jueves, 5 de febrero de 2015

Iguana Whiskey.

Algunos dicen que la nochevieja es una noche mágica, otros creen que durante esas primeras horas del año todo está permitido o que algunas cosas no se juzgan de la misma forma que durante los siguientes doce meses. Casi todo el mundo la considera una noche especial. Sin embargo, a mí, nunca me lo pareció. De hecho cada año esa noche tan especial resultaba un poquito más aburrida, un poco más insoportable. Hasta que, hace muchos años, aquella primera noche del año fue diferente, las cosas cambiaron de una forma delirante.

Fue una casualidad. Casi nunca bajaba al sótano y mucho menos en nochevieja. Sin embargo, aquella noche bajé. Estaba viendo uno de esos programas especiales de fin de año en la televisión, sólo en casa, como casi siempre, todos mis amigos ya se habían casado y eso me dejaba con mi soledad a menudo, estaba aburrido y asqueado por la sucesión de bodrios que se representaban en aquel show, pero no quería dejarlo porque sabía que me sentiría aún peor si me acostaba muy pronto en una noche como aquella. Por muy absurdo que esto le pudiera parecer a una mente que presumía de ser analítica como era la mía, tenía muy interiorizados algunos clichés sociales y sentía la necesidad de hacer algo diferente al resto de las noches del año, con el único propósito de no sentirme mal y no deprimirme. Pero el programa era tan malo, los chistes tan toscos y el guión tan grueso que empecé a sentir la presión de la soledad, un grado creciente de agobio que apuntaba a pensamientos oscuros y deprimentes. Sin embargo, logré reaccionar y busqué la forma de improvisar algo especial. Y me acordé de la botella de whisky de mi abuelo que había quedado olvidada en el sótano.

La compró en uno de sus muchos viajes que le llevaron a recorrer casi todos los rincones del mundo que se pueden recorrer sin poner en serio peligro la vida. Me contó que la compró en un extraño bar de Nueva Orleans, un local en el que no sonaba jazz, sino siempre la misma canción, Ring of Fire de Johnny Cash, que se publicó en aquellos días. Cuando entró al bar no había nadie, se sentó en una banqueta alta y un tipo fortachón, vestido con vaqueros y una sucia camiseta blanca sin mangas, le miró desde el otro lado de la barra sin decir nada. Mi abuelo pidió un whisky doble, cualquiera, le daba igual la marca.

-Aquí hacemos nuestro propio whisky y lo vendemos por botellas -le dijo aquel sujeto sucio y malencarado- Si te la bebes entera y eres capaz de salir de aquí por tu propio pie, te regalo otra.

Mi abuelo era muy proclive a caer en ese tipo de provocaciones así que aceptó el reto y se bebió a palo seco un vaso tras otro. No era la primera vez que hacía algo así, de hecho era un hombre de costumbres, así que aguantó bastante bien hasta la mitad de la botella. Entonces empezó a tener extrañas alucinaciones. Contó que empezó a ver cosas imposibles, más allá de los límites de la percepción humana, cosas que habían pasado hacía mucho, podía escuchar conversaciones que habían terminado años atrás, intuía sucesos oscuros y vergonzosos que habían sucedido allí cerca hacía mucho. Estaba aterrado y sólo volvió un poco a la realidad con las risotadas del barman.

-¡Otro blando que no pasa de la mitad de la botella! Menudo bebedor de pacotilla. Anda, lárgate de aquí, piltrafa.

Aquello le espoleó un poco aunque en realidad fue el miedo el que le obligó a seguir con el reto. Las extrañas percepciones que sus sentidos mostraban le provocaban tal pavor que no creía ser capaz de soportarlo, así que optó por seguir bebiendo, buscando la seguridad de la inconsciencia etílica. Se bebió toda la botella y cuando levantó la vista del vaso no fue capaz de reconocer nada, todo era diferente, una mezcla extraña de distintos momentos del pasado que parecían interactuar con alguna lógica, como si todos los sucesos del ayer y el hoy estuvieran en la misma habitación comentando las incomodidades de la humedad y el calor.

-Toma, valiente. Llévate tu botella de premio. Pero bébela pronto, este licor mejora con el paso del tiempo y no te veo del todo en tus cabales. Con un par de años de maduración este néctar podría volver loco a un tipo dulce como tú. ¡Largo de mi bar! -le dijo el camarero empujándole a la calle.

Mi abuelo recorrió la ciudad aterrorizado, viendo escenas que habían sucedido hace mucho, algunas horribles, otras cotidianas, otras sin duda hubieran captado toda su atención en otras circunstancias, pero estaba tan fuera de sus cabales que se sentía incapaz de pararse a observar, sólo trataba de huir de todo aquello, buscando la normalidad temporal a la que estaba acostumbrado. Así pasó la noche, corriendo entre las calles con las manos tapando sus ojos o sus orejas, y al día siguiente amaneció en el puerto, apoyado en una caseta de madera, con la botella en el regazo.

La conservó durante toda su vida. Nunca se atrevió a abrirla, pero tampoco quiso regalarla o destruirla, supongo que también eso le daba miedo o quizá no quería poner en peligro a otras personas regalándoles aquel líquido peligroso o vertiéndolo por el fregadero quien sabe con qué consecuencias. 

Antes de morir, casi cuarenta años después de los sucesos relatados, se la dio a mi padre. Le contó la historia con detalle y le advirtió que no la abriera, sólo debía conservarla y protegerla. Mi progenitor es abstemio así que ni se le ocurrió abrir la botella, además es bastante supersticioso y las leyendas oscuras le gustan poco, así que apenas la tocó, sólo lo justo para guardarla en el sótano y olvidarse de ella. Hasta que un día bajamos unas cajas de libros viejos y le pregunté por aquella botella solitaria y polvorienta olvidada en una estantería, que bajo la luz que entraba por el vano de la puerta devolvía un débil reflejo ámbar. 

Mi padre me contó la historia de mi abuelo con un tinte de escepticismo, aunque también intuí cierta reticencia a demostrar de forma empírica que todo aquello eran fábulas y supersticiones. Me contó que no se había deshecho de ella porque, aparte de la casa familiar, era lo único que le había dejado su padre antes de morir. Pocos años después mis padres se mudaron al pueblo para pasar sus últimos años en su lugar de procedencia y me dejaron sólo en la casa familiar, en el barrio más antiguo de Toledo. 

Desde entonces viví sólo en la casa y, como ya he dicho, hace algunos años, en nochevieja, bajé al sótano movido por la curiosidad, el aburrimiento y la soledad, en busca de aquella botella misteriosa, esperando que abrirla y pegarle un buen trago hiciera de aquella noche algo especial y diferente. Así fue. Recuerdo que antes de entrar al sótano contaba con que la botella seguiría en el mismo sitio y que la encontraría enseguida por su leve brillo ambarino, pero me costó mucho localizarla. Alguien había llenado la estantería de libros y había dejado la botella olvidada detrás de varias cajas de cartón humedecidas y deformadas, estaba llena de polvo y telarañas lo cual había ayudado a que pasara aún más desapercibida. 

Subí a la cocina y la limpie con un trapo húmedo. Tenía la etiqueta bastante descolorida pero aún legible “Iguana - New Orleans Whiskey”, letras verdes sobre un fondo marrón desvaído. Parecía bastante inofensiva, la verdad. Y daba la impresión de ser un producto de calidad, que seguramente habría desarrollado todo su potencial con el paso de aquellos 50 años. Seguramente se parecería poco al licor joven que probó mi abuelo, habría madurado y tendría mucho más cuerpo y personalidad, sería más rotundo.

Ni por un momento pensé en las advertencias de mi abuelo, ni tuve aprensión o miedo, no sentí nada especial al coger la botella, al limpiarla, ni tampoco al quitar el lacre y tirar del tapón. Un aroma extraordinario, complejo y lleno de matices que recordaban a miel, flores de verano, esencias orientales y alcohol se apoderó de la habitación. Inspire profundamente y miré con satisfacción aquella botella que prometía lo mejor. Serví una medida muy corta en un pequeño vaso de vidrio grueso y aspiré el aroma por la nariz antes de probar un trago. El primer golpe era típico, fuerte y duro, pero luego empezaron a desplegarse sabores y sensaciones en una sucesión tan extensa y precisa que era casi inabarcable. Delicioso. Abuelo, pensé, qué buena la herencia familiar. Menudo crac, nos dejaste lo mejor de tus viajes.

-Eres un imprudente.

Alcé la vista sobresaltado y vi a mi abuelo de pie frente a mi, con el ceño fruncido, señalando la botella. Del susto caí de la silla y el vaso rebotó varias veces por el suelo de la cocina con gran estrépito. Miré de nuevo al frente pero allí no había nadie, mi abuelo no estaba. Me incorporé con la respiración agitada, preguntándome si aquel momento extraño había sido real o sólo una jugada de mi subconsciente, quizá en el fondo de mi mente resonaban los ecos de la leyenda de aquella botella y me había sugestionado al abrirla. La miré, la cogí y de nuevo aspiré su aroma inigualable. Seguramente era eso, la sugestión había pasado desapercibida hasta aquel momento pero se había multiplicado al probar aquel espirituoso tan especial. 

Me senté en la silla, estaba un poco mareado. Aquel licor era muy potente y la caída tampoco había ayudado. Cerré y abrí los ojos varias veces, me froté las sienes, retorcí la mandíbula, tratando de recobrar la normalidad, pero a cada momento me sentía más desubicado. No oía, estaba casi seguro de que no podía oír nada. Golpeé la mesa con los nudillos pero no sentí la superficie, no escuché ningún sonido. Podía ver pero cuando movía la cabeza las imágenes se desplazaban de una forma más lenta que mis ojos, acentuando la sensación de mareo. Empecé a sentir que flotaba aunque sin duda seguía sentado en la silla, con los pies apoyados en el linóleo que cubría el suelo de la cocina. De pronto un sonido claro y nítido, inconfundible, llegó a mis oídos. No podía ser, eran voces, venían de abajo, del sótano, era el ruido tumultuoso de un lugar en el que se agrupaba bastante gente, el murmullo habitual de un bar o algún lugar de reunión. No sé cuales fueron las fuerzas que me movieron pero bajé a mirar qué ocurría allí abajo. 

El whisky debía ser mucho más fuerte de lo que pensaba pues no tuve miedo, lo lógico hubiera sido tenerlo porque no podía haber nadie en el sótano, la única forma de bajar hasta allí era pasando por la cocina y yo había estado allí todo el tiempo, salvo que un grupo notable de personas se hubiera colado delante de mis despistadas narices para bajar a mi sótano a charlar un rato. Entretenido en estos pensamientos y dando algunos tumbos y trompicones bajé las escaleras y pude ver que en el sótano no había nadie, todo estaba como lo había dejado unos minutos antes. Pero el murmullo de voces sonaba aún más fuerte que en la cocina. Palpé las paredes, pegué el oído a las macizas piedras frías y polvorientas y comprobé que aquel ruido parecía salir de una zona concreta, tras una de las paredes. El efecto del whisky seguía progresando y ya apenas era dueño de mis movimientos, aún así conseguí limpiar una parte de la pared con trapos y periódicos viejos lo suficiente para ver que una zona de la piedra era distinta, no tan oscura como la del resto de la habitación, y parecía tener la forma de una puerta que alguien había tapiado hacía muchísimos años.

Durante un par de minutos no supe muy bien que hacer pero los efluvios alcohólicos me llevaron a probar algo absurdo, me tumbé en el suelo frente a la puerta cegada y encogí las dos piernas para soltar con ambas una fuerte patada conjunta contra las piedras que taponaban aquello que parecía una entrada. Golpeé durante un rato y me pareció que las piedras cedían, me arrastré hasta ellas y comprobé que así era, había movido un poco un par de piedras de la parte inferior. Con ánimos renovados seguí dando patadas hasta que me sorprendió el sonido de una de la piedras cayendo al otro lado. De rodillas fui retirando con cuidado unas cuantas piedras hasta que pude pasar por el hueco.

Llegaba un olor complejo, la mezcla de muchos olores diferentes, a animales, a comida, a especias y perfumes. Se me ocurrió que tenía que volver a por una linterna porque aquello estaba oscuro, pero el esfuerzo de volver con aquella borrachera me pareció enorme y aunque no estaba muy seguro parecía que unos veinte metros más allá había un resplandor difuso de color naranja. Apoyándome en una de las paredes conseguí llegar hasta un recodo y al otro lado, a pocos metros, apareció la antorcha que emitía aquella luz anaranjada y titilante, sujeta por el brazo vigoroso de un soldado vestido con yelmo metálico y cota de malla, que parecía proteger una puerta de madera.

-¿Quién va? -inquirió con voz potente cuando me acerqué.

-Hoooola tío. Eres el portero del garito ¿no? Soy el dueño de la casa, la de ahí atrás. Vengo a ver qué es ese ruido.

-¿Quieres entrar al mercado?¿Tienes dinero?

-Claro. Nunca salgo de casa sin dinero. ¿Cuánto vale la entrada? -pregunté.

-Media corona.

-Toma. Te doy dos euros. Quédate con el cambio.

-¿Euros? -respondió mientras abría mucho los ojos asombrado al parecer por la perfección de la moneda, por lo redondo de sus cantos, o por la acuñación en dos metales. 

Sin mediar más palabras se retiró y abrió dos grandes cerrojos. Tiro de una cadena y con gran esfuerzo abrió la puerta. Pasé al otro lado y entonces el sorprendido fui yo, aunque tenía serias dudas sobre si aquello que veía era real o el producto de mi estado de embriaguez. 

Estaba en lo alto de una corta escalera que daba a un mercado medieval dentro de una gran cueva. Pequeños puestos construidos en madera y tela se sucedían formando tres calles iluminadas por gran cantidad de antorchas, que estaban llenas de gente hablando o discutiendo. Parecía que allí se vendía de todo, patos, ocas, gallinas, cerdos, telas, especias, madera, arena, vinos, destilados de varias clases y brebajes milagrosos de todo tipo. Sin querer resbalé por los escalones y me vi sometido a los empujones y codazos de aquella multitud que avanzaba en todas direcciones sin ningún miramiento. Era como si la corriente de un río bravo me arrastrara de aquí para allá, no era capaz de orientarme ni de moverme por mi mismo, sino que me llevaban de un lugar a otro y sólo era capaz de ver una sucesión de caras y algunos tenderetes con diferentes mercancías. Recuerdo que me pasó por la cabeza un pensamiento absurdo, lo fea que era toda aquella gente.

Tras bastantes minutos de deriva salí rebotado hacia un muro de piedra y quedé allí tendido, exhausto y mareado por el proceso de centrifugado al que había sido sometido y también por los potentes efectos de aquel whisky asesino que me había tomado. Estaba tan ido que no podía fijar la vista en nada y mucho menos en la marea de gente que a un par de metros peleaba por avanzar en distintas direcciones. Cuando conseguí enfocar mis ojos lo hice sobre un par de hermosos pechos que colgaban libres dentro del generoso escote de una amplia camisa de basto algodón. 

-¿Estás bien? Tienes que ocultarte -me preguntó su dueña y portadora.

Con bastante pesar alcé la vista y me encontré con la que parecía ser la única persona bella en aquel mundo plagado de feos locos. Era una mujer de pelo muy rubio y ondulado, que enmarcaba unos ojos turbios de color verde oscuro y que me sacudía por los hombros, intentando decirme algo.

-Tienes que ocultarte. Estás bebido, ¿verdad? Llamas mucho la atención con estos ropajes y estando tan borracho no pasará mucho tiempo antes de que te claven un puñal para quitarte estos raros calzones y lo que sea lo demás que llevas puesto.

-¿Los vaqueros? No me digas eso, que son de Armani. Que se compren unos, si aquí mismo hay un mercado lleno de tiendas -dije apresuradamente- Vaaaale. Sí. He bebido, pero sólo un whisky muy pequeño. Lo que pasa es que era añejo. Eres muuuuy guapa y me gusta mucho como te queda esta camisa tan, tan holgada.

-Gracias. Es nueva, me la regaló mi padre hace tres años. Ven, levántate, te llevaré a un lugar más seguro -dijo tirando de mí hasta incorporarme.

-Vaya fuerza que tienes, madre mía -dije tratando de adularla para que empezara a mirarme con buenos ojos- Eres deportista o algo. ¿Culturista o así?

-Qué gracia, vaya cosas tan raras dices ¿culturista? ¡Sino sé leer! Soy panadera. Mi padre tiene un horno de pan y lo vendemos aquí, en el mercado. Los viernes, o sea, hoy -respondió mientras me arrastraba hasta un granero y me dejaba recostado en una pared tras un carro lleno de heno.

-Ah, qué bien. Oye, por qué no te sientas un rato aquí, conmigo. Si esto es muy idílico, con el olor de la paja y todo eso.

-Quédate en silencio. Si nadie repara en ti no tendrás problemas. Hay mucho desalmado por aquí que mataría sólo por quedarse con tu casaca. 


