viernes, 24 de febrero de 2012

El camino de la escalera.


Vivo en un pequeño pueblo, en el campo, un sitio muy tranquilo, alejado de las grandes ciudades y comunicado con el resto del mundo por una estrecha carretera llena de baches y agujeros. En mi pueblo casi todos los que somos capaces de andar medio bien nos consideramos montañeros. Nos encanta subir a nuestra montaña, la que está cerca del pueblo, no tiene nombre, se llama así, la montaña. Yo creo que es porque es la única que hay cerca y no hace falta ponerle un nombre para distinguirla de otras. También porque es un elemento permanente en nuestras vidas dado que se ve desde todas partes, debido a que el pueblo se encuentra en medio de una extensa llanura de la que surge de forma abrupta y algo absurda esta inmensa montaña. De una forma sutil permanece en nuestro subconsciente cómo un elemento necesario en la vida y hasta la echamos de menos cuando estamos lejos. Nuestros antepasados la consideraron diosa, la adoraron e hicieron ofrendas durante siglos. Algunos dicen que también se hicieron sacrificios humanos. Quizá esto sea exagerar, pero lo cierto es que la montaña está colmada de leyendas.

De todas ellas la que más ha llamado siempre mi atención es la que cuenta que existe un segundo camino para bajar de la montaña. Sí, para bajar de la montaña, no para subir. Todos subimos y bajamos por el conocido camino en espiral, que recorre el perímetro de la montaña dando vueltas, que tiene poca pendiente y no requiere grandes esfuerzos, es lento pero seguro y no es fácil perderse. Que se haya comprobado no existe ningún otro, pero sí existe la leyenda que habla de otro camino, directo, rápido y peligroso. Todos aquí la hemos escuchado muchas veces, contada por los viejos del lugar, que la han aprendido de sus padres o abuelos. Básicamente viene a decir que más vale el camino malo conocido que el bueno por conocer, que aquel que lo encuentre mejor no se aventure por ahí, que vuelva al camino conocido, lento pero seguro.

Había subido a la montaña varios miles de veces y nunca se me ocurrió investigar las razones de aquella historia popular, pero aquel día estaba muy inquieto y necesitaba salir de la normalidad y no sé por qué elegí para ello buscar el camino de bajada rápido y peligroso. Me levanté muy temprano y salí de casa con las primeras luces para iniciar la ascensión por la ruta de siempre, pues quería disponer de todo el tiempo posible para buscar o intentar deducir las motivaciones de la leyenda.

Cuando llegué a la extensa cima la recorrí varas veces, me asomé a todos los barrancos y observé la llanura dormitando entre la bruma desde todas las perspectivas posibles. Revisé detrás de árboles, arbustos y rocas e incluso busqué algún pasadizo secreto dentro de las dos cuevas cercanas a la cima. Con minuciosidad busqué huecos suficientemente amplios entre las oquedades que conozco desde niño, pero nada encontré en la primera cueva, ni tampoco en la segunda. Pero al salir de esta última me encontré con una densa capa de niebla que se había echado sobre la montaña durante el tiempo que había pasado dentro de la cueva y que a duras penas permitía ver un par de pasos más allá. Una situación delicada, pero por suerte soy muy previsor y siempre llevo en mi mochila los instrumentos y objetos de supervivencia recomendados para aventureros como yo.

Apartando el bocadillo, los prismáticos y los mapas de la región encontré mi brújula, me orienté rápidamente y en unos segundos sabía sin lugar a dudas que dirección debía tomar para encontrar el camino en espiral y descender de la montaña sin peligros. Dirigí mis pasos hacía allí con mucha cautela para no tropezar con las piedras o quedar enganchado en los zarzales que proliferan en la cumbre, siguiendo un estrecho sendero de tierra mil veces recorrido.

Llevaba recorridos un par de kilómetros cuando empecé a alarmarme, pues la distancia recorrida era más que suficiente para haber alcanzado el comienzo del camino, así que me sentí bastante aliviado cuando comprobé que la niebla se disipaba de forma repentina, justo antes de lo que parecía el principio del descenso. Aunque aquello me pareció bastante raro. Un fenómeno curioso, la niebla se terminaba en un punto concreto de forma extraña, en este paso estaba envuelto en ella pero en el siguiente ya no quedaba nada, cómo si la niebla estuviera contenida por una pared de cristal o una fuerza invisible que yo no podía ver ni percibir

Pero mucho más raro fue lo que me encontré al dirigirme hacia lo que creía el principio del camino en espiral. Una escalera de madera arrancaba desde aquel punto descendiendo vertiginosamente hasta llegar al pie de la montaña, adosada muy ceñida a su ladera rocosa, cortada prácticamente en vertical. Me hallaba sin duda ante el camino perdido, el que había buscado infructuosamente durante casi todo el día. Esto me alegró mucho así que no quise darle vueltas a las razones por las que no lo había localizado durante mi minuciosa búsqueda, ni tampoco pensé demasiado en cómo era posible que la brújula y el sendero me hubieran dejado en un sitio diferente al que deberían.

Observé detenidamente la escalera y comprobé que estaba formada por centenares de pequeños peldaños de madera clara, separados de tal forma que la inclinación era bastante acentuada, y que había dos plataformas, planas y horizontales, que los separaban en tres tramos iguales. Parecía sólidamente construida y una robusta y fuerte barandilla de madera servía de protección y apoyo a quienes se aventurasen a tan pintoresco sendero.

Me sentí muy orgulloso por haber encontrado el camino perdido y ya estaba disfrutando de las caras de asombro que se les iban a quedar a mis amigos y vecinos cuando conocieran mi hazaña. Aunque no comprendiendo exactamente cómo había llegado hasta allí iba a ser un poco difícil demostrar mi logro. Enseguida me dí cuenta de que tal problema no existía, pues una vez abajo bastaba con marcar claramente la ruta desde la base de la escalera hasta el pueblo.

Desde aquella altura observé detenidamente la llanura circundante, intentando reconocer algún camino, casa o paisaje cercano, pero no fui capaz de encontrar nada familiar. Además, allí en el fondo, en el suelo, cerca de la escalera se veía algo extraño, difícil de identificar a tal distancia, algo que parecía estar compuesto de brillos leves y colores difusos. Sin duda podría verlo mejor desde la primera plataforma, así que empecé a descender bastante animado a pesar del cansancio acumulado tras las largas horas de caminata y de la tensión que supuso orientarme entre la niebla.

Bajaba los escalones despacio dada la inclinación y con mi mano izquierda apoyada en la barandilla para mayor seguridad ante un posible tropiezo. Cuando había bajado 100 ó 150 escalones me sentía mucho más seguro y el ritmo de descenso empezó a ser francamente rápido. Pronto llegaría a la primera plataforma. Bajaba contento y confiado, con pasos firmes sobre una superficie segura, pero de pronto la barandilla de madera cedió bajo mi mano y también lo hizo el escalón en el que estaba apoyado, por lo que al siguiente segundo me encontraba cayendo al vacío, a gran velocidad y con destino hacia una muerte segura. Mientras caía puede distinguir con mayor nitidez el conjunto de colores informes y sin orden aparente que se agrupaba en el suelo.

Dicen que cuando una persona cae al vacío desde un gran altura muere antes de estrellarse contra el suelo debido a un ataque al corazón producido por la expectativa inexorable e inminente del impacto. Puedo asegurar que no es cierto. Mi corazón funcionó perfectamente durante toda mi vertiginosa caída y también después cuando ésta terminó, transformándose en un suave y controlado balanceo que mecía mi cuerpo en un lento descenso. Los tablones y maderas que me acompañaron en la caída me adelantaron, aunque eran mucho menos pesados que mi cuerpo. Me dí cuenta entonces de que la velocidad con la que me aproximaba al suelo era cada vez menor, cómo si a la fuerza de la gravedad se le estuviera agotando la batería en el momento más oportuno.

Las nubes ya no se alejaban tan rápidamente, los detalles de la montaña podían distinguirse ahora con total nitidez, pues el descenso era realmente lento. Quizá no iba a morir después de todo, aunque nunca encontraría una explicación racional para todo aquello. Mejor olvidarse de contarlo a nadie.

Miré de nuevo hacia abajo y me pareció que las manchas de colores, el conjunto que antes no había podido identificar, eran en realidad ropas esparcidas por el suelo, prendas de muchos colores tiradas por ahí sin orden ni concierto. Cuando empezaba a intuir algo más, algo espantoso, una fuerza enorme tiró de mí y me desplazó lateralmente, hacia la izquierda, alejándome de la escalera y de la montaña, y luego hacia abajo con toda la fuerza del universo, hasta llegar al suelo, recorriendo en una décima de segundo las decenas de metros que nos separaban.

Allí, en el suelo, en el que debía ser el lugar preparado para mí, quedé perfectamente incrustado. Al mirar alrededor comprobé estupefacto que el suelo estaba cubierto por ropas de muchos colores y, cómo había intuido antes, pude ver que sus dueños vestían aquellas prendas y también estaban perfectamente incrustados en su lugar. Igual que yo.

Aquí nadie habla. Nadie dice nada. Todos miramos horrorizados hacia arriba, intentando encontrar una explicación a nuestra situación actual. Repasando la sucesión de acontecimientos que nos trajeron hasta aquí, buscando el momento en que nos equivocamos. O tratando de culpar a la providencia.

En los días muy despejados podemos distinguir a los montañeros bajando por el camino en espiral, pero no podemos mirarles durante mucho tiempo pues enseguida el sol ciega nuestros ojos y tenemos que apartar la mirada.

Es curioso, desde aquí no se ve la escalera de madera.

The Youngbloods - Elephant Mountain    

Mark Knopfler - Local Hero

viernes, 17 de febrero de 2012

El guerrero número uno del ejercito de la luz.


Tumbado en la cama, en mitad de la noche, sin dormir, observando el cielo a través de la ventana frente a mí, esperando a que aparezca, para verla una vez más. Necesito que llegue, que me bañe con su luz, que me atrape y me lleve. Aunque sólo sea una vez más. Necesito que se acuerde de mí esta noche, que no se olvide de recogerme cómo ocurre últimamente.

Todo empezó aquel día, en mi casa, otra noche igual que esta, otra noche de luna llena. Tumbado en mi cama, en mitad de la noche, sin poder dormir, mirando el cielo estrellado que a través del dibujo cuadriculado de la ventana. No se podía ver casi ninguna estrella debido al intenso resplandor de la luna que bañaba con su blancura el mundo exterior y que empezaba a entrar por la ventana dejando una mancha blanca en el suelo, cerca de la cama, que copiaba perfectamente las formas regulares de la cuadrícula de madera que divide el ventanal en pequeños cuadrados.

Me quedé hipnotizado observando cómo aquella mancha de luz enrejada se desplazaba por el suelo lenta pero inexorable hacia mi cama, copiando con perfección el movimiento de la luna en el cielo. Poco a poco la mancha blanca se acercó a la cama y empezó a trepar por el borde, deformándose en el ascenso, reflejando el gran esfuerzo necesario para aquella difícil escalada. Una vez arriba empezó a acercarse a mi brazo izquierdo, iluminando la manga de mi pijama. Muy pronto la luna se situaría justo frente a mí, centrada en la parte superior de mi ventana.

Su avance continuó y fue abarcando todo mi cuerpo, apoderándose de mí, mientras me cubría poco a poco de izquierda a derecha, y en unos instantes tenía delante la luna llena completa y estaba bañado, empapado en su blancura y sobre mi cuerpo estaba dibujada la cuadrícula de la ventana. En ese momento comprendí que estaba atrapado, sentí el peso de aquel enrejado que se había convertido de repente en algo sólido, palbable, estaba prisionero de la sombra de mi ventana. Esclavo de la luna. Intenté liberarme pero era imposible, aquella sombra estaba anclada sobre mi cuerpo con una firmeza inimaginable, nunca podría moverla ni un milímetro.

El pánico se apoderó de mí y empecé a gritar con todas mis fuerzas, sacudiendo mi cuerpo lo poco que me permitían aquellos barrotes, y terminé llorando de pura desesperación. Pero nadie podía escuchar mis gritos desesperados. Inconvenientes de vivir en el campo. Sumido en aquella pesadilla, empapado en sudor, caí en la cuenta de que la mancha blanca con sus rejas proseguía con su movimiento hacía la derecha, siguiendo fiel a la luna, por lo que yo quedaría liberado finalmente, de la misma forma en que había sido atrapado. Esto me concedió alivio durante un par de segundos, hasta que comprobé con horror que la parte izquierda de mi cuerpo iba desapareciendo según la sombra de la ventana se desplazaba. Aullando como un animal salvaje atrapado en la trampa del cazador, presa del pavor más absoluto, tuve que asistir a la lenta desaparición de mi cuerpo hasta que no quedó absolutamente nada. El proceso no fue doloroso, pero el miedo era tan intenso que creí morir de puro terror.

Pero a la mañana siguiente seguía igual de vivo que siempre. Desperté en mi cama, desnudo y muy cansado, pero con una sensación de plenitud, de satisfacción y felicidad que jamás había experimentado hasta entonces. Tras un largo tiempo necesario para desperezarme conseguí salir de la cama y empezar con mis tareas diarias. Seguí mi vida normal como si nada hubiera pasado, pero deseando que llegara la noche para comprobar si todo aquello sucedería de nuevo. Y así fue, aquella noche también vino la luna y otra vez me atrapó en la sombra del enrejado y otra vez desaparecí, pero no tuve tanto miedo, y por la mañana, al despertar, otra vez desnudo, pude disfrutar de una sensación de plenitud aún más intensa.

Esto se repitió todas las noches de luna llena durante los meses siguientes. Aprendí a no tener miedo, a entregarme voluntariamente a mi dueña, y a disfrutar con intensidad de aquel romance que terminó por convertirse en una auténtica obsesión, en mi motivo principal para vivir. Era lo único que deseaba en este mundo. Aunque había un pequeño inconveniente, todo hay que decirlo, y es que se me fue quedando un algo raro en la mirada, un toque terrorífico y cruel que toda la gente percibía enseguida, por lo que empezaron a evitarme, a dejarme cada vez más aislado. A temerme. La verdad es que no me importó mucho, me bastaba y sobraba con mis noches de luna llena.

Así transcurría mi vida, en un paréntesis, una espera ansiosa durante varias semanas hasta que volvía a convertirme en el esclavo de la luna, a sentirme atrapado, desaparecido y pleno. Esta dulce inocencia duró seis o siete meses, hasta que durante uno de aquellos periodos de espera llenos de impaciencia se me ocurrió dar una vuelta por el mercado medieval que se monta el primer domingo de mes en la plaza del pueblo. Estaba por allí paseando y curioseando, pero muy consciente de las miradas de soslayo que me dirigían aquellos que me conocían y del desconcierto de los desconocidos que se cruzaban con mi mirada. Igual que muchas otras veces terminé utilizando aquellas circunstancias como entretenimiento y por pura diversión miraba fijamente a los ojos de esta o aquella persona, hasta que levantaban la mirada hacía mí y enseguida la retiraban, tras percibir ese rasgo que tanto les asustaba. Era algo infalible, nadie conseguí mantener mi mirada durante más de dos segundos. Hasta que me crucé con un hombre alto y fornido, le miré fijamente a los ojos y él se dio cuenta de que estaba siendo observado y me miró también. No sólo mantuvo mi mirada, sino que me dedicó una sonrisa de lo más cruel e inmediatamente reconocí en sus ojos ese algo raro que yo también portaba.

Entonces me dí cuenta de que todo aquello ya lo conocía, había visto antes a aquel hombre y había vivido experiencias muy intensas con él, de eso estaba seguro, sólo que no sabía cuales, ni cuando. Pero aquello fue igual que encontrarme con el hermano, el compañero de juegos de la infancia, al que hace muchísimos años que no había visto. Permanecimos así, mirándonos durante un rato, sin pronunciar palabra, mirándonos y sonriendo de aquella forma que tenía un algo sádico. Sonriendo sin piedad. Sin embargo, no nos hablamos y cada uno continuó su camino en direcciones opuestas.

Durante los días siguientes estuve muy inquieto tratando de recordar de qué conocía a aquel hombre, pues era indudable que nos conocíamos, y también quería saber la razón por la que nos habíamos sonreído de aquella forma tan particular con toda naturalidad. No conseguí recordar nada por mucho que me esforcé, pero cuando dejaba volar mi mente aquel rostro se presentaba con claridad, renovando mis preguntas.

A partir de entonces empecé a tener una especie de trances o alucinaciones, que me transportaban a las noches de luna llena, a lo que sucedía cuando mi cuerpo terminaba de desaparecer, a lo que me dejaba exhausto y pleno de satisfacción, desnudo sobre mi cama. Por razones incomprensibles algún detalle despertaba esos recuerdos ocultos en mi mente y sin orden alguno empezaba a recibir fotogramas sueltos de la película de aquellas noches. Imágenes confusas y sin sentido, pero llenas de emociones, de percepciones, llenas de olores y de sonidos, llenas de colores, el blanco, el verde. El rojo.

Unos hombres en el bosque. Hombres como yo, con la mirada pérdida, el sonido de las hojas levemente agitadas por la brisa nocturna, el olor de los pinos, la emoción incontenible. Los gritos, la resistencia, el resplandor de un metal alzado hacia la luna, el olor del miedo, las gotas rojas, La luz blanca que lo cubre todo y las risas que hielan la sangre en las venas. Con la repetición de estas imágenes empecé a atar cabos, a darme cuenta, a recordar el guión que ordenaba perfectamente los fotogramas.

Yo y aquel otro hombre de la mirada turbia, y otros tres como nosotros, todos en el bosque. En lo más profundo del bosque alrededor de aquella gran piedra que era nuestro altar sagrado y sobre ella la víctima. Hombre, mujer, joven o anciano, daba igual, eran la ofrenda a nuestra señora, despojados de sus ropas e inmovilizados sobre el frío granito, bañados por la luz blanca que daba a toda aquella escena ese toque de irrealidad tan encantador.

Los cuchillos bajan resplandecientes, implacables, determinando el final, y las gotas suben y saltan en todas direcciones. Todo ello en un ciclo que se repite una y otra vez. Alzar el brazo, acuchillar, recibir las gotas de sangre, alzar el brazo. Los gritos de la victima quedan ahogados por nuestras risas inhumanas y crueles, como aullidos de animales salvajes, luego convertidos en gemidos placenteros de unos lunáticos disfrutando de su orgía más soñada. Y tras la fiesta ya no hay gritos, no hay risas, solamente los sonidos del bosque que nos rodea y el olor de la sangre que colma nuestros sentidos, que nos reconforta con la satisfacción del deber cumplido.

Agotados ocultamos los tétricos pedazos de nuestro homenaje a la dominatrix del cielo y nos marchamos en silencio, cada uno por su lado, sin mirarnos, sin hablar. Y volvemos a encontrarnos en la siguiente noche blanca y como viejos amigos que se reúnen las tardes de los domingos para jugar a las cartas, volvemos a hacer lo mismo. Repetimos el ritual sin fallo alguno, perfectamente, agotando nuestros instintos y poniendo toda nuestra alma.

Así perdí la inocencia. Recordando, atando cabos, ordenando fotogramas. Así supe lo que en realidad era y, sabiéndolo, sabiendo lo que era, me volví más sanguinario y cruel. El más salvaje. El de la risa más sádica. Imparable. Disfrutando aún más de mi total entrega al leer la admiración en los ojos de mis compañeros y haciéndome cada vez más devoto, más incondicional. El guerrero número uno del ejercito de la luz blanca.. El más entregado, el que desgarra la carne a mordiscos, el que bebe la sangre, el que arranca los órganos de un tirón, el que es capaz de reventar un corazón que aún late con una sola mano.

Y seguí, seguimos, durante muchas noches de luna llena. Realizando nuestro rito, cumpliendo con los designios de la reina que iluminaba nuestras noches. Así seguimos hasta aquella última noche nefasta. En mitad del homenaje la luz blanca y pura de la luna fue quebrada por aquellas otras azules y rojas de los hombres, por los haces de luz de las linternas cortando la semioscuridad de abajo a arriba y de lado a lado. Todos aquellos hombres de uniforme con sus rifles, pistolas y escopetas, rodeándonos y pidiendo nuestra rendición.

Sin embargo, nosotros estábamos poseídos por una furia incontenible al ver nuestro ritual interrumpido, al percibir la decepción de nuestra musa. Y nos lanzamos como fieras, cuchillo en mano, contra todos aquellos policías. Cercenamos miembros y cortamos algunos cuellos, pero las armas dispararon y en unos segundos sólo quedaba yo, allí tumbado en el suelo, con las manos atadas a la espalda. Humillado bajo la mirada de mi señora que iluminaba implacable la escena, mostrando su irritación ante mi fracaso.

Un tiempo después me metieron en esta celda y no he vuelto a salir de ella. Pero tengo una ventana muy bien orientada y cada noche de luna llena recibo su visita. La luz blanca entra por la ventana y dibuja los barrotes en el suelo, y se desplaza lentamente hacia la cama, asciende y me cubre y quedo atrapado otra vez por las rejas hechas de sombra. La mancha blanca se sigue desplazando y libera mi cuerpo, pero ahora ya no desaparezco. No me ha perdonado. No me quiere llevar con ella a compartir sus noches ensangrentadas de lujuria desenfrenada.

Estoy atrapado aquí, en la celda, sin poder hacer nada para complacerla y conseguir su perdón. Rogando para que me lleve con ella y así poder demostrar una vez más la profundidad de mi devoción. Pero no, me deja aquí aullando y riendo, con la mirada perdida.


Camel - Moonmadness   





Southside Johnny - Grapefruit Moon
Pink Floyd - The Dark Side of the Moon


jueves, 9 de febrero de 2012

El hombre de la cara ovalada. Capítulo XVIII. Fin.

Extremoduro - La ley innata


No hay nada en el espejo
y persigo mis reflejos
igual que en los sueños.

De andar desorientado
voy cayendo en picado,
es igual que un mal sueño.

La vida es roja si te vas
y me derrota igual
que en los sueños,
y olvido y ya no sé qué hacer,
no dejo de correr,
como en sueños.

..


Ay, el desanimo que no puede conmigo.
Dile al destino que no juegue conmigo.
Hay un hilo mágico que alumbra mi camino.


 FIN

Discos del capítulo XVII.

Courtney Love - American Sweetheart
Beethoven- Piano Concerto Nº 5 - Emil Gilels - George Szell
Mozart- The Violin Concertos - Standage - Hogwood

El hombre de la cara ovalada. Capítulo XVII.

.

Estoy sentada en el banco verde. Nada se mueve a mi alrededor, no sólo no hay movimiento, tampoco sonidos, ni corre el aire. Todo está tan tranquilo que parece muerto. A decir verdad, los árboles están secos, sin hojas, y la hierba ha desaparecido. No se divisan seres vivientes, ni siquiera una hormiga, solamente hay arena y piedras por todas partes. Pero permanezco ahí sentada, esperando y después de un rato aparece un duende. Se parece a un enano, sólo que no es un enano, vestido de verde con pantalones ajustados y casaca naranja, parece salido de la edad media. Huele mal pero me gusta. Me da la mano y andamos, me guía a través de los senderos de tierra marrón, entre las piedras y los charcos de sulfuros amarillentos. Llegamos a un edificio mugriento y decrepito. Si estuviera sola me daría mucho miedo, espero que el duende no me abandone aquí. Entramos en la casa y avanzamos por un pasillo de paredes sucias, cubiertas de papel pintado de rayas marrones arrancado a jirones en muchos sitios, y entramos en una habitación. Hay muy poca luz por lo que apenas puedo esquivar los muchos obstáculos que hay por todas partes, tengo mucho cuidado pero tropiezo con una gran bolsa que se abre con el golpe, esparciendo su contenido por la habitación y con la tenue luz de la penumbra puedo ver que son cadáveres, cuerpos amontonados de gente de la que ya nadie se acuerda. Me quedo paralizada pero el duende me arrastra y seguimos avanzando.

De pronto estoy sola en un pasillo, hay puertas por todas partes y no sé hacía donde debo ir. Izquierda o derecha. ¡No! -me dice una voz- a los lados no, deja de perder el tiempo, camina siempre hacía adelante. Abro la puerta y entro en una habitación que está llena de figuritas de porcelana del tamaño de personas, una de ellas se acerca hasta mí y me entrega una cajita de música, la abro y comienza a sonar una cancioncilla, reconozco la letra “The devil's driving my car tonight and he's drunk”. La cajita está llena de desilusiones, que son parecidas a gusanos marrones, y observo cómo se revuelven enloquecidas intentando salir de su encierro musical “I´ve played with fire and the matches they are burning still in my hand”. Dejo la caja en el suelo, sigo adelante y salgo por otra puerta, tras la que me espera el duende, que me coge de la mano, corremos entre gente que me mira mal, con todos tengo alguna cuenta pendiente, sé que les conozco bien pero no puedo reconocerles, no me acuerdo de sus nombres, no sé cómo llamarles pero me gustaría explicarles que en el fondo están equivocados, que no deberían pensar tan mal de mí. Llegamos a la última puerta de la casa y el duende me pregunta con expresión muy seria si estoy segura de que quiero salir por allí. Le digo que sí, que de ninguna forma quiero retroceder y volver a pasar por todas esas horribles habitaciones que acabamos de dejar atrás.

Abro la puerta y salgo a un jardín muy bonito, lleno de flores y de árboles, está en lo alto de un monte y al fondo se puede ver el mar azul tranquilo, casi fundido con el cielo despejado. Cerezos en flor salpican el jardín de motas blancas, curiosamente están también rebosantes de frutos rojos. Multitud de pájaros ponen notas de colores entre sus ramas y otros pequeños animales, ardillas, conejos, retozan perezosos y confiados por todas partes. Todo es idílico, tranquilo, un intercambio de buenas vibraciones. Algunos jóvenes están cantando canciones bajo un almendro, con voces preciosas y cautivadoras, hay unas mesas con frutas, pan recién hecho y mermeladas de cien sabores. El aire está impregnado de una mezcla de olores evocadores. La gente me sonríe y me saluda con amabilidad. Hola, María. Que tengas un buen día. Unas chicas se acercan y me cogen de la mano y recorremos el jardín corriendo y riendo, sorteando los árboles y a los grupos de gente que disfrutan de la tarde, alborotando todo a nuestro paso, hasta que llegamos al final. Paramos al borde de un precipicio, miramos hacía abajo y allí, muy en el fondo, se ve un pequeño río serpenteando entre las montañas. La chica que me llevaba de la mano me dice sonriente, “si quieres quedarte a vivir con nosotras en este sitio maravilloso, tírate ahora. Vivirás para siempre aquí, donde nada más importa”.

Miro sus ojos azules, infinitos, y no lo dudo ni un segundo. Salto al vacío de cabeza con los brazos abiertos, voy cogiendo velocidad y el suelo se acerca con una rapidez vertiginosa. El silbido del viento en mis oídos me acompaña en la caída. Voy a caer en el río, cada vez tengo más cerca sus aguas transparentes, cristalinas como un espejo, y entonces justo antes de impactar me veo reflejada en el agua. Mi cara sin rostro antecediendo a mis brazos abiertos.

Cruzo los brazos, intentando protegerme ante el inminente impacto, me incorporo en la cama y despierto jadeando, casi sin respiración, entre el vértigo y el mareo, agarrada a las sábanas. Enseguida me doy cuenta de que se trata de otra de mis pesadillas, pero no puedo evitar llevarme las manos a la cara y palpar mi rostro, mis cejas, mi nariz, mi boca. Siguen allí.

Me ducho y desayuno pensando en qué voy a ocupar el día de hoy, dado que, bueno, no tengo que ir a trabajar. Sí, también podría decirse que no tengo trabajo al que ir. Por un lado es un alivio librarme de toda aquella mierda, pero por otra parte sé que voy a tener que aguantar unos cuantos comentarios y malas caras y que además tendré que buscarme otro curro si quiero mantener mi casa y mi vida independiente, lejos de mis padres. Ya encontraré algo, supongo.

No sé que hacer. Intento leer, ver una película, escuchar música, pero no puedo concentrarme en ninguna de las cosas que en otros momentos me reportan tanta satisfacción. Al final se me ocurre llamar a Daniel y contarle lo del trabajo, así voy soltando la noticia y superando la fase de las comentarios chungos.

-Hola -Digo cuando responde al teléfono.

-Hola hermana. ¿Pasa algo? Es muy raro que me llames desde el curro.

-Es por eso. No estoy en el curro. Lo he dejado. Ya no aguantaba más y creo que es mejor para mí y para ellos que empiece otra etapa. -Explico.

Tras un silencio responde- Pero ¿lo has dejado o te han echado? No te ofendas por la pregunta pero es que ya ha ocurrido antes cuando has montado alguna de las tuyas. Es mejor que yo sepa la verdad por si hay que preparar alguna historia coherente y aceptable para los viejos, ya lo sabes.

-No. Me he marchado yo. Aunque es altamente probable que si hubiera aguantado medio minuto más me hubieran despedido. Pero esta vez lo he dejado yo.

-Y ¿has pensado que igual te convenía tener otro curro antes de dejar el que tenías? -pregunta aunque conoce la respuesta a la perfección.

-No, no tengo otro trabajo -hago una pausa pero él interrumpe mi silencio con un suspiro resignado- Me da igual, no quiero seguir haciendo nada que no me haga feliz.

-No sé qué te hace pensar que los demás curramos porque somos felices trabajando, pero bueno. Oye, que te parece si esta tarde me paso por tu casa y hablamos tranquilamente un rato. Mira, el otro día cuando te piraste de casa de los viejos estuve hablando con Marisa sobre el mal momento que estás pasando con esto de tu ruptura y tal, y coincidimos en que igual nosotros, que somos tus personas más cercanas, te podemos ayudar a pensar en temas más alegres y a adoptar una actitud más positiva. Si te parece la llamo para que venga también y pasamos un rato los tres.

-Anda. O sea, que al final pudiste superar el atolondramiento que te produjo la presencia de Marisa. Ya creía que te quedarías así para siempre.

-Me subestimas, hermanita.

No tengo muchas ganas de comer pero algo hay que hacer para matar el tiempo así que preparo un par de sandwiches y me los tomo con una coca-cola enfrente del televisor que, por cierto, sigue cruzado en mitad del mueble del salón, pero no tengo ganas de moverlo y además se ve mejor desde el sofá que antes ocupaba siempre Ismael y que ahora es mi feudo, igual que todo lo que hay reunido en esta casa.
Después llamo por teléfono a Domingo pues quiero asegurarme de que está bien y también quedar con él esta tarde en el parque y así pasar un rato hablando de cosas extrañas, de las cosas más alejadas de mi mundo que conozco. Creo que es la mejor terapia que he tenido hasta ahora para ver mis problemas con perspectiva y relativizar un poco la inmundicia que parece acumularse a mi alrededor. No contesta pero, claro, seguramente estará trabajando en su librería y tendrá el móvil apagado para no agitar la capa de 3 centímetros de polvo que deben acumular aquellos libros con 200 años de antigüedad. O para no perturbar a su selecta clientela con el sonido de un vulgar invento del siglo XX.

Pensando en eso me entran ganas de leer un libro y cojo de la estantería el primero que pillo para ojearlo un rato y me toca bastante los ovarios que haya sido Juan Salvador Gaviota, con sus historias sobre superación personal. No es precisamente lo que me apetece pero ojeo las fotos de pájaros y mares mientras meto un CD cualquiera en el reproductor. Suena el concierto Emperador de Beethoven, que siempre me ha transmitido ánimo, impulso y fuerza. Termino leyendo entero el corto relato y entre el libro y la música han conseguido recargarme de decisión y confianza. O de mala hostia y orgullo, de soberbia que diría otro.

Suena el timbre. Abro la puerta y doy paso a Marisa y Daniel que se acomodan en el salón después de los correspondientes saludos y besuqueos, entre las cervezas y patatas fritas que han traído para amenizar un poco la tarde y disimular mi habitual dudosa hospitalidad. Charlamos un poco sobre mis locuras, la tele en medio del salón y esas cosas. Aparentemente estamos relajados pero algo no cuadra del todo y me doy cuenta de que Daniel mordisquea una patata con minúsculos bocaditos, mostrando involuntariamente su inquietud. Marisa también parece nerviosa, agitando una pierna con un movimiento rápido y constante. Ella también observa a mi hermano, esperando. De tanto que le miramos Daniel se siente observado, así que sin quererlo empieza a hablar, eso sí evitando abordar el tema del trabajo directamente, empezando por otro lado.

-El sábado te piraste de casa de tus viejos muy pronto. Les dejaste a todos alucinando con lo del sueño. A ellos, nosotros estamos acostumbrados -bromea.

Voy a contestar una tontería, pero me interrumpe Marisa, como siempre muy directa. -Daniel, yo creo que tenemos que empezar por contarle a María, es lo natural, sino esto va a parecer muy raro. -Se miran, me miran, se miran otra vez, no entiendo. Sospecho o intuyo. Pero que gilipollez, no puede ser.

-María que ya sabemos que no te va a importar pero tenemos que decírtelo. Bueno, que el otro día cuando te fuiste, estuvimos allí charlando con tus padres un rato y luego salimos los dos a tomar una copas. En fin, que nos caímos bien y una cosa llevó a la otra... que si un beso, que si tal... y que mira por donde estamos saliendo juntos. -Dice Marisa con cierta contención.

Yo no digo nada. No es que no quiera, es que no me sale. Me siento igual que si viera esta escena desde fuera, sabiendo que se desarrolla un drama ante mí pero sin poder sentirlo. La frialdad me domina. Les miro, primero a Marisa, luego a mi hermano. El me conoce mejor y se dispone a pedirme moderación con un gesto tranquilizador pero empiezo a hablar muy calmada mirando fijamente a Marisa.

-Tú, hijaputa, eras lesbiana. No sé si te acuerdas. Y creías que los bisexuales son gente con tales carencias que no pueden resistirse a un poco de cariño aunque venga del sexo equivocado. Te lo digo por si vas a salir por ahí. -Lo digo muy tranquila aunque es obvio que mi mosqueo es enorme.

-Prec... isamente... por eso... -empieza a contestar ella casi balbuceando pues no está preparada para la clase de reacción que he tenido. Quizá esperaba gritos y lágrimas, o simplemente que me alegrara con la noticia, algo que ella pudiera manejar. Pero no mi fría agresividad total. Me da igual, porque no la escucho.

-Y tú, pedazo de cabrón -digo mientras señalo a Daniel- Tú que no te comprometes con ninguna, que todas te duran un suspiro, ¿tenías que liarte precisamente con mi amiga? ¿Por qué tenéis que joderme los dos al mismo tiempo?

Los tres nos callamos. Ninguno entendemos por qué me he enfadado tanto. Ellos optan por observarme y yo opto por largarme de allí, sin despedirme, sentenciando en forma de portazo.

En el parque el atardecer acompaña mi carrera. El sol bajo ciega mis ojos con su luz naranja pero hoy nada me puede parar. Recorro muy rápido el camino que me separa del banco verde, la ruta que tan bien conozco. De pronto delante de mí, en el suelo, veo un corazón dibujado con piedras que alguien ha construido en mitad del camino y doy un salto para no pisotearlo. Avanzo un par de pasos y enseguida me paro, tengo que llevarme una de esas piedras. Mientras vuelvo sobre mis pasos, antes de mirarlo otra vez, pienso en cual de las piedras cogeré y decido que será la piedra que queda más cerca del centro del corazón. Me acerco y observo la construcción con detenimiento. Es el destino, la piedra que he elegido sin mirar es diferente a todas las demás, la más bonita y singular, es blanca y verde, brillante y pesada, mientras que el resto son simples cantos rodados grises, traídos al parque como elemento decorativo quizá desde el lecho abandonado por algún río que se agotó hace tiempo. Da lo mismo, mi piedra es especial.

Reanudo la carrera llevando mi piedra talismán en mi mano derecha y enseguida veo el banco verde, solitario. Ya lo imaginaba, sabía que él no iba a estar allí, y no tengo intención de parar, ni de esperar. Sigo corriendo, terminando de atravesar el parque, en dirección a los chalets, a la casa de Domingo. Recorro las calles tranquilas y llego hasta la puerta de su casa, pero no toco el timbre, porque ya sé que no me va a abrir, porque no está allí.

Avanzo junto al muro de piedra, buscando algún punto por el que poder escalar y saltar al interior del jardín. Encuentro un par de salientes que parecen apropiados, apoyándome aquí y allí, agarrándome a la verja y luego poniendo el pie más arriba, escalo hasta lo alto del muro y me doy cuenta de que sin duda he elegido el punto más adecuado para subir, pues justo frente a mí se encuentra la ventana del baño y a través del cristal transparente puedo ver la bañera llena de agua, los tres botes en el suelo . No lo dudo, levanto mi mano y lanzo la piedra con todas mis fuerzas, haciendo añicos el cristal con un golpe contundente y acertando además con la piedra dentro de la bañera. Por un momento me parece distinguir reflejos verdes dentro del agua.

Salto al jardín y con cuidado abro la ventana pasando mis brazos al interior a través del hueco del cristal que acabo de destrozar. Trepo sin dificultad hasta el alfeizar y me cuelo dentro del cuarto de baño. Coloco los tres botes en el borde de la bañera, donde los vi la primera vez.

Me desnudo lentamente mientras observo el reflejo tenue de mi piedra verde y blanca en el fondo de la bañera. A través de la ventana llegan los últimos rayos de sol que acuden a despedirse. Echo un vistazo al exterior en el último aliento de mi esperanza, pero nada me convence.

Una vez dentro de la bañera me agrada comprobar que la temperatura del agua es absolutamente ideal. Recojo mi piedra y con ella en mi mano empiezo a tararear el minueto del 5º concierto para violín de Wolfy, esos ritmos que siempre me cautivaron. Allí donde sonaran. Tranquilamente dejo los tres botes en el suelo, junto a la bañera. Y tumbada me relajo. Violín, orquesta, placer. Y de pronto una fuerza imparable que nos arrastra, a mí con mi piedra y mi música, sin que opongamos resistencia. Sin miedo, sin sobresaltos.

Me sumerjo y abro los ojos, y me sorprende ver los rayos de sol desviándose en el agua, buscándome, no sé si para acompañarme o para intentar retenerme. Y entonces llegan las burbujas, en una forma de marabunta enloquecida miles de ellas me rodean y me acarician, subiendo y bajando mi cuerpo con delicadeza, haciéndome ondear ligeramente, en un avance muy lento. Iniciando un viaje sin destino y sin retorno.

Entonces una de ellas, una de esas burbujas perfectas, se apoya en el lóbulo de mi oreja y justo con el último rayo de luz del atardecer, acompañada por los violines, me susurra un dulce sueño al oído, meciendo mi alma con su voz melodiosa y tranquila.

viernes, 3 de febrero de 2012

Discos del capítulo XVI.

Metallica - Master of Puppets


Mozart - Requiem - Karajan - Wiener Philarmoniker

El hombre de la cara ovalada. Capítulo XVI.

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Otro lunes. Casi no puedo levantarme, los acontecimientos de los últimos días quizá no parezcan graves según con qué se comparen, pero la realidad es que me han dejado un ánimo decaído, casi depresivo, y afrontar una nueva semana me parece una hazaña imposible. Además tengo un mal presagio, pero igual eso es por los sueños, esos sueños tan extraños que van dejando un poso de temor y de malos augurios, porque los siento cómo una premonición de algo y no soy capaz de relativizarlos entendiendo que objetivamente son sólo sueños, la forma en que mi cerebro limpia el poso mugriento de estos días oscuros y el rastro sucio de la imposibilidad de comprender cosas cómo la existencia de Domingo, su cara, sus experiencias, el hecho de que solamente yo los conozca.

El sueño de hoy ha sido especialmente espeluznante. Un anciano de rostro tan arrugado que resulta difícil distinguir su expresión, desdentado, con horribles verrugas llenas de pelos, vestido con un traje negro desgastado y sucio, con un sombrero de copa negro, arrugado y roto, está moviéndose rítmicamente en mitad de un campo. En realidad es un enterrador y está manejando una guadaña, cortando las flores que hay en el campo sin compasión, por el gusto de destruir. Yo soy una de esas flores y miro aterrorizada cómo la cuchilla secciona a las otras, amapolas, margaritas, violetas van cayendo cortadas por sus tallos o destrozadas en pedazos, dejando una nube macabra de pétalos de colores. La guadaña se acerca más y más, asesinando a las flores que siempre me rodearon y mi muerte parece inexorable. Sin embargo, pasa por la izquierda, casi rozándome y destruyendo a mis compañeras más cercanas, y después de igual modo por la derecha. Sacudo mi cuerpo de flor para hacer caer los pedazos y la savia que me ha salpicado, para dispersar el olor del metal, dando gracias por mi suerte.

El enterrador sigue con su infernal trabajo, recorre todo el campo segando y destruyendo todas las flores. Hasta que solamente quedo yo, muy sola en mitad del campo. Sin duda me he librado por pura suerte y porque los restos de las otras flores le han impedido verme, de lo contrario también me hubiera segado sin piedad. Procuro permanecer allí oculta por los cadáveres. Pero el viento sopla de pronto con mucha fuerza y se lleva lejos los tallos, pétalos y demás restos de mis hermanas mutiladas, dejándome en evidencia en mitad del campo ralo, como queda una cantante que ha olvidado la letra de su canción bajo los focos del escenario. El me ve, sonríe, y se acerca lentamente, y yo no puedo huir, soy una flor, no tengo pies y estoy atrapada por el suelo. Llega hasta mí y me observa con deleite, supongo que voy a sufrir una muerte espeluznante y violenta, pisoteada, reducida a una mancha verde y amarilla, despojada de mis pétalos poco a poco, retorcida, mordisqueada.

Se agacha y me observa con satisfacción. Se arrodilla. Se sienta junto a mí. Extiende su mano y me acaricia suavemente. Entona una canción, una nana, que yo identifico claramente, Confutatis. Requiem. Mozart. El sol está bajando en el horizonte y sus rayos llegan cada vez más planos, con menos fuerza, aunque hace calor una brisa muy agradable nos refresca, ondea los escasos y sucios cabellos blancos del enterrador. Y él me dice, “lo ves, ya estamos solos. Ves cómo no necesitamos a nadie más”. Observamos el atardecer en silencio y me emociona tanto la belleza del momento que una lágrima resbala por mi tallo hasta llegar al suelo.


Llego a la oficina un poco tarde, por lo que me ha costado levantarme y porque llegar hasta aquí ha sido una tarea titánica, cada paso se ha desarrollado lentamente y ha requerido tanto esfuerzo que temía rendirme en el siguiente. No saludo a nadie, dejo mis cosas en la mesa, me siento sin levantar la cabeza, intentando perderme en mi imaginación hasta que llegue la hora de salir, pero siento una mirada constante sobre mí. Sé que Julio me está observando, seguramente intentando establecer contacto visual para empezar con alguna de sus chapas. No pienso mirar, no voy a mirar. Pero miro, es imposible resistirse a mirar cuando sabes que te están escrutando de esa forma. Y lo que veo me produce un repentino mareo. Julio, está señalando un montón de papeles que acaricia con la otra mano, mis expedientes de coña, todos impresos y amontonados, preparados para ser dados a conocer al mundo que hasta ahora los ha ignorado cruelmente. Aparta la mirada de mí y la dirige maliciosamente al despacho del jefe, y luego me vuelve a mirar sonriendo, levantando las cejas dos veces muy seguidas, cómo diciendo “vaya, vaya, esto va a ser muy divertido te rindas o no”.

Empiezo a teclear. Ali Ben Pollales, calle Sodomía, rotura de cristales de la puerta del salón debido a tropiezo mientras bailaba muy apretado con su muñeca hinchable. Julio me observa, mira la pantalla, lo detecta inmediatamente y se ríe con maldad, imprime el expediente, lo pone encima del montón. Sigo tecleando. Benito Adicto Flipado, calle del Cigarrito Gracioso, daños por incendio en habitación, le explotó la shisha cargada con tabaco, benzeno, whisky y profiteroles. Julio lo detecta también, pero ya casi no se ríe. Lo imprime y lo coloca en el montón. Sigo tecleando. Mariano Desviado. Sigo tecleando. Castidad Putilla. Sigo tecleando. Calle del Polvazo. Sigo tecleando y veinte expedientes después Julio me mira sin comprender, imprimiendo y acumulando papeles, intuyendo que algo no va bien, sabiendo que de alguna forma estoy jodiendo su plan infalible.

Así es. Escribo un mail, breve y conciso, “Julio hijo de puta acosador”. Lo mando a toda la organización. Enseguida los demás nos miran sin comprender pero intuyendo la carnaza, esperando la reacción de Julio, mirándonos a los dos sin perder detalle. Se hace el silencio. Julio me mira con rabia. Y yo a él. Agarra el montón de expedientes y se levanta con rapidez dirigiéndose al despacho del jefe con ellos bajo el brazo. Yo me levanto también, agarro la papelera que hay junto a mi mesa y mientras sigo los pasos de Julio agarro también el perchero. Cuando entro en el despacho compruebo que ya le está mostrando mis obras completas al jefe, éste levanta la vista y me mira con expresión de incredulidad. Pero esta chica tan mona ¿por qué hace estas cosas?. No importa, hoy quedará poco por explicar. Julio me mira con media sonrisa envenenada. El día del juicio final ha llegado. La banda sonora acude puntual y oportuna a mi cabeza,

Blinded by me. You can't see a thing. Just call my name 'cause I'll hear you scream”.

Con un movimiento veloz y preciso levanto la papelera, la volteo y la encajo en la cabeza de Julio y rápidamente, antes de que pueda reaccionar, entre una lluvia de papeles, con las dos manos agarro el perchero por el extremo superior y haciendo un giro casi completo golpeo con su pesada base la papelera que le he colocado a Julio a modo de casco.

Your life burns faster. Master. Master. Obey your master. Master. Master”.

Aprovechando la inercia del movimiento anterior giro en sentido contrario y atizo otro golpe contundente a la papelera que responde con un sonido hueco que no viene a cuento.

Laughter, Laughter, all I hear or see is laughter.”

Julio ya no se ríe nada de nada, solamente se tambalea, se agita como un loco y grita. Grita pidiendo que le ayuden a quitarse esa cosa de la cabeza, que llamen a la policía para que detengan a la puta niñata.

Master of puppets I'm pulling your strings. Twisting your mind and smashing your dreams “

Tiro el perchero al suelo, tomo impulso y le pego una buena patada en los huevos. Se hace el silencio. Ya no grita, no grita nada, solamente se encoge mientras gotas de sangre empiezan a salpicar mis expedientes, la mesa, el suelo.

Come crawling faster. Obey your Master. Your life burns faster. Obey your Master. Master ”.

Durante unos momentos me quedo extasiada contemplando la estampa que he creado en lo que podría denominarse un violento arrebato de creatividad, otro de mis cuadros gore. Oleo sobre lienzo, utilizando paleta principalmente clara. La obra se construye sobre el antagonismo entre el verdugo, yo, y su víctima, un tío arrodillado con una papelera abollada por cabeza que se agarra las pelotas con las dos manos. La luz incide sobre el perchero en el suelo rodeado de papeles, que cobra una importancia fundamental en la obra. Las gotas de sangre salpicadas por todas partes dan realismo a la pintura en blanco y gris, introduciendo el drama en la escena cotidiana. El jefe permanece agarrotado en su silla y las lineas horizontales entre su ojos y los de la verdugo refuerzan su mirada, que expresa admiración, miedo y censura. Me siento poderosa.

Master, master. Promised only lies “

Salgo del despacho apartando a empujones a los mirones que se han apiñado en la puerta y me voy de allí para siempre. Sayonara, baby.

Cuando llego a la calle empiezo a correr, a toda velocidad, más veloz que un cohete, riendo y gritando a la vez, en la más pura expresión de la locura.

Where's the dreams that I've been after? Master. Master”.


Por la tarde he conseguido calmarme. No estoy bien, pero he conseguido calmarme, he dejado de gritar y de reírme, aunque todavía me duelen las mandíbulas. Me miro al espejo de mi baño, estoy hecha un auténtico asco, la mezcla de maquillaje, rimel y demás cosméticos ha formado una especie de costra sucia en mi cara, mi pelo está enmarañado, así que dedico unos minutos a lavarme y peinarme, lo justo para no ser señalada por los niños y perseguida por los perros. Salgo hacia el parque deprisa pues voy muy justa para llegar a tiempo a la cita con Domingo. No puedo correr, me duelen mucho las piernas tras la carrera que me he pegado a toda velocidad desde mi ex-oficina hasta casa, 15 paradas de metro, 12 kilómetros, docenas de semáforos que me he saltado entre bocinazos, frenadas y un par de choques, en una especie de ruleta rusa necesaria para llegar a casa en mi sano juicio.

Recorrer el parque andando, aunque sea a paso rápido, es una experiencia nueva. Todo parece más auténtico, menos artificial, pero a la vez carece de intensidad, falta el olor de la adrenalina quemada en la carrera. Llego al banco verde y compruebo que mi amigo todavía no ha llegado. Me siento y disfruto de la tranquilidad de la tarde. Todavía estoy confusa por lo que ha pasado hoy, me acojona el nivel de violencia que he desplegado, pero a la vez me hace sentirme poderosa, justiciera, fuerte y convincente. Aunque sin curro, eso sí.

Finalmente me relajo y dejo volar mi mente por mundos más felices, aunque los sentimientos primarios del día siguen presentes. Humillar a Julio, aún más, pero desde lo más alto. Ajusticiarle desde mi posición de megaestrella. Pisotearle la cabeza en un videoclip hasta que confiese sus fechorías de pervertido.

Cuando me doy cuenta, está anocheciendo. Domingo no ha venido. Es muy raro, nunca había ocurrido, a veces se retrasa pero siempre termina llegando y me hubiera avisado en caso de no venir. Empiezo a pensar cosas raras, igual le ha pasado algo, igual se ha resbalado en la bañera y se ha partido la crisma. Tendría su gracia. Al final decido acercarme hasta su casa para comprobar que está bien y, bueno, por ver si le apetece charlar un rato y así le cuento y me desahogo un poco.

En su chalet todas las luces están apagadas. La puerta está cerrada y nadie contesta al timbre. Es raro pero hay una explicación muy probable. Ha hecho otro viaje, está al otro lado y se ha entretenido, cómo le suele ocurrir últimamente, aunque hoy más tiempo. Con ánimo deprimido doy la vuelta y camino hasta mi casa en la oscuridad interrumpida por las escasas farolas del parque. Ya no me siento poderosa.