viernes, 2 de enero de 2015

Let the good times roll.

Hay cosas que sólo pueden hacerse una vez. La hice, una vez. La hice allí donde creí que debía hacerla. No elegí el momento, sólo supe que era el momento. La hice en presencia de algunos amigos, de algunas personas queridas. Me alegró que no fueran muchos. Y que quisieran acompañarme.

Nadie dijo nada, ni antes, ni durante, ni hasta un rato después. Nadie dijo nada cuando me abotoné mi camisa más cómoda, ni cuando me ajuste mi corbata preferida, ni cuando terminé de colocarme bien la chaqueta del traje azul que más me gustaba. Me costó un poco ponerme los zapatos de vestir, eran un poco duros, pero tampoco nadie dijo nada. 

Antes, cuando me ponía ese traje, siempre me rociaba con un poco de perfume, sin embargo aquel día pensé “¿y para qué?. Bueno, nunca hubo un motivo, sólo era una costumbre. Ya, pero hoy no va a servir de nada. Ya, claro, pero ¿por qué no?”. Y así apreté el pulsador del bote de cristal verde oscuro, humedeciendo levemente la camisa y la corbata.

No me peiné, no por nada, es que nunca me peino. Creo que la última vez que estuve peinado fue mi madre la que pasó por mi cabeza cubierta de lacio pelo largo uno de esos peines nacarados plasticosos, quizá hace treinta y tantos años. No sé por qué me paré a recordar estas cosas si nunca me peino.

Salí de la casa con paso tranquilo y en cuanto pisé la calle reconocí los olores, la humedad, la sal, el final de la tarde. Era el momento. Bajé por la calle despacio y recorrí con calma los escasos cien metros que me separaban de la arena. No fui consciente de que ellos me seguían hasta que llevaba unos metros caminando sobre las tablas de madera, entonces empecé a escuchar el traqueteo de sus pies sobre las tablas. Me alegró que no fueran muchos y que quisieran acompañarme.

Cuando se acabaron las tablas ya sólo quedaba arena, no mucha, aunque me pareció que recorrerla llevaría una eternidad. Al frente, el sol se resistía a desaparecer tras la linea del mar. Era un sol naranja, casi sin luz, enorme, era extraño porque podía mirarle directamente sin molestias, sin dolor, podía fijarme en sus detalles, en las zonas más oscuras que parecía nubes grises pegadas a la superficie naranja. Y el velero. Un barco pequeño que flotaba con calma en mitad del reflejo naranja que se extendía hasta la orilla, dibujando un camino, una puerta de entrada. O un punto exacto. Esa fue la señal.

Grité. Con todas mis fuerzas, expulsando todo el aire y los pulmones y el estómago y todo lo que tenía dentro. Y entonces corrí, sin parar de gritar, hacia el mar. A pesar de la forma imprevisible e irregular en que los zapatos de vestir se hundían en la arena, a pesar de que me faltaba el aliento, corrí por encima de los hoyos y de los castillos de arena, corrí sobre un toalla olvidada, sobre un rastrillo de juguete. Y grité. Tropecé un par de veces, pero no caí, aunque hubiera dado lo mismo, me hubiera levantado y seguiría corriendo aún con las dos piernas rotas. ¡No siento las piernas! No te preocupes John James, sólo están rotas ¡no existe el dolor!

Cuando llegué a la arena húmeda, mis talones salpicaron puñados de arena mojada sobre mi espalda pero apenas lo noté, pues ya estaba totalmente inmerso en el reflejo naranja. En el éxtasis. Ya sabía lo que venía después. Así que grité más y me di cuenta de que ya no era el mismo grito, era algo más gratificante, se había convertido en placer. Era a la vez una expresión de placer y una forma de placer. 

Primero mi pie izquierdo pisó una fina capa de agua y después mi pie derecho se sumergió totalmente al caer sobre una ola. Luego todo fue trastabillar, saltar y gritar sobre un mar naranja que me abrazaba, que me acogía en el momento preciso, destrozando para siempre mi traje azul, el que más me gustaba. Y mi corbata… en fin, ni la mejor tintorería del mundo conseguiría salvarla.

Chapoteé un rato, riéndome, en algún momento los gritos habían tornado en una risa tonta. La ropa comenzó a molestarme así que me la quité. Nadé un rato en bolas, miré el sol, el velero, hice el muerto sobre el agua naranja, admirando el anochecer, viendo aparecer una miríada de estrellas. Después de un rato, no mucho, el sol terminó de ocultarse dando por terminado el ritual.
Podía haber salido del agua desnudo, como un hombre nuevo y todo eso. Pero no me dio la gana, busqué la chaqueta, que flotaba por ahí hecha un guiñapo y saqué de su bolsillo interior un bañador. Era uno muy bonito, de palmeras verdes y peces dorados, sobre un fondo de cielo tropical, lo había llevado por si acaso me apetecía estrenarlo.

Caminé por la arena despacio, un poco cansado, y cuando llegué al sendero de tablas nadie dijo nada. Algunos me dieron una palmada en la espalda, otros sonrieron, alguien me cogió la mano durante un segundo. Caminamos hasta la casa. Luego fuimos a cenar. No recuerdo mucho más, pero estuvo bien.

Al día siguiente me desperté muy temprano. El sol estaba saliendo con fuerza renovada, amarillo y potente, elevándose sobre el mar que se veía desde la terraza. Desayuné allí, observando el perezoso despertar de la playa. 


Luego caí en la cuenta de que apoyado en la pared de la derecha había un cuadro. Era bastante grande, parecía mentira que no lo hubiera visto antes. Era una de esas composiciones que mezclan un poco de todo, tela, pintura, materiales de varios tipos. Mi traje azul estropeado, la corbata retorcida, la camisa arrugada, los zapatos de vestir deformados, todo eso parecía flotar en un extraño escorzo sobre un lienzo pintado de color naranja. Me gustó el título de la obra, Let the good times roll.

Dwight Yoakam - Reprise Please Baby.