La chica se fue y yo me quedé recostado en la pared, mirando la parte trasera de aquel carro mugriento y lleno de heno húmedo y sucio. Aquel granero debía servir también de almacén circunstancial pues se veían grandes vasijas apiladas a un lado. Intenté reaccionar sólo para comprobar si todo aquello era real, seguramente me reiría mucho al ver que seguía en el sótano o en la cocina de mi casa y que todo aquello había sido consecuencia de un alcohol traicionero. Pero había bebido tan poco que la explicación parecía imposible. No pude moverme, no tenía fuerzas ni para mover un dedo, así que tras un par de minutos cerré los ojos y caí en un sopor etílico irresistible.

No sé cuantas horas estuve dormido, creo que fueron bastantes. Cuando desperté apenas había luz, sólo un par de reflejos mortecinos que entraban por dos o tres agujeros irregulares en el techo. Era suficiente para ver que estaba en una cueva con paredes de piedra. Me incorporé y me sorprendió no tener resaca, ni dolor de cabeza. Busqué referencias a un lado y a otro y encontré una pila de antiguas vasijas de barro bastante grandes, muchas de ellas destruidas por el paso del tiempo. Entonces recordé el granero, el carro de heno y a la chica, pero nada de eso estaba allí. Sólo quedaban las vasijas envejecidas y el suelo lleno de polvo.

Salí de aquel reducto al lugar en el que debía estar el mercado, pero sólo había oscuridad y silencio. Necesitaba luz. Tanteé los bolsillos de mis vaqueros mientras recordaba los comentarios sobre mis ropas de aquella guapa chica de la noche anterior y tras unos momentos de incertidumbre suspiré aliviado al encontrar el bulto de un mechero. Busqué algo combustible para que me sirviera de antorcha, pero no había nada, ni telas, ni papel, ni madera, nada que pudiera arder. Entré de nuevo en la cueva y busqué entre las tinajas hasta que localicé una que todavía tenía un tapón de tela, tiré de la tela hasta que conseguí sacarla, liberando un líquido putrefacto y espeso. Por suerte la tela impregnada en aquello ardía bien y bastante lento así que la enrolle en un pedazo alargado de barro cocido, improvisando una antorcha. 

Caminé en la dirección en la que pensaba que había venido la noche anterior. Era difícil orientarse sin referencias y con poca luz, así que opté por mantenerme pegado a la pared. De ese modo llegué hasta unos antiguos escalones cubiertos de moho que daban a una entrada. Allí debió estar la puerta que me abrió el soldado. Subí, doblé el recodo y llegué hasta el hueco que había abierto en la pared de mi sótano. Me colé por allí y lo tapé de nuevo con las piedras que había quitado a patadas.

De vuelta en la cocina de casa enseguida percibí el complejo aroma a whisky viejo que emanaba aquella botella abierta sobre la mesa. La cogí y comprobé que apenas había bebido medio dedo, una cantidad ridícula que no era suficiente para emborrachar a nadie, ni siquiera a un niño. Podía intentar creer que todo había sido un sueño provocado por una inimaginable concentración de alcohol en aquella botella, pero no podía negar que había despertado en una cueva desconocida por mí hasta entonces y que acababa de colocar las piedras de una pared que yo mismo había derribado la noche anterior. Y que la botella abierta estaba sobre la mesa. 

No me atrevía a creer nada de lo que recordaba, no quería sacar conclusiones sobre lo que había hecho esa misma mañana, pero era innegable que todo aquello tenía que ver con el whisky de mi abuelo. Su leyenda hablaba de una fusión entre pasado y presente, quizá era lo mismo que me había ocurrido a mí. Aunque había muchas diferencias, en su historia él describía escenas terribles entremezcladas, miedo y una gran confusión, y yo, en mi “sueño”, había vivido una pequeña aventura ordenada y hasta cierto punto coherente, que de ninguna forma podía asustar a nadie una vez aceptados sus fallos argumentales en lo relativo al factor tiempo.

Estuve un rato pensando sobre todo aquello, no tanto buscando explicaciones como intentando organizarlo mentalmente de alguna forma para poder aceptarlo y seguir con mi rutina cotidiana. No pude. Las cosas no encajaban y así no podría calmar la desazón interior que me agitaba. Decidí aclarar todo aquello, busqué un par de potentes linternas que guardaba y volví a tirar el muro que tapiaba la puerta, adentrándome de nuevo en aquella cueva. Llegué hasta la puerta y bajé al lugar en el que sin duda había visto el mercado. Lo recorrí estudiando cada palmo con claridad gracias a las linternas pero no encontré ningún rastro de nada. Desde luego allí hubiera cabido el mercado, pero aún aceptando eso ¿qué hacía un mercado medieval dentro de una gran cueva?¿Y cómo había llegado yo al tiempo del mercado o viceversa? Porque era evidente que lo que vi durante la noche anterior pertenecía a una época diferente.

Busqué el lugar en el que había despertado y por el camino reconocí el pedazo de muro junto al que había caído empujado por la multitud nerviosa, el lugar en el que me había recogido aquella chica, la persona con la que más hablé. No había duda, estaba más sucio y algo más deteriorado, tenía algunas piedras menos, pero era el mismo muro. Desde allí me desplacé al pequeño espacio que se abría cerca y que me había parecido un granero. A pesar de lo difuso de mis recuerdos sobre la noche anterior, sin duda aquellas vasijas eran las mismas que había observado mientras yacía atontado apoyado contra la pared del fondo.

Entonces conseguí construir una historia coherente sobre lo que había ocurrido. El whisky era sin duda el inductor de todo aquello, era tan fuerte que no sólo me había emborrachado sino que también me había llevado a percibir algo que había sucedido allí en el pasado. En realidad había estado dando tumbos por una cueva desnuda pero gracias a una percepción extrasensorial transitoria había captado los ecos de algo que ocurrió allí mismo un milenio atrás. No había una explicación lógica para el mecanismo con el que se lograba todo eso, pero no me hacía falta, con entenderlo me bastaba. Siempre se ha dicho que el potencial de la mente humana es tan enorme como desconocido, así que elegí creer que ese whisky potenciaba alguna capacidad enterrada en el fondo del cerebro y punto. Al menos por el momento me quedaría con esa explicación, aunque intuía que la argumentación se tambaleaba de forma notable si añadía a la ecuación que había interactuado con la multitud y conversado con al menos dos personas. Entonces me acordé de la chica rubita, de lo guapa que me pareció en comparación con el resto de la gente, de lo amable que había sido conmigo. Igual se acercó porque le había parecido atractivo y su preocupación era sólo una excusa para empezar una relación. Y yo borracho como una cuba. Menudo papelón.

Volví a mi casa y traté de hacer mi vida de siempre. Era difícil en un día como aquel, año nuevo. Salí a dar una vuelta para despejarme pero todo resultaba especial, raro. Toledo estaba vacío, casi no había nadie por la calle. Los bares estaban cerrados, las calles cubiertas de trozos sucios de serpentinas de papel y de vasos de plástico. No había ninguna tienda abierta, ni el quiosco, ni la panadería, y apenas se veía por la calle a algún borracho rezagado celebrando aún esa nochevieja, o alguna anterior. Así era difícil volver a la normalidad y pensar en otra cosa que no fuera lo acontecido la pasada noche. Me reí un poco pensando que por fin había conseguido organizar algo interesante en nochevieja. Al final decidí hacer algo de deporte y salí a correr, comí sobras del día anterior y me eché una siesta reparadora.

Por la noche estaba de nuevo sentado en la cocina, mirando la botella ambarina que esperaba sobre la mesa, tentándome. ¿Debía intentarlo de nuevo? Y ¿por qué no?, pensé. Al fin y al cabo en mi primer contacto con el pasado no había percibido ningún peligro. Claro que un nuevo viaje podía llevarme a una situación totalmente diferente, podría acabar en un pasado peligroso o desagradable o en una situación confusa y aterradora como la que describió mi abuelo. El brebaje era mucho más potente ahora que cuando mi ancestro lo probó, eso quedaba fuera de toda duda, y era probable que el secreto estuviera en controlar la dosis, si conseguía contactar con el pasado sin sentirme borracho podría captar más información y procesarla de forma correcta, entendería que era lo que estaba sucediendo.

Recuperé el vaso del que bebí la noche anterior. Era realmente pequeño, parecía imposible que con aquella cantidad pudiera hacer el más mínimo efecto cualquier bebida. De hecho no tenía ningún vaso más pequeño en toda la casa, así que me puse a buscar algo adecuado y tras mucho revolver conseguí un dedal de costura casi minúsculo. Apenas entraban unas gotas en aquel recipiente improvisado y dudé que su contenido fuera suficiente para proporcionarme algo parecido a lo vivido durante la noche anterior. No lo dudé ni un momento, con un movimiento brusco del brazo proyecté aquellas pocas gotas en mi garganta y espere un rato.

No noté ningún efecto, sólo que estaba un poco más optimista y contento. Mi natural no es precisamente alegre así que aquel pequeño cambio me puso en alerta y decidí dirigirme al sótano igual que había hecho 24 horas antes. Al levantarme y bajar las escaleras percibí un ligero mareo que me animó, parecía que hacía efecto y que la dosis era correcta, pero al llegar abajo el silencio me desalentó, no se oía el murmullo del mercado. Sin rendirme del todo, me tumbé en el suelo y di unas cuantas patadas a las piedras que tapiaban la antigua puerta, que esta vez cedieron con mucha más facilidad.

El corazón me dio un vuelco al comprobar que al fondo del pasillo subterráneo que se abría ante mí se intuía un resplandor naranja. Avancé a paso ligero y enseguida estaba frente al mismo guardia de la noche anterior que de inmediato me reconoció y sonrió.

-¿Tienes otra moneda como la de ayer? Me dieron 10 coronas por ella.

-¿10 coronas por 2 euros? Qué bien. Y eso que la cotización del Euro está ahora a la baja -dije rebuscando en mi bolsillo- Mira. No tengo 2 euros pero esta es diferente a la de ayer, de 1 euro, y la misma persona que te la compró querrá también tener esta pues es distinta. Tú pídele lo mismo, 10 coronas.

-¡Gracias! Oye, qué bien se te dan las finanzas ¿y tú no sabrás en qué puedo invertir este dinero para que rente de cara a las generaciones futuras?

-Sí, hombre. Compra terrenos, por la costa, donde veas playas bonitas y pequeños pueblos pesqueros idílicos. No te preocupes por más, te garantizo que serán urbanizables en el futuro. Y deja dicho a tus descendientes que los vendan llegado el año 2000. Ah, y que con el dinero que ganen no compren acciones preferentes de Bankia. 

-No es que entienda todo lo que dices, pero vale. Bankia y el año 2000, creo que me acordaré -dijo haciendo ademán de abrir la puerta- Pasa si quieres pero hoy es sábado y no hay mercado. 

-¿No está el mercado? -pregunté extrañado mientras pasaba al otro lado.

Era verdad, no estaban los puestos de la noche anterior y apenas había unas cuantas antorchas y algunas personas limpiando y recogiendo algunos enseres. Caminé por allí sorprendido por las lamentables ropas de aquella gente, por su tosquedad y sus miradas agresivas, producto quizá de su sencillez, o de su mala educación. La mayoría me hacía gestos amenazantes cuando me descubrían mirándoles o si pasaba demasiado cerca, así que tarde un rato en atreverme a dirigir la palabra a alguien. Era una  joven de unos 17 ó 18 años que estaba amarrando con un trozo de tela los trozos de madera que habían servido para sujetar un precario puesto del mercado. 

-Perdona chica -dije despacio y con voz baja- ¿Dónde está la gente? ¿Dónde viven cuando no hay mercado?

-¿Estás buscando a alguien en particular? -respondió con naturalidad.

Entonces caí en la cuenta. No sólo estaba comprobando la leyenda del whisky, si de verdad estaba de viaje por el pasado y todo lo demás, también quería volver a ver a la chica de la noche anterior, a la hermosa panadera. No deja de ser curioso cómo somos los humanos, palpando la posibilidad de vivir una experiencia única me preocupaba por encontrar a una chica mona.

-La panadera. Busco a la hija del panadero. Creo que su puesto estaba por allí. Es una chica rubia, así como de figura estilizada, con una camisa nueva un poco escotada y tal.

-Te gusta, eeeeh! Se te nota. La Purificación. Simpatiquísima -dijo guiñando un ojo-. No eres su tipo. 

-Bueno, sí yo sólo quiero saludar y agradecer cierta ayuda.

-Sí, ya, ya, hacerte el encontradizo, que si hola, que si gracias. Lo de todos, hola, que casualidad Purificación, pasaba por aquí y me atrajo el olor a bollo, quién iba a imaginar que salía de tu casa -dijo imitando mi tono de voz- Anda, tira p’allá y al salir de la cueva atraviesas un bosquecillo y la tercera casa a la izquierda al entrar al pueblo. 

-Gracias, muy amable, señorita -dije alejándome.

-Señorita, señorita… Atontao que vas tío, no teeeeeee digo, ¡vaya pinta de pagasidras que llevas!. Anda, anda, ¡y llévale un detalle! Sí, un bizcocho o unas pastitas, que verás la ilusión que le hacen -gritó desde la distancia creando una serie interminable de ecos en la cueva. Qué temperamental era la gente en el medievo.

Encontré la salida de la cueva en el extremo contrario a la zona que yo conocía. Era de noche y me resultó difícil atravesar el pequeño bosquecillo a pesar de que contaba con la ayuda de la luna llena. Había mucha maleza y era bastante denso, se escuchaban sonidos extraños por todas partes que delataban la presencia de alguien o algo y por un momento pensé que caería en las alucinaciones que en su momento vivió mi abuelo bajo los efectos del whisky. 

Cuando llegué al otro lado estaba amaneciendo. Me quedé paralizado al ver el pueblo que reposaba muy cerca del cauce del Tajo. Era una maravilla, unas cuantas calles abigarradas alrededor de una iglesia, todo piedra y madera, construcciones del mismo estilo y altura, sin ninguna distorsión, sin ninguna modernidad que estropeara aquel conjunto perfecto. Resultaba mucho más impactante un pueblo sencillo en su entorno y en su mejor momento que cualquier gran monumento que hubiera admirado antes.

Avancé hacia el pueblo observando cada detalle, las puertas, las chimeneas, el empedrado de la calle, las flores en las ventanas, y entonces ella, Purificación, salió de una casa a la izquierda sin percatarse de mi presencia y dobló por una calle lateral hacia el río. La seguí en silencio, observándola, intentando absorber cada uno de sus movimientos y los detalles de su figura envuelta en un gran manto marrón, intentando convertirla en algo familiar. Caminó hasta la orilla del río y se paró sobre una roca muy lisa justo cuando yo pronunciaba su nombre, dejando caer su manto y mostrándome su dorso desnudo. Al oír su nombre empezó a girarse y en ese instante todo se emborronó, las estrellas del cielo bajaron para girar a mi alrededor y un torbellino me hizo perder la orientación. Aquel huracán pasó en un momento y cuando me recuperé el río había cambiado, era menos caudaloso, Purificación ya no estaba, y el ruido del tráfico a mis espaldas me devolvió a la realidad en decadencia del siglo XXI.

Había vuelto. El efecto del whisky había durado unas 6 horas. Me di cuenta enseguida de que el salto temporal era muy peligroso pues podía haber aparecido un poco más atrás, bajo las ruedas de un camión, o más adelante, dentro de los pilares del nuevo puente. Era algo que debía tener muy controlado en caso de hacer otro viaje. Pensé en volver a casa atravesando la cueva, y traté de localizar el camino, pero vi que el bosquecillo ya no estaba y donde debía estar la entrada de la cueva se alzaba un gran edificio de viviendas. Subí la calle por la calzada, tendría que llegar a casa por el exterior, y mientras caminaba cavilé sobre la experiencia vivida y me dio un vuelco el corazón al recordar la espalda y las nalgas desnudas de Purificación. Cómo me hubiera gustado hablar con ella. Aquello empezaba a tener mala pinta. 

Sin darme mucha cuenta empecé a pensar en la fórmula para alargar mi estancia en el pasado. Me sorprendió mi facilidad para aceptar que había viajado al pasado, no era una percepción sensorial, era un viaje al pasado en toda regla. Volví a pensar en la dosis, pero era una cuestión complicada, con una dosis mayor estaría bebido y no daría muy buena imagen a nadie y menos a Puri que ya me había visto en condiciones lamentables en una ocasión. Podía llevarme la botella conmigo pero me arriesgaba a que me la quitaran, que se rompiera o algo así. Se me ocurrió llevar un pequeño recipiente con algunas dosis de dedal, así podría alargar mi estancia sin problema. Pero ¿y si al tomar el whisky en el pasado viajaba a otro pasado aún más lejano? Sólo había una forma de saber la respuesta.

Llegué a casa muy impaciente por volver al medievo y aunque no había dormido nada decidí hacerlo de inmediato. Ya me había dado cuenta de que si quería entablar amistad con las gentes de aquella época la mejor forma no era trasnochar sino madrugar. Por el camino compré en una farmacia un pequeño bote con un dosificador y al llegar a casa medí la cantidad equivalente a un dedal y la deposité 4 veces en el bote. Con eso tendría para estar 24 horas en el pasado. Suficiente para probar. Podría volver después.

