Vivo en un pequeño pueblo, en el campo, un sitio muy tranquilo, alejado de las grandes ciudades y comunicado con el resto del mundo por una estrecha carretera llena de baches y agujeros. En mi pueblo casi todos los que somos capaces de andar medio bien nos consideramos montañeros. Nos encanta subir a nuestra montaña, la que está cerca del pueblo, no tiene nombre, se llama así, la montaña. Yo creo que es porque es la única que hay cerca y no hace falta ponerle un nombre para distinguirla de otras. También porque es un elemento permanente en nuestras vidas dado que se ve desde todas partes, debido a que el pueblo se encuentra en medio de una extensa llanura de la que surge de forma abrupta y algo absurda esta inmensa montaña. De una forma sutil permanece en nuestro subconsciente cómo un elemento necesario en la vida y hasta la echamos de menos cuando estamos lejos. Nuestros antepasados la consideraron diosa, la adoraron e hicieron ofrendas durante siglos. Algunos dicen que también se hicieron sacrificios humanos. Quizá esto sea exagerar, pero lo cierto es que la montaña está colmada de leyendas.
De todas ellas la que más ha llamado siempre mi atención es la que cuenta que existe un segundo camino para bajar de la montaña. Sí, para bajar de la montaña, no para subir. Todos subimos y bajamos por el conocido camino en espiral, que recorre el perímetro de la montaña dando vueltas, que tiene poca pendiente y no requiere grandes esfuerzos, es lento pero seguro y no es fácil perderse. Que se haya comprobado no existe ningún otro, pero sí existe la leyenda que habla de otro camino, directo, rápido y peligroso. Todos aquí la hemos escuchado muchas veces, contada por los viejos del lugar, que la han aprendido de sus padres o abuelos. Básicamente viene a decir que más vale el camino malo conocido que el bueno por conocer, que aquel que lo encuentre mejor no se aventure por ahí, que vuelva al camino conocido, lento pero seguro.
Había subido a la montaña varios miles de veces y nunca se me ocurrió investigar las razones de aquella historia popular, pero aquel día estaba muy inquieto y necesitaba salir de la normalidad y no sé por qué elegí para ello buscar el camino de bajada rápido y peligroso. Me levanté muy temprano y salí de casa con las primeras luces para iniciar la ascensión por la ruta de siempre, pues quería disponer de todo el tiempo posible para buscar o intentar deducir las motivaciones de la leyenda.
Cuando llegué a la extensa cima la recorrí varas veces, me asomé a todos los barrancos y observé la llanura dormitando entre la bruma desde todas las perspectivas posibles. Revisé detrás de árboles, arbustos y rocas e incluso busqué algún pasadizo secreto dentro de las dos cuevas cercanas a la cima. Con minuciosidad busqué huecos suficientemente amplios entre las oquedades que conozco desde niño, pero nada encontré en la primera cueva, ni tampoco en la segunda. Pero al salir de esta última me encontré con una densa capa de niebla que se había echado sobre la montaña durante el tiempo que había pasado dentro de la cueva y que a duras penas permitía ver un par de pasos más allá. Una situación delicada, pero por suerte soy muy previsor y siempre llevo en mi mochila los instrumentos y objetos de supervivencia recomendados para aventureros como yo.
Apartando el bocadillo, los prismáticos y los mapas de la región encontré mi brújula, me orienté rápidamente y en unos segundos sabía sin lugar a dudas que dirección debía tomar para encontrar el camino en espiral y descender de la montaña sin peligros. Dirigí mis pasos hacía allí con mucha cautela para no tropezar con las piedras o quedar enganchado en los zarzales que proliferan en la cumbre, siguiendo un estrecho sendero de tierra mil veces recorrido.
Llevaba recorridos un par de kilómetros cuando empecé a alarmarme, pues la distancia recorrida era más que suficiente para haber alcanzado el comienzo del camino, así que me sentí bastante aliviado cuando comprobé que la niebla se disipaba de forma repentina, justo antes de lo que parecía el principio del descenso. Aunque aquello me pareció bastante raro. Un fenómeno curioso, la niebla se terminaba en un punto concreto de forma extraña, en este paso estaba envuelto en ella pero en el siguiente ya no quedaba nada, cómo si la niebla estuviera contenida por una pared de cristal o una fuerza invisible que yo no podía ver ni percibir
Pero mucho más raro fue lo que me encontré al dirigirme hacia lo que creía el principio del camino en espiral. Una escalera de madera arrancaba desde aquel punto descendiendo vertiginosamente hasta llegar al pie de la montaña, adosada muy ceñida a su ladera rocosa, cortada prácticamente en vertical. Me hallaba sin duda ante el camino perdido, el que había buscado infructuosamente durante casi todo el día. Esto me alegró mucho así que no quise darle vueltas a las razones por las que no lo había localizado durante mi minuciosa búsqueda, ni tampoco pensé demasiado en cómo era posible que la brújula y el sendero me hubieran dejado en un sitio diferente al que deberían.
