comprendido del todo estas instrucciones- Bien, cuando el señor rojo y el señor azul se levanten y firmen los documentos de la fusión aplaudiréis mi fuerte, con grandes sonrisas, y cuando estos señores se vuelvan a sentar os acercaréis a la mesa y entregaréis al invitado que os corresponda, el de la silla que tendréis delante, las medallas conmemorativas que ahora os vamos a entregar. Nada más, no se espera, ni se desea, ningún tipo de aportación creativa por vuestra parte. Muchas gracias.

Nos entregaron unas medallas acomodadas sobre un pequeño cojín forrado de satén verde y avanzamos por el pasillo de madera vieja, antigua, hasta llegar a una sala de reuniones con paredes de piedra, con grandes vigas en el techo. Había antorchas, yelmos, armaduras, espadas y viejos cuadros por todas partes, todo parecía auténtico, antiguo, y me pareció que estábamos en algún palacio o castillo. En el centro de la sala una gran mesa de madera ocupaba un espacio considerable y las sillas estaban ocupadas por unos cuarenta o cincuenta señores cuyos trajes, ordenadores y teléfonos contrastaban con la decoración medieval. Cuando entramos comenzaron a sonar los primeros compases de Los Planetas de Holst y todos apagaron sus dispositivos y guardaron silencio. El hombre de la placa dorada saludó y empezó a dar un discurso de bienvenida y luego una breve charla sobre la maravillosa fusión del banco rojo y el azul, que daría lugar al banco verde.

Después en uno de los extremos de la mesa se levantó mi objetivo. Muy sonriente saludó y empezó a explicar los motivos y beneficios de la fusión. Le estudié con detenimiento, parecía listo y atento, pero no estaba en muy buena forma, no era fuerte, ni parecía ágil. Eso siempre me otorgaría una ventaja. El discurso se alargaba y empecé a observar la sala, mucho personal de seguridad por todas partes, en especial alrededor de mi objetivo y al otro extremo de la mesa donde se sentaba otro tipo que debía ser el presidente del banco azul, que en esos momentos se levantaba para disfrutar de sus minutos de gloria con otra charla insoportable. Entonces vi a la chica de antes, a la que arrollé en el pasillo, llevaba chaqueta azul, parecía muy tensa y observaba con gran detenimiento al orador y a sus guardaespaldas. No supe por qué pero verla así me supuso un alivio, sentí que compartía mi carga, que no era el único que sentía angustia en mitad de la ceremonia.

Aplausos. Tuve que salir de mi ensimismamiento pues todos mis improvisados compañeros avanzaban a entregar sus medallas y yo seguía allí parado. El hombre de la placa dorada salió de la sala y nos invitó a seguirle, dejando allí a los invitados a la fusión bancaria, disfrutando de su pequeño mundo, de su nuevo juguete, que tanta influencia tendría sobre la vida de otros. Una vez que todos los chicos y chicas estábamos de nuevo en el pasillo busqué con la mirada a la chica rubia pero no la vi. El tipo de la placa nos advirtió que seríamos cacheados al salir igual que al entrar, por lo que no era aconsejable que nos lleváramos objetos de recuerdo. En el vestuario me quedé rezagado, fui el último en entregar el uniforme y al salir al pasillo di unos pasos y entré al cuarto de baño, observé el espejo por el que había llegado y tras un breve vistazo general decidí que saldría por la ventana. Por suerte estábamos en la planta baja y no era un salto peligroso.

Era de noche, estaba en un jardín muy verde y debía ser muy fácil verme gracias a la iluminación del edificio, así que corrí hasta el seto cercano y me quedé allí amparado por la oscuridad pero sin saber qué hacer. El edificio era un palacio alargado de tres pisos con altas ventanas alineadas a lo largo de la fachada, todas iluminadas por las suaves luces ambarinas, que le daban un aspecto acogedor y tranquilo, y parecía estar situado en lo alto de un monte pero cerca de una ciudad a juzgar por las luces. Había mucha humedad y olía a mar. Miré al cielo despejado buscando a mi luz y enseguida la vi, allí estaba casi encima de una de las esquinas del palacio. Decidí que aquella era la dirección correcta y pegado al seto me acerqué hasta aquella esquina. Observé las ventanas cercanas y en una de ellas distinguí a dos de los guardaespaldas que antes había visto cerca de mi objetivo, parecían estar inspeccionando aquella habitación, así que deduje que pronto estaría allí.

Espere a que se fueran y me acerqué a la ventana. Eché un vistazo dentro y comprobé que no había nadie por allí. Saqué mi cuchillo, abrí la tapa del compartimento y cogí el pequeño buril con punta de diamante. Corté un cuadrado en uno de los cristales y metí la mano para accionar el mecanismo de apertura de la ventana justo cuando en el jardín aparecían dos policías haciendo una ronda de vigilancia por la otra esquina del palacio. Faltó poco para que me vieran. Había tenido suerte a pesar de mi imprudencia. No había pensado que podría haber guardias fuera, debía ser más precavido si quería tener alguna posibilidad.
Estaba dentro de un despacho lujoso, forrado en tela roja, con el suelo de madera cubierto por una gruesa alfombra roja y presidido por un gran escritorio de caoba bajo el que me metí al ver que se abría la puerta de la habitación. Alguien entró y cerró la puerta, pegué mi cara al suelo y mirando por debajo del faldón de la mesa comprobé que sólo había un par de pies calzados en unos caros zapatos de cuero negro, semicubiertos por los extremos de un pantalón oscuro con raya ejecutiva. El hombre se acercó a la mesa mientras yo esperaba a que se sentara preparado para clavarle el cuchillo en el corazón desde allí abajo. Todo sería muy fácil, casi aséptico y limpio. Pero el hombre siguió hasta la ventana y se agachó un poco hacia el hueco que yo había recortado murmurando “el cristal está recortado...”. Entonces debió comprender o intuyó el peligro porque se dio la vuelta muy rápido, haciendo ya el gesto de llamar a los vigilantes que seguro estaban al otro lado de la puerta. Pero era demasiado tarde, yo me había incorporado y en el mismo momento en que se giró le clavé el cuchillo de combate hasta el fondo en el estómago mientras con la otra mano le tapaba la boca y observaba la sorpresa en sus ojos muy abiertos.

Giré el cuchillo como había aprendido, cortando con sus dientes en todas direcciones y haciendo palanca para extraer algunos de los órganos de aquel hombre, blandos y oscuros, que quedaron colgando de su tripa mientras la sangre fluía por todas partes. El cayó de rodillas pero no se rindió. Medio a gatas, intentando sujetar las tripas que le salían por la herida con una mano, avanzaba lentamente hacia la puerta sin poder articular palabra pues de su boca manaba también una buena cantidad de sangre. En su avance una de sus rodillas aplastó algunos intestinos que le colgaban y resbaló, y siguió intentando avanzar pero lo único que consiguió fue resbalarse una y otra vez, sacando más y más intestinos de su estómago con tantos tirones. Entonces me di cuenta de que estaba perdiendo un tiempo precioso así que decidí abreviar. Me acerqué, le agarré del poco pelo que le coronaba y levantando su cabeza le hice un enorme tajo en el cuello del que broto un potente chorro de sangre que se unió a la fiesta roja y espesa. El hombre, cayó al suelo, pero todavía tuvo fuerzas para arrastrarse un poco impulsado por sus pies, con una mano en la tripa y la otra en la garganta. Me pregunté si será verdad que a los ricos les cuesta más morirse, que se aferran más a la vida. Su voluntad de vivir, a pesar de que aquellas heridas no tenían arreglo, era admirable. Pero no lo consiguió.

Estaba muy manchado de sangre y si salía así provocaría una alarma general inmediata, aunque de todas formas no podía salir por la puerta porque sin duda estarían por allí los que habían comprobado antes la habitación, así que mi única opción era la ventana. Tenía que asegurarme de que no había policías antes de saltar al jardín y no podía arriesgarme a recorrer el largo seto de nuevo hasta la ventana del baño de hombres en el otro extremo del edificio pues si la ronda me descubría a mitad de camino estaría perdido. Así que pensé que mi mejor opción era saltar al jardín por la ventana y recorrer el exterior del edificio hasta encontrar una habitación vacía, la más cercana, colarme y arreglármelas para acceder al pasillo y entrar en el baño.

No había nadie en el jardín. Salté y corrí unos metros hasta la primera ventana y vi a un anciano trajeado hablando por el móvil, en la siguiente un hombre y una mujer conversaban mientras fumaban. La siguiente era el baño de mujeres y parecía vacío. Corte el cristal con el buril, abrí la ventana y entré de un salto dispuesto a salir al pasillo y recorrer a toda velocidad la distancia que me separaba del espejo salvador del otro baño, pero se abrió la puerta y entró una empleada de limpieza muy acelerada. Muy rápido se quitó la bata, dejando al descubierto una camisa llena de sangre que se sacó por la cabeza de un tirón, llevándose también la peluca negra que ocultaba el dorado de su cabello auténtico. Estaba frente a la chica rubia, manchada en sangre, ruborizada por la emoción inconfundible del asesinato reciente, medio desnuda y salpicada en sangre, y me pareció la imagen más seductora que había visto nunca. Entonces ella me vio y su rostro reflejó una cascada de pensamientos ultra-rápidos, alguien más en el baño, el tío de antes, lleno de sangre, con un cuchillo en la mano... junto a un espejo. Me miró medio segundo más y sin decir palabra saltó hacia el espejo y desapareció. Casi por instinto toqué el espejo pero no servía para mí.

Mientras me colocaba la peluca y me ponía la bata, que me apretaba por todas partes, traté de recuperarme de la impresión causada por lo que acababa de ver y por sus muchos significados e interrogantes. Y sonreí al darme cuenta de que el presidente del banco azul tampoco había tenido una buena fusión. Disfrazado salí despacio al pasillo en dirección al baño de hombres. Me crucé con algunos vigilantes y guardaespaldas que charlaban con aire aburrido pero nadie reparó en mí. Entré al baño que por suerte estaba desierto, me arranqué la incómoda bata y sin pensarlo ni medio segundo salté al espejo y me convertí en sustancia.

Al llegar al otro lado aterricé en la esterilla y me encontré tirado delante de Maya y Kira. Me miraron sorprendidos primero y horrorizados después. Ella se llevó las manos a la cara espantada por mi aspecto. Entonces comprendí porque la chica rubia había intentado cambiarse antes de saltar al otro lado, para no aparecer allí con unas pintas entre lo patético y lo tétrico que era donde estaba yo con aquella peluca mal puesta y la ropa empapada en sangre. Maya me felicitó con ardor por haber conseguido volver y me acompañó hasta la bañera que había en el exterior de la cabaña, donde me limpié la sangre y conseguí adaptar el ritmo de mi corazón y la velocidad de proceso de mi cerebro al cambio de realidad y a la bajada de adrenalina.

Cuando volví a entrar en la cabaña escuché el televisor así que no me hizo falta preguntar. La respuesta era evidente, sólo había sido un paso más en mi penitencia. No quise ver las imágenes así que salimos a la playa mientras Kira intentaba contener las lágrimas y Maya me animaba a seguir siendo fuerte, mientras me daba unas palmadas en la espalda.

-Maya ¿puede haber dos misioneros a la vez? -pregunté con premura obviando mi desdicha- ¿Alguna vez se ha encontrado un misionero con otro?¿Puede ser que varios estén colaborando en el mismo objetivo sin saberlo?

El me escrutó con gesto muy serio y me sujeto del cuello para asegurarse de que le miraba y escuchaba con toda mi atención. -Nunca, nunca, nunca, entres en contacto con otro misionero. ¿Me oyes? Nunca. Nunca te desvíes de los planes del Mundo. Cumple tu misión y vuelve.

-Claro, claro -respondí a media voz.

Los siguientes día los pasé muy inquieto. No conseguía relajarme en mi paraíso. No podía olvidar a la chica rubia, necesitaba hablar con ella y que me contara todo lo que supiera sobre la penitencia que cumplíamos. Igual entre los dos eramos capaces de entender algo. Kira intentaba convencerme para que descansara y disfrutara de los placeres que estaban a mi disposición, para que olvidara todo en los ritmos de las fiestas. En una de ellas traté de hablar de nuevo con los que habían sido misioneros pero todos rehuían esa conversación y esto me desesperaba aún más. Sin embargo, una noche Milo, uno de ellos, se acercó a mí y me dijo que quería hablarme sobre su experiencia.

-Hace muchos, muchos años el Mundo me encomendó una importante tarea -dijo con la mirada clavada en el suelo, removiendo recuerdos que llevaban mucho tiempo cubiertos de polvo- Tenía que convencer a un conquistador para que no destruyera una ciudad, lo cual sería el fin de la civilización occidental y su consecuencia un mundo muy diferente al que tenemos hoy. Mi papel era del todo diplomático y mis únicas armas eran palabras y argumentos. Nada más llegar al otro lado me encontré con otro hombre nervioso y desubicado como yo y los dos supimos que teníamos la misma condición, que habíamos llegado hasta allí de la misma forma. El se llamaba Sandro. Conectamos muy bien, hablamos y nos dimos cuenta de que teníamos la misma misión, aunque él actuaría sólo en caso de que yo fallara. Si eso ocurría tendría que asesinar al conquistador.

Los espejos por los que salimos estaban en casa en la ciudad, lejos del punto de encuentro con nuestro objetivo -continuó explicando Milo- y realizamos el trayecto con una comitiva militar que de alguna forma nos esperaba, o más bien esperaba a unos negociadores que llegaban de otro lugar. Es decir, que todo estaba bien organizado para que se produjera mi entrevista con el líder bárbaro. Llegar hasta el lugar de la reunión nos llevó varios días durante los cuales Sandro y yo no teníamos otra cosa mejor que hacer que hablar, conocernos, intimar. Descubrí una forma de belleza que hasta entonces desconocía y lo que empezó siendo interés se convirtió en atracción y luego en amor. En una cantidad de amor que se multiplicaba cada día. Cuando llegamos a nuestro destino eramos amantes.

Yo me había preparado a conciencia para la entrevista, sabía todo sobre las costumbres y supersticiones de las tribus a las que pertenecía aquel hombre y conocía sus antecedentes, así que había basado mi estrategia en sus puntos débiles. Sabía que le impresionaban los hombres que tenían nombre de animal y conocía sus miedos y demonios. Se reunió con nosotros como representantes no militares de la civilización que se disponía a destruir. Aquel hombre era más bien corto de estatura, con el torso grande, la cabeza pelada y la nariz muy chata, y tenía el rostro embrutecido por el abuso de las malas costumbres y las tendencias primitivas. Olía muy mal, apestaba, estaba sucio y vestía sólo unas pieles que dejaban ver un cuerpo musculoso y lleno de cicatrices. Nos miraba con escepticismo, era claro que pensaba que nuestro argumento versaría sobre las bondades de la civilización, sus logros, etc... y todo eso le daba igual.

“Soy León. Un hombre de religión, no de guerra. -dije y comenzó a mirarme con interés-. Una ciudad como la que quieres atacar no nace por casualidad. Fue creada por la savia de la tierra, que corre por sus antiguas calles igual que por las de tus poblados, y si la destruyes cometerás el delito de derramar el líquido original de la creación. Si lo haces un caballo negro llegará del este arrastrando un viento helado que congelará a tus gentes y las sumirá en la desdicha. En vuestros ojos helados quedarán grabadas las imágenes de vuestro pecado y os perseguirán allí donde vayáis. No podréis alimentar a vuestros hijos, no podréis luchar, no podréis procrear. Vuestros caballos se rebelarán y se marcharán, y terminaréis caminando errantes por toda la eternidad buscando el perdón entre un eterno manto de nieve, intentado resistir los embates del viento que mantendrá a vuestro alrededor para siempre la maldición de la savia muerta”.

Cuando terminé observé que Sandro se puso tenso, preparado para saltar y partir el cuello del bárbaro con sus propias manos. Pero no fue necesario. El hombre estaba impresionado por mi discurso, breve pero plagado de significados para él. Pasó unos minutos pensando y mirándonos con inquietud y cuando habló dijo que se retiraría en paz si no era perseguido por lo que quedaba de nuestros ejércitos.

Sus tropas se retiraron y nuestra comitiva volvió triunfante a la ciudad. Pero Sandro y yo no estábamos igual de contentos pues sabíamos que nos esperaban los espejos, la vuelta a nuestros paraísos, y eso significaba vivir separados para siempre. Por el camino decidimos que no volveríamos. Nos quedaríamos en aquella ciudad compartiendo aquella vida no tan gratificante como la otra, pero en la que nos podíamos amar, nos teníamos el uno al otro. Vivimos así durante un tiempo, integrados y aceptados por la comunidad.

Sin embargo, la ciudad estaba en plena decadencia, las costumbres cambiaban y se imponían nuevas religiones que trataban de controlar a la gente mediante una moralidad que castigaba todo lo que fuera atípico para sus estrictas reglas. Un día una horda de hombres entró en casa con la intención de apresarnos, apalearnos y pasearnos por el pueblo como a dos perversos desviados. Sandro murió luchando en nuestra habitación, mientras a mí me golpeaban con crueldad. Me desnudaron y me pasearon por el pueblo en un carro, con las manos atadas a una estaca, mientas la gente me abucheaba y me lanzaba verduras, piedras, de todo. Hubiera muerto durante aquel recorrido si no fuera porque algunos me reconocieron como el salvador de la ciudad y consiguieron devolverme a mi casa y defenderme de la turba. Con mis últimas fuerzas llegué hasta el espejo -dijo antes de un largo silencio.

He vivido cientos de años desde entonces pero nunca he podido superar la pena de todo aquello, ni la muerte de Sandro. Al final estoy en mi paraíso, como tenía que ser, pero soy el más triste del lugar.

Te cuento esto para que no olvides que no debes desviarte de los planes del mundo -concluyó Milo- No te servirá de nada y terminarás en tu paraíso de todas formas, solo que ya no será igual pues te quedarán para siempre las secuelas de tu rebeldía.

-Era Atila, ¿verdad? -pregunté sin obtener respuesta mientras él se alejaba.


Brad Paisley - Play, The Guitar Album