No me entretuve en la cueva, atravesé el bosque con más facilidad a la luz del día pues encontré un sendero corto y retorcido que llevaba al pueblo y no tuve que luchar con los matorrales. Al llegar me dirigí a la casa de Purificación. Me di cuenta de que no tenía nada preparado, no sabía qué decir, en realidad no sabía nada de ella. Se me ocurrió tirar de lo único que nos unía y sin dudar toqué la puerta con los nudillos en tres ocasiones. Nadie contestó. Entonces caí en la cuenta de que a esa hora ya estaría trabajando y me dirigí a una construcción adosada uno de los laterales de la casa y que tenía pinta de ser un obrador. Golpeé de nuevo con los nudillos y enseguida abrió ella.

Qué guapa, madre. Era mucho más bonita de lo que la recordaba, aunque es verdad que influía muy positivamente la harina que manchaba su rostro y su cuello y el azúcar pegado a su pecho que se perdía en el escote, y el olor a pan que desprendía cada leve movimiento. Me sentí a un paso de ser Jack Nicholson, aunque, menuda suerte, mi chica era bastante más guapa que Jessica Lange.

-Hola. ¿Qué quieres? Todavía no hay pan ni dulces. Pero… yo a ti te conozco.

-Sí. Hola. Nos… nos conocemos. Del otro día. En el mercado, en la cueva. Me salvaste y quería darte las gracias.

-Ah, siiiii. Eres el borrachín, el que no paraba de decir lo bonitas que son mis tetas -replicó ella con las manos en las caderas y un gesto tenso que no auguraba nada bueno. Con cierta decepción pensé que no siempre el cartero vuelve a llamar, qué pena con lo que me hubiera gustado que me revolcaran entre bizcochos y merengue.

-¿En serio? Vaya, pues de esa parte no me acuerdo. Lo siento, es que cuando bebo siempre me da por ser demasiado sincero, pierdo los límites, la timidez…

-Ya estás otra vez.

-¿Otra vez?

-Sí, diciendo que te gustan mis tetas. 

-¡Pero si no he dicho nada! -repliqué.

-Ah ¿no? Acabas de decir que cuando bebes eres demasiado sincero y así estás haciendo referencia otra vez a que te gustan mis pechos, porque cuando estabas borracho y eras sincero, es lo que decías.

-Joder, se me está complicando esto. No, mira, eso no es así, no es lo que quería decir.

-Ah. O sea, que no te gustan mis tetas. ¿Y eso?¿Las tengo caídas?¿Muy separadas?¿Bizcas? 

-No, no, que va, si están de maravilla. Míralas, vamos, perfectas. Simétricas, a la distancia justa, recias, turgentes.

-Ya estás otra vez -dijo torciendo un lado de la boca- Diciendo que te gustan mis tetas y haciendo que sean el centro de conversación. Ya me dirás, ¡pero si no sé ni cómo te llamas y te pones a explicarme como son mis domingas!

-¡Anda, qué gracia! ¿Las llamáis así? Pues el término ha llegado hasta nuestros días.

-Pero ¿qué dices. No estarás borracho ya a estas horas…

-Que no, que no. Bueno, sólo quería darte las gracias y disculparme si dije algo inadecuado. Mi intención no era ofenderte.

-Vale. Pues muy bien -dijo ella con expresión distante.

-Y también quería invitarte a salir. No sé, a dar una vuelta por el pueblo o algo así.

-¿A dar una vuelta por el pueblo? Joooder, tío. Vamos, apasionante. Siiii, podemos pararnos a mirar como gira el molino de agua. -replicó con sorna- Mejor me llevas a cenar ¿no te parece? ¿Tienes caballo? Si no pillamos el de mi padre y nos vamos al centro, allí hay un garito con bastante ambiente.

-Vale -dije sorprendido y sin palabras que llegaran a mi mente- Entonces, por la noche ¿no?

-A las siete -dijo cerrando la puerta en mis narices.

Debía utilizar el reloj que llevaba en el bolsillo con bastante disimulo pues era un objeto imposible en aquella época. Sin embargo, no me hizo falta pues sonaron 12 campanas en la torre de la iglesia, así que tenía unas cuantas horas por delante. Me pareció buena idea explorar un poco todo aquello, tenía whisky para casi un día entero en mi frasquito.

Caminé por el pueblo y en varias ocasiones comprobé que la gente era bastante huraña y hosca con un desconocido como yo, nadie respondía a mis amables saludos y me miraban con desconfianza, sin disimular ni un poco. El pueblo era bastante pequeño y en unos pocos minutos lo había recorrido por completo, incluyendo el molino de agua que, como ya había dado a entender Puri, carecía de cualquier atractivo turístico. Como no había mucho más que hacer entré en la cantina pensando en hacer un brunch medieval, seguro que eso estaba bueno.

El local era poco más que un establo con un tablón muy grueso a modo de barra y algunas mesas retorcidas rodeadas por cuatro o cinco banquetas de madera. Me senté en una y esperé apoyado en la mesa.

-Qué, ¿has venido aquí a sentarte? -dijo al cabo de un rato una voz de mujer- ¡A ver si te crees que puedes estar aquí sin gastar ni un céntimo!

-No, no -dije volviéndome hacia la barra- Estaba esperando al camarero. 

-¿Camarero? -preguntó extrañada.

-Ah, que no sirven en las mesas. Pues no pasa nada, me levanto yo a la barra -dije acercándome.

-Lo primero. ¿Tienes dinero? que llevas unas pintas muy raras -dijo aquella mujer recia, gruesa y fea, que llevaba el pelo pegajoso de aceite y caspa y olía muy mal a un metro de distancia.

-Sí, sí. Bueno, tengo euros. Un euro equivale a 10 coronas según creo -respondí mostrando algunas monedas.

-¿Euros? A ver -se acercó expandiendo su peste a sudor rancio y ropa sucia- ¿Esto vale 10 coronas? No me digas. ¡Y yo soy una dulce, virgen e inocente damisela! Jo,jo,jo,jo -rió mientras estiraba hacia abajo el cuello de su blusa para mostrarme sus dos enormes pechos- Anda, largo de aquí con tus monedas falsas. ¡Estafador!

Con algunos empujones me sacó de la cantina y me quedé sólo y perplejo en la calle, pensando en la extraña manía que tenían las mujeres de aquella época de mostrar sus atributos a la menor oportunidad. Entonces caí en la cuenta de que tenía un grave problema. Debía buscar alguna solución porque si no aceptaban mi dinero estando con Puri sería la debacle. Me acordé del guardia de la cueva y pensé que sería la solución. Caminé hasta allí atravesando el bosque y la cueva, que ya empezaba a conocer bastante bien y llegué hasta la posición de mi soldado medieval preferido, que justo se preparaba para dejar la guardia.

-Hola, amigo -dijo- Estoy esperando a que llegue el relevo, ya debe faltar poco para el final de mi guardia.

-Hola. Venía a ver si me puedes cambiar dinero. Es decir, yo te doy euros y tu me das coronas. Así tendré moneda para funcionar por aquí ¿sabes? Resulta que algunas cantinas no trabajan con divisas potentes como el euro, hay que llevar suelto y todo eso.

-Vale. Pues entonces tu me das un euro y yo te doy 2 coronas.

-¿Dos coronas? ¡Pero si me dijiste que te daban 10!

-Pero ya no, hay mucha fluctuación en el cambio. Ahora ha bajado la cotización debido al exceso de oferta y el coste de oportunidad, por lo que un euro cotiza a dos coronas. Y hay fuertes presiones a la baja.

-Vale, vale, vale. Aquí tienes 5 euros, dame 10 coronas. 

-Lo siento son 9. Hay una comisión de un 10% por gastos de registro, mantenimiento de cuenta y todo eso.

-Joder ¿No te apellidarás Botín? -pregunté- Bueno, ¿con esto puedo llevar a una chica a cenar a Toledo?

-Ja,ja,ja. ¿Pero tú de dónde sales? Con eso puedes invitarla a ella y a toda su familia y después comprar la taberna.

Caminé de vuelta al pueblo y por el camino consulté el reloj. Faltaban 10 minutos para que la ración de whisky dejara de tener efecto, así que me preparé para ingerir una nueva dosis de la pequeña botella con dosificador que portaba conmigo. Era un momento importante, pues no sabía cual sería el resultado, ¿me quedaría allí?¿o una nueva dosis significaría otro viaje atrás en el tiempo? Me aseguré de estar en una zona cuya ubicación en el pasado no me supusiera problemas, nada era seguro a ese respecto pero estimé la zona con mejores posibilidades. Tomé una dosis del frasco y espere un poco allí parado, a la entrada del pueblo. No pasó nada. Esperé un poco más y llegó el ligero mareo y un leve sentimiento de euforia. Fijé mi atención en el pueblo por si cambiaba algún detalle o desaparecía por completo, si terminaba viajando otros 1000 años seguramente allí no existiría ninguna construcción, pero nada ocurrió, todo seguía igual. Avancé hasta la casa de Purificación y esperé a que dieran las siete y llamé a la puerta de la casa.

Me abrió la puerta la que empezaba a ser la chica de mis sueños. Se había limpiado la harina y el azúcar y había cambiado su blusa escotada por un vestido ajustado, aunque algo raído, de esos antiguos que se ataban con una cuerdecilla trenzada por delante, generando el efecto Wonderbra medieval. Se había pintado un lunar en su pecho izquierdo que le quedaba monísimo. 

-Te las voy a regalar -dijo con aire de resignación.

-Uy. No, no. No hace falta. Mejor que las lleves tú -dije sin pensar.

-Bueno, veo que no has traído caballo. Cogeremos el de mi padre. 

-Mejor que lo conduzcas tú, yo nunca he montado en uno. ¿Cómo subo? -pregunté mientras ella esperaba a horcajadas con las riendas en la mano.

El viaje hasta el centro de Toledo fue un poco tormentoso. Mi piernas colgaban por un lado del caballo y mis brazos por el otro, ya que tumbarme sobre el lomo fue todo lo que logré, y pasé el trayecto entero intentando equilibrarme, con la respiración entrecortada por los saltitos propios de un puñetero caballo andaluz de pura raza.

-¿Te ha gustado tu primer paseo en caballo? -preguntó Puri.

-Pues no mucho, es que me ha salido una rozadura en el pecho, con el vaivén. En vez de pelo este bicho debe tener espinas -dije abriendo un poco la camisa para mostrar mi enrojecido pecho.

-Bueno, hombre, luego te doy un masajito con pomadita -dijo ella riendo- ¡Qué eres muy delicado!Ahora vamos a tomar algo.

Estábamos muy cerca de mi casa y me hizo gracia comprobar que todo aquello no era muy diferente casi mil años atrás, atravesamos un par de calles conocidas y entramos en una taberna cerca de la catedral. En el centro había varias mesas de madera, muy largas, en las que cantidad de gente bebía, cantaba, gritaba, se pegaba o se metía mano, en un caos perfecto. 

-¡Qué ambientazo! - dije esperando que optáramos por la opción de explorarnos mutuamente.

-Es por la música. Aquí tocan los mejores juglares y se inventan las coplas que mañana serán famosas en toda la región. ¡Bebamos!

Pedimos unas cervezas para empezar, ocho para ser exactos, por aquello de que tardaban en servir. Eran más bien grandes, así como medio litro y las servían en unas jarras de madera sucias y viejas que no animaban mucho a tragarse aquel líquido caliente y de fuerte sabor. Cuando íbamos por la última Puri llamó a la camarera medio a gritos con el estilo medieval que imperaba por allí.

-¡Tráenos otras ocho de hidromiel¡ ¡Y date prisa o te saco los ojos malaperra!

-Espero que hoy tengas dinero, ramera. De lo contrario pagarás en uno de los catres de la casa de atrás. ¡Bien que los conoces, ya! -respondió la mesonera.

Estuve a punto de pedir el libro de reclamaciones por aquellos comentarios soeces de la camarera, pero Puri parecía más inclinada a seguir bebiendo que a exigir un trato adecuado al cliente, así que lo dejé pasar. Donde fueres haz lo que vieres.


-Esta hidromiel parece muy fuerte -dije ya afectado por los cuatro litros de cerveza ingeridos- Espero que no se suba demasiado.

-No te preocupes. Hemos preparado el cuerpo con la cerveza que es suavecita y el alcohol ya no nos puede afectar. Tú bebe sin miedo. Luego tomamos unas sidras para estabilizar el estómago y volvemos a casa como nuevos. Bueno, si quieres intercalar tres o cuatro botellas de vino, no pasa nada, yo te acompaño.

Cuando íbamos por la segunda sidra recuperé un poco la conciencia y me encontré bailando sobre la mesa, como hacía casi todo el mundo. Puri me hablaba de algo entre risas abriendo su escote para enseñarme las tetas, siguiendo con las costumbres locales y como muchas otras mujeres hacían a nuestro alrededor. Luego volví a perder el contacto con la realidad y cuando lo recuperé estaba en el escenario, abrazado a un juglar que tocaba una especie de bandurria primitiva. Cantábamos a coro la del vino que vende Asunción, seguidos por toda la parroquia tabernaria. ¡Otra!¡Otra! Gritaba la gente cuando terminamos.

-Venga, tío -me dijo el juglar- Enséñanos otra de esas coplas tan cachondas que cantáis por tu tierra, de donde quiera que vengas. 

-Vale -dije tambaleándome- Os voy a cantar una de la tierra de mi madre. ¡Todos a coro!¡Bilbao es tan pequeño que no viene en el mapa, pero bebiendo vino, es el que más destaca!

La multitud estaba enardecida y me siguió durante un par de horas sin descanso. Sólo paraba para beberme lo que me iban pasando en las jarras de madera que se movían por doquier. Volví a perderme en los efluvios de aquellas bebidas y cuando recuperé la consciencia estaba cantando ¡Dos: el crusaíto! ¡Tres: el maiquel yason!¡ Cuatro: el robocop!, mientras todo el personal practicaba el baile del robot. Tras varios bises empecé a sentirme cansado y decidí despedirme con la de aquí no hay playa. Resultó ser un auténtico megahit medieval.

-Tío, no sabía que eras de Bilbao. Tenía que haberlo imaginado con ese aire tan especial -me dijo Puri mientras me apretaba contra un muro en una calle oscura, desabrochándome la camisa- Y no me habías dicho que eres músico, menuda caña le das, ¡qué letras tan buenas! Ven, ven, que aquí detrás hay un prado.

Retozar con Puri había sido en aquellas últimas horas mi primera prioridad y máxima ilusión, pero debo reconocer que la hierba congelada y los cero grados de aquella noche de enero del siglo XII estropearon un poco el disfrute del momento. Ella parecía muy feliz desnuda, a horcajadas sobre mi cintura, alborotándose el pelo y gritando ¡el brikindans!¡el crusaíto! La verdad es que tampoco esa parte la había imaginado así, pues mi carácter tradicional me había llevado a pensar en algo del tipo no pares, o sigue, sigue que ya me viene. Sin embargo ella cantaba el chiki-chiki, por algo dicen que el romanticismo surgió en el siglo XVIII y no en aquella época.

Después de un acto amatorio que me pareció excesivamente largo dados los condicionantes expuestos y la cantidad de bichos que rondaban por allí, nos vestimos y nos abrazamos. Temí haber cogido una pulmonía en aquellos casi dos minutos que había pasado desnudo. Pero me sentí feliz con Puri entre mis brazos, roncando como un rinoceronte blanco con paperas.

Antes de caer rendido recordé que debía tomar mi dosis de whisky pues casi se habían cumplido las seis horas desde mi última toma. Aún me quedaba otra más, así que suponiendo que despertaríamos con el sol mañanero me dormí pensando que si me tomaba esa última medida de whisky al despertar todavía pasaría la mañana con Puri y podría acompañarla a su casa.

Me despertaron los primeros rayos del sol. El dolor de cabeza me llegaba hasta el estómago que parecía estar procesando tres litros ácido sulfúrico. Me costo un buen rato ubicarme y captar las sensaciones del mundo real. Me moría por un ibuprofeno y un algo antiresaca. Miré a mi lado y no vi a Puri, me levanté y comencé a llamarla provocando grandes punzadas en mi cerebro cada vez que gritaba. Recorrí las calles aledañas, volví al prado, la llamé infinidad de veces, hasta que un grupo de tipos amenazó con cortarme la lengua si seguía tocando los huevos.

No estaba por ningún lado. Decidí ir a buscarla a su casa, seguramente se habría marchado, dejándome durmiendo en la hierba. La noche anterior me había parecido una mujer muy independiente, muy capaz de dejar a su amante nocturno olvidado donde fuera para proseguir con sus andanzas. Pero yo no aceptaría un olvido tan rápido.

Comencé a caminar hasta el pueblo. Al pasar por la zona de la taberna de la noche anterior vi el caballo del padre de Puri, que seguía atado dónde lo habíamos dejado. Me temí lo peor. Quizá las monjas de algún convento cercano la habían secuestrado para corregir sus desviaciones y enseñarla buenos modales en la mesa, que también le hacía falta.

No me atreví a montar el caballo, así que fui caminando y tirando de las riendas seguido por aquel bicho gigante que me daba empujones con su nariz cada dos pasos, provocando la hilaridad de aquellos seres medievales tan poco dados a la discreción y el disimulo. Estaba llegando al pueblo cuando me di cuenta de que el sol estaba bastante alto y debía quedarme muy poco tiempo para tomar la última dosis de whisky que me quedaba. Saqué el frasquito y con horror comprobé que estaba vacío, no contenía ni una gota.

Entonces algo apareció en mi memoria entre vapores alcohólicos. Puri me acariciaba mientras dormíamos y buscaba algo con la mano metida en mi bolsillo. Sí, ella se la había bebido. Se había tomado la última dosis y ahora estaría en el pasado, quién sabe en que siglo y en que momento. Quizás había aparecido embutida en el cuerpo de una vaca, o en mitad de una batalla, o había sido aplastada por un diplodocus si el brebaje le había hecho un efecto diferente, llevándola más atrás en el tiempo.

Y yo inexorablemente volvería al siglo XXI y tendría que correr hasta mi casa para recargar mi frasquito y tomarme una dosis que me trajera otra vez al tiempo de mi amada para esperar a que volviera, si lo hacía. Calculé que le quedarían un par de horas en el pasado, si es que había sobrevivido, así que si yo me daba prisa podría llegar incluso antes que ella y esperarla en la puerta de su casa. Estaría asustada, seguro, pero yo podría tranquilizarla con una explicación bien argumentada, aunque no muy creíble.

Busqué el mismo lugar que la tarde anterior me había parecido seguro, a la entrada del pueblo y casi de inmediato el mundo se dio la vuelta y quedé envuelto en estrellas y luces. Recuperé el sentido a quince centímetros de un muro de hormigón. Tragué saliva pues me había faltado poco para morir de una forma absurda e increíble. Tuve un pensamiento morboso que me hizo gracia, ningún forense de la policía podría encontrar una explicación para aquello.

Salí corriendo en dirección a mi casa y recordé lo familiar que me había resultado todo la noche anterior, mil años atrás, y sin embargo ahora me parecía que de verdad estaba a mil años de aquello que acababa de vivir, parecía increíble que fueran las mismas calles. Estaba ya muy cerca de casa cuando escuché gritos y me fije en un grupo de gente arremolinada en una de las esquinas de la catedral. Tuve un presentimiento y no pude evitar dirigirme hasta allí aún a costa de perder algo de tiempo. Me abrí paso entre la gente y mi corazón se encogió hasta casi la implosión al ver a Puri con un palo largo amenazando a aquella multitud. Era la misma de ayer pero en comparación al resto de la gente parecía vestida con harapos y sucia hasta no poder estarlo más, aún así seguía siendo muy atractiva.

-Purificación -dije- Soy yo. Tranquila. Deja ese palo y vámonos.

Ella me miró y comenzó a sollozar, presa de un pavor incontrolable, pero no soltaba el palo y también me amenazaba. Sabía que era fuerte y muy capaz de sacudir a alguien sin miramientos así que decidí actuar cuanto antes para evitar que alguien terminara llamando a la policía. Eso nos llevaría demasiado tiempo y quería explicarle todo aquello antes de que cayera en la locura definitiva o decidiera mantenerme lejos para siempre. Mientras amenazaba a un grupo de adolescentes que reían y se mofaban di un par de saltos y la agarré por la cintura. Forcejeamos un poco mientras yo pedía calma. Enseguida caímos los dos al suelo.

-Quieta. Tranquila. No pasa nada, ahora te lo explico todo. No estás en peligro, ni es ninguna cosa de brujas, encantamientos o cualquier cosa rara que hayas podido creer. Todo esto tiene una explicación. No tengas miedo, confía en mí.

-Llévame a casa -gimió ella.

-Primero vamos a ir a la mía, que está aquí al lado ¿Vale? En un par de horas estarás en tu casa, ya lo verás.

Salimos corriendo entre los murmullos de la gente y en un par de minutos estábamos sentados en la mesa de mi cocina en la que seguía reposando la botella de whisky. 

-Mi historia comienza con esta botella -dije- Pero primero dime que te ha pasado a ti. 

-Pues, no lo sé. Creo que bebí demasiado, pero ya lo hice otras veces y nunca me había ocurrido algo como esto. Estábamos durmiendo en el prado y comencé a sentirme mareada, me levanté y caminé unos metros. Entonces ya no estaba allí, estaba aquí, en estas calles, todo era igual pero a la vez diferente. Había luz diabólica en las calles, carruajes extraños, sin caballos, que producen un ruido aterrador, parecía el mismo sitio pero lleno de cosas muy raras que nunca había visto. Intenté encontrarte pero no lo logré, donde estaba el prado había edificios. Intenté llegar a la taberna y me guié por el sonido de una música extraña pero encontré un antro lleno de gente vestida muy raro, seguramente adoradores del maligno.

-El bar de rockeros de abajo, imagino.

-Salí corriendo y me quedé junto a la catedral porque era lo más parecido a lo que siempre había conocido. Estuve un rato allí, muy asustada, y se me ocurrió preguntar a un grupo de muchachos si habían visto mi caballo. Ellos se rieron y empezamos a discutir y entonces vino más gente y luego apareciste tú. Dime ¿Qué es lo que pasa? Quiero volver a casa.

-Vale. Entiendo. Resulta que funciona en los dos sentidos. No sólo sirve para viajar al pasado, lo que hace es conectar dos momentos, unos pueden ir y otros pueden venir.

-No sé de qué hablas. Si de verdad entiendes esto explícate un poco mejor.

-Verás. Esta botella contiene un whisky, una bebida, que tiene unas propiedades sorprendentes. Una pequeña cantidad conecta esta época, el siglo XXI, con otra, la tuya. No sé por qué precisamente mi época con la tuya, quizá dependa de la ubicación, la altura, o de los anhelos de cada uno, ni idea, pero en mi caso las conecta.

-Vale. Es cosa de brujería. ¿Se la compraste a un bruja?

-No. La trajo mi abuelo de Nueva Orleans, un sitio muy lejano. Estuvo aquí guardada durante años y años y en nochevieja estaba aquí solo y aburrido y se me ocurrió abrirla. Terminé en el mercado, cuando nos conocimos, ya sabes. Había viajado casi mil años atrás en el tiempo. 

-O sea, que según tú viajaste atrás en el tiempo. Y ¿a mí que me ha pasado?

-Bebiste el líquido que contenía mi frasquito, unas gotas de este whisky, una dosis suficiente para que haga efecto. Al parecer este poderoso licor conecta nuestras épocas -dije señalando la botella- y terminaste aquí, en mi época, en el siglo XXI. Tu has viajado casi mil años adelante en el tiempo.

-Entonces, ¿mi padre está muerto?

-No, no. El efecto es transitorio, dura unas seis horas. Dentro de poco estarás de vuelta en tu tiempo y tu padre seguirá allí haciendo bollos o tortitas con nata.

-Entendido. Explícamelo otra vez. Más despacio y con más detalle. Explícame que es una época y el siglo XXI, que es Nueva Orleans. Y las tortitas con nata.

Me llevó un buen rato explicarle todo con detalle y conseguir que aceptara tantas cosas fuera de su alcance. Aunque para ella era todo magia negra y brujería al menos entendió que había viajado al futuro, igual que yo había viajado al pasado. Pero el tiempo se nos echaba encima.

-Tenemos que ir a una zona segura. Cuando viajas a otra época apareces en el mismo sitio pero en otro momento. Por eso hay que estar muy seguro de que allí no hay algo peligroso, las cosas cambian con el tiempo y podrías aparecer dentro de una montaña o de una pared. Creo que en nuestro caso lo mejor es bajar a la cueva del mercado y quedarnos en el pajar. Vamos.

Corrimos hasta el sótano y desde allí hasta la cueva. Ella se sintió feliz al reconocer el lugar que permanecía inalterado desde siempre.

-Qué alivio -dijo- Un lugar conocido. Aquí es donde ponemos el puesto, mira aquí en el suelo deben estar las marcas de nuestro oficio. Vaya están muy gastadas. 

-Sí, han pasado mil años desde la última vez que las viste. Ven, vamos a entrar en el pajar, por si acaso. Allí, donde me dejaste detrás de un carro -dije caminando hacia el lugar- Mira, antes de salir de casa he vuelto a llenar el frasquito, así que puedo viajar contigo, cuando vea que tu vuelves al pasado me tomaré una dosis y enseguida estaré allí. Espérame y te acompañaré a casa.

Nos sentamos junto a la pared de aquel recoveco de la cueva. Enseguida ella sufrió unas convulsiones y antes de que yo pudiera decir nada desapareció. Estaba solo en la cueva, apoyado en una pared muy cerca de mi casa. Y de pronto fui consciente de que en aquel momento podía elegir, todo dependía de mí, si no hacía nada, si no me tomaba el buchito de whisky, todo acabaría allí, yo seguiría con mi vida de siempre y todo aquello quedaría como un sueño, un recuerdo gracioso. Además no seguiría estropeando la vida de Puri. Por un momento decidí no hacerlo, no tomar la dosis, pero al meter el frasquito en el bolsillo noté algo y saqué algunos euros y cuatro monedas de una corona. 

-Malditos cabrones. Cinco coronas por una juerga. Ni que hubiera invitado a toda la gentuza de la taberna -entonces me reí, pensando que seguramente lo había hecho.

Y ya no pude evitarlo, tenía que volver, para no perder a Puri, para ver otra vez a aquella gente tan tosca pero tan divertida y sin tantas capas de complejos y de convenciones sociales inútiles. Aquellas horas en el pasado habían sido más intensas que cualquier otro momento de mi vida, sería muy egoísta y muy estúpido si desaprovechaba la oportunidad que se me había dado. Así que sin pensarlo más me tomé mi dosis convencido de que hacía lo mejor, al menos eso decía mi corazón. Esperé a que hiciera efecto y muy pronto, como si se despejara una leve neblina, empezó a dibujarse la figura de Puri, de pie a unos metros, mirando hacia el punto en el que aparecí.

-No lo puedo creer -dijo ella- Es verdad todo lo que has dicho. Te he visto materializarte. He ido a ver las marcas del suelo, las de mi oficio, están nuevas otra vez. Estoy en casa… Y tú. Tú estás en el pasado. Mil años atrás. Qué primitivo debe parecerte todo esto, todos nosotros, con mil años menos de cultura y de desarrollo tecnológico y todo eso que me has explicado.

-No, no creas. Me gusta mucho esto. Y tú. Si pudiera me quedaba aquí.

-Ven -dijo sonriendo y extendiendo la mano- Mi padre me va a matar cuando me vea aparecer sin el caballo.

-No, si está allí, en tu casa, lo dejé allí hace… Hace tan sólo un par de horas. Parece que hayan pasado días.

Caminamos con calma hacia su pueblo mientras ella me preguntaba sobre las cosas que no había podido comprender. Los coches, los cables eléctricos, la iluminación, los teléfonos móviles, era casi imposible que entendiera todo aquello a la vez. Así que le expliqué a grandes rasgos como habían ido evolucionando todas esas cosas a lo largo del tiempo pero tampoco entendió mucho porque todas los huecos los llenaba con brujería, magia negra e influencias demoniacas.

-Tienes que tener la mente muy abierta. Piensa que muchas de las cosas que consideras normales en tu época antes no existían, el molino o la rueda, por ejemplo.

-La rueda ha existido desde siempre -replicó.

-No. Alguien la inventó y sobre eso a otros se les fueron ocurriendo otras cosas. Uno inventó un eje, otro como sujetar encima una repisa en la que colocar cosas que necesitaba transportar. Y a otro se le ocurrió atar ese carro a un caballo. Y así es como ha sucedido todo esto… Pero si todavía no eres capaz de asimilar que has viajado en el tiempo ¿cómo puedo pretender que comprendas semejantes cosas? -dije para mí- No te preocupes. Ya lo entenderás. 

Llegamos a la casa y de inmediato salió el padre a la puerta con cara de preocupación.

-¡Purificación ¿Dónde te habías metido? Pensé que te habías ahogado en el río o algo así. El caballo estaba vagando por aquí, mordisqueando los sacos de harina. Y ¿quién es ese tipo de pinta estrafalaria? ¿Otro artista? ¿No serás uno de esos juglares malavida? Porque te parto el espinazo si te acercas a mi hija.

-Tranquilo papá. Que cantar, lo que se dice cantar, no sabe, aunque hace buenas coplas. Ah y es de Bilbao.

-!No me jodas¡ Ven aquí, Patxi, que vamos a mover unos sacos para abrir el apetito.

Lo decía en serio. Sesenta sacos de treinta kilos que se resistían a ser transportados desde el camino hasta el obrador en la parte trasera. Cuando acabé no podía enderezar la espalda.

-Oye, Patxi, no me jodas, que te veo un poco doblao, a ver si no vas a ser del mismo Bilbo. ¿De las afueras o así? Oye, a ver si vas a ser de Barakaldo.

-Joder con tu padre. Quién se iba a imaginar que hacía bromas de bilbaínos un panadero del siglo XII. Pero, coño, ¡que yo soy de Toledo! ¡Que me llamo Alfonso!

-Anda, déjale. Qué más te da. Con la ilusión que le ha hecho tener un yerno de Bilbao.

Aquellas palabras de reconocimiento hacia mi labor romántica me llegaron muy hondo y supe sobreponerme a las dificultades y ayudé a mi futuro suegro a hacer pasteles, pan, bollos y le enseñé la receta de las tortitas con nata.

Tomé las dosis de whisky a su debido tiempo y pasé el día con ellos. Dormí como un lirón abrazado a Puri y al día siguiente me despedí para volver a la cueva, a mi casa, a recoger más whisky. Me llevé un frasco más grande con suficiente licor para un mes, pero antes preparé todo para mi ausencia. Cerré la casa y llamé a mis padres para decirles que pasaría unas semanas fuera, en casa de unos amigos.

Durante los primeros días me adapté a la vida medieval con Puri y su padre. Eramos todos personas de fácil convivencia y no se producían problemas en el día a día. El padre estaba encantado con su yerno de Bilbao y con tener más ayuda en la panadería, sobre todo ahora que estaba triunfando a lo grande gracias a las tortillas con nata. Venía gente de otros pueblos, de Toledo y de algunos sitios más lejanos a comprar ese nuevo dulce cuya fama estaba traspasando fronteras. 

Un día Puri me dijo que ya había asimilado todo lo que le había pasado en su viaje al futuro. Y me pidió que le explicara otra vez todo aquello de los coches, los móviles y la electricidad, pues intuía que implicaban ciertas mejoras en la vida de la gente, aunque seguía pensando que algo tendrían que ver con la brujería. Una vez más le explique todo desde el principio, como un invento más simple lleva a otro un poco más complejo y como combinando varios avances se producen otros mayores y que eso a lo largo de los años tiene un efecto exponencial en todas las áreas imaginables.

-Quiero volver. Y que me enseñes todo eso. Poco a poco. Un rato cada día.

-¿Estás segura? -pregunté- Sólo viste una pequeña parte de lo que hay allí. No te imaginas lo que son los aviones, o un tren. O las rebajas. Estaría bien, podría presentarte a mi familia. ¡Encantarás a mis padres!

El primero de sus viajes lo tomamos con mucha calma. No salimos de casa y le expliqué el funcionamiento de todos los aparatos y artilugios de diverso tipo que no conocía, casi todo lo que había en la casa, desde el bolígrafo al CD. Le gustó mucho hacer el amor en mi cama, el colchón era maravilloso en comparación con los jergones de paja que había utilizado toda su vida. También descubrió la televisión y el sofá. Y la ducha de agua caliente inagotable.

Viajar de esa forma entre pasado y futuro no suponía más gasto de whisky dado que sólo uno de los dos tenía que tomar la dosis correspondiente, así que no me preocupaba desde ese punto de vista. Aunque observaba con preocupación como, muy poco a poco, el nivel de la botella iba bajando, dejando la certeza inexorable de que un día se acabaría y no podríamos volver a estar juntos por mucho que lo intentáramos.

Con la ayuda de la televisión y el ordenador conseguí introducirla poco a poco en los cambios más llamativos que un salto en el tiempo de casi un milenio puede implicar. Fui enseñándola todo tipo de inventos, vehículos, aparatos electrónicos, electrodomésticos, todo los contrastes que yo había encontrado al viajar al pasado traté de explicárselos, incluyendo las mejoras y facilidades que todos esos inventos y desarrollos suponían para el usuario o la sociedad. Y para mí resultó muy impactante ver que yo me adapté perfectamente a la vida más sencilla de su época, prescindiendo de tantas cosas y comodidades, mientras que a ella le resultaba casi imposible adaptarse a una vida en teoría más cómoda y con todo tipo de posibilidades a su alcance. Cualquiera pensaría que con tantos aspectos ásperos y duros en su día a día apreciaría todas estas novedades mucho más que quienes las tenemos a nuestra disposición en todo momento, sin embargo, no fue así, ella no daba valor a casi ninguno de los logros conseguidos en tantos siglos de desarrollo. Aún me pregunto si estaba en lo cierto, si en algún momento el ser humano se equivocó, no supo parar, y tratando de liberarse se hizo esclavo de su libertad.

Salimos a la calle poco a poco, ganando unos minutos día a día. Al principio todo le daba miedo, la música de las tiendas, los coches, las farolas, los letreros luminosos, los carritos de bebé. Al cabo de un tiempo habíamos ampliado bastante la zona por la que nos movíamos y descubrió el que consideró el mejor invento de la humanidad, las hamburguesas de McDonald’s. Comimos tantas en aquellos días que pensé que iban a inventar la tarjeta de socio platino sólo para mí, así que decidí que estábamos mejor en su territorio que en el mío y empezamos a espaciar las visitas al siglo XXI.

Los encuentros con mis padres no resultaron bien. Mi madre me atormentaba todo el tiempo, que si tu novia no lleva sujetador, que si mira ya está enseñando otra vez las tetas a tu padre, que no se depila los sobacos, que si eructa en la mesa y otras tonterías por el estilo, producto sin duda de esos celos inevitables que las nueras despiertan en las madres de sus parejas. 

En nuestras vueltas al pasado tratábamos de llevarnos sólo lo más conveniente, como medicinas, y algunos ingredientes para la pastelería. Al futuro me llevé algunas antigüedades, monedas, joyas sencillas, cosas así, que podía vender a anticuarios o coleccionistas. De esa forma conseguí importantes ingresos en euros por si algún día me hacían falta para algo.

Yo seguía disfrutando de las cosas sencillas del medievo. Trabajaba en la panadería desde que salía el sol hasta que menguaba la tarde. Aprendí a cazar con arco y flecha, disfrutaba de los baños helados en las aguas del Tajo y era toda una institución en la taberna, donde era conocido como Patxi, el coplista, el de Bilbao. Todo el mundo quería tomarse una hidromiel conmigo para contarme unos chistes de bilbainos. Menos mal que tenía ibuprofeno.

Un día Puri me comunicó entre incontenibles saltitos que estaba embarazada. La noticia me alegró mucho, hasta que empecé a pensar en las connotaciones y en las incertidumbres. ¿A qué época pertenecía aquel bebé? ¿Dependería del momento y lugar en que fue concebido o estaría relacionado con el del nacimiento? Era un grave problema. Si el bebé nacía en el medievo y pertenecía al siglo XXI quizá desaparecería en el acto, trasladándose a su época, o al revés. Me hizo ilusión imaginarme que quizá naciera con la capacidad de viajar en el tiempo a voluntad, eso estaría bien. De lo contrario uno de los dos dependería del whisky para poder ver a su retoño y para entonces la botella ya estaba por debajo de la mitad.

Viajábamos a mi época para ir al ginecólogo y comprar poco a poco comida de bebé, medicinas, pañales, e ir trasladándolos con disimulo al pasado, por si el bebé nacía en el siglo XII. El padre de Puri miraba con recelo todas aquellas cosas inusuales que almacenábamos y que le decíamos que venían de Bavaria, pero nunca se quejó. Una tarde de verano nació nuestro hijo. Habíamos planeado que fuera en mi época por aquello de los avances en medicina, aunque no teníamos muy claro cual era el lugar que le correspondía, pero se adelantó y nos pilló en la panadería, así que el niño nació entre harinas y costales, con la asistencial tradicional de las vecinas. Por suerte no hubo ningún contratiempo y no desapareció, ni ninguna otra de esas cosas que yo temía.

Entonces el whisky empezó a disminuir más rápido en la botella pues a menudo viajábamos para visitar al pediatra o a comprar las cosas que le hacían falta y que en el medievo era imposible sustituir por algo más primitivo. Y eran dos los que debían tomar la dosis. Sí, el bebé definitivamente pertenecía al mismo tiempo que su madre, quizá era algo que determinaba la madre durante el embarazo, no lo sé, pero para llevarlo a mi época teníamos que darle unas gotitas de whisky, lo cual nos daba un poco de cargo de conciencia. Bueno, más a mí, a Puri le parecía que era bueno que se fuera acostumbrando al alcohol. La verdad es que no parecía sentarle mal y casi siempre mejoraba su humor, por lo general algo hosco y bastante llorón.

El nivel de la botella nos preocupaba pero hicimos cálculos y comprobamos que todavía había suficiente para varios años, así que decidimos no agobiarnos por ello, pues muchas cosas malas y buenas podían pasar en un periodo de tiempo tan largo. No sabíamos hasta que punto estábamos sujetos a los caprichos del destino. 

Una mañana salí del pueblo en dirección a la cueva para situarme en la zona que sabíamos segura para el viaje y por el camino encontré la botella de whisky vacía. Alguien la había traído al pasado. Asustado y sin poder creer que aquello fuera cierto la recogí, no sabía muy bien para qué, y corrí hacia la cueva. A los pocos metros encontré a mi madre tendida en el suelo en un estado de embriaguez bastante patente, además de muy lamentable.

-¡Hiiiiiijo! No sé lo que ha pasado. Anoche pasé por casa, estaba acatarrada y pensé que un tragito de whisky me sentaría bien y no sé cómo he aparecido en mitad del campo. Sólo fue un poco, lo que se dice un trago pequeño.

-Pero mamá… No sabes lo que has hecho. ¿Dónde está el resto del whisky? ¿Se te cayó?

-No, no, se lo di a un tipo que cuidaba una puerta.

-¿Al soldado que está de guardia en la puerta de la cueva?

Arrastré a mi madre hasta la cueva y vi que había pertrechos abandonados en varios sitios, algo muy extraño en una época en la que la más sencilla pertenencia era un bien muy preciado y en la que los hurtos eran muy frecuentes. Tuve un mal presagio. Tuve que esperar en la zona del pajar hasta que mi última dosis dejara de hacer efecto, esperando que fuera más o menos a la vez que a mi madre pues no quería dejarla abandonada en una cueva, ni en el presente ni en el pasado. Por suerte hicimos el viaje casi a la vez. A tientas avanzamos por la cueva hasta que llegamos a la puerta, luego fue más fácil gracias a la luz que salía del sótano de casa. Encontramos al guardia leyendo el Cinco Días en la cocina. 

-¡Hola amigo y amable señora! No sabía que se conocían. Estoy aquí intentando desentrañar este documento que habla de bolsa, acciones y grandes corporaciones ¿Podrían aclararme estos conceptos? -dijo justo antes de desaparecer hacia el pasado.

Entramos en el salón y encontramos a cuatro o cinco jóvenes medievales acurrucados en el sofá, observando el Disney Channel en la televisión con cara de drogados.

-Creo que ayer me la dejé encendida -dijo mi madre- Ay, pobres, que sucios están. Les voy a hacer un Nesquick.

Yo estaba desolado, mi madre se había llevado la botella al pasado tras pegarle un trago y se la había regalado al guardia que también le pegaría alguno y debió dejarla por allí, para que la cogieran aquellos mocosos hediondos que miraban alucinados al Pato Donald. El Nesquick no llegó a tiempo porque enseguida desaparecieron.

-No entiendo bien qué ha pasado, hijo.

-Que me has arruinado la vida mamá -dije echando a llorar.

Pasé la tarde desesperado, bajando a la cueva para sentarme en el sitio de siempre. Rezaba para que apareciera Puri, quizá tenía alguna dosis de whisky. Hasta me dirigí a la salida de la cueva, la que daba al bosquecillo, imaginando que encontraría la salida como tantas veces, pero encontré un muro de hormigón que tapiaba la antigua salida. Tras un par de horas de sollozos y lamentos me di cuenta de que nunca conseguiría volver de esa manera.

Sólo había una posibilidad. Saqué todo mi dinero del banco y compré un billete de avión a Nueva Orleans. El viaje fue muy largo, no conseguí dormir, ni pude estar quieto un momento, la pesadumbre me atenazaba y mi pecho angustiado parecía estar bajo la presión de una tonelada. Echaba de menos a mi hijo y a Puri, y mi vida medieval, y saber que no existía ni una sola posibilidad de volver a verles me partía el corazón. Iba a ser muy difícil encontrar el lugar que mi abuelo describía en su leyenda, si es que seguía existiendo, y aún más difícil que tuvieran alguna botella de aquel whisky. Quizá ni siquiera me hacia efecto en el muy improbable caso de que encontrara algo.

En cuanto el avión aterrizó salí corriendo a coger un taxi y le describí al taxista el local con la poca información que me había llegado, un local en en Nueva Orleans en el que sonaba siempre la misma canción de Johnny Cash. Me dijo que allí sólo se escuchaba jazz, que si quería me llevaba hasta Kansas o algún sitio más tirando al estilo folk, y al final me dejó en la parte vieja de la ciudad sin darme ninguna pista. Pregunté a varias personas pero nadie recordaba un local en el que sonara country en Nueva Orleans, en el que regalaran otra botella al que se terminara la primera. Entonces empecé a preguntar por el Whisky, Iguana. 

-¿Sabes dónde hacen el whisky Iguana?¿Conoces un bar en el que sirven un whisky que se llama Iguana?¿Hay algún sitio por aquí en el que fabriquen whisky?

Vagué preguntando por calles y más calles hasta que el agotamiento pudo conmigo. Me senté en un porche de madera, a la entrada de uno de tantos bares y permanecí allí mucho tiempo con la cabeza abatida sobre mis brazos apoyados en las rodillas dobladas, mirando al suelo con angustia y resignación.

-Te mueres por un trago ¿no es verdad? -dijo una chica pelirroja que se había sentado a mi lado. Era joven, de unos treinta años, con aspecto desaliñado pero con un algo altivo, o distinguido, una de esas personas diferentes, que destacan sin querer, y tenía una mirada extraña, intensa y brillante.

-Pues, mira, lo último que me apetece ahora es beber -respondí.

-Salvo que sea uno de esos tragos que te permiten hacer un viajecillo por el pasado ¿no?

-¿Qué?¿Cómo lo sabes?¿Dónde puedo conseguirlo?… Y ¿quién eres? -pregunté con premura.

-Calma, cada cosa a su tiempo -dijo sonriendo- ¿Dónde has estado?¿A qué época quieres volver tan desesperadamente?

-Estuve en el medievo. En Toledo. A finales del siglo XII. 

-¿De verdad? En el medievo y en Toledo, a finales del siglo XII. Creo que conozco a alguien a quien esto va a parecerle muy interesante. Y quieres volver, claro, por eso estás aquí preguntando por el whisky por toda la ciudad. Supongo que dejaste a alguien allí.

-A mi mujer y a mi hijo. Están en el año 1192. Necesito volver a verles. Necesito algunas de esas botellas, con cuatro o cinco sería suficiente. Tengo dinero, mucho, pagaría bien. Ayúdame y te pagaré. Te daré todo -dije impaciente.

-Tranquilo -respondió mirándome con una intensidad extraña, como alguien que está acostumbrado a guardar la calma- Vaya, veo que estás muy desesperado por volver.

-Sí, del todo. Necesito estar con ellos, con mi familia, quiero volver a ver a mi hijo, quiero estar con mi mujer.

-Harías cualquier cosa por volver…

-Claro. Cualquier cosa. Tengo mucho dinero, muchísimo. Si eso que dices es posible te lo daré todo.

-Aquí no sirve el dinero -respondió levantándose- Ven, ven, sígueme.

Entre en el local siguiendo sus pasos, me gustó el nombre del local grabado en la puerta de madera: Desperado Club. Era un sitio muy viejo y poco cuidado, todo estaba lleno de polvo y desvencijado, como si fuera una taberna del Far West, excepto la barra que aunque parecía antigua estaba muy bien conservada y cuidada. Tras ella un tipo fuerte vestido con vaqueros y una camiseta sucia sin mangas me miraba con una sonrisa maliciosa.

-Jefe, te traigo a un tipo con un pasado interesante. Creo que este te gustará -dijo la chica con entusiasmo- Ha estado en Toledo, a finales del siglo XII, año 1192.

-Qué amigo, ¿un whisky?. Lo hacemos nosotros. Es muy especial -dijo aquel hombre que parecía rodeado por un áurea, algo así como un magnetismo intrigante.

-Y si me bebo la botella entera me regalarás otra ¿no? -dije en un arranque de euforia ante la expectativa de poder negociar por lo que deseaba.

-¿Regalar? ¿Crees que estamos aquí para regalar algo?

-Bueno, lo decía porque mi abuelo estuvo aquí. Hace años, como cincuenta y tantos, era un viajero que recorría el mundo en busca de experiencias. Entró aquí y alguien le dijo que si lograba acabar la primera botella le regalarían una segunda… Pero a mí no me importa pagar por todas.

-¿Alguien le dijo? ¡Yo le dije! ¡Yo le dije a tu abuelo, termínate la botella y te regalaré otra! Me acuerdo de tu abuelo, y de los demás, recuerdo a todos, además tienes su misma cara, te pareces  a aquel pringado temeroso. Sí, le regalé otra después de la primera. Se la bebió hasta el final, ¿sabes por qué? Por miedo, porque tenía tanto miedo del lugar al que mi whisky le llevó que eligió seguir bebiendo, para quedar inconsciente, para no tener que ver todo aquello, intentó quedar noqueado hasta que se le pasara la borrachera con tal de no seguir viendo lo que veía. Menudo mierdecilla cobarde tu abuelo. Pero se la ganó, se gano la botella a base de cobardía. Supongo que ganar es ganar en cualquier caso, así que no le quitaré méritos.

-Pero todo eso es imposible. Tú eres demasiado joven, mi abuelo estuvo aquí hace más de cincuenta años. El camarero de aquel entonces sería hoy un anciano.

-De alguna forma te hiciste con la botella de tu abuelo. Algunos vuelven a por más, como tú. Quieren seguir disfrutando del privilegio pero eso tiene un precio. La mayoría pagan con dinero, mucho dinero. Nos mantenemos bien gracias a eso, mis chicas bonitas y yo -dijo señalando a un grupo de mujeres bastante singulares por su atractivo, entre las que se encontraba la pelirroja, y que nos miraban con interés sentadas en mesas y sillas cerca de la barra.

-Tengo dinero. Mucho. Yo también pagaré.

-Otros pagan con favores. Encargos.

-¿Favores? No entiendo.

-Sí, hombre, pequeños arreglos en el pasado que hacen del presente algo mejor.

-Ah. Ya entiendo. Si alguien cambia algo conveniente durante su estancia en el pasado conseguirás tener menos problemas en el presente.

-Digamos que de esa forma el presente podría ser algo más favorable. -respondió- Es un procedimiento poderoso. Si Hitler hubiera conseguido el Santo Grial las cosas hoy serían muy distintas ¿no?

-Supongo -dije reflexionando sobre la cuestión- ¡Anda! ¿Estas insinuando que eso ocurrió, que Hitler lo consiguió, y que mandaste a alguien al pasado para que lo cambiara? ¡Qué bueno!

-Pero ¿eres tonto o qué? ¿Crees que eso me importaría una mierda? ¿Lo que hubiera hecho Hitler de haber sido inmortal? Me importa un carajo.-respondió con frialdad- Además, eso es imposible, porque el Sagrado Grial siempre lo he tenido yo. Al menos desde hace casi mil años.

-Sí, claro -dije dudando ante su seguridad- Como si existiera…

Antes de que lograra terminar la frase aquel tipo sacó un cuchillo enorme y afilado y con un preciso y brusco movimiento se rajó el cuello de lado a lado, en un profundo corte del que manaba sangre de una forma brutal. Al principio se tambaleó, los ojos se le pusieron en blanco y pareció que iba a caer muerto al instante siguiente. Sin embargo se sujetó la herida con la mano y enseguida la sangre dejó de manar, la brecha en su cuello comenzó a cerrarse poco a poco y en un par de minutos estaba igual que antes, sólo que empapado en sangre. Con eso quedó patente que algo le otorgaba una capacidad de supervivencia bastante inusual.

-Ahora, si quieres, me corto el brazo. Volveré a curarme, porque soy inmortal. -dijo mientras yo intentaba no vomitar una vez superada la primera impresión por lo que acababa de contemplar- Todos los días bebo de la copa sagrada y eso me mantiene vivo y joven, a salvo de cualquier herida por mortal que pueda parecer, igual que el día que bebí de ella por primera vez.

-Joder, tío. Que he viajado al pasado, ¿entiendes? Ya he visto cosas imposibles. Te hubiera creído sólo con que me hubieras dado algunos detalles irrebatibles sobre mi abuelo, no hacía falta este… este exhibicionismo gore, esta demostración rara de lo pirado que estás. Joder.

-Tranquilo. Ja,ja,ja, estoy muy pirado como tú dices -respondió con calma- Y por las mismas razones que tú, eso tenemos en común. Sólo que yo no puedo volver al pasado.

-¿Por las mismas razones que yo? -dije mientras trataba de procesar aquello- Claro, ya entiendo, dejaste a alguien en el pasado ¿no? ?A eso te refieres -pregunté ansioso- , bebiste del Santo Grial y dejaste de envejecer pero la gente a tu alrededor siguió envejeciendo y fue muriendo y te quedaste sólo. Y echas de menos a alguien. Es eso, ¿verdad?

-Sí, en esencia es eso. 

-¿Y por qué no puedes volver al pasado? Tienes el whisky.

-Puedo volver pero no al momento preciso en el que necesito estar. Nadie puede volver a su propio pasado, es decir, todos viajamos a otros periodos de la historia y no a los años en los que hemos vivido. Supongo que es porque no podemos estar repetidos en el mismo sitio. Imagínate, si yo volviera al año 1500, por poner un ejemplo, habría dos yo en ese mismo momento. 

-Ya. Quizá es eso. Y ¿Por qué no has mandado a una de ellas?

-Lo hice. Pero no sé puede controlar la fecha a la que volverás. Depende de la interacción entre cada persona y el brebaje, de los años de solera. Ellas y otra gente han viajado muchas veces al pasado pero nadie hasta ahora se ha acercado al momento preciso.

-¿Y qué momento es ese?

-Año 1197. Castillo de Montalbán.

-Conozco ese castillo, he visitado sus ruinas, pero no sé qué pasó allí en 1197.

-Alfonso VIII lo donó en aquel año a los caballeros templarios -dijo con la mirada perdida en aquellos recuerdos tan lejanos- Yo estaba entre ellos, era uno de los templarios. Sabíamos que en aquel lugar se escondía algo importante, creíamos que encontraríamos la mesa de Salomón, la tabla que otorga el conocimiento absoluto. Y buscamos por todo el castillo, intentamos encontrar algo con aspecto de un tablero, una tabla en la que Salomón habría escrito todo el conocimiento del Universo, la fórmula de la creación y el nombre verdadero de Dios.  A mí me mandaron a la torre y allí sólo encontré montones de paja y maderos para la chimenea, nada parecido a una tabla manuscrita. Me senté en un montón de paja, por alguna razón dejé de buscar y me senté allí a descansar, mientras contemplaba la caída de la noche a través de una ventana. Había luna llena y  una tenue luz se reflejaba en el suelo, avanzando por las baldosas poco a poco, hasta que en un punto concreto aquella luz tomó una forma extraña, sobre una de las baldosas de piedra se formó un símbolo muy definido, era una copa. Intrigado me acerqué y me di cuenta de que allí había algo, con mi cuchillo horadé los contornos de aquella piedra y conseguí levantarla. Encontré un objeto envuelto en un paño y antes de sacarlo de su envoltura protectora ya presentí lo que era. Una copa sencilla, de madera, la copa de un carpintero, el Santo Grial. 

-Siempre se dijo que lo protegían los templarios -apunté.

-Así fue. Pero en algún momento, muchos siglos antes, lo perdimos, en alguna batalla, igual que perdimos otras muchas cosas. Aquella noche en la que buscábamos la tabla de Salomón en el castillo de Montalbán, la copa sagrada debería haber vuelto a la protección de los templarios. Pero  no pude con mis debilidades, al ver lo que tenía en mis manos no pude superar mi egoísmo, decidí quedármela sin que nadie lo supiera y así, gracias a ella, vivir para siempre junto a mi amada, Doña Inés de Jadraque. 

-El plan no era bueno. Pero algo salió mal -apunté.

-Escondí la copa y bebí de ella aquella misma noche. Me sentí poderoso, con un vigor extraño, casi sobrenatural, pensaba que lo podía todo. En mitad de la noche me escabullí del castillo y corrí por los campos aledaños gritando, lleno de gozo y plenitud incontenibles. Al día siguiente las familias de los caballeros llegaron al castillo, entre ellas Doña Inés, destinada a ser mi esposa unos pocos días después. En cuanto pude pasar un momento a solas con mi amada le conté lo que había encontrado, y cuales eran mis planes. Ella confiaba en mí de forma ciega, así que aceptó todo aquello con naturalidad, sin señalar mi evidente falta hacia mis hermanos del Temple -se interrumpió un momento preparándose para contar algo doloroso- Entonces Diego de Román, otro de los caballeros del Temple, apareció de la nada y nos amenazó con su espada, reclamando el Santo Grial para la Orden. Me había espiado la noche anterior, mientras desahogaba mi euforia corriendo por los campos, y había supuesto que algo insólito sucedía pues yo siempre había sido muy comedido en mis expresiones. No tuvo más que desplegar su habilidad como espía para escuchar lo que conté a Doña Inés y así supo cual era el tesoro que yo poseía.

-Imagino lo que ocurrió. Luchasteis y ella resultó herida.

-Me amenazó con matarla si no le entregaba la copa. Yo me negué pensando que aquel hombre, que era mi compañero y amigo, jamás me causaría daño alguno, que nunca dañaría a mis allegados. Pero la ambición por el poder, el sueño de la vida eterna, son tentaciones demasiado poderosas para un hombre, para cualquiera, también lo fueron para él, supongo que por eso cruzó todos los límites. Demostró su determinación atravesando a mi querida Inés con su espada, matándola en el acto, y después intentó hacer lo mismo conmigo. Me ensartó con su espada atravesando mi pecho, pero yo ya había bebido de la copa y casi de inmediato me recuperé, agarré su espada, la extraje de mi pecho y ante su sorprendida mirada la partí en dos y clave la hoja afilada entre sus ojos.

-Supongo que ya era demasiado tarde para salvar a Inés utilizando la copa -aventuré.

-Estaba más que muerta. No había nada que hacer. Una cosa es vivir para siempre y otra diferente volver de la muerte. Eso no lo puede nada, ni siquiera la copa -explicó- Lo intenté con ella, por eso puedo asegurarlo. Vertí agua en su boca, en su cara, en la herida, pero no conseguí más que empapar su cuerpo sin vida. Roto de dolor pasé mucho tiempo llorando sobre su cuerpo inerte, hasta que escuché pasos y voces que se acercaban al lugar. Entonces me di cuenta de que las evidencias que allí había no me favorecían, si me encontraban junto a los dos cuerpos no podría explicar lo que había sucedido y sabía que de una forma u otra sería culpabilizado de aquella tragedia. Salí corriendo perseguido por los gritos de alarma y las acusaciones de asesino, logré atravesar el patio de armas y alcanzar la puerta trasera del castillo, la que lleva a un alto precipicio sobre el río, y con mis perseguidores pisando mis talones me lancé al vacío.

-Para cualquiera ese salto hubiera sido mortal, pero no para ti gracias a la preciada posesión que te llevaste.

-Exacto. Recuperé la conciencia en mitad del río, varios centenares de metros más abajo, y partido en pedazos por la pérdida de mi querida Inés y por el desastre en que se había convertido mi vida vagué por toda la tierra conocida, con el único consuelo de la vida eterna. Algo que nunca llegó a compensarme por todo lo que había perdido. Ni siquiera ahora, tantos años después he logrado olvidar a Inés.

-¿Y el whisky? ¿Cuándo aparece en esta historia? -pregunté intentando ligar aquel fleco suelto.

-Durante mis largos años de vida experimenté con la copa infinidad de veces, por curiosidad, por aburrimiento, o quizá intuyendo algún potencial que podía desarrollar. El caso es que bebí todo tipo de líquidos para comprobar si surtían efectos distintos, pero ninguno parecía diferente. Un día, ya en este siglo, probé con varios tipos de licores y me quedé dormido, borracho del todo, sin haber logrado ningún cambio. Al día siguiente desperté y pillé a un vagabundo bebiendo los restos de licor que habían quedado en la copa. Pensé que quería robarla y le zarandeé, le golpeé y le saqué a empujones de aquí, pues ya entonces poseía este local. De repente aquel tipo no estaba, había desaparecido. Supuse que la resaca o los restos de la borrachera estaban distorsionando mi percepción y me olvidé del tema. Pero a las pocas horas aquel tipo volvió al local vestido con ropas indias, de la tribu Atakapan, y contando una extraña historia sobre su estancia en una tribu ancestral. No lo dudé, aquello tenía que estar relacionado con la bebida que había quedado en la copa la noche anterior, un whisky que se fabrica aquí cerca.

-El Iguana. Entiendo, fue una especie de casualidad.

-Sí -afirmó él- El caso es que probé a dejar un poco de whisky en la copa y al día siguiente lo bebí y al de un rato estaba en una zona boscosa, llena de animales salvajes y vegetación. Con algunas referencias orográficas me di cuenta de que el lugar era el mismo en el que mucho después se ubicaría este bar, había viajado al pasado. Enseguida vi la oportunidad que tenía ante mí. Lo intenté muchas veces más, modulando cantidades, tiempo de maduración del whisky tras pasar por la copa, probé todas las variables que se me ocurrieron pero nunca conseguí volver al año 1197 que era lo que buscaba. Empecé a experimentar con otra gente y comprobé que cada uno volvía contando algo diferente, hablaban de distintas épocas, el único factor común era el lugar, sus vivencias acontecían en esta misma zona aunque fuera en épocas diferentes.

-Supongo que algunos no volvieron nunca.

-Ocurría de vez en cuando, alguien no volvía tras aquellas horas de trance temporal. La única explicación es que perdieron la vida en su viaje, por alguna imprudencia, por mala suerte, quién sabe. Y también había algunos que no lograban completar el proceso y se quedaban anclados en una pesadilla, en una mezcla de acontecimientos sin orden temporal. Es lo que le sucedió a tu abuelo.

-Entiendo. Supongo que con la experiencia adquirida fuiste aprendiendo cómo funcionaba aquella pócima, la importancia de la dosis, de los años de curación del whisky y detalles por el estilo.

-Aprendí que la dosis debe modularse bien y según el peso de las personas les daba una copa, dos, media copa, de forma que lograran el efecto deseado pero que no estuvieran demasiado borrachos por el exceso de alcohol. Pero no puedo influir sobre la época a la que van destinados, cada uno hace un salto temporal de un número concreto de años, en cada persona ese número es diferente.

-Sí, es cierto, se mantiene una distancia temporal exacta. El tiempo corre en el presente y en el pasado de igual forma -reflexioné- Vaya, has dicho que algunos beben dos copas, pues en mi caso unas pocas gotas son suficientes.

-Eso es porque has probado el whisky tras muchos años en la botella. El whisky añejo tiene efectos más potentes y las cantidades necesarias son mínimas -explicó con calma antes de volver a su historia- La cuestión es que aprendí bastante sobre el manejo del brebaje y me di cuenta de que si encontraba a la persona adecuada quizá podría enviarla al año 1197 y cambiar el pasado. Compré la destilería y luego me trasladé a Toledo y comencé a experimentar con personas en el castillo de Montalbán pero nunca logré que ninguno viajara al momento preciso o a uno anterior no demasiado lejano. Iban y venían de diferentes momentos pero ninguno del que yo necesitaba. Lo intenté durante muchos años sin ningún éxito y me desesperé tanto que abandoné Toledo agobiado por los recuerdos y me volví aquí, a mi local.

-¿Y ellas? -dije señalando al grupo de llamativas mujeres.

-Ellas son mis novias, mis parejas, aquellas con las que he compartido amor durante mi larga vida inmortal -dijo con satisfacción-. Beben de la copa como yo y así me han acompañado durante siglos. Sin embargo, nunca olvidaré a Inés, ni desaprovecharé una oportunidad de recuperarla como la que tengo ahora. Harás lo que te diga y tendrás todo el whisky que quieras para poder pasar el resto de tus días con tu familia.

-¿Qué tengo que hacer?

-Volverás al pasado, a Toledo, como has hecho tantas veces, estarás con tu familia hasta que se acerque el mes de enero del año 1197. Entonces te desplazarás a Madrid y me localizarás cualquier noche en una taberna llamada El Tambor. En esas fechas yo estaré buscando un escudero y te ofrecerás a mí para esa tarea, bastará con que me digas “ninguna piedra vale más que el sol por mucho que brille”. Eso me dejará impactado, en aquella época debido a los estragos del amor era yo muy dado a pasarme horas analizando frases como esa, así que te contrataré sin dudar. Si alguna vez dudo de ti dime “el fuego de una entraña viva es más peligroso que la fuerza de cien volcanes”, con eso sin duda llegaremos juntos al verano, a la entrega del castillo. Una vez allí déjame hacer, hasta que llegue Inés de Jadraque, entonces dime “lo primero dale de beber de la copa” y yo lo entenderé. A partir de ese momento podrás volver a hacer tu vida.

-Comprendido. Pero una vez que me des el whisky y yo esté en el pasado con el whisky ¿cómo sabrás que cumpliré con mi parte? 

-Bueno, si todo sale bien estaré con Inés y ni siquiera te recordaré porque supongo que en ese supuesto no llegaremos a conocernos. Y si no lo haces nada cambiará, recordaré todo esto y sabré que me has traicionado, o has fallado, lo mismo me da. Si eso ocurre me vengaré.

-Pero has dicho que hasta ahora no has logrado mandar a nadie a esa época. No podrías vengarte

-No en tu persona. Pero mataré a tus padres.

-¿Y si al quedar viva Inés resulta que se crea una realidad distinta en la que no experimentas con el whisky y entonces yo no viajo al pasado?¡Perderé todo!

-Tendrás que arriesgarte. Tampoco es que tengas muchas opciones.

Aquel tipo me dio 18 botellas de whisky, muchísimo más de lo que necesitaba para vivir el resto de mis días entre el presente y el pasado. La chica pelirroja me llevó en coche hasta el aeropuerto y por el camino hablamos de nuestra experiencia con aquel licor mágico.

-Yo vivía en Salamanca, también soy castellana igual que tú. Nací en 1202 así que sí andas por allí en esos días, ya sabes, pásate a verme, ja,ja,ja - rió divertida.

-¿Cómo le conociste? -pregunté.

-¿A Onésimo? Pues él estaba viajando por Castilla, en sus primeras décadas de vida inmortal. Era un aventurero, un hombre experimentado que no temía a nada y su atractivo en aquel contexto era incluso superior al que tiene ahora. Era sabio, un gran luchador y resolvía todo con ideas imaginativas y sorprendentes, supongo que por la seguridad que otorga saberse inmortal -dijo ella expresando la admiración que debió sentir por él en aquellos días- El venía mucho por la posada de mi padre y allí nos conocimos. Yo le hacía gracia, lo noté desde el primer momento, empezamos a bromear, a conocernos y no le costó mucho convencer a mi padre de que me daría una buena vida entregándole unas cuantas monedas. Vivimos unos años viajando por el norte de lo que luego sería España. El era mayor que yo pero no envejecía y siempre estaba sano y un día me dijo que era porque bebía de una copa y que yo también tenía que hacerlo para estar siempre con él. Vivimos juntos durante todos estos siglos.

-¿Y no te molesta que tenga otras mujeres?

-La eternidad es muy larga, sabiendo que vivirás para siempre las cosas se ven de una forma muy especial. De todas formas desde el principio me dijo que su gran amor había sido doña Inés y así ha sido siempre.

En el avión me relajé por fin, a sabiendas de que pronto podría hacer el viaje hasta mi verdadero hogar y volver a mi vida llena de felicidad, así que pasé casi todo el vuelo dormido, sumido en un extraño sueño sobre caballeros y damas medievales que se cortaban el cuello riendo y se curaban bebiendo de una copa. En total había estado lejos de mi familia apenas una semana pero la incertidumbre la había convertido en una eternidad.

Entré en el pueblo cargando con las botellas de whisky y gritando su nombre ¡Purificación!. Ella salió y me abrazó, me besó por toda la cara preguntando qué me había pasado. Había supuesto que algún percance con el whisky me había impedido volver y temió no verme nunca más, aunque por otro lado tenía el presentimiento de que volvería.

Juntos decidimos enterrar las botellas en diferentes sitios, cerca de la casa, para evitar así robos o percances que pudieran costarnos la felicidad. Le expliqué lo que había vivido, lo que me había pasado en Nueva Orleans, toda la historia de Onésimo.

-¿Te das cuenta? -exclamé- ¡Podemos vivir toda nuestra vida juntos! Tenemos whisky suficiente para ello. Lo único que debo hacer es cumplir con el encargo que me hicieron, de lo contrario su venganza recaerá sobre mis padres.

-Sí, pero un día moriremos, quizá tú antes que yo. Y me quedaré sola. No podré soportarlo. -dijo mirándome fijamente.

-Esa mirada ¿qué quiere decir? -ella no respondió- No, no Puri, no puedo arriesgarme, todo puede salir mal. No puedo intentar quedármelo.

-Lo harás por ti y por tu familia. Viviremos para siempre.

Pasé unos pocos años con Puri y mi hijo Felipe, disfrutando de aquella vida sencilla y llena de satisfacciones. A veces volvíamos al siglo XXI para ir al cine o cenar en algún sitio sofisticado, pero casi todo el tiempo lo pasamos en el medievo. Hasta que llevó enero de 1197 y tuve que despedirme de ellos para partir a encontrarme con el caballero Onésimo, debatiéndome entre cumplir el encargo que él mismo me hizo, o el que esperaba mi mujer. Por supuesto llevé conmigo una buena ración de whisky que garantizara mi estancia en la época. Busqué en Madrid la taberna El Tambor y a la segunda noche vi a Onésimo entrar en el lugar, rodeado por otros caballeros y espadachines. Vestían con más elegancia que el resto de los parroquianos pero sus ropas estaban arrugadas y sucias y hedían igual que el resto. Me maravilló comprobar que aquel hombre era exacto al que había conocido en Nueva Orleans, ni más joven, ni más fuerte, mil años después seguía igual que la persona que ahora tenía delante. No perdí el tiempo.

-Don Onésimo. Le admiro desde hace mucho y sé que busca escudero. Me ofrezco a usted diciendo, ninguna piedra vale más que el sol por mucho que brille.

-Es curioso que digas eso gusano. Precisamente ayer estuve pensando que si el sol es de oro valdrá mucho más que todo este mundo. No parece muy grande desde aquí pero si es de oro… ¿Tú que crees?

-Creo que tenéis razón -respondí.

-Excelente argumentación, escudero gusano. Así te llamaré. Ahora sirves a un templario así que muéstrate diligente y atento.

-Sí, mi señor -dije aliviado porque las cosas parecían ir bien- Estoy a su servicio, señor.

-Muy bien. Empezarás a servirme ahora mismo ¿Ves a aquellas rameras de allí? Dile a la morena que se meta bajo esa mesa, cenaremos con un adinerado noble de esta zona acompañado de su esposa y debe darle placer con disimulo.

-¡Su mujer se dará cuenta!

-Te equivocas escudero gusano. Debe darle placer a ella. No a él.

-Ah. Vale, eso también podía haberlo hecho yo -dije sin pensar.

-¿Tú? ¿Crees que a un noble señor le excitaría lo más mínimo que un atontado escudero hurgue en las partes íntimas de su mujer? Deja de decir insensateces y habla con la prostituta, mamarracho.

Así pasé los primeros días al servicio de Onésimo en Madrid, entre putas, chantajes, peleas y humillaciones. Por la mañana me levantaba pronto para limpiar su botas, el cinturón y la funda de la espada, luego pasaba el día haciendo pequeños encargos algunas veces muy incómodos y comprometedores, y me acostaba muy tarde porque debía recoger el desorden que sembraba por toda su habitación. Además roncaba como un energúmeno lo cual limitaba aún más mi descanso.

El trato que me dispensaba Onésimo era tan rudo que le odiaba y muchas veces fantaseaba con la idea de seguir los consejos de Puri, robarle el Santo Grial, quedarme con la vida eterna y dejarle a él sin nada. Sin la copa moriría a su debido tiempo y no estaría en el futuro para matar a mis padres. Me imaginé yendo al castillo a por la copa antes que los templarios pero eso era muy difícil pues estaba custodiado por las tropas de Alfonso VIII. Si decidía quitárselo debía hacerlo cuando los caballeros del Temple tomaran el castillo.

Tras unos meses en Madrid los templarios partieron hacia Tordesillas montados en sus caballos. Los escuderos íbamos delante montados en potrancos, burros y caballos de mala raza, de esa forma si nos cruzábamos con algún grupo de enemigos se entretendrían degollándonos mientras los caballeros del Temple se preparaban para la lucha o para largarse de allí si el enemigo era más numeroso.

Llegamos a Tordesillas y nos alojamos en una posada a las afueras que se llamaba Martirio. Los escuderos dormíamos en el pajar, que era utilizado también como cuadra para los caballos. Al menos no teníamos frío. Esa noche los ronquidos y flatulencias de mis colegas me despertaron y decidí salir a respirar aire menos denso y me dio por pensar que en apenas cinco años nacería la pelirroja, la chica que en el siglo XXI permanecía al lado de Onesimo. Qué injusto sería todo para ella si yo lograba mi objetivo y doña Inés sobrevivía por los siglos de los siglos.

En Tordesillas los días fueron largos y tortuosos. Fueron llegando varios grupos de caballeros que se reunían en una especie de convención del Temple, en la que discutían sobre política, si debían apoyar a un rey o a otro, cosas así. Con mucha frecuencia, varias veces al día, aquellas riñas acababan con el sonido de espadas desenfundadas y la sangre corría por doquier, docenas de aquellos estúpidos morían cada día a manos de sus propios compañeros, no me extraña que semejante organización no sobreviviera al paso de los siglos. Recuerdo ver a Onésimo cubierto de sangre subido en una mesa, cercenando cabezas con su espada, mientras utilizaba la pierna de algún desgraciado como mazo. Me dio miedo verle tan desencajado y enloquecido, si algún día dirigiera esa ira hacia mí sería el final.

Se esperaba que los escuderos hiciéramos lo mismo, que peleáramos hasta la muerte contra los escuderos de aquellos caballeros que habían llevado la contraria a nuestros señores. Lo cierto es que no nos sentíamos así, cosas del corporativismo, supongo. Al principio nos miramos un poco mal pero enseguida decidimos que las agresiones no pasarían de ahí, aunque algún insulto sí que nos cruzamos. Cuando quedó patente que nuestro grupo de templarios ganaría al otro dejamos huir a los escuderos enemigos, que partieron de allí lo más rápido que les permitían sus burros y asnos, crujiendo la helada que asolaba la yerma llanura castellana.

-¡Muy bien, escudero gusano! -dijo Onésimo al verme- Veo que los escuderos del bando bueno también habéis ganado, ¡fenomenal! Me hubiera gustado verte luchar pero he estado muy ocupado, esos cabrones nos doblaban en número.

Así se resolvieron las cosas en aquella convención de caballeros templarios, que terminó con un apoyo del 100% al rey Alfonso VIII. Desde luego el sistema democrático funcionaba de otra forma en aquella época, en la que aún no se habían desarrollado plenamente conceptos tales como minoría, o partido bisagra. Lo cierto es que los resultados eran muy claros, sólo uno podía decir que era el ganador, al contrario de lo que sucede en nuestros días. Es una de tantas cosas que viví gracias al whisky, que seguía tomando con la requerida regularidad.

La Orden decidió trasladarse a Toledo a la espera de encontrarse con el rey al que habían decidido apoyar. Nos alojamos en un hospedaje del centro, un establecimiento pequeño, con pocas habitaciones, por lo que tuve que compartir una muy pequeña con mi señor, durmiendo en un rincón en el suelo. Muy cerca de aquella hostería estaba la taberna en la que yo era tan conocido por mi seudónimo, Patxi el de Bilbao, y casi todos las noches los templarios bajaban a aquel tugurio con las mismas ilusiones que un adolescente vicioso, borrachín y salido. Decidí que me convenía pasar desapercibido y siempre evitaba bajar al local si era posible. Cuando no me quedaba otro remedio entraba al local con un yelmo de metal que cubría mi cabeza, a mí me sirvió para que nadie pudiera reconocerme y a mi señor para requerirme a golpes de jarras de cerveza o de su espada, entre las carcajadas de sus cofrades.

Cuando volvíamos a la habitación Onésimo siempre subía acompañado de alguna prostituta, una o varias, y se pasaban la noche fornicando, lo cual me sirvió para tomar notas y mejorar mi técnica amatoria. No es que Onésimo fuera un fenómeno en la materia, más bien era rápido e impreciso, pero las chicas tenían bastantes recursos e imaginación. Alguna vez me invitaron a participar pero siempre fui un tanto comodón y me veía más en la posición de un consumidor de porno medieval que como actor o productor. También es verdad que no me convenía dejar mal a mi señor, así que me mantuve al margen.

Llegaron por fin noticias del rey, se encontraría con los templarios en el castillo de Montalbán y se lo entregaría a la Orden como regalo por su fidelidad y valentía. Para eso faltaba una semana así que todavía tuve que sufrir unos días la convivencia con aquella tropa de degenerados irrespetuosos. La noche anterior al encuentro con el rey mi señor, Onésimo, decidió tomar su primer baño en meses, con objeto de intentar causar buena impresión, tanto al rey como a su amada Inés que llegaría horas después, así que tuve que rascar todo su cuerpo mugriento con un cepillo áspero y sucio.

-Escudero gusano, tengo un mal presentimiento -me dijo de pronto- El encuentro en el castillo se presenta en mi mente como algo oscuro, como alguna clase de final. Creo que alguien me va a traicionar y no sé quién es.  Bueno, es evidente que no puedo dudar de mis compañeros en tantas batallas. ¿No serás tú? ¡Claro, sólo puedes ser tú! No te conozco bien y quizá no seas lo que pareces.

-Señor, no dudéis de mí… Por favor. Yo soy fiel. Soy un escudero fiel. Una persona sencilla, sin anhelos de cometer falta alguna -dije mientras trataba de recordar la frase que para esta situación me había recomendado el Onésimo del siglo XXI-  Pensad, eh… Pensad. Ah, sí. Pensad que el fuego de una entraña viva es más peligroso que la fuerza de cien volcanes.

-No entiendo nada de lo que dices pero en verdad me das que pensar pues precisamente estuve ayer debatiendo sobre estas cuestiones con el caballero Fernández. ¿Crees que un hombre corajudo y noble puede vencer a una hidra de la naturaleza?

-Pues, vaya, pues, yo creo que el fuego de una entraña viva es más peligroso que la fuerza de cien volcanes.

-No te falta razón, escudero gusano -respondió él convencido- Eres más inteligente de lo que tu expresión bobalicona y tu vagar inconsciente dan a entender. Quizá mis dudas provienen del nerviosismo producido por el encuentro con el rey y por volver a abrazar a mi amada, a mi  respetada señora Inés. Me arrepiento de lo dicho, creo que debo confiar en ti. Sí, para probarlo quiero que participes de un secreto que a nadie debes contar.

-No temáis por eso, mi señor -respondí.

-La Orden cree que en ese castillo se haya la mesa de Salomón, una tabla en la que escribió los secretos de la existencia y el nombre de Dios. Nadie sabe esto, ni siquiera sus actuales moradores. Si nos apoderamos de ella seremos invencibles pues lo sabremos todo. Así que deberás estar muy atento, si la ves me lo indicas con discreción, pues el caballero que la encuentre será bendecido de por vida por el Temple. Y ese debo ser yo.

Al día siguiente cabalgamos hasta el castillo y a última hora de la tarde las tropas del rey nos abrieron la puerta. El rey y sus hombres de confianza nos recibieron en el patio de armas bajo la mirada atenta de un batallón de soldados bien armados. La ceremonia no dio para mucho, el rey agradeció a los templarios su fidelidad y apoyo y les entregó la llave del castillo como premio por todo ello. Los templarios le mostraron respecto y lealtad y le informaron de que aquella sería a partir de entonces la sede del Temple. En poco más de cinco minutos el rey se marchó acompañado por todas su tropas y sólo los templarios y sus sirvientes quedamos en el castillo. Enseguida se organizaron para buscar la mesa de Salomón.

-Mi señor, decid que buscaréis en la torre -susurré al oído de Onésimo- Tengo un presentimiento.

-Yo buscaré en la torre -anunció él en voz alta.

Subimos infinidad de escaleras y llegamos a una habitación fría y desangelada en la que sólo se veían montones de paja húmeda, algunos muebles y enseres y una pila de maderos polvorientos, rebuscamos durante horas debajo de todo aquello.

-Vámonos, mi señor -dije- aquí no hay nada. De pronto, sin saber por qué, había decidido traicionar a Onesimo, quedándome con la copa, y sabiendo dónde estaba intenté engañarle para que no la encontrara.

-Descansemos un momento sobre estos fardos -dijo- Aún estoy cansado por la cabalgada. Además si no está aquí no tengo ninguna posibilidad de encontrar la tabla, los demás están distribuidos por todas partes, si está en el castillo alguno de ellos la encontrará y será el bendecido -dijo con expresión lamentosa mientras se sentaba en un montón de paja frente a una ventana por la que entraba la luz de la luna.

Enseguida vi que la luz que caía sobre una de las baldosas del suelo reflejaba la forma clara de una copa. Como un resorte me levanté y puse un pie sobre aquel trozo de piedra, de forma que Onésimo no pudiera ver la marca que delataba la presencia del Santo Grial. 

-Sí, tienes razón, vámonos. No hacemos nada aquí. -dijo Onésimo saliendo de la habitación.

Saqué mi daga y muy rápido levanté la piedra y encontré un paño que envolvía la copa. La admiré un momento, era una pieza muy sencilla, de madera, la copa de un carpintero, parecía mentira que pudiera contener tanto poder. La guardé rápido en mi zaguán y salí corriendo para alcanzar a mi señor.

-Vamos escudero gusano, que te entretienes con cualquier cosa -dijo malhumorado al verme rezagado.

Aquella noche, cuando todo el mundo dormía, no pude evitar beber de la copa, tenía prisa por tomar mi primera dosis de inmortalidad, quería saber qué se sentía siendo alguien tan poderoso, siendo alguien que viviría a través de los siglos a pesar de guerras, catástrofes y pandemias. El sabor del agua era normal y al principio no noté nada especial, pero de pronto sentí que mis entrañas rejuvenecían, que mi cuerpo se llenaba de fuerza y mi mente estaba tranquila y feliz. Notaba que la capacidad de percepción de todos mis sentidos se había multiplicado y sentí la necesidad de fundirme con la naturaleza. Me desnudé y salí por una puerta trasera, corrí unos centenares de metros y grité de alborozo, dominado por una plenitud sin parangón. Caí agotado y dormí desnudo sobre la hierba de una pradera. Desperté cuando la mañana ya estaba bien entrada y aunque mi primer pensamiento fue darme a la fuga, me di cuenta de que tenía que volver al castillo a por mis ropas y a por la copa que había dejado bien escondida. Temiendo el castigo de Onésimo volví al castillo procurando no ser visto. Conseguí llegar hasta mis ropas y me vestí a toda prisa, uno de los guardias me vio y me obligo a salir al patio de armas. Allí encontré a los caballeros en formación, esperando a que llegaran sus familias que estaban ya alcanzando la fortaleza por la puerta principal.

-Maldito vago. Ahora te levantas, te he buscado toda la mañana para que arreglaras mi cabello. ¡Mira que pinta de mujerzuela trasnochada llevo! -digo Onésimo pegándome un bofetón en la nuca que me lanzó de bruces contra el suelo. Mi nariz comenzó a sangrar copiosamente mientras él me pateaba e insultaba. Por suerte la comitiva familiar comenzó a entrar y se olvidó de mí. Sin embargo, mientras me ponía en pie noté que alguien me observaba con toda atención, era Diego de Román que miraba asombrado como mi nariz magullada dejaba de sangrar y comenzaba a sanar. Si aquel hombre sospechaba que yo tenía algo tan poderoso como el Santo Grial estaba perdido, así que decidí permanecer muy cerca de Onésimo que era mucho más diestro que él con la espada.

Todos los templarios se reunieron con sus familias y comenzaron a acomodarlas en las estancias del castillo que serían su morada a partir de entonces. Mi señor me presentó formalmente a doña Inés en cuanto llegamos a su habitáculo. Era la mujer más bella que jamás había visto, tan guapa que me quedé sin habla.

-Amada mía. Este de aquí es el escudero gusano, un pendejo fascineroso, zángano y resabiado al que puedes azotar cuando lo creas conveniente, también si te aburres o estás asqueada de la austera vida en un castillo. Magullar su cuerpo rechoncho te servirá para desahogarte y entretener tu alma con una actividad física muy satisfactoria.

-No digas eso, Onésimo, que cuanto te pones así me asustas -dijo doña Inés compadeciéndose de mí- No será tan malo el chico cuando le llevas de escudero.

Pasé el resto de la mañana acomodando las cosas de doña Inés mientras ellos dos se hacían carantoñas en un rincón como dos púberes de instintos mal contenidos. De reojo vigilaba por si aparecía por allí Diego de Román, no dejaría que me pillara a solas. Pero la cuestión amorosa se fue calentando entre mis dueños, que poco a poco se fueron alejando y desaparecieron tras la puerta, corriendo hacia alguna de las habitaciones vacías para explayar sus ardores.

Les seguí con disimulo tratando de no quedar muy lejos de la protección de Onésimo. Se colaron en un dormitorio y cerraron la puerta tras ellos. Me acurruqué junto a aquella puerta de madera, para estar lo más cerca posible de mi protector y rezando para que no apareciera por allí el caballero Diego, que sin duda estaba al tanto de que yo poseía algo poderoso y deseable. No dudaría en quitármelo si podía. Los ardores de los dos amantes llegaban hasta mis oídos a través de la puerta y por un momento me perdí en aquella interesante cháchara, tratando de comparar las reacciones de una noble dama con las de las prostitutas barriobajeras que frecuentaba su amante, mi señor. Sin duda las prostitutas eran más imaginativas pero menos morbosas.

Ese pequeño despiste fue suficiente. Al segundo siguiente el filo de la espada de Diego de Román apretaba mi cuello.

-Dame lo que quiera que sea eso que tienes. Lo que te hizo correr desnudo por la pradera. Lo que te ha sanado la nariz esta mañana.

-No sé de qué me habláis, mi señor -balbuceé.

-Te lo voy quitar vivo o muerto. Elige. -dijo apretando el cortante filo contra mi cuello haciendo que un pequeño hilo de sangre deslizara por mi camisa.

-¡No, por favor! ¡no me hagáis daño!. Os lo daré -grité tratando de parecer desesperado pero con la intención de alertar a mi protector. Saqué la copa del zaguán y sin soltarla la mostré.

-¿Es?¿Es lo que creo que es? -preguntó Diego sorprendido al reconocer lo que tenía delante de sus narices.

Alargó la mano para quitarme la copa y entonces se oyó el cierre de la puerta. Diego, con la agilidad de un puma saltó a un lado y se escondió detrás de una columna, fuera de la vista de un Onésimo que salía furibundo y no llevaba ropa alguna.

-¡Maldito escudero gusano! ¡Pervertido, salido, impotente, pernicioso, mirón, escuchador y espía! Estabas con la oreja pegada a la puerta. ¡Te voy a partir el cuello!

En ese instante Diego de Román salió de su escondrijo con la cara desencajada y la espada en la mano. Onésimo escuchó el rocé del arma contra la vaina y tuvo tiempo de girarse hacia su atacante y de alzar una mano que detuvo el primer mandoble a costa de contemplar el vuelo de varios dedos. La siguiente estocada fue directa al estómago y entró de lleno en el abdomen de mi protector, saliendo por su espalda con un salpicón de sangre que manchó el suelo varios metros más allá. Entonces se escuchó el grito desgarrador de mi señora doña Inés que también desnuda del todo salió a asistir a su amante. El magnifico y espectacular cuerpo de aquella mujer no pasó desapercibido para Diego de Román que durante un segundo desvió su atención y cuando quiso darse cuenta había caído al suelo empujado por una portentosa patada de Onésimo que acto seguido se sacó la espada del estómago y la empuño para clavarla con fuerza en el de Diego.

Los dos, heridos de gravedad y arrodillados en el suelo, se miraban desafiantes con las manos apretadas en el abdomen, tratando de contener la sangre que manaba de sus heridas. Entonces Diego con increíble velocidad sacó un pequeño cuchillo que escondía en su cinturón y con un sólo movimiento cerceno el cuello de Onésimo de lado a lado, salpicando sangre por todas partes. Mi protector cayó muerto de inmediato entre gorgoteos y algunos estertores muy desagradables. Doña Inés con su cuerpo desnudo salpicado en sangre, lloraba y gritaba rota de dolor agachándose a recoger la cabeza de su amado. Aunque sé que puede parecer inhumano y que también puede parecer perverso que un pensamiento así pase por mi mente al recordar aquel momento, debo reconocer que aquella imagen es la más estética que nunca vi en mujer alguna.

-Dame la copa, escudero -dijo el malherido Diego de Román, extendiendo hacia mí la mano que aún portaba el cuchillo- Dame de beber de la copa.¡Ahora!

Intenté zafarme pero tras de mí estaba la puerta y cuando aquel caballero malicioso estaba a punto de atacarme fue doña Inés la que reaccionó haciendo gala de una valentía y unos reflejos envidiables. Agarró la mano de Diego cogiéndole desprevenido y con rapidez le dobló el brazo, clavándole el cuchillo en el cuello y desgarrándole una arteria que comenzó a regar más y más sangre por todas partes. En pocos segundo sólo quedábamos vivos Inés y yo, bañados en el rojo de la sangre de los dos contendientes.

-Mi señora, vestíos -dije lamentando mis propias palabras- Si alguien aparece ahora os condenarán por asesinato.

-¿A mí? -dijo confundida- ¡Le he matado en defensa propia y él antes había matado a mi prometido!

-Sí, pero es un caballero del Temple -respondí con seguridad- ¡Nadie mata a un templario y queda impune!

Inés se vistió mientras yo vigilaba por si alguien llegaba. En unos minutos estábamos en el patio de armas, corriendo hacia la puerta trasera y comenzamos a escuchar gritos de alarma. Unos segundos después alguien nos vio y enseguida varios templarios nos perseguían al grito de asesinos. Saqué la copa y recogí agua de un charco, bebí un trago y le di uno más a Inés que obedeció sin comprender pero sin rechistar. Unos segundos después atravesamos la puerta trasera que da a un alto precipicio y empujé a Inés al vacío para lanzarme yo también acto seguido cuando los templarios estaban ya a punto de alcanzarme.

Pasó algún tiempo, no sé cuánto, pero quizá quince o veinte minutos, hasta que desperté en las aguas del río apoyado en una gran roca varios centenares de metros más allá del castillo, que se recortaba temible sobre el monte en la lejanía. Busqué a Inés y no la encontré, salí a la orilla y recorrí el río arriba y abajo hasta que la localicé medio sugmergida, boca abajo, atrapada por unas ramas. Me lancé al agua, la saqué todo lo rápido que pude y comencé a hacerle el boca a boca. Tardó mucho en reaccionar pero al final entre tosidos y estertores, vomitando agua, volvió a respirar.

-¿Qué ha pasado? Me lanzaste al vacío, maldito. Dime, por qué no hemos muerto -preguntó enseguida Inés.

-Porque bebimos de esta copa. Toma bebe un poco más por si acaso. Es el Santo Grial.

-¿Cómo es posible? Eres sólo un escudero ignorante ¿cómo es que tienes la copa sagrada?

-No soy escudero, ni soy tan ignorante, ni tan simple, mi vida es muy complicada -rechisté.

-¡Dios! ¡Pudiste salvar a Onésimo tan sólo dándole un poco de agua!

-No. Nada puede hacer este poder curativo cuando la persona ya está muerta -dije haciendo una pausa- Pero nosotros, nosotros podemos vivir para siempre. Sólo tienes que quedarte conmigo y vivirás para siempre. Siempre joven, como ahora.

-Soy una mujer práctica, no voy a negarlo -respondió ella tras unos momentos de reflexión, mirándome con una frialdad sin disimulos- Por eso elegí al putero de Onésimo, tenía una buena posición y un prometedor futuro. Tú también pareces tener futuro, he de reconocerlo. Así que ¿por qué no?

-Eso. ¿Por qué no? 

-¿Por qué no… nos quitamos las ropas húmedas y yacemos en este campo mullido y suave? El roce de tu cuerpo me hará entrar en calor -sugirió ella con un insinuante tirón a la cuerdecilla de su blusa.

Las siguientes semanas las pasé gozando de la compañía y el cuerpo impresionante de Inés. Me moría por presentársela a mis amigos del siglo XXI, algo que nunca se me ocurrió con Purificación. Hubiera sido muy fácil, sólo con invitarla a un traguito del whisky del que nunca me separaba y que consumía con la debida regularidad, la hubiera llevado al futuro, pero no lo hice, preferí vivir el avance de la eternidad con ella. Y así ha sido, a través de los siglos ha permanecido a mi lado, bebiendo de la copa y viviendo para siempre, ignorante, eso sí, de mis dos pasados.

Comprendí perfectamente a Onésimo, al hombre que desesperado durante siglos por la ausencia de aquella mujer me mandó al pasado para que hiciera algunos cambios que le permitieran vivir con ella para siempre. Le entendí muy bien, de hecho a lo largo de los siglos nunca he encontrado una mujer como ella. Es complaciente, simpática, cariñosa y amena, le gusta disfrutar de todas las cosas que la vida ofrece y no voy a redundar en la espectacularidad de su físico. Sé que nunca me ha querido, nunca ha estado enamorada de mí, pero su sentido práctico y la garantía de una larga vida en la juventud la han mantenido cerca de mí, con la misma actitud que si me amara de verdad. 

Nunca ha intentado robarme la copa y desaparecer. A lo mejor es que prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer, o quizá, como me confesó una vez, estar conmigo le da sensación de seguridad porque tengo una gran visión de futuro, una gran habilidad para intuir lo que puede llegar a pasar. Yo lo llamo de otra forma, conocimientos de historia.

Sé que actué mal con Purificación y con nuestro hijo Felipe. No les volví a ver, sabía que Puri era incompatible con la vida eterna por mucho que me hubiera animado a apoderarme de la copa y mucho más si viviéndola tenía que compartirme con Inés, a la que yo no iba a renunciar. Purificación no hubiera pasado por eso y creo que Inés tampoco. Así que les dejé abandonados en su época, supongo que viajarían de vez en cuando al siglo XXI para buscarme o para ir al cine o conseguir alguna medicina dado que disponían de una enorme reserva de whisky, pero seguro que vivieron en su época y murieron cuando les llegó la hora, mientras mi reloj seguía sin avanzar. 

En una ocasión volví a pasar por el pueblo medieval. Habían transcurrido unas décadas desde que partí del pueblo de Puri para hacerme escudero, cuando tuve que volver a por las botellas de whisky que había dejado enterradas. Engañé a Inés para pasar unos días en Toledo y cuando dormía salí hacia el pueblecillo para retirar las botellas, que me permitirían seguir disfrutando del devenir de los tiempos sin cambiar bruscamente de época. Me sorprendió ver que el pueblo había sido destruido y sólo quedaban ruinas y viejos maderos quemados, parecía que había sido atacado hacía años, tantos que me costó localizar el lugar en el que había estado la panadería y tardé bastante en encontrar las botellas que había enterrado en aquella parcela ahora llena de matorrales y viejos tizones. Encontré todas y me partió el corazón pensar que Puri y el niño quizá murieron durante la destrucción de aquel pueblo. Quizá lograron huir. Nunca lo sabría. 

También, aunque algunos años antes, pasamos por Salamanca y no pude evitar buscar a la chica pelirroja, nos alojamos en la posada de su familia y por la noche mientras yo estaba sólo tomando el fresco en el patio se me acercó con timidez y me dijo “No sé quienes sois ni a dónde vais, pero sé que quiero ir con vosotros. Llevadme”. Esta vez las circunstancias no fueron favorables para ella.

Viví los siglos siguientes recorriendo el mundo con Inés. Nunca quise otra mujer. No las coleccioné a lo largo de mi vida como hizo Onésimo, aunque es cierto que seguramente el tampoco lo hubiera hecho de haber tenido la oportunidad de vivir con Inés por toda la eternidad, con ella hubiera tenido suficiente. Es increíble como aún hoy, tan lejos de su época, a pesar de cuanto han cambiado los cánones de belleza, sigue llamando la atención de todos aquellos con quienes se cruza. Recorrimos casi todo el planeta, alejándonos de los lugares en los que sabía que habría guerras o problemas, y viviendo muy bien gracias a la fortuna que iba amasando por el mero hecho de saber lo que iba a ocurrir en los siguientes años.

Evite mezclarme en ningún acontecimiento histórico y nunca quise conocer a personajes que sabía terminarían siendo influyentes en el devenir de la historia. No quería arriesgarme a cambiar ningún suceso relevante, así seguiría disfrutando de la ventaja que me otorgaba mi capacidad de anticipación. Las consecuencias de un cambio en la historia eran imprevisibles y a mí no me hacía falta correr riesgos. Nunca condené a nadie que no estuviera ya condenado y tampoco salvé a nadie que no debiera ser salvado, así que mi conciencia está limpia y sucia a la vez. Es algo a lo que a veces le doy vueltas, quizá alguna vez hubiera merecido la pena correr riesgos.

Era consciente del paso de los años y de los siglos y de que poco a poco, con la ayuda de la copa y del whisky, me estaba acercando a mi época. Sabía que una vez allí me esperaban algunos problemas que resolver. No había muchas opciones. No sería agradable pero era imprescindible.

A mediados del siglo XX nos trasladamos a Nueva Orleans pues tenía la intención de comprar la destilería de whisky como en otra versión de la historia había hecho Onésimo, más que nada por cerrar el círculo. También compré el bar y le cambie el nombre por aquel otro que podía haber tenido, Desperado Club. Estábamos a gusto allí así que vivimos unos años en aquella ciudad, atendiendo el bar y disfrutando de la música que parecía fluir por todas partes igual que en otros sitios hay manantiales o crecen las flores. 

Un día entró mi abuelo en el bar. Recuerdo que Johnny Cash acababa de publicar Ring of fire y yo estaba obsesionado con aquella canción que ponía una y otra vez en el tocadiscos. Le reconocí al primer vistazo, era mucho más joven, pero era él, tenía un aire muy familiar y era igual que en las fotos que yo había visto en mi niñez. Por supuesto él no pudo reconocerme, yo ni siquiera había nacido.

-Un whisky doble, cualquiera, me da igual la marca -me dijo con voz ronca sin apenas mirarme mientras se sentaba en uno de los altos taburetes.

-Aquí hacemos nuestro propio whisky y lo vendemos por botellas -le dije con aire retador- Si te la bebes entera y eres capaz de salir de aquí por tu propio pie, te regalo otra.

El whisky que vendíamos era normal, no estaba alterado. Nunca pasé más whisky por la copa sagrada, no me hacía falta para nada, todavía me quedaba whisky de la reserva que me entregó Onésimo y además, pronto alcanzaría mi época y sabía que no me haría falta más licor. Tampoco necesitaba mandar a nadie al pasado. Bueno, en realidad, alguna vez se me pasó por la cabeza que si conseguía enviar a alguien a la época adecuada podría enterarme del destino que habían tenido Purificación y el niño, pero me di cuenta de que ese alguien podía resultar tan traidor como yo. No merecía la pena correr riesgos cuando todo era perfecto, excepto por algunas pequeñas magulladuras en la conciencia, por otra parte tolerables.

Mi abuelo se bebió la botella en menos de una hora y muy borracho reclamó la segunda que le correspondía gratis. Le di tres.

-Guarda una. Quizá algún día tengas un hijo y quieras dejarle un recuerdo -le dije.

Permanecimos en Nueva Orleans hasta mediados de 1985. Una noche quemamos la destilería Iguana y el bar Desperado Club, yo no quería dejar nada atrás. Había llegado el momento de cambiar la historia.

Nos trasladamos a vivir a Toledo, muy cerca de mi casa y de la catedral. Llegó el 15 de julio y me vestí con traje y corbata. Fui el primero en entrar a la iglesia y contemplé las flores y cómo se realizaban los preparativos. Observé a los testigos acomodarse en sus lugares, vi como se sentaban los invitados. Reconocí algunas caras a pesar de su juventud. A la hora en punto entró el novio y esperó impaciente y nervioso junto al altar. Unos minutos después sonó el Ave María precediendo a la novia que avanzó por el pasillo del brazo de su padre, mi abuelo.

Observé como se prometían amor eterno, como intercambiaban los anillos y su primer beso de casados. No pude evitar llorar con amargura mientras me alejaba de la catedral, escuchando el alboroto de los invitados y familiares que lanzaban arroz sobre los recién casados. No había otra salida, lo había pensado mil veces y era consciente de ello.

Esa misma noche, antes del amanecer me colé en mi casa. Desde el umbral de la puerta observé a mis padres dormidos, abrazados en su primera noche de matrimonio, parecían felices y satisfechos, decididos a vivir una larga existencia en compañía del otro. Me gustó saber eso, que se querían tanto, aunque también me encogía el corazón. La conciencia me atormentaba, sin embargo sabía que no tenía elección. Me mordí los labios hasta que la sangre llego a mi boca y ese sabor me sacó de mi introversión, me di cuenta de que no podía demorarme más. Entré en la cocina y abrí las cuatro espitas del gas, cerré todas las puertas excepto las que daban a la habitación de mis padres y sin mirar atrás salí de la casa con paso decidido y el corazón destrozado. 

No fue fácil vivir con lo que había hecho y durante los siguientes nueve meses estuve perdido entre las dudas y el remordimiento, sumido en un marasmo de cavilaciones sin sentido, convencido de que había hecho algo tan terrible como inútil. Pero el 10 de abril, el día en que debería haber nacido, supe que había hecho lo correcto. Porque seguía viviendo. Ese mero hecho demostraba que la opción que había tomado era la única salida.

Me lo dijo Onésimo, no podemos estar repetidos en el mismo sitio, en la misma época. Yo también lo sabía, me lo decían las entrañas. Si hubiera permitido vivir a mis padres, si hubieran tenido aquel primer hijo, si me hubiera permitido nacer, quizá ahora mi yo inmortal, el que poseía el Santo Grial, no existiría. Y correr ese riesgo hubiera sido muy estúpido. En realidad tampoco sabía si al evitar mi propio nacimiento desaparecería por el simple hecho de no haber nacido, pero algo me dijo que no sería así, que si estaba vivo seguiría viviendo siempre que sólo hubiera un yo. Lo presentí, supongo que por instinto de supervivencia, con el mismo convencimiento que tiene un león que mata a un cachorro recién nacido en la manada, porque intuye que ese cachorro concreto será una amenaza a su liderazgo. Fue cuestión de instinto. Instinto de supervivencia.

Es por eso que hice lo que hice, un peso más sobre la conciencia, uno de tantos que se acumulan durante una vida tan larga. Una vez me entretuve en escribir una lista de las cosas que revolotean en mi conciencia alterando mi tranquilidad. Eran muchas, pero algunas destacaban de una forma especial, mis padres, Purificación y nuestro hijo Felipe. ¿Hubiera podido tenerles a todos, y a Inés, de alguna forma? ¿Hubo una oportunidad y no la vi? Quizá algo se me pasó por alto y mientras pensaba que estaba tomando decisiones sobre el filo de una navaja, en realidad podía elegir. Renuncié a personas a las que amaba a cambio de una oportunidad superior, única, creyendo o queriendo creer, que lo egoísta hubiera sido lo contrario, no realizar algo que tanta gente querría, algo por lo que tantos habían muerto. No sé si alguna vez sabré con seguridad si decidí lo correcto, esa idea, la de saberlo, me aterra.

La eternidad es muy larga así que no voy a decir que nunca me perdonaré, pero se hace largo el camino sin ellos.



Steve Earle - Guitar Town