Observé detenidamente la escalera y comprobé que estaba formada por centenares de pequeños peldaños de madera clara, separados de tal forma que la inclinación era bastante acentuada, y que había dos plataformas, planas y horizontales, que los separaban en tres tramos iguales. Parecía sólidamente construida y una robusta y fuerte barandilla de madera servía de protección y apoyo a quienes se aventurasen a tan pintoresco sendero.
Me sentí muy orgulloso por haber encontrado el camino perdido y ya estaba disfrutando de las caras de asombro que se les iban a quedar a mis amigos y vecinos cuando conocieran mi hazaña. Aunque no comprendiendo exactamente cómo había llegado hasta allí iba a ser un poco difícil demostrar mi logro. Enseguida me dí cuenta de que tal problema no existía, pues una vez abajo bastaba con marcar claramente la ruta desde la base de la escalera hasta el pueblo.
Desde aquella altura observé detenidamente la llanura circundante, intentando reconocer algún camino, casa o paisaje cercano, pero no fui capaz de encontrar nada familiar. Además, allí en el fondo, en el suelo, cerca de la escalera se veía algo extraño, difícil de identificar a tal distancia, algo que parecía estar compuesto de brillos leves y colores difusos. Sin duda podría verlo mejor desde la primera plataforma, así que empecé a descender bastante animado a pesar del cansancio acumulado tras las largas horas de caminata y de la tensión que supuso orientarme entre la niebla.
Bajaba los escalones despacio dada la inclinación y con mi mano izquierda apoyada en la barandilla para mayor seguridad ante un posible tropiezo. Cuando había bajado 100 ó 150 escalones me sentía mucho más seguro y el ritmo de descenso empezó a ser francamente rápido. Pronto llegaría a la primera plataforma. Bajaba contento y confiado, con pasos firmes sobre una superficie segura, pero de pronto la barandilla de madera cedió bajo mi mano y también lo hizo el escalón en el que estaba apoyado, por lo que al siguiente segundo me encontraba cayendo al vacío, a gran velocidad y con destino hacia una muerte segura. Mientras caía puede distinguir con mayor nitidez el conjunto de colores informes y sin orden aparente que se agrupaba en el suelo.
Dicen que cuando una persona cae al vacío desde un gran altura muere antes de estrellarse contra el suelo debido a un ataque al corazón producido por la expectativa inexorable e inminente del impacto. Puedo asegurar que no es cierto. Mi corazón funcionó perfectamente durante toda mi vertiginosa caída y también después cuando ésta terminó, transformándose en un suave y controlado balanceo que mecía mi cuerpo en un lento descenso. Los tablones y maderas que me acompañaron en la caída me adelantaron, aunque eran mucho menos pesados que mi cuerpo. Me dí cuenta entonces de que la velocidad con la que me aproximaba al suelo era cada vez menor, cómo si a la fuerza de la gravedad se le estuviera agotando la batería en el momento más oportuno.
Las nubes ya no se alejaban tan rápidamente, los detalles de la montaña podían distinguirse ahora con total nitidez, pues el descenso era realmente lento. Quizá no iba a morir después de todo, aunque nunca encontraría una explicación racional para todo aquello. Mejor olvidarse de contarlo a nadie.
Miré de nuevo hacia abajo y me pareció que las manchas de colores, el conjunto que antes no había podido identificar, eran en realidad ropas esparcidas por el suelo, prendas de muchos colores tiradas por ahí sin orden ni concierto. Cuando empezaba a intuir algo más, algo espantoso, una fuerza enorme tiró de mí y me desplazó lateralmente, hacia la izquierda, alejándome de la escalera y de la montaña, y luego hacia abajo con toda la fuerza del universo, hasta llegar al suelo, recorriendo en una décima de segundo las decenas de metros que nos separaban.
Allí, en el suelo, en el que debía ser el lugar preparado para mí, quedé perfectamente incrustado. Al mirar alrededor comprobé estupefacto que el suelo estaba cubierto por ropas de muchos colores y, cómo había intuido antes, pude ver que sus dueños vestían aquellas prendas y también estaban perfectamente incrustados en su lugar. Igual que yo.
Aquí nadie habla. Nadie dice nada. Todos miramos horrorizados hacia arriba, intentando encontrar una explicación a nuestra situación actual. Repasando la sucesión de acontecimientos que nos trajeron hasta aquí, buscando el momento en que nos equivocamos. O tratando de culpar a la providencia.
En los días muy despejados podemos distinguir a los montañeros bajando por el camino en espiral, pero no podemos mirarles durante mucho tiempo pues enseguida el sol ciega nuestros ojos y tenemos que apartar la mirada.
Es curioso, desde aquí no se ve la escalera de madera